A las 4 de la tarde de un frío 21 de enero de 1924, en la localidad de Gorki, apenas a diez kilómetros de Moscú, Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, sufría un ataque cerebral y entraba en un coma profundo. Tres horas después, los médicos informaban a la familia que el líder de la revolución rusa moría. Tenía 52 años y llevaba 35 dedicados a la acción política, y la mayoría de ellos –desde 1887, cuando había empezado a estudiar Derecho, hasta noviembre de 1917, tres décadas después, cuando los bolcheviques tomaron el poder– los había vivido en la clandestinidad. Cuenta el historiador Orlando Figes, autor de la monumental obra La revolución rusa (Edhasa, 2000), que a los rusos de a pie no se les informaba que la enfermedad del líder no tenía solución. La prensa decía que se estaba recuperando de una grave enfermedad de la que cualquier hombre normal hubiera fallecido.
En su testamento, este intelectual y hombre de acción excepcional había pedido que lo enterraran en Petrogrado, la antigua San Petersburgo, llamada así en homenaje al zar Pedro I. Pero Stalin y otros dirigentes partidarios decidieron que su cerebro fuera extraído del cuerpo y mandado a analizar a un laboratorio para descubrir los misterios de la genialidad de Lenin. Además, mandaron embalsamar su cuerpo influidos por algo que impactaba al mundo: un año antes, un arqueólogo inglés, Howard Carter, abría el sarcófago de Tutankamón y descubría su cuerpo momificado.
Trotski y otros dirigentes comunistas se horrorizaron de esa asimilación a los ritos sacralizados. Sin embargo, a esas alturas, el antiguo jefe del Ejército Rojo no tenía fuerzas como para imponerse en un enfrentamiento abierto con Stalin. Comenzaba el culto a Lenin: Petrogrado, desde entonces, pasó a llamarse Leningrado y, a su vez, el gobierno mandaba construir un mausoleo en la Plaza Roja de Moscú. Hasta el día de hoy, los rusos, georgianos, ucranianos, todos los ciudadanos que integraron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) así como los turistas de los cuatro continentes, pueden ver el rostro de Lenin intacto a través de un panel de vidrio blindado. Pero pasados 67 años, las cosas cambiaban de signo: en 1991, Leningrado volvía a llamarse Petrogrado. La URSS se desmembraba y comenzaba una nueva era. Aunque el capitalismo entraba con una fuerza arrolladora, pasadas más de dos décadas, nunca triunfó la idea de quitar el cuerpo embalsamado de Lenin del imponente mausoleo ubicado frente al mismísimo Kremlin, el corazón del poder de Rusia.
Lenin había encabezado un proceso inédito y fuera de los cánones del marxismo de la segunda mitad del siglo XIX. Estaba al frente de un partido proletario, el bolchevique, perseguido ferozmente por el régimen imperial en un país de fuerte estructura feudal y una inmensa base campesina. Los zares, desde el emperador Pedro el Grande, hacia principios del siglo XVIII, habían conjurado todos los levantamientos y complots. Contaban con un poder territorial que se extendía, por el este, pasando por el estrecho de Bering, hasta la mismísima Alaska. Por el oeste, hasta Polonia y Finlandia. Hacia el sur dominaban el Asia Central hasta Mongolia.
Lenin determinó el momento adecuado para lanzarse a la toma del poder en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial y el zarismo no pudo reponerse nunca más. Además, pasados 35 años del asalto al Palacio de Invierno –hecho emblemático de la revolución bolchevique–, la gigantografía del rostro de Lenin estaba presente en decenas de países donde triunfaba la revolución. En efecto, un tercio de la población mundial hacia flamear banderas rojas hacia 1949. La hoz y el martillo junto a las fotos de Marx y Lenin –en la mayoría se sumaba también la de Stalin– formaban parte de la simbología de un nuevo escenario mundial que enterraba 40 millones de víctimas en la Segunda Guerra Mundial. La otra gran revolución era la china, conducida por Mao Tse-tung, un ferviente seguidor de Marx y de Lenin. Tan impresionante fue el ascenso de Lenin y las ideas revolucionarias como vertiginosa fue la caída medio siglo después, hacia 1989 con la destrucción del Muro de Berlín.
