Por Enrique Manson
Los conflictos entre Iglesia y Estado han sido históricamente inevitables. Ni una ni otro pueden reconocer su bordinación alguna. En la Argentina Justicialista, la condición cristiana del Movimiento generaba inevitables diferencias. Gobernaba en Roma un Papa político, comprometido en el enfrentamiento entre Estados Unidos y la URSS. En medio del conflicto, el gobierno prohibió, para evitar incidentes, la procesión de Corpus Christi. Según Félix Luna, “se convirtió… en una gigantesca manifestación” que desfiló hacia el Congreso y al Círculo Militar con la intención de impactar a los uniformados. Junto a los católicos, manifestaban masones, comunistas y fieles de otras religiones. Días después se expulsó del país a los prelados Manuel Tato y Ramón Novoa. El 15 se conoció un proyecto de ley de expropiación de la Catedral y la Curia Metropolitana. El 16 de junio la Congregación Consistorial excomulgó a los que tuvieran responsabilidad en la expulsión de los prelados. La veracidad del dicho según el cual “la carne de cura es amarga” quedaría clara en septiembre del ’55. El avión que trajo a Lonardi a Buenos Aires tenía pintado el signo “Cristo Vence”. La Marina era el arma antiperonista por excelencia. Con vínculos con la masonería, y era un hecho su devoción por la Royal Navy. El almirante Aníbal Olivieri era su ministro. Los almirantes Samuel Toranzo Calderón y Benjamín Gargiulo prepararon el levantamiento… Toranzo Calderón contaba con apoyos en la oposición. Procuró el compromiso de un sector del Ejército con el comandante de la III División, general León Bengoa. Se aprovecharía un vuelo de desagravio a San Martín. Perón se asomaría a la terraza y se lo asesinaría con el bombardeo de la Casa Rosada. La Infantería de Marina atacaría la sede del gobierno con apoyo civil. Bengoa arrastraría al Ejército. Perón llegó a la Casa de Gobierno a las 6 y 20. Desde las 9 el ministro de Guerra, Franklin Lucero, sabía del “levantamiento de la Marina”, y se lo había comunicado en una reunión con varios generales. El ministro recibió el encargo de reprimir al movimiento, y a su vez convenció al presidente de que se trasladara al Ministerio de Ejército. El ataque estaba planeado para las 10, pero las malas condiciones meteorológicas lo postergaron hasta las 12.40 en que cayó la primera bomba. Cerca de 40 aviones, que incluían algunos de la Fuerza Aérea, bombardearon y ametrallaron el centro de Buenos Aires, cuando ya el plan había fracasado. Perón estaba seguro, la III División no se había sublevado y la Infantería de Marina era expulsada por los Granaderos. El bombardeo dejó la Plaza de Mayo y sus adyacencias sembradas por casi 400 cadáveres. Un trolebús repleto de pasajeros recibió un impacto directo. Una bomba, seguramente destinada a la Residencia Presidencial, estalló en la esquina de Las Heras y Pueyrredón. Recién a las 17.30, el último avión se decidió a buscar refugio en Montevideo. No se privó de descargar sus bombas. Entre los que volaron al Uruguay estaba el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz. Alrededor de las 16 llegaron a la plaza camiones repletos de activistas, dispuestos a dar, sin eufemismos, la vida por Perón. Este no aprobó el llamado: “Ni un solo obrero debe ir a Plaza de Mayo”. Los rebeldes del Ministerio de Marina fueron rodeados por la multitud que acompañaba espontáneamente a los militares leales. La indignación de la gente hacía temer por sus vidas a los sitiados que recién se rindieron cuando el Ejército les garantizó que no entrarían civiles. Olivieri y Toranzo Calderón serían condenados a prisión. Gargiulo se suicidó. A la noche, fueron incendiadas varias iglesias céntricas, además de la Curia Metropolitana. Recuerda José Luis de Imaz: “La calle estaba cubierta de víctimas gratuitas. Me encerré en mi casa, cobarde. Fue entonces cuando incendiaron las iglesias”. Los incendiarios habrían salido de Partido Peronista (que presidía Teisaire), del Ministerio de Salud Pública (Raúl Bevacqua) y de un “servicio de informaciones”. Winston Churchill diría: “Perón es el primer soldado que ha quemado su bandera y el primer católico que ha quemado sus iglesias”. El presidente habló por radio a las 18. “Deseo que mis primeras palabras sean para encomiar la acción maravillosa que ha de sarrollado el ejército… Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo de la Marina de Guerra, que es la culpable de la cantidad de muertos y heridos que hoy debemos lamentar los argentinos…” La lealtad de los leales era dudosa. La invocación pecaba de voluntarismo. Esa tarde, Lucero entregó a Perón un Decálogo del Soldado, en que definía al Ejército como síntesis del pueblo. Señala Godio que tal vez “no haya percibido con claridad a quien estaba leyendo… (lo) que con tanto esmero había escrito: lo escuchaban en silencio, …Pedro Eugenio Aramburu, Julio A. Lagos, Dalmiro Videla Balaguer, Juan J. Uranga y León J. Bengoa”.