A quién creerle? ¿A la CFK del 2008, cuando en tren de justificar las retenciones móviles desacreditó a la abanderada de la revolución agrícola argentina, la soja? ¿O a la del lunes a la noche, cuando en Tecnópolis consagró el lanzamiento del Plan Estratégico Agroalimentario, que instala el concepto de la “Argentina Agroindustria l”? “Son sólo discursos”, dijeron los más desconfiados, remedando la célebre fábula de la zorra y el cuervo. Lafontaine nos legó el consejo de no dejarse llevar por los cantos de sirena.
Sin embargo, a un mes de las elecciones , vale la pena el ejercicio de analizar el discurso presidencial, como si realmente Cristina Kirchner creyera en él. Sería realmente un giro copernicano . Y sería necio, o al menos imprudente, reclamar una autocrítica. Como la mano de Dios: fue gol y punto.
Para quienes desde hace años venimos hablando de la “Segunda Revolución de las Pampas”, desencadenada hace dos décadas, buena parte de lo que escuchamos en Tecnópolis fue música para los oídos. Levantó con fuerza el concepto de que gracias a la expansión de las exportaciones, cambió la calidad de la economía argentina.
Y al resaltar las metas ambiciosas para el 2020, marcó nuevamente que la salud macroeconómica depende del crecimiento agroindustrial. Como si no hubiera sido suficientemente enfática, habló de la Argentina Agroindustrial y Agroalimentaria, como camino del desarrollo.
Incómodo opinar en contra para los que siempre pensa(mos)ron eso. No fue un discurso ortodoxo ni políticamente correcto.
La mayor parte de los economistas de la escuela nacional clásica comulgan en la teoría de que el auge agroindustrial implica “primarización”. No ven valor agregado en la agroindustria. Apuntan a la “diversificación industrial”, y miden la calidad de un país en metros metalmecánicos, textiles o electrónicos.
Cristina fue muy explícita cuando aludió a la revolución científica y tecnológica del agro.
Varios exponentes de la industria de semillas no disimularon su satisfacción cuando escucharon el panegírico a la transgénesis, la clonación, la aprobación reciente de varios eventos biotecnológicos y el impulso a más de 200 ya desregulados para investigación. Y sobre todo la convocatoria a incrementar la exportación de semillas, que es embarcar valor basado en el conocimiento nacional.
Habló de los avances en maquinaria agrícola, machacando con dos íconos: las pulverizadoras Pla, que se exportan a todo el mundo desde la santafesina Las Rosas, y los tractores Pauny, de Las Varillas (Córdoba).
Quedó flotando la idea de que si bien la agricultura hoy emplea poca mano de obra, en la industria proveedora, los servicios y el procesamiento final está la clave del desarrollo del interior.
En este aspecto, el discurso hizo hincapié en el “valor agregado a las materias primas”, una eterna aspiración de las cadenas agroindustriales.
Faltó enfatizar que hay capacidad instalada para moler toda la cosecha de soja, y que hay capacidad excedente en la industria frigorífica que adolece ahora de falta de “materia prima”: el novillo para faenar.
El novillo se hace con maíz y harina de soja. La cascada es interminable. El novillo se puede trocear hasta armar porciones controladas, bife por bife, para los mercados más sofisticados.
Mano de obra a rolete.
Todo fantástico. Pero, ¿querrán hacerlo realmente? ¿Sabrán hacerlo? ¿Convencerán a los actores concretos del negocio, los productores? ¿Y los inversores? Pasar de maíz a pollo significa una enorme inversión.
Incubadoras, galpones, frigoríficos. De pollo a alitas, mucho más. De soja a cerdo, lo mismo.
Y la realidad de los últimos años es que, a mayor avance en la cadena de valor, que significa también más cercanía a la góndola, mayor la presión gubernamental por el control de precios internos vía freno a las exportaciones.
Ahí es donde, se sospecha, naufragarán las ilusiones generadas por un discurso que indudablemente sacudió al agro.
