La libertad de prensa a la argentina logra criaturas pavorosas, claramente golpistas, que en estas situaciones se consideran impunes.
Un periodista se regodea en TN con la «plena independencia», como le llama, demostrada por la Corte estadounidense. Y no sólo: para la derecha comunicacional que por lo bajo festeja el veredicto, la decisión consagra el carácter poco menos que sagrado de los contratos y los compromisos que surgen de ellos. No podía esperarse menos de la justicia del país campeón mundial de democracia y el libre mercado, que lleva la delantera en invasiones y bloqueos económicos a países que la ONU considera, al menos formalmente, soberanos. Si el pueblo iraquí, supongamos, recurriera a la Corte norteamericana a reclamar por la violación al contrato social, a su razón histórica, a su autoridad territorial, perpetrados por la US Army, ¿obtendría acaso un fallo favorable? Difícil. Tan difícil como encontrar un tribunal argentino que sancione la responsabilidad penal de los gobernantes que condujeron a nuestro país al endeudamiento, la desindustrialización y el atraso en todas sus manifestaciones, desde la economía hasta la cultura. Rosquear con el caso Ciccone, histeriquear con Boudou, es indudablemente más fácil que meterse con los banqueros multinacionales y sus funcionarios locales, enquistados como cáncer en los gobiernos anteriores al surgido en mayo de 2003, y que hoy trabajan como consultores económicos y hasta opinólogos en los mass media. Delicias de la libertad de expresión. En La Nación uno escribe que «las obligaciones asumidas en un contrato pueden ser más coercitivas que la razón de Estado». ¿Existirá alguna coerción más inflexible que el hambre de un pueblo? Para Thomas Griesa (y la Corte no lo desmintió) evidentemente sí: la ambición de los tenedores de títulos defaulteados, por ejemplo. No importa que la razón de Estado sea el derecho humano al trabajo, la vivienda, el alimento y la salud, que el gobierno argentino protege en primer término y como condición excluyente, ante la voracidad del capital. Claro que existe un «choque cultural» entre el lucro y la inclusión social, entre la timba y el trabajo. No es el ideologismo de Kicillof, sino el fallo de la Corte norteamericana el que mina todo puente posible entre ambos conceptos. «La necesidad de autodestruirse y la necesidad de sobrevivir pelean entre sí como dos hermanos vueltos locos», decía Juan Gelman sobre las paradojas del exilio. Entre la voluntad de pago argentino y el boicot a su crecimiento por parte de una justicia que antes que nada debiera cuidar intereses genuinos, se verifica la misma relación patológica. Un incesto sin amor. Como dijo Cristina, no estamos ante un problema económico o legal. Por el contrario, se trata de «la convalidación de un modelo de negocio a escala global» que sin dudas «va a producir tragedias inimaginables». El vaticinio de la mandataria no es aventurado. Lo avala la experiencia directa. Esas tragedias ya son por todos conocidas aquí. Se miden en vidas y hasta generaciones enteras condenadas al submundo de la miseria. Hace once años que los argentinos, que experimentamos sus formas más extremas, estamos queriendo salir de ellas. El mundo se ha visto desangrado por el capital financiero supranacional, especialmente en la periferia, y no únicamente. Europa en crisis y la insistencia de sus gobernantes en las mismas políticas de ajuste, terminan en el agravamiento de esas crisis, con un costo social imperdonable. El resultado del capitalismo en su versión financiera, el patrón de acumulación basado en la especulación bancaria y no en el trabajo y la producción, provoca calamidades sociales y hasta frustra el desarrollo del capitalismo. Lo mata por dentro. No justifica históricamente su supervivencia. De ahí la importancia política del dictamen. Lo que hay detrás es una condena política a los países que buscan, incluso dentro de los estrechos márgenes de acción heredados por el neoliberalismo, la superación histórica de la fase más excluyente del capital. Un país que elige consciente y soberanamente recorrer el camino del desendeudamiento para alcanzar grados sorprendentes de crecimiento y equidad social, resulta, definitivamente, inviable para los dueños del mundo. La deuda externa argentina no fue un servicio financiero sino un mecanismo de dominación y coerción imperial, que como tal merecía un abordaje político, no fiscal. La respuesta argentina fue: desarrollarse para poder pagar. Desendeudarse con crecimiento, no con más atraso y más dominación. El fallo apunta a ese tratamiento del problema. Por lo demás, es notable que la sentencia sobrevenga luego de que la Argentina alcanzara acuerdos de pago con el Club de París y conviniera con Repsol. Ambos conciertos habían empañado la visión estigmatizante que generalmente se tiene sobre los países emergentes que transitan proyectos de desarrollo endógenos más bien heterodoxos. Al mismo tiempo, colorean la invitación a que la Argentina participe en julio próximo de la cumbre de los BRICS. Pero la «independiente» Justicia norteamericana, quedó demostrado, tiene otras urgencias. Quizás la misma urgencia argentina, pero del lado del revés. Los jueces eligieron volver a mirar el sistema económico global por el ojo de su cerradura, vedada con siete candados a las tres cuartas partes de la población mundial. La mentada «asepsia» política de la Corte yanqui vuelve a no permitir multipolaridad alguna, ni hegemonías diversas, sino la uniformidad del capital financiero por sobre cierta democratización en las relaciones económicas por la que pugnan, con fervor, paciencia y resultados verificables, cada vez más países desde la periferia del mundo. Algunos, sin embargo, no piensan igual. Especialmente por aquí. La libertad de prensa a la argentina logra frecuentemente criaturas pavorosas. En estos lares del sur, el Síndrome de Estocolmo tiene más afectados que el Mal de Hubris. Ayer, Eduardo van Der Kooy presagiaba en Clarín que el gobierno «deberá entregar el poder en diciembre del 2015. Ese panorama variaría con la infortunada novedad sobre la deuda». Textual. ¿Golpista yo? ¿Qué otra cosa que no sea una velada invitación a forzar el abrupto final del gobierno de Cristina tiene una columna que se titula «La transición puede ser peor que lo esperado», en la que abundan palabras como «epílogo», «precariedad», «impotencia», «golpeará a los bolsillos», y que se escribe el día siguiente al fallo? Está visto: cierto periodismo argentino quisiera ser buitre, pero no pasa de carroña. -<dl