La tan promocionada transformación de Medellín en sus últimos 25 años, que hoy es un ejemplo para el mundo, según lo dicen expertos internacionales y lo replica la prensa regional hasta el exceso, no es un cuento de hadas en el que solo hay “gente pujante” haciendo buenas obras. La realidad es que ese cambio tuvo un alto costo, pero a pocos parece importarle.
El problema de repetir hasta la saciedad los cuentos de hadas es que la fantasía acaba confundiéndose con la realidad, lo que tiene graves implicaciones para comprender el presente y reconocer el pasado. Lo que se reflejó en el Foro Urbano Mundial ONU-Hábitat fueron las lógicas de la ficción, a las que le venimos apostando desde hace varios años, en desmedro de la memoria, que tanta falta hace.
El modelo de desarrollo aplicado en Medellín tiene bajo sus pliegues un cúmulo de ilegalidades que justamente las narrativas urbanas contemporáneas pretenden ocultar, por eso apelan a la grandilocuencia constante y repetitiva de los logros leídos en clave de cuento de hadas. Nada más ajeno a la realidad.
Contrastando algunos de los referentes de la ciudad, que soy son mostrados como ejemplo para el mundo, con lo que se debió hacer para concretarlos, encuentro aspectos reprochables que nos hablan de la doble moral con la que encaramos el desarrollo de la ciudad. Proyectos como el Metro, el Metrocable, las escaleras eléctricas de la comuna 13 y algunos de los parques biblioteca son ejemplo de ello. Pero vamos por partes en este ejercicio.
La construcción y puesta en marcha del Metro de Medellín, el único en el país con esas características, es el resultado de la pujanza antioqueña claro, pero también representa un proceso refinado de corrupción de alto nivel que quedó impune. Para otorgar los contratos a las empresas hispano-alemanas que lo construyeron, se irrigaron entre personalidades nacionales y regionales 20 millones de dólares. La indolencia de la justicia tuvo un efecto concreto: prescribió la acción penal. Y no sobra advertir que la empresa creada para administrar los recursos y dirigir la operación estuvo gerenciada por Diego Londoño White, miembro del llamado ‘Cartel de Medellín’, asesinado el 27 de noviembre del 2002, tras salir de la cárcel luego de purgar una condena de poco menos de 10 años.
Al mirar las montañas de la comunas de la periferia en las cómodas cabinas del Metrocable no puede olvidarse que su construcción solo pudo darse cuando el proyecto paramilitar, impulsado, patrocinado y coordinado por sectores económicos pujantes de la ciudad, tolerado por la clase política y respaldado por la Fuerza Pública, logró imponer sus condiciones militares en el terreno, dejando cientos de muertos. Comunas como la 1, 2, 3 y 4, zona de influencia del primer sistema de estas características de la ciudad, y la 13, donde se construyó el segundo fueron teatro de operaciones de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) y, luego, de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) contra todo aquello que oliera a insurgencia y bajo esa lógica murió y desapareció mucha gente inocente. Cientos de esos crímenes permanecen hoy en la impunidad.
Para quienes han montado en las famosas escaleras eléctricas de la comuna 13 hay que recordarles que su construcción y puesta en marcha es el claro ejemplo de cómo el modelo de desarrollo que trazaron las autoridades políticas en Medellín desde mediados de la década del noventa implicó alianzas con la ilegalidad armada. Es necesario recordar que las cimientes de ese sistema de movilidad fueron el resultado de la desaparición forzada, una de las peores estrategias de guerra urbana que aplicaron fuerzas combinadas de la Policía, el Ejército y grupos paramilitares de las Auc. No es especulación mía: en este caso hay sentencias judiciales que las confirman.
El cuento de hadas que, día a día, narran las autoridades y que es replicado en el extranjero por aquellos que nos visitan, tampoco hubiera sido posible sin los aportes que le hizo, y aún le hace, el narcotráfico a la ciudad. Si uno revisa bien la historia, fueron los mafiosos lo que entendieron primero en la ciudad que la exclusión y la marginalidad debían ser intervenidas para evitar males sociales peores. Por eso construyeron barrios, bajo la mirada permisiva de las autoridades. Y esos narcotraficantes también comprendieron que las alianzas con el sector privado eran importantes, por ello apalancaron empresas y financiaron a industriales al borde de la quiebra, quienes hoy fungen como guardianes de la moral.
Bajo la imposición de un orden coercitivo, que está vigente a través de las fuerzas ilegales que gobiernan ciertos sectores de la ciudad, la ciudad es expuesta como en vitrina y sus procesos mostrados como “únicos”. Las fuerzas de orden, tanto legal como ilegal, son protagonistas del modelo de desarrollo en la ciudad y parece que a quienes hablan de los cambios urbanos se les olvidó ese dato. Siguiendo a Zygmunt Bauman, todo proceso de orden genera “residuos” y lo penoso es que en la capital antioqueña eso se amputa hasta de las narrativas que hoy se cuentan al mundo.
Que Medellín es escenario de transformación nadie lo duda; yo, poblador de esta villa, también lo veo, pero me resisto a creer en el cuento de hadas que las autoridades locales repiten ante los visitantes del mundo. Buena parte de sus pobladores han pagado, incluso con sus vidas, la modernización de la ciudad; otros, la siguen costeando, pues viven bajo un modelo que los excluye y les perpetúa su condición de marginalidad.
En el Foro Urbano Mundial ONU-Hábitat se habló mucho de los cambios de Medellín, pero ese cuento de hadas promovido frenéticamente lleva a preguntarme: ¿a qué precio se deben transformar las ciudades? Aquí se pagó un precio muy alto. ¿Ese es el modelo que también queremos exportar?
