Ni hao, ni hao. Llevamos diez minutos andando por esta calle de Brazzaville cuando una alegre pandilla de niños congoleños deja de correr detrás de una pelota para saludarnos. En África, los blancos están acostumbrados a oír ¡hello mista!, ¡salut tobab! o monsieur, monsieur. Pero estos niños sonrientes, colocados en fila al borde de la calle, han enriquecido el repertorio. Han gritado ni hao, ni hao, hola en chino, antes de volver a sus juegos. Para ellos, todos los extranjeros son chinos.
Unos cientos de metros más allá, una empresa china está construyendo la nueva sede de la televisión nacional congoleña, un edificio de cristal y metal que parece haber caído del cielo en este barrio popular. Al principio de esta calle, la misma empresa levanta una casa suntuosa para un miembro del Gobierno, sin duda en agradecimiento por la concesión de las obras de la televisión. En la ciudad, otras compañías chinas dan los últimos retoques al nuevo Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Francofonía y tapan los agujeros de los obuses en los edificios dañados durante la guerra civil.
La emigración china reduce la presión demográfica en su país al tiempo que le permite jugar un papel global
Pekín sustituye a París, Londres y Washington en los ministerios y, a veces, también en los corazones africanos
A 2.250 kilómetros al noroeste de allí, en el extrarradio de Lagos, en Nigeria, la fábrica Newbisco se consideraba una maldición. Fundada antes de la independencia de 1960 por un ciudadano británico, la fábrica de galletas ha cambiado varias veces de manos sin que ninguno de sus propietarios haya sido capaz de mantenerla a flote en un país en el que las exportaciones de petróleo y la corrupción ahogan cualquier otra actividad económica. En el año 2000 su penúltimo dueño, un ciudadano indio, revendió una arruinada Newbisco a Y. T. Chu, un hombre de negocios chino. Un olor a harina y azúcar flotaba en el ambiente cuando entramos en la fábrica una mañana de abril de 2007. Las cintas transportadoras acarrean cada día más de dos toneladas de galletas que varias decenas de obreras embalan diligentemente. «Apenas cubrimos un 1% de las necesidades del mercado nigeriano», dice sonriendo Y. T. Chu.
(…) La presencia de chinos en África ya no sorprende. En estos últimos cuatro o cinco años los hemos visto avanzar por todas partes cuando hacíamos reportajes en Angola, Senegal, Costa de Marfil o Sierra Leona. Pero el fenómeno ha cambiado de escala. Todo ha ocurrido como si hubieran aumentado de golpe sus esfuerzos hasta el punto de penetrar en el imaginario colectivo de todo un continente, desde el viejo presidente guineano, que ya sólo viaja a Suiza para sus tratamientos médicos, hasta los niños de Brazzaville, tan pequeños que no distinguen a un europeo de un asiático.
China en África se ha transformado súbitamente de objeto de estudio de los especialistas en geopolítica a tema central en las relaciones internacionales y en la vida cotidiana del continente. Sin embargo, investigadores y periodistas continúan manejando las mismas cifras macroeconómicas: el comercio bilateral entre las dos regiones se ha multiplicado por 50 entre 1980 y 2005 y se ha quintuplicado entre 2000 y 2006. (…) Ahora habrá ya unas 900 empresas chinas en suelo africano. En 2007, China ocupó el lugar de Francia como segundo socio comercial de África.
Éstas son las cifras oficiales, que no tienen en cuenta las inversiones de todos los emigrantes. Por cierto, ¿cuántos son? Un seminario universitario organizado a finales de 2006 en Suráfrica, donde está la comunidad china más numerosa, calculó la cifra de 750.000 en todo el continente. Los periódicos africanos se dejan llevar a veces y hablan de «millones» de chinos. Del lado chino, la estimación más alta procede del vicepresidente de la asociación de amistad de los pueblos chino y africano, Huang Zequan, que ha recorrido 33 de los 53 países africanos. En una entrevista al Diario del Comercio chino, calculaba que 500.000 compatriotas vivían en África (frente a 250.000 libaneses y menos de 110.000 franceses).
Todos esos emigrantes, como si se tratara de un ejército de hormigas, no tienen nombre ni rostro y están mudos. Los periodistas se quejan con frecuencia de que no quieren hablar. El tono de los artículos para describirlos es de preocupación, incluso alarmista, como si la llegada de otra potencia fuera una nueva calamidad para el continente, que ya padece sufrimientos infinitos.
