A 40 años del último golpe de Estado

Al cumplirse hoy 40 años del último golpe de Estado, se impone entre los argentinos una serena reflexión que nos permita superar un pasado signado por el odio y los enfrentamientos, sin por ello dejar de lado la idea de recrear una memoria integral a la que nunca se llegará por el camino de la parcialización de la historia.
El 24 de marzo de 1976, fecha en que se produjo el derrocamiento de la presidenta María Estela Martínez de Perón, asistimos tal vez a uno de los golpes militares más anunciados de la historia argentina. Este dato pone de manifiesto la incapacidad de la dirigencia política y de los sectores más influyentes del país de entonces para encontrar alternativas dentro del orden constitucional a la delicada situación imperante. Ese estado de impotencia nos interpela a todos.
Nadie puede dejar de lamentar y condenar la ruptura del orden democrático, al igual que la conculcación de derechos y garantías que siguió al golpe militar y los hechos aberrantes que caracterizaron la represión ilegal del terrorismo. Pero en ningún balance de lo ocurrido en aquellos años puede ignorarse que el clima de violencia no nació el día en que la junta militar tomó el poder, sino bastante antes. La etapa democrática que precedió a la llegada del régimen militar estuvo plagada por la acción de organizaciones terroristas que cometieron secuestros extorsivos, asesinatos y atentados de toda clase en los que murieron muchísimos civiles inocentes. Eran organizaciones que, lejos de estar integradas por «jóvenes brillantes», carecían del menor respeto por la democracia y creían que podían decidir sobre la vida y la suerte de cualquier persona con la excusa de servir a sus ideas, inocultablemente totalitarias.
En septiembre de 1975 se producía en la Argentina una muerte por razones políticas cada 19 horas, en tanto que hacia el 19 de marzo de 1976 había un muerto cada cinco horas y estallaba una bomba cada tres.
El horror representado por los excesos de una represión militar que incluyó la aplicación de torturas y la desaparición de personas tuvo su antecedente en la Triple A, un grupo de represión ilegal surgido en 1974 desde las propias estructuras del gobierno de Isabel Perón e inspirado por su siniestro ministro José López Rega. Desde la asunción de Héctor Cámpora como presidente de la Nación, el 25 de mayo de 1973, hasta el golpe de Estado de 1976, hubo unos 1100 casos de desapariciones forzadas de personas y de ejecuciones sumarias, según un anexo del informe Nunca Más publicado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación en 2006, al recordarse los treinta años del inicio de la dictadura militar. Otras fuentes dan cuenta de un número mayor. La tragedia argentina se profundizó a partir del 24 de marzo de 1976, pero se había iniciado mucho antes.
Durante el período comprendido entre 1973 y 1976, en el que gobernó el peronismo, los diferentes grupos subversivos cometieron, además de asaltos a guarniciones militares, innumerables hechos de violencia, en los que murieron más de 1350 personas, entre miembros de las Fuerzas Armadas, efectivos policiales, dirigentes gremiales, empresarios, profesionales, intelectuales, civiles inocentes y niños.
Hoy se rendirán justos homenajes oficiales a quienes desaparecieron como consecuencia de actos vinculados al terrorismo de Estado. El propio presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, participará en uno de esos actos. Lamentablemente, no está previsto que se rinda un tributo a las víctimas del proceder de las organizaciones subversivas que asolaron el país en los años 70.
Ocuparnos de todas las víctimas del terrorismo, sin distinciones, es un deber ineludible. Los familiares y seres queridos de quienes murieron como consecuencia de la violencia de los grupos guerrilleros tienen también el derecho a conocer la verdad y a recibir eventualmente el pedido de perdón de quienes los agredieron, al igual que a exigir el compromiso de una sociedad que no desea que estas situaciones se repitan.
A 40 años de la pérdida de la República, los argentinos hemos aprendido a valorar las instituciones democráticas y las libertades que nos garantiza nuestro orden constitucional. Nos falta, sin embargo, alcanzar una reconciliación completa y definitiva para dejar de ser prisioneros de nuestro pasado trágico. Y para esto es indispensable que la verdadera justicia no sea confundida con venganza, que dejemos atrás mezquinos intereses facciosos, que abandonemos las interpretaciones parciales e interesadas para dar lugar a la construcción de una visión integral de lo que nos sucedió y, finalmente, que cada uno de los que vivimos en aquellos años luctuosos realicemos nuestra propia autocrítica.

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