En Twitter: @jdrestrepoe
(*) Periodista y docente universitario
El problema de repetir hasta la saciedad los cuentos de hadas es que la fantasía acaba confundiéndose con la realidad, lo que tiene graves implicaciones para comprender el presente y reconocer el pasado. Lo que se reflejó en el Foro Urbano Mundial ONU-Hábitat fueron las lógicas de la ficción, a las que le venimos apostando desde hace varios años, en desmedro de la memoria, que tanta falta hace.
El modelo de desarrollo aplicado en Medellín tiene bajo sus pliegues un cúmulo de ilegalidades que justamente las narrativas urbanas contemporáneas pretenden ocultar, por eso apelan a la grandilocuencia constante y repetitiva de los logros leídos en clave de cuento de hadas. Nada más ajeno a la realidad.
Contrastando algunos de los referentes de la ciudad, que soy son mostrados como ejemplo para el mundo, con lo que se debió hacer para concretarlos, encuentro aspectos reprochables que nos hablan de la doble moral con la que encaramos el desarrollo de la ciudad. Proyectos como el Metro, el Metrocable, las escaleras eléctricas de la comuna 13 y algunos de los parques biblioteca son ejemplo de ello. Pero vamos por partes en este ejercicio.
La construcción y puesta en marcha del Metro de Medellín, el único en el país con esas características, es el resultado de la pujanza antioqueña claro, pero también representa un proceso refinado de corrupción de alto nivel que quedó impune. Para otorgar los contratos a las empresas hispano-alemanas que lo construyeron, se irrigaron entre personalidades nacionales y regionales 20 millones de dólares. La indolencia de la justicia tuvo un efecto concreto: prescribió la acción penal. Y no sobra advertir que la empresa creada para administrar los recursos y dirigir la operación estuvo gerenciada por Diego Londoño White, miembro del llamado ‘Cartel de Medellín’, asesinado el 27 de noviembre del 2002, tras salir de la cárcel luego de purgar una condena de poco menos de 10 años.
Al mirar las montañas de la comunas de la periferia en las cómodas cabinas del Metrocable no puede olvidarse que su construcción solo pudo darse cuando el proyecto paramilitar, impulsado, patrocinado y coordinado por sectores económicos pujantes de la ciudad, tolerado por la clase política y respaldado por la Fuerza Pública, logró imponer sus condiciones militares en el terreno, dejando cientos de muertos. Comunas como la 1, 2, 3 y 4, zona de influencia del primer sistema de estas características de la ciudad, y la 13, donde se construyó el segundo fueron teatro de operaciones de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu) y, luego, de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) contra todo aquello que oliera a insurgencia y bajo esa lógica murió y desapareció mucha gente inocente. Cientos de esos crímenes permanecen hoy en la impunidad.
Para quienes han montado en las famosas escaleras eléctricas de la comuna 13 hay que recordarles que su construcción y puesta en marcha es el claro ejemplo de cómo el modelo de desarrollo que trazaron las autoridades políticas en Medellín desde mediados de la década del noventa implicó alianzas con la ilegalidad armada. Es necesario recordar que las cimientes de ese sistema de movilidad fueron el resultado de la desaparición forzada, una de las peores estrategias de guerra urbana que aplicaron fuerzas combinadas de la Policía, el Ejército y grupos paramilitares de las Auc. No es especulación mía: en este caso hay sentencias judiciales que las confirman.
El cuento de hadas que, día a día, narran las autoridades y que es replicado en el extranjero por aquellos que nos visitan, tampoco hubiera sido posible sin los aportes que le hizo, y aún le hace, el narcotráfico a la ciudad. Si uno revisa bien la historia, fueron los mafiosos lo que entendieron primero en la ciudad que la exclusión y la marginalidad debían ser intervenidas para evitar males sociales peores. Por eso construyeron barrios, bajo la mirada permisiva de las autoridades. Y esos narcotraficantes también comprendieron que las alianzas con el sector privado eran importantes, por ello apalancaron empresas y financiaron a industriales al borde de la quiebra, quienes hoy fungen como guardianes de la moral.
Bajo la imposición de un orden coercitivo, que está vigente a través de las fuerzas ilegales que gobiernan ciertos sectores de la ciudad, la ciudad es expuesta como en vitrina y sus procesos mostrados como “únicos”. Las fuerzas de orden, tanto legal como ilegal, son protagonistas del modelo de desarrollo en la ciudad y parece que a quienes hablan de los cambios urbanos se les olvidó ese dato. Siguiendo a Zygmunt Bauman, todo proceso de orden genera “residuos” y lo penoso es que en la capital antioqueña eso se amputa hasta de las narrativas que hoy se cuentan al mundo.
Que Medellín es escenario de transformación nadie lo duda; yo, poblador de esta villa, también lo veo, pero me resisto a creer en el cuento de hadas que las autoridades locales repiten ante los visitantes del mundo. Buena parte de sus pobladores han pagado, incluso con sus vidas, la modernización de la ciudad; otros, la siguen costeando, pues viven bajo un modelo que los excluye y les perpetúa su condición de marginalidad.
En el Foro Urbano Mundial ONU-Hábitat se habló mucho de los cambios de Medellín, pero ese cuento de hadas promovido frenéticamente lleva a preguntarme: ¿a qué precio se deben transformar las ciudades? Aquí se pagó un precio muy alto. ¿Ese es el modelo que también queremos exportar?
En Twitter: @jdrestrepoe
(*) Periodista y docente universitario