(…) La entrada de China en la escena africana podría representar, para Pekín, su coronación como superpotencia mundial, capaz de hacer milagros tanto en casa como en las tierras más ingratas del planeta. Para África se trata sin duda del resurgimiento tan esperado desde la descolonización de los años sesenta, de que por fin llega su hora, de la última esperanza del presidente guineano pero también de 900 millones de africanos, la señal de que nada será como antes. Pasemos revista a los protagonistas.
En primer lugar, los chinos. La historia, tal como se cuenta en Occidente, dice que desde hace milenios viven una aventura trágica, esencialmente colectiva y confinada al interior de sus inmensas fronteras. Un día de diciembre de 1978, cuando el Imperio del Medio apenas se estaba reponiendo del tormento de la revolución cultural, Deng Xiaoping lanzó una consigna revolucionaria: «Enriqueceos». Veinte años después, este eslogan se ha convertido en el credo de mil trescientos millones de chinos, y algunos lo han conseguido. Para otros, la población rural sobre todo, la vida se ha vuelto imposible. Desde la noche de los tiempos, los campesinos chinos intentan dejar su tierra por un mundo mejor. Se dice que la diáspora china es la más numerosa del mundo, con cien millones de personas, y la más rica. Sobre todo en el sureste asiático está formada por migraciones anteriores a nuestra era, pero se desarrolló considerablemente a finales del siglo XIX, cuando los europeos, que acababan de forzar la entrada a los puertos chinos, sustituyeron la trata de negros por la trata de coolies, los trabajadores chinos. La abolición de la esclavitud hizo entonces necesaria la contratación de ocho millones de chinos para las grandes obras de la época: las minas de Australia, el canal de Panamá y las vías del ferrocarril del Congo Belga, Mozambique, del Transiberiano o del Central Pacific Railway en Estados Unidos. En 1870 ya había 50.000 chinos en San Francisco. Estas migraciones continuaron durante el periodo comunista, pero más hacia los países desarrollados de Europa y Norteamérica, donde alcanzarán la cifra de diez millones.
Todavía en el año 2000 Pekín trataba de frenar este movimiento para no manchar la imagen del régimen. Hoy en día lo fomenta, especialmente para los valientes que quieren probar suerte en África. Para los dirigentes chinos, y particularmente para su presidente -apodado en ocasiones Hu Jintao el Africano-, la inmigración se ha convertido en una parte de la solución para reducir la presión demográfica, el sobrecalentamiento económico y la contaminación. «En China tenemos 600 ríos, de los cuales 400 están muertos por la contaminación», declaraba, amparado en el anonimato, un científico a Le Figaro. «No saldremos adelante si no enviamos a 300 millones de personas a África».
De momento son cientos de miles los que han dado el gran salto.
Y así es como acaba, en el más absoluto silencio, una de las últimas etapas de la globalización: el encuentro de dos culturas que no pueden estar más alejadas. En África, su nuevo Far West, los chinos descubren a tientas los grandes espacios, el exotismo, el rechazo, el racismo, la aventura individual e incluso interior. Descubren que el mundo es más complejo de lo que cuenta el Diario del Pueblo. Estos emigrantes tan pronto son depredadores como héroes de su propia historia, conquistadores o samaritanos. Se relacionan entre ellos, comen como en su país de origen, no hacen ningún esfuerzo por aprender las lenguas autóctonas, ni tan siquiera francés o inglés, y hacen un gesto de desagrado ante la idea de adoptar las costumbres locales, por no hablar de ¡casarse con una mujer africana! A fuerza de haber estado encerrados entre sus grandes murallas durante milenios, los chinos habrían perdido el deseo de adaptarse a otras civilizaciones o de convivir con ellas. Pero ninguno regresará indemne de África. (…)
(…) Por otra parte, su Gobierno también ha cambiado desde que ha intensificado su presencia en África. Muy apegado a su lema de «no injerencia» en los asuntos internos, se va dando cuenta de que un apoyo demasiado evidente a algunos dictadores puede causarle un perjuicio considerable. Por ello Pekín, habiendo sido el principal aliado de Jartum o de Harare, trata ahora de apagar el ímpetu guerrero de Sudán en Darfur y sólo ayuda con cuentagotas al dictador Robert Mugabe de Zimbabue.
