15 de Agosto de 2014
Una que podamos todos…
Muchas labores individuales o grupales no encuadran en el tratamiento que se le da al trabajo. Existe un universo de ciudadanos cuya meta no es extraer plusvalía de otros. La necesidad de normas que los protejan.
En esta serie presentamos la producción popular como un concepto que va tomando forma a través de reflexiones teóricas y a la vez de la descripción de escenarios de la realidad productiva nacional. El hecho sobre el que más énfasis hemos puesto es priorizar la relación entre los bienes generados y la atención de demandas socialmente necesarias. El lucro deja de ser visto como un objetivo excluyente; ni siquiera el prioritario. La meta central es atender los pedidos de la comunidad y la retribución por ese servicio debe asegurar un ingreso digno a los trabajadores, además de la reproducción del ciclo de manufactura y las inversiones. Esto no emerge de un reglamento o cosa parecida alguna. Es un valor social, el mismo que aplican sin ninguna reflexión teórica sofisticada tantos centenares de miles de mecánicos en su taller, alambradores rurales, peluqueros y decenas de oficios más, pero que se ve fagocitado por el pensamiento hegemónico del capitalismo concentrado apenas busca extenderse a actividades más complejas, donde convergen muchos trabajadores por unidad.
Cuando el gobierno nacional decida promover integralmente el trabajo y no sólo el empleo en relación de dependencia, tendrá que caracterizar la diferencia entre una y otra mirada, lo cual llevará a reconocer la existencia de un universo de ciudadanos, cuya meta no es extraer plusvalía de otros o, a la inversa, defenderse de ese intento. Al transitar por ese descubrimiento se abren una serie de posibilidades hasta ahora no exploradas en ámbito alguno de la política social argentina. No sólo quienes brindan servicios personales, como las categorías arriba mencionadas, sino también quienes extraen y/o transforman un recurso natural, o quienes recuperan y reciclan residuos urbanos, entre otros muchos, buscando a la vez cubrir necesidades de los demás y definir un modo de vida, no encuadran en el tratamiento que hoy se le da al trabajo. El hachero del Impenetrable chaqueño que hace postes de quebracho; la artesana wichi que elabora el chaguar; una cooperativa que recupera, muele y lava plástico; son emprendimientos que tienen mucho más en común de lo que parece. Todos ellos, y muchos más similares, son el primer eslabón de cadenas de producción de bienes finales, que agregan valor a lo que suministra la naturaleza o el ambiente, pero no a expensas de utilizar trabajo asalariado de terceros, sino por aplicación de saberes técnicos y organizativos propios. Esas tareas pueden requerir crédito o capacitación para consolidarse, pero más que eso –mucho más– necesitan protección de la expoliación a que los someten los eslabones siguientes, donde ya el lucro es el fin excluyente.
Un hachero produce postes con su hacha y su habilidad transmitida por generaciones. Pero a continuación el quebracho queda en el medio del monte, a decenas o centenares de kilómetros de una ruta. Basta que alguien disponga de un tractor o camión con acoplado para sacar esa madera, para que tome a su favor casi todo el valor generado por el trabajo del criollo. Cualquiera que transite por Taco Pozo o localidades cercanas del Chaco podrá ver montañas de postes en estaciones de servicio, esperando que se concrete la primera de la imaginable larga cadena de reventas hasta llegar a un campo de la pampa húmeda. Lo mismo pasa con los típicos morrales wichi o con el plástico enfardado o con los cabritos mamones o la cebolla santiagueña. Y podría seguir largamente. La actividad que genera el primer paso y le da sentido a toda la cadena –que sin ella no existiría– no tiene protección alguna dentro de las reglas de mercado. Ninguna de las normas que promueven el empleo ayuda a estos compatriotas a sacar la cabeza fuera del agua.
Lo mejor que le puede suceder a una sociedad ávida de justicia social es incorporar una sensación de protección generalizada de estos espacios laborales. No es una protección a la ineficiencia lo que se necesita, como suelen quejarse los más conservadores. Es algo muy distinto y hasta hoy desconocido. Es impedir que el afán de lucro invada los escenarios donde los compatriotas brindan servicios o producen bienes necesarios para la comunidad, con la única expectativa de un ingreso familiar adecuado. Si se aplicara ese criterio con rigor, cuando las terminales automotrices incursionan en el mantenimiento de vehículos, deberían pagar un impuesto especial. O un hachero o una cooperativa de reciclado o los productores de cabrito o de cebolla en pequeña escala, deberían tener ámbitos locales de primera compra a precio justo, que sean los que luego negocien en la selva capitalista. No es para nada difícil implementarlo. Si se establecen las pautas, las cooperativas eléctricas de todo el país podrían ser los entes ejecutores de estos puentes desde el servicio hacia el lucro y se podría disponer de normas crediticias impositivas y crediticias muy simples, para que eso suceda. En realidad, lo difícil es salir del laberinto de creer que el buen trabajo es sólo el que se hace para un patrón. «
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Una que podamos todos…
Muchas labores individuales o grupales no encuadran en el tratamiento que se le da al trabajo. Existe un universo de ciudadanos cuya meta no es extraer plusvalía de otros. La necesidad de normas que los protejan.