¿QUIÉN ERA LENIN? Bautizado bajo el rito de la Iglesia Ortodoxa, Vladimir Illich Ulianov nació en la ciudad de Simbirsk –luego Ulianovsk, en homenaje a Lenin–, ubicada a orillas del Volga. Su abuelo paterno era de una etnia de origen mongol y de allí sus ojos rasgados. Por vía de su abuela materna, era de ascendencia alemana y sueca. No sólo tenía un origen genético misturado; su abuelo materno era de familia judía y se convirtió al cristianismo merced a la tradición luterana de su esposa, la abuela de Lenin. Así, sin una tradición familiar precisa en sus orígenes, este hombre fue un líder natural en los círculos revolucionarios y, además, hizo aportes esenciales a la teoría marxista. Entre los muchos que destacan sus exégetas y biógrafos, Lenin desarrolló la teoría del imperialismo como fase superior del capitalismo y dio pie a que muchos marxistas asumieran las revoluciones como luchas de clases en tensión con la cuestión nacional. Es decir, con alianzas de obreros y desposeídos con las clases medias y las burguesías nacionales contra los centros de poder colonial y contra el capital financiero internacional.
Las teorías leninistas fueron acompañadas por revolucionarios alemanes, entre los que se destacaron dos mujeres de la Liga Espartaquista: Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin. Cobra especial relevancia esa cooperación, porque se producía al mismo tiempo que Alemania y Rusia estaban en plena guerra en bandos diferentes. Mientras que Alemania estaba en una entente con Italia y el Imperio Austrohúngaro, los zares formaban parte de la alianza encabezada por Francia y Gran Bretaña.
Lenin fue quien encabezó la lucha contra los socialistas de la Segunda Internacional que propiciaban cerrar filas con sus propios gobiernos –burgueses–, mientras que él estaba convencido de que la causa revolucionaria auténtica debía entenderse bajo la mirada del internacionalismo proletario y no con falsas banderías nacionalistas. Así fue que se produjo la ruptura con los socialistas moderados cuya máxima expresión era el alemán Eduard Bernstein.
Las obras completas de Lenin, de acuerdo a las diferentes ediciones, varían entre 35 y 52 tomos. Abarcan sus escritos desde 1893 hasta 1921. Su salud ya estaba entonces muy resentida por las secuelas del atentado sufrido en agosto de 1918, cuando la anarquista Fanni Kaplan le hizo tres disparos, uno de los cuales le perforó el pulmón. Los proyectiles tenían sustancias químicas venenosas que, años después, impidieron que Lenin siguiera manejando los asuntos del Estado, del partido, que condujera la economía, que estuviera al tanto de las invasiones de rusos blancos y ejércitos monárquicos de los países europeos vecinos así como de las insurrecciones y enfrentamientos al interior del poder soviético. Las hambrunas de 1921 y 1922 hicieron que un cuarto de la población campesina muriera y que muchas aldeas tomaran hábitos antropofágicos. La rebelión de los marineros de Kronstadt, en marzo de 1921, terminó cuando la artillería y las tropas de asalto bolcheviques acabaron con el bastión rebelde ubicado a sólo 30 kilómetros de Petrogrado. Esa fortaleza militar, apenas cuatro años atrás, era un puntal de la revolución bolchevique.
El nuevo poder soviético tenía infinidad de laberintos y luchas internas. En ese escenario fue que la salud de Lenin se empezó a deteriorar a pasos acelerados. Un parte médico, fechado el 6 de marzo de 1923 y dado a conocer recién en 1989, decía: «Vladimir Ilich yace con un aspecto de deterioro, con una expresión aterrorizada en su rostro, con los ojos tristes y una mirada interrogante, con lágrimas que se deslizan por su rostro.» Tres días después sufría un ataque tras el cual ya no recuperaría el habla. Su esposa, Nadezhda Krupskaya, le leía. Cuenta Figes que las obras de Tolstoi y de Gorki le producían el mayor consuelo. Desde entonces hasta su muerte, diez meses después, Lenin hizo esfuerzos notables. Como tenía paralizado el brazo derecho, intentaba escribir con la mano izquierda. Ya no había posibilidad de recuperación.