A continuación, África. Las potencias coloniales la saquearon hasta 1960 antes de perpetuar sus intereses respaldando a los regímenes más brutales. La ayuda, estimada en 400.000 millones de dólares durante el periodo comprendido entre 1960 y 2000 (400.000 millones equivale al producto interior bruto de Turquía en 2007 o a los fondos que la élite africana habría ocultado en los bancos occidentales), no ha producido el efecto deseado y posiblemente, según una teoría en boga, habría empeorado las cosas.
En cualquier caso, África ha sobrevivido gracias al sentimiento de culpabilidad de los occidentales, a los que ha acabado desanimando. Haciendo fracasar todos los programas de desarrollo, siendo la víctima eterna de las tinieblas, las dictaduras, los genocidios, las guerras, las epidemias y el avance del desierto, se muestra incapaz de participar algún día en el festín de la globalización. «Tras su independencia, África trabaja en su recolonización. Al menos, si ése era el objetivo, no podía haberlo hecho mejor», escribió Stephen Smith en Négrologie, antes de continuar con estas palabras terribles: «Sólo que, hasta en eso, el continente fracasa. Nadie volverá a arriesgarse».
Error: China lo ha hecho.
Para alimentar su crecimiento desmesurado, la República Popular tiene una necesidad vital de las materias primas que abundan en el continente: petróleo, minerales, pero también madera, pescado y productos agrícolas. A China no le desanima ni la ausencia de democracia ni la corrupción. Su infantería está acostumbrada a dormir sobre una estera y a no comer carne todos los días. Ellos encuentran oportunidades donde los demás sólo ven incomodidades o despilfarro. Los chinos perseveran donde los occidentales han tirado la toalla buscando un beneficio más seguro. China mira más lejos. Sus objetivos sobrepasan los antiguos cotos privados neocoloniales y despliegan una visión continental a largo plazo. Algunos tan sólo ven en ello una estrategia, aprendida de Sun Tzu: «Para derrotar a tu enemigo primero hay que respaldarlo para que baje la guardia; para recibir primero hay que dar».
«(…) Otros creen sinceramente en las relaciones ‘ganador-ganador», el lema de la propaganda de Pekín. De hecho, China no sólo se apropia de materias primas africanas. También vende sus productos sencillos y baratos, arregla las carreteras, las vías férreas, los edificios oficiales. ¿Que falta energía? Construye presas en Congo, Sudán y Etiopía y se prepara para ayudar a Egipto a relanzar su programa civil de energía nuclear. ¿Que se necesitan teléfonos? Equipa toda África con redes inalámbricas y fibra óptica. ¿Que las poblaciones locales se muestran reticentes? Abre un hospital, un dispensario o un orfanato. El blanco era paternalista y presumido. El chino es humilde y discreto. Los africanos están impresionados. Actualmente varios miles hablan o aprenden chino. Otros muchos admiran su perseverancia, valentía y eficacia. Toda África se alegra de esta competencia que rompe los monopolios de los comerciantes occidentales, libaneses e indios.
Día a día, los pactos de amistad se transforman en acuerdos de cooperación; los préstamos sin intereses, en contratos de explotación, Pekín sustituye a París, Londres y Washington en los ministerios africanos y a veces en los corazones. También excluye a su rival, Taiwan, implantada desde hace tiempo en el continente, imponiendo la regla «o ellos o nosotros». Las repetidas visitas del presidente Hu Jintao y de su ejército de diplomáticos hacen maravillas. Para abastecerse en África como en un supermercado, en todas las secciones, evoca con habilidad el espíritu de los no alineados, ofreciendo el modelo chino de desarrollo, el «consenso de Pekín» en lugar de la píldora amarga del «consenso de Washington» preconizado por el Banco Mundial y el FMI: privatizaciones, descentralización, democratización y transparencia.
De esta forma Hu Jintao abre también una brecha en los modelos heredados de la colonización como el de la Francáfrica. Sin embargo, había algo chino en la manera en que el Elíseo respaldaba al mismo tiempo a los dictadores y a las grandes empresas francesas. Pero las redes tendidas por Jacques Foccard para prolongar la influencia de Francia en sus antiguas colonias se deshicieron en los años noventa, cuando Francia se distanció, sermoneando de repente a los autócratas sin preocuparse de la suerte que corría la gente.