En esta serie presentamos la producción popular como un concepto que va tomando forma a través de reflexiones teóricas y a la vez de la descripción de escenarios de la realidad productiva nacional. El hecho sobre el que más énfasis hemos puesto es priorizar la relación entre los bienes generados y la atención de demandas socialmente necesarias. El lucro deja de ser visto como un objetivo excluyente; ni siquiera el prioritario. La meta central es atender los pedidos de la comunidad y la retribución por ese servicio debe asegurar un ingreso digno a los trabajadores, además de la reproducción del ciclo de manufactura y las inversiones. Esto no emerge de un reglamento o cosa parecida alguna. Es un valor social, el mismo que aplican sin ninguna reflexión teórica sofisticada tantos centenares de miles de mecánicos en su taller, alambradores rurales, peluqueros y decenas de oficios más, pero que se ve fagocitado por el pensamiento hegemónico del capitalismo concentrado apenas busca extenderse a actividades más complejas, donde convergen muchos trabajadores por unidad.
Cuando el gobierno nacional decida promover integralmente el trabajo y no sólo el empleo en relación de dependencia, tendrá que caracterizar la diferencia entre una y otra mirada, lo cual llevará a reconocer la existencia de un universo de ciudadanos, cuya meta no es extraer plusvalía de otros o, a la inversa, defenderse de ese intento. Al transitar por ese descubrimiento se abren una serie de posibilidades hasta ahora no exploradas en ámbito alguno de la política social argentina. No sólo quienes brindan servicios personales, como las categorías arriba mencionadas, sino también quienes extraen y/o transforman un recurso natural, o quienes recuperan y reciclan residuos urbanos, entre otros muchos, buscando a la vez cubrir necesidades de los demás y definir un modo de vida, no encuadran en el tratamiento que hoy se le da al trabajo. El hachero del Impenetrable chaqueño que hace postes de quebracho; la artesana wichi que elabora el chaguar; una cooperativa que recupera, muele y lava plástico; son emprendimientos que tienen mucho más en común de lo que parece. Todos ellos, y muchos más similares, son el primer eslabón de cadenas de producción de bienes finales, que agregan valor a lo que suministra la naturaleza o el ambiente, pero no a expensas de utilizar trabajo asalariado de terceros, sino por aplicación de saberes técnicos y organizativos propios. Esas tareas pueden requerir crédito o capacitación para consolidarse, pero más que eso –mucho más– necesitan protección de la expoliación a que los someten los eslabones siguientes, donde ya el lucro es el fin excluyente.
Un hachero produce postes con su hacha y su habilidad transmitida por generaciones. Pero a continuación el quebracho queda en el medio del monte, a decenas o centenares de kilómetros de una ruta. Basta que alguien disponga de un tractor o camión con acoplado para sacar esa madera, para que tome a su favor casi todo el valor generado por el trabajo del criollo. Cualquiera que transite por Taco Pozo o localidades cercanas del Chaco podrá ver montañas de postes en estaciones de servicio, esperando que se concrete la primera de la imaginable larga cadena de reventas hasta llegar a un campo de la pampa húmeda. Lo mismo pasa con los típicos morrales wichi o con el plástico enfardado o con los cabritos mamones o la cebolla santiagueña. Y podría seguir largamente. La actividad que genera el primer paso y le da sentido a toda la cadena –que sin ella no existiría– no tiene protección alguna dentro de las reglas de mercado. Ninguna de las normas que promueven el empleo ayuda a estos compatriotas a sacar la cabeza fuera del agua.
Lo mejor que le puede suceder a una sociedad ávida de justicia social es incorporar una sensación de protección generalizada de estos espacios laborales. No es una protección a la ineficiencia lo que se necesita, como suelen quejarse los más conservadores. Es algo muy distinto y hasta hoy desconocido. Es impedir que el afán de lucro invada los escenarios donde los compatriotas brindan servicios o producen bienes necesarios para la comunidad, con la única expectativa de un ingreso familiar adecuado. Si se aplicara ese criterio con rigor, cuando las terminales automotrices incursionan en el mantenimiento de vehículos, deberían pagar un impuesto especial. O un hachero o una cooperativa de reciclado o los productores de cabrito o de cebolla en pequeña escala, deberían tener ámbitos locales de primera compra a precio justo, que sean los que luego negocien en la selva capitalista. No es para nada difícil implementarlo. Si se establecen las pautas, las cooperativas eléctricas de todo el país podrían ser los entes ejecutores de estos puentes desde el servicio hacia el lucro y se podría disponer de normas crediticias impositivas y crediticias muy simples, para que eso suceda. En realidad, lo difícil es salir del laberinto de creer que el buen trabajo es sólo el que se hace para un patrón. «
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