Difícil imaginar un aumento de la producción de 100 a 160 millones de toneladas, o aún más (como auguró Cristina), si se mantiene el modelo de restricción de los embarques que conduce con mortífera eficiencia el secretario de Comercio Guillermo Moreno.
Una contradicción que está subrayada por fuertes trazos de evidencias.
Sin embargo, a un mes de las elecciones , vale la pena el ejercicio de analizar el discurso presidencial, como si realmente Cristina Kirchner creyera en él. Sería realmente un giro copernicano . Y sería necio, o al menos imprudente, reclamar una autocrítica. Como la mano de Dios: fue gol y punto.
Para quienes desde hace años venimos hablando de la “Segunda Revolución de las Pampas”, desencadenada hace dos décadas, buena parte de lo que escuchamos en Tecnópolis fue música para los oídos. Levantó con fuerza el concepto de que gracias a la expansión de las exportaciones, cambió la calidad de la economía argentina.
Y al resaltar las metas ambiciosas para el 2020, marcó nuevamente que la salud macroeconómica depende del crecimiento agroindustrial. Como si no hubiera sido suficientemente enfática, habló de la Argentina Agroindustrial y Agroalimentaria, como camino del desarrollo.
Incómodo opinar en contra para los que siempre pensa(mos)ron eso. No fue un discurso ortodoxo ni políticamente correcto.
La mayor parte de los economistas de la escuela nacional clásica comulgan en la teoría de que el auge agroindustrial implica “primarización”. No ven valor agregado en la agroindustria. Apuntan a la “diversificación industrial”, y miden la calidad de un país en metros metalmecánicos, textiles o electrónicos.
Cristina fue muy explícita cuando aludió a la revolución científica y tecnológica del agro.
Varios exponentes de la industria de semillas no disimularon su satisfacción cuando escucharon el panegírico a la transgénesis, la clonación, la aprobación reciente de varios eventos biotecnológicos y el impulso a más de 200 ya desregulados para investigación. Y sobre todo la convocatoria a incrementar la exportación de semillas, que es embarcar valor basado en el conocimiento nacional.
Habló de los avances en maquinaria agrícola, machacando con dos íconos: las pulverizadoras Pla, que se exportan a todo el mundo desde la santafesina Las Rosas, y los tractores Pauny, de Las Varillas (Córdoba).
Quedó flotando la idea de que si bien la agricultura hoy emplea poca mano de obra, en la industria proveedora, los servicios y el procesamiento final está la clave del desarrollo del interior.
En este aspecto, el discurso hizo hincapié en el “valor agregado a las materias primas”, una eterna aspiración de las cadenas agroindustriales.
Faltó enfatizar que hay capacidad instalada para moler toda la cosecha de soja, y que hay capacidad excedente en la industria frigorífica que adolece ahora de falta de “materia prima”: el novillo para faenar.
El novillo se hace con maíz y harina de soja. La cascada es interminable. El novillo se puede trocear hasta armar porciones controladas, bife por bife, para los mercados más sofisticados.
Mano de obra a rolete.
Todo fantástico. Pero, ¿querrán hacerlo realmente? ¿Sabrán hacerlo? ¿Convencerán a los actores concretos del negocio, los productores? ¿Y los inversores? Pasar de maíz a pollo significa una enorme inversión.
Incubadoras, galpones, frigoríficos. De pollo a alitas, mucho más. De soja a cerdo, lo mismo.
Y la realidad de los últimos años es que, a mayor avance en la cadena de valor, que significa también más cercanía a la góndola, mayor la presión gubernamental por el control de precios internos vía freno a las exportaciones.
Ahí es donde, se sospecha, naufragarán las ilusiones generadas por un discurso que indudablemente sacudió al agro.
Difícil imaginar un aumento de la producción de 100 a 160 millones de toneladas, o aún más (como auguró Cristina), si se mantiene el modelo de restricción de los embarques que conduce con mortífera eficiencia el secretario de Comercio Guillermo Moreno.
Una contradicción que está subrayada por fuertes trazos de evidencias.