Impactan tanto los mensajes que mostraron cómo el juez Daniel Rafecas aconsejaba a la defensa de Amado Boudou y de los personajes del caso Ciccone que el estupor puede tapar el audaz ejercicio de autoincriminación que puso en práctica el vicepresidente.
Fue el propio Boudou quien ordenó difundir esos intercambios nada decorosos del juez que lo debe investigar. Pero para ensuciar a Rafecas, se zambulló de cabeza en el barro y mostró una cara de sí mismo -y del gobierno que integra- que cualquier político haría lo imposible por esconder.
En su intento de defensa, el vicepresidente admitió desde el Jueves Santo hasta acá:
Que Ignacio Danuzzo Iturraspe, el abogado que se mandaba mensajes confianzudos con Rafecas, hacía gestiones tanto para Boudou como para Alejandro Vandenbroele, el rostro visible detrás de la nueva Ciccone. Vandenbroele, recordemos, es ese misterioso abogado que era monotributista a la hora de convertirse en mandamás de la mayor imprenta de seguridad del país y a quien el vicepresidente jura no conocer.
Que aceptaba calladito la colaboración informal de un juez que tiene la misión de investigarlo. «Está mal, no está bien, pero creía que quería ayudar», se indignó Boudou al denunciarlo en público. Es decir, lo acusó cuando intuyó que había dejado de beneficiarlo, porque Rafecas aceptó el pedido del fiscal para allanar un departamento que el vicepresidente tiene en Puerto Madero.
Que en 2011 lo fueron a ver para ofrecerle una coima de parte de Boldt, el principal competidor de Ciccone, para «arreglar este tema». Es decir, que mucho antes del escándalo público en el mundo de los negocios reconocían a Boudou como el hombre clave del Gobierno en la operación Ciccone.
Que no tuvo problemas en recibir otra vez en su despacho -y en compartir luego varias reuniones públicas- con quien, según su versión, le llevó la propuesta del soborno, el presidente de la Bolsa de Comercio, Adelmo Gabbi.
Que hizo todo lo posible por ocultar la carta que él le remitió a la AFIP en 2010, como ministro de Economía, para recomendar que le dieran una moratoria extraordinaria a Ciccone, cuando ya había entrado Vandenbroele en el negocio. Y que se apresuró a blanquear la existencia de esa carta -de por sí totalmente excepcional- cuando se enteró de que iba a salir en la prensa.
Que en el entorno de Boudou sospechaban (o sospechan) que Ricardo Echegaray, jefe de la AFIP, lo consultó por escrito sobre la nueva Ciccone para cubrirse las espaldas y despegarse ante un eventual inconveniente, como se sugiere en el cruce entre Rafecas y Danuzzo Iturraspe.
Que un gobierno que se vanagloria de haber renovado la Justicia tenía como jefe de los fiscales desde 2004 a Esteban Righi, cuya familia ofrecía desde un estudio de abogados influencias para «aceitar relaciones» en los tribunales federales.
Que varios de sus compañeros de Gabinete, como el supersecretario Guillermo Moreno, aceptaron la representación legal de ese estudio.
Y que Boudou sólo denunció la situación cuando se vio afectado por un fiscal, Carlos Rívolo, al que Righi no pudo o no quiso presionar.
Sin buscarlo, además, desnudó debilidades ajenas.
De los opositores que pidieron rechazar «in limine» la denuncia contra Rafecas por los «consejos» a la defensa de Boudou y mostraron con la máxima crudeza cuán naturalizadas tienen las anomalías de un sistema judicial donde a menudo se confunde el papel de juez y parte.
De los cientos de kirchneristas que admiraron siempre a Righi, un ícono de la militancia peronista de los 70, y ahora en silencio lo miran partir, apaleado por los propios.
Y tal vez la más resonante: de la propia presidenta Cristina Kirchner, que convalidó sin investigar todo lo actuado por su número dos y promovió como jefe de los fiscales a un funcionario que no tiene empacho en presentarse como un soldado de «Amado»..
Fue el propio Boudou quien ordenó difundir esos intercambios nada decorosos del juez que lo debe investigar. Pero para ensuciar a Rafecas, se zambulló de cabeza en el barro y mostró una cara de sí mismo -y del gobierno que integra- que cualquier político haría lo imposible por esconder.
En su intento de defensa, el vicepresidente admitió desde el Jueves Santo hasta acá:
Que Ignacio Danuzzo Iturraspe, el abogado que se mandaba mensajes confianzudos con Rafecas, hacía gestiones tanto para Boudou como para Alejandro Vandenbroele, el rostro visible detrás de la nueva Ciccone. Vandenbroele, recordemos, es ese misterioso abogado que era monotributista a la hora de convertirse en mandamás de la mayor imprenta de seguridad del país y a quien el vicepresidente jura no conocer.
Que aceptaba calladito la colaboración informal de un juez que tiene la misión de investigarlo. «Está mal, no está bien, pero creía que quería ayudar», se indignó Boudou al denunciarlo en público. Es decir, lo acusó cuando intuyó que había dejado de beneficiarlo, porque Rafecas aceptó el pedido del fiscal para allanar un departamento que el vicepresidente tiene en Puerto Madero.
Que en 2011 lo fueron a ver para ofrecerle una coima de parte de Boldt, el principal competidor de Ciccone, para «arreglar este tema». Es decir, que mucho antes del escándalo público en el mundo de los negocios reconocían a Boudou como el hombre clave del Gobierno en la operación Ciccone.
Que no tuvo problemas en recibir otra vez en su despacho -y en compartir luego varias reuniones públicas- con quien, según su versión, le llevó la propuesta del soborno, el presidente de la Bolsa de Comercio, Adelmo Gabbi.
Que hizo todo lo posible por ocultar la carta que él le remitió a la AFIP en 2010, como ministro de Economía, para recomendar que le dieran una moratoria extraordinaria a Ciccone, cuando ya había entrado Vandenbroele en el negocio. Y que se apresuró a blanquear la existencia de esa carta -de por sí totalmente excepcional- cuando se enteró de que iba a salir en la prensa.
Que en el entorno de Boudou sospechaban (o sospechan) que Ricardo Echegaray, jefe de la AFIP, lo consultó por escrito sobre la nueva Ciccone para cubrirse las espaldas y despegarse ante un eventual inconveniente, como se sugiere en el cruce entre Rafecas y Danuzzo Iturraspe.
Que un gobierno que se vanagloria de haber renovado la Justicia tenía como jefe de los fiscales desde 2004 a Esteban Righi, cuya familia ofrecía desde un estudio de abogados influencias para «aceitar relaciones» en los tribunales federales.
Que varios de sus compañeros de Gabinete, como el supersecretario Guillermo Moreno, aceptaron la representación legal de ese estudio.
Y que Boudou sólo denunció la situación cuando se vio afectado por un fiscal, Carlos Rívolo, al que Righi no pudo o no quiso presionar.
Sin buscarlo, además, desnudó debilidades ajenas.
De los opositores que pidieron rechazar «in limine» la denuncia contra Rafecas por los «consejos» a la defensa de Boudou y mostraron con la máxima crudeza cuán naturalizadas tienen las anomalías de un sistema judicial donde a menudo se confunde el papel de juez y parte.
De los cientos de kirchneristas que admiraron siempre a Righi, un ícono de la militancia peronista de los 70, y ahora en silencio lo miran partir, apaleado por los propios.
Y tal vez la más resonante: de la propia presidenta Cristina Kirchner, que convalidó sin investigar todo lo actuado por su número dos y promovió como jefe de los fiscales a un funcionario que no tiene empacho en presentarse como un soldado de «Amado»..