Vengo a plantear unas reflexiones superficiales, sobre un tema más viejo de lo que parece. Y aclaro que si en algún caso no respondo las preguntas que planteo, es porque realmente no tengo respuestas convincentes. Pero lamentablemente, creo que son las preguntas que debemos hacernos quienes estamos de alguna manera activando (más o menos, mejor o peor) en movimientos sociales o políticos que pretenden transformar la realidad hacia una sociedad más igualitaria y más justa.
Hasta hace un tiempo, el principal enemigo de los movimientos sociales era (por lo menos en el plano discursivo) “el sistema”. En ese término se englobaba tanto una forma de organización social digamos el “capitalismo” como algunas de sus acciones más perversas o efectos colaterales inevitables e intrínsecos a aquel sistema social: “la explotación”, “la marginación”, “el hambre”, “la alienación,” etc., dependiendo de los momentos del siglo XX en el que se enunciara incluso pudo ser (en la década del 30 y el 70) “el fascismo”. Incluso ha sido pertinente, englobar a todos, ya que todo lo mencionado pueden convertirse con justeza en adjetivos para los sustantivos “sistema” y “capitalismo” como las sociedades actuales (no sólo la argentina) han demostrado claramente.
Los últimos años han visto nacer en los barrios donde los movimientos sociales desarrollan su tarea, un componente novedoso, que si bien puede asociarse correctamente al desarrollo capitalista (como cualquier análisis básico demostraría) reviste particularidades en todo sentido y me estoy refiriendo obviamente, al narcotráfico.
No me dedicaré a analizar las formas por las cuales el narcotráfico se convirtió en una presencia terrible en nuestros territorios, ni tampoco su grado de funcionalidad al capitalismo Simplemente intentaré una reflexión basada en mi experiencia cotidiana.
Aclaración: uso la primera del singular, porque pertenezco a algunas organizaciones (una escuela pública y un Bachillerato Popular) a las que no quiero involucrar en mi reflexión usando el plural.
Tres fuerzas están presentes hoy en los barrios pobres de Rosario, tres agentes, que representan a tres formas de concebir el mundo.
El Estado no va a esos barrios. Ya se sabe. Pero ¿quién va?
Están los narcotraficantes, buscando cuerpos y vendiendo sustancias, están las iglesias buscando almas y ofreciendo paz espiritual, están los movimientos sociales, buscando voluntades de transformación colectiva.
De alguna manera, estas fuerzas chocan entre sí, porque cuando hablamos de cuerpos, almas y voluntades, estamos hablando de quienes viven en esos territorios, y sabemos que difícilmente se logre que una persona se parta en tres y entregue a cada fuerza la parte que pretende. En términos generales, es casi imposible que una persona que participa en una de las iglesias que están en los barrios participe -como consumidor o como empleado- de negocios de narcotráfico, aunque sí es posible que pueda acercarse a algunas de las iniciativas de los movimientos. Es también muy difícil, encontrar personas que participen de los movimientos y que estén involucrados -laboralmente- con algunas de las actividades de los narcotraficantes. Y es aquí donde me interesa recalar.
Es verdad que el narcotráfico es uno de los nuevos predicados del capitalismo, en cuanto a que representa una presencia alienante y agresiva hacia el tejido social. También es indignante, como han dicho los compañeros de Giros en Rosario, que la droga que se prepara y vende en los barrios, se consume en el centro, generando una asimetría repugnante en la cual, la violencia que acompaña este negocio se radica en los barrios, quedando para el centro la experiencia placentera del consumo. Se reproduce a escala, situaciones harto conocidas, en las que el poderoso mercado consumidor, logra tercerizar ¡y apartar de su vista! los aspectos perversos de su placer, algo así como ha hecho Estados Unidos con Latinoamérica o como hizo Europa con el opio hace unos siglos.
Pero este nuevo escenario social, genera un nuevo debate ético.
Los movimientos sociales identifican al narcotráfico como uno de los problemas a resolver. Y el narcotráfico está asociado al consumo de drogas. Pero nadie ignora en los movimientos sociales -compuestos mayoritariamente por jóvenes de clase media- el consumo de drogas (o sustancias consideradas tales) es una práctica masiva y aceptada sin cortapisas.
Entonces ¿cómo hacer para poder sostener éticamente nuestra promesa de lucha contra el narcotráfico, cuando en nuestros encuentros sociales el consumo de drogas es una práctica habitual?
No basta con declararse enfáticamente a favor de la legalización de la marihuana (una de las consideradas drogas “blandas”) porque para el imaginario -construido desde arriba por las usinas creadoras de falacias- de gran parte de la sociedad, existen “las drogas” y bajo ese rótulo se engloban erróneamente una serie de sustancias que abarcarían (por nombrar a las más populares) la marihuana, el paco, la cocaína, la heroína, el éxtasis, etc.
Se plantea entonces un dilema ético (simplificando: que es lo que está bien y lo que está mal y cómo se vive con ello) ¿deben los militantes populares -que construyen día a día una imagen del narcotráfico como uno de los grandes enemigos del pueblo- consumir drogas? Incluso cuando hablamos de drogas que quien escribe considera deben ser legalizadas, como por ejemplo la marihuana.