Stalin se convertía en la figura central de la vida soviética. Un hombre taciturno, de escasísima o casi nula producción teórica, que controlaba la Checa –policía secreta– y que conspiraba contra aquellos integrantes del politburó con los que no comulgaba. De hecho, quienes acompañaron a Stalin en ese pequeño aparato máximo de conducción, años después, terminaron trágicamente. En 1936, Zinoviev y Kamenev, pese a que se habían coaligado a Stalin contra Trotski, fueron ejecutados. Bujarin, el hombre en cuyos brazos había muerto Lenin, era ejecutado en 1938. Por su parte, Trotski había sido echado de la URSS en 1929, pero Stalin no iba a perdonarle la vida: en 1940, cuando residía en Coyoacán, al lado del Distrito Federal de México, era asesinado por Ramón Mercader, un comunista español que había peleado en la Guerra Civil y que aceptó la misión ordenada por Stalin y le partió la cabeza con una pica a quien fuera el jefe político del Ejército Rojo y rival político del oscuro georgiano.
Abunda la bibliografía donde se afirma que Lenin, antes de su agonía final, dejaba en claro que Stalin no debía estar en la centralidad del poder. Hasta detalles mínimos quedaron registrados que son indicios claros de que el ascenso de Stalin inquietaba a Lenin. El 21 de diciembre de 1922, Lenin dictó una carta que lleva el puño y letra de su esposa Krupskaya y que estaba dirigida a Trotski. En ella, el líder máximo felicita a Trotski por lograr imponer dentro de la conducción del partido una medida sobre la nacionalización del comercio exterior. Según relata Figes, gracias a su manejo de la Checa, Stalin supo de la carta y al día siguiente llamó por teléfono a Krupskaya y ella consignó por escrito que la sometió a toda clase de insultos. Se lo contó a Lenin, quien le dictó una carta destinada a Stalin exigiéndole que se disculpara con ella por escrito o que, de lo contrario, «se arriesgaba a una ruptura de relaciones entre nosotros». Ya era tarde. No se puede hacer historia conjetural. La salud de Lenin se deterioraba y el terror de Stalin hacía pie. Tres días después de la muerte de Lenin tuvieron lugar los funerales. El frío invierno moscovita despidió al gran revolucionario con temperaturas árticas de 35 grados bajo cero. Stalin, ataviado con ropa de gala, condujo a la guardia de honor hasta la Plaza Roja. La orquesta del Teatro Bolshoi interpretó la Marcha Fúnebre de Chopin y luego, como despedida final, los músicos interpretaron La Internacional, mientras miles de voces gritaban «Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan».
En su testamento, este intelectual y hombre de acción excepcional había pedido que lo enterraran en Petrogrado, la antigua San Petersburgo, llamada así en homenaje al zar Pedro I. Pero Stalin y otros dirigentes partidarios decidieron que su cerebro fuera extraído del cuerpo y mandado a analizar a un laboratorio para descubrir los misterios de la genialidad de Lenin. Además, mandaron embalsamar su cuerpo influidos por algo que impactaba al mundo: un año antes, un arqueólogo inglés, Howard Carter, abría el sarcófago de Tutankamón y descubría su cuerpo momificado.
Trotski y otros dirigentes comunistas se horrorizaron de esa asimilación a los ritos sacralizados. Sin embargo, a esas alturas, el antiguo jefe del Ejército Rojo no tenía fuerzas como para imponerse en un enfrentamiento abierto con Stalin. Comenzaba el culto a Lenin: Petrogrado, desde entonces, pasó a llamarse Leningrado y, a su vez, el gobierno mandaba construir un mausoleo en la Plaza Roja de Moscú. Hasta el día de hoy, los rusos, georgianos, ucranianos, todos los ciudadanos que integraron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) así como los turistas de los cuatro continentes, pueden ver el rostro de Lenin intacto a través de un panel de vidrio blindado. Pero pasados 67 años, las cosas cambiaban de signo: en 1991, Leningrado volvía a llamarse Petrogrado. La URSS se desmembraba y comenzaba una nueva era. Aunque el capitalismo entraba con una fuerza arrolladora, pasadas más de dos décadas, nunca triunfó la idea de quitar el cuerpo embalsamado de Lenin del imponente mausoleo ubicado frente al mismísimo Kremlin, el corazón del poder de Rusia.
Lenin había encabezado un proceso inédito y fuera de los cánones del marxismo de la segunda mitad del siglo XIX. Estaba al frente de un partido proletario, el bolchevique, perseguido ferozmente por el régimen imperial en un país de fuerte estructura feudal y una inmensa base campesina. Los zares, desde el emperador Pedro el Grande, hacia principios del siglo XVIII, habían conjurado todos los levantamientos y complots. Contaban con un poder territorial que se extendía, por el este, pasando por el estrecho de Bering, hasta la mismísima Alaska. Por el oeste, hasta Polonia y Finlandia. Hacia el sur dominaban el Asia Central hasta Mongolia.
Lenin determinó el momento adecuado para lanzarse a la toma del poder en pleno desarrollo de la Primera Guerra Mundial y el zarismo no pudo reponerse nunca más. Además, pasados 35 años del asalto al Palacio de Invierno –hecho emblemático de la revolución bolchevique–, la gigantografía del rostro de Lenin estaba presente en decenas de países donde triunfaba la revolución. En efecto, un tercio de la población mundial hacia flamear banderas rojas hacia 1949. La hoz y el martillo junto a las fotos de Marx y Lenin –en la mayoría se sumaba también la de Stalin– formaban parte de la simbología de un nuevo escenario mundial que enterraba 40 millones de víctimas en la Segunda Guerra Mundial. La otra gran revolución era la china, conducida por Mao Tse-tung, un ferviente seguidor de Marx y de Lenin. Tan impresionante fue el ascenso de Lenin y las ideas revolucionarias como vertiginosa fue la caída medio siglo después, hacia 1989 con la destrucción del Muro de Berlín.
¿QUIÉN ERA LENIN? Bautizado bajo el rito de la Iglesia Ortodoxa, Vladimir Illich Ulianov nació en la ciudad de Simbirsk –luego Ulianovsk, en homenaje a Lenin–, ubicada a orillas del Volga. Su abuelo paterno era de una etnia de origen mongol y de allí sus ojos rasgados. Por vía de su abuela materna, era de ascendencia alemana y sueca. No sólo tenía un origen genético misturado; su abuelo materno era de familia judía y se convirtió al cristianismo merced a la tradición luterana de su esposa, la abuela de Lenin. Así, sin una tradición familiar precisa en sus orígenes, este hombre fue un líder natural en los círculos revolucionarios y, además, hizo aportes esenciales a la teoría marxista. Entre los muchos que destacan sus exégetas y biógrafos, Lenin desarrolló la teoría del imperialismo como fase superior del capitalismo y dio pie a que muchos marxistas asumieran las revoluciones como luchas de clases en tensión con la cuestión nacional. Es decir, con alianzas de obreros y desposeídos con las clases medias y las burguesías nacionales contra los centros de poder colonial y contra el capital financiero internacional.
Las teorías leninistas fueron acompañadas por revolucionarios alemanes, entre los que se destacaron dos mujeres de la Liga Espartaquista: Rosa Luxemburgo y Clara Zetkin. Cobra especial relevancia esa cooperación, porque se producía al mismo tiempo que Alemania y Rusia estaban en plena guerra en bandos diferentes. Mientras que Alemania estaba en una entente con Italia y el Imperio Austrohúngaro, los zares formaban parte de la alianza encabezada por Francia y Gran Bretaña.
Lenin fue quien encabezó la lucha contra los socialistas de la Segunda Internacional que propiciaban cerrar filas con sus propios gobiernos –burgueses–, mientras que él estaba convencido de que la causa revolucionaria auténtica debía entenderse bajo la mirada del internacionalismo proletario y no con falsas banderías nacionalistas. Así fue que se produjo la ruptura con los socialistas moderados cuya máxima expresión era el alemán Eduard Bernstein.
Las obras completas de Lenin, de acuerdo a las diferentes ediciones, varían entre 35 y 52 tomos. Abarcan sus escritos desde 1893 hasta 1921. Su salud ya estaba entonces muy resentida por las secuelas del atentado sufrido en agosto de 1918, cuando la anarquista Fanni Kaplan le hizo tres disparos, uno de los cuales le perforó el pulmón. Los proyectiles tenían sustancias químicas venenosas que, años después, impidieron que Lenin siguiera manejando los asuntos del Estado, del partido, que condujera la economía, que estuviera al tanto de las invasiones de rusos blancos y ejércitos monárquicos de los países europeos vecinos así como de las insurrecciones y enfrentamientos al interior del poder soviético. Las hambrunas de 1921 y 1922 hicieron que un cuarto de la población campesina muriera y que muchas aldeas tomaran hábitos antropofágicos. La rebelión de los marineros de Kronstadt, en marzo de 1921, terminó cuando la artillería y las tropas de asalto bolcheviques acabaron con el bastión rebelde ubicado a sólo 30 kilómetros de Petrogrado. Esa fortaleza militar, apenas cuatro años atrás, era un puntal de la revolución bolchevique.