Porque más allá de la ética individual, o la del consumo “puertas adentro”, hay algo más: hay un soporte ético de la militancia que pierde fuerza y que horada inevitablemente el accionar cotidiano colectivo de los movimientos respecto de los pobladores de los territorios, que consideran (erróneamente o no) que todas las drogas son una sola cosa o el viejo y absurdo concepto de la escalabilidad del consumo “se empieza con marihuana y se termina como Jimmy Hendrix”.
¡Pero ese es el imaginario que está instalado en muchos de nuestros interlocutores cotidianos!
No me refiero a los jóvenes, me refiero a los compañeros de 30 años o más que tienen a sus hijos adolescentes y temen con cierta razón verlos implicados en alguna de las redes -de consumo o de trabajo- que se les propone con una logística y una crematística superior a la nuestra, desde los centros de comercialización.
En este sentido, es razonable que las iglesias que pueblan nuestros barrios sostengan con más entereza su “promesa” porque su construcción de una ética cotidiana no incluye el consumo de sustancias (incluso en algunas de ellas también está prohibido el alcohol).
Personalmente considero que de alguna manera el consumo de ciertas sustancias (incluido el alcohol en altas dosis) debilita la fuerza enunciativa de algunas de nuestras agrupaciones, sobre todo porque “poner el cuerpo” es un latiguillo que se ha puesto bastante de moda en los discursos de militancia y en nuestros encuentros festivos, muchas veces, los cuerpos de los compañeros, evidencian claramente los consumos.
En todo caso, la tarea será explicar cómo se puede “poner el cuerpo” a la lucha contra el narcotráfico en los barrios construyendo una nueva ética, y que esa lucha no está reñida con el consumo de algunas de las cosas que venden esos mismos narcotraficantes. Quizás esta nueva ética implica no sólo “poner el cuerpo” sino también “poner la terraza”, para nuestros cultivos de consumo personal para dejar claro que nuestra red de consumo no se toca con quienes a quienes están sindicados como “eje del mal” en nuestra militancia y discursividad cotidiana. Aún así, si de lo que se trata es “construir una ética colectiva”, este recurso suena a “salida individual”, por cuanto determinados hábitos culturales hacen más difícil los cultivos para consumo en los barrios.
¿Podremos articular éticamente la lucha contra el narcotráfico en los territorios con el consumo personal de algunas drogas aunque sean de nuestra cosecha? ¿Pueden escindirse? ¿habrá que dejar de “sacar el cuerpo” a determinadas cosas para que nuestros discursos encuentren un soporte más confiable?
Creo que de alguna manera es un debate similar al de la “proletarización” de los 70 y si la construcción del soporte militante debe estar cargada de renunciamientos. En aquellos años, se discutía si militante debía trabajar o podía ser mantenido por la organización o por sus padres, sin perder autoridad moral. Para luchar por los obreros, ¿había que convertirse en obrero? Hoy para luchar contra el narcotráfico ¿hay que estar careta?
Me parece interesante discutirlo para ir viendo las soluciones correctas.
La alternativa no es “inventar o errar”. Podemos inventar y errar. Es bueno sabernos falibles.
No podemos pensar la construcción de los sujetos militantes como “hombres de hierro” unidimensionales, a medida de lo que las circunstancias esperan de nosotros. Pero tampoco sería honesto (ni con nosotros ni con nuestros compañeros de los barrios que tienen imaginarias distintos al nuestro), plantearnos una ética que ni siquiera nosotros estamos dispuestos a llevar a cabo en el cotidiano.
Hasta tanto, no nos asombremos que algunas iglesias -con sus prácticas por cierto ¡narcóticas!- terminen constituyendo referentes válidos para quienes habitan en los territorios y pretenden salir de los paraísos artificiales con los que aliviar su difícil paso por la tierra que los condenó a la miseria y la marginación en estos siglos en que el capitalismo dominó el mundo.
por favor no confundir el problema psicológico con el problema ético(más bien moral)que implica la drogadicción.La actitud madura exige mantener distancia y comprensión en CADA CASO,porque se trata de HISTORIAS INDIVIDUALES. En pedagogía Comenio en el siglo XVII escribió que para educar a los niños hay que hacerse un poco niño,pero no implica involucionar. Si las iglesias a veces tienen éxito en la recuperación es porque su relato consigue otorgar un sentido constructivo a la existencia,que es lo que necesita el adicto. Hacerse obreo en la década del 70 era parte(romántica)de la militancia política que formaba parte de los errores cometidos por convertir la percepción en ilusión. Entonces,no hablemos de una nueva ética,sino de una política y una psicopedagogía qie encamine,ayude,proporcione herramientas de realizacion personal,y no de entrar a sentir lo mismo que el drogadicto para entenderlo o animarse….
tampoco son «drogadictos»…
simplemente consumen…
el asunto ético es para los compañeros de la militancia, no para los que están complicados con las drogas…
Parafraseando a Serrat diría que no es necesario que un militante se bañe todas las noches en agua bendita. Pero debe esforzarse por ser un modelo y ejemplo para los compañeros, sin parecer un marciano.