El nuevo poder soviético tenía infinidad de laberintos y luchas internas. En ese escenario fue que la salud de Lenin se empezó a deteriorar a pasos acelerados. Un parte médico, fechado el 6 de marzo de 1923 y dado a conocer recién en 1989, decía: «Vladimir Ilich yace con un aspecto de deterioro, con una expresión aterrorizada en su rostro, con los ojos tristes y una mirada interrogante, con lágrimas que se deslizan por su rostro.» Tres días después sufría un ataque tras el cual ya no recuperaría el habla. Su esposa, Nadezhda Krupskaya, le leía. Cuenta Figes que las obras de Tolstoi y de Gorki le producían el mayor consuelo. Desde entonces hasta su muerte, diez meses después, Lenin hizo esfuerzos notables. Como tenía paralizado el brazo derecho, intentaba escribir con la mano izquierda. Ya no había posibilidad de recuperación.
Stalin se convertía en la figura central de la vida soviética. Un hombre taciturno, de escasísima o casi nula producción teórica, que controlaba la Checa –policía secreta– y que conspiraba contra aquellos integrantes del politburó con los que no comulgaba. De hecho, quienes acompañaron a Stalin en ese pequeño aparato máximo de conducción, años después, terminaron trágicamente. En 1936, Zinoviev y Kamenev, pese a que se habían coaligado a Stalin contra Trotski, fueron ejecutados. Bujarin, el hombre en cuyos brazos había muerto Lenin, era ejecutado en 1938. Por su parte, Trotski había sido echado de la URSS en 1929, pero Stalin no iba a perdonarle la vida: en 1940, cuando residía en Coyoacán, al lado del Distrito Federal de México, era asesinado por Ramón Mercader, un comunista español que había peleado en la Guerra Civil y que aceptó la misión ordenada por Stalin y le partió la cabeza con una pica a quien fuera el jefe político del Ejército Rojo y rival político del oscuro georgiano.
Abunda la bibliografía donde se afirma que Lenin, antes de su agonía final, dejaba en claro que Stalin no debía estar en la centralidad del poder. Hasta detalles mínimos quedaron registrados que son indicios claros de que el ascenso de Stalin inquietaba a Lenin. El 21 de diciembre de 1922, Lenin dictó una carta que lleva el puño y letra de su esposa Krupskaya y que estaba dirigida a Trotski. En ella, el líder máximo felicita a Trotski por lograr imponer dentro de la conducción del partido una medida sobre la nacionalización del comercio exterior. Según relata Figes, gracias a su manejo de la Checa, Stalin supo de la carta y al día siguiente llamó por teléfono a Krupskaya y ella consignó por escrito que la sometió a toda clase de insultos. Se lo contó a Lenin, quien le dictó una carta destinada a Stalin exigiéndole que se disculpara con ella por escrito o que, de lo contrario, «se arriesgaba a una ruptura de relaciones entre nosotros». Ya era tarde. No se puede hacer historia conjetural. La salud de Lenin se deterioraba y el terror de Stalin hacía pie. Tres días después de la muerte de Lenin tuvieron lugar los funerales. El frío invierno moscovita despidió al gran revolucionario con temperaturas árticas de 35 grados bajo cero. Stalin, ataviado con ropa de gala, condujo a la guardia de honor hasta la Plaza Roja. La orquesta del Teatro Bolshoi interpretó la Marcha Fúnebre de Chopin y luego, como despedida final, los músicos interpretaron La Internacional, mientras miles de voces gritaban «Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan».
Que bueno el argumento este de que las «balas envenenadas» le impidieron a Lenin tener algo que ver con las políticas económicas y sociales que se adoptaban a partir de 1920. Claro, una manera de resguardarlo de cualquier calificación como serial violador de derechos humanos. Todo lo malo así se lo atribuyen a Stalin.