Parece como si París, encerrado en su visión paternalista y condescendiente de antiguo colono, no hubiera sido capaz de ver que África estaba cambiando, enriqueciéndose gracias al precio de las materias primas, y se retiró en el momento preciso en que Pekín entró.
Por tanto, China en África es algo más que una parábola de la globalización: es su culminación, un vaivén de los equilibrios internacionales, un temblor de tierra geopolítico. ¿Se ha instalado allí en detrimento definitivo de Occidente? ¿Será la luz providencial para el continente de las tinieblas? ¿Le ayudará a ser dueña de su propio destino?
China en África. Pekín a la conquista del continente africano, de Serge Michel y Michel Beuret (Alianza Editorial). Precio: 22 euros.
Unos cientos de metros más allá, una empresa china está construyendo la nueva sede de la televisión nacional congoleña, un edificio de cristal y metal que parece haber caído del cielo en este barrio popular. Al principio de esta calle, la misma empresa levanta una casa suntuosa para un miembro del Gobierno, sin duda en agradecimiento por la concesión de las obras de la televisión. En la ciudad, otras compañías chinas dan los últimos retoques al nuevo Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Francofonía y tapan los agujeros de los obuses en los edificios dañados durante la guerra civil.
La emigración china reduce la presión demográfica en su país al tiempo que le permite jugar un papel global
Pekín sustituye a París, Londres y Washington en los ministerios y, a veces, también en los corazones africanos
A 2.250 kilómetros al noroeste de allí, en el extrarradio de Lagos, en Nigeria, la fábrica Newbisco se consideraba una maldición. Fundada antes de la independencia de 1960 por un ciudadano británico, la fábrica de galletas ha cambiado varias veces de manos sin que ninguno de sus propietarios haya sido capaz de mantenerla a flote en un país en el que las exportaciones de petróleo y la corrupción ahogan cualquier otra actividad económica. En el año 2000 su penúltimo dueño, un ciudadano indio, revendió una arruinada Newbisco a Y. T. Chu, un hombre de negocios chino. Un olor a harina y azúcar flotaba en el ambiente cuando entramos en la fábrica una mañana de abril de 2007. Las cintas transportadoras acarrean cada día más de dos toneladas de galletas que varias decenas de obreras embalan diligentemente. «Apenas cubrimos un 1% de las necesidades del mercado nigeriano», dice sonriendo Y. T. Chu.
(…) La presencia de chinos en África ya no sorprende. En estos últimos cuatro o cinco años los hemos visto avanzar por todas partes cuando hacíamos reportajes en Angola, Senegal, Costa de Marfil o Sierra Leona. Pero el fenómeno ha cambiado de escala. Todo ha ocurrido como si hubieran aumentado de golpe sus esfuerzos hasta el punto de penetrar en el imaginario colectivo de todo un continente, desde el viejo presidente guineano, que ya sólo viaja a Suiza para sus tratamientos médicos, hasta los niños de Brazzaville, tan pequeños que no distinguen a un europeo de un asiático.
China en África se ha transformado súbitamente de objeto de estudio de los especialistas en geopolítica a tema central en las relaciones internacionales y en la vida cotidiana del continente. Sin embargo, investigadores y periodistas continúan manejando las mismas cifras macroeconómicas: el comercio bilateral entre las dos regiones se ha multiplicado por 50 entre 1980 y 2005 y se ha quintuplicado entre 2000 y 2006. (…) Ahora habrá ya unas 900 empresas chinas en suelo africano. En 2007, China ocupó el lugar de Francia como segundo socio comercial de África.
Éstas son las cifras oficiales, que no tienen en cuenta las inversiones de todos los emigrantes. Por cierto, ¿cuántos son? Un seminario universitario organizado a finales de 2006 en Suráfrica, donde está la comunidad china más numerosa, calculó la cifra de 750.000 en todo el continente. Los periódicos africanos se dejan llevar a veces y hablan de «millones» de chinos. Del lado chino, la estimación más alta procede del vicepresidente de la asociación de amistad de los pueblos chino y africano, Huang Zequan, que ha recorrido 33 de los 53 países africanos. En una entrevista al Diario del Comercio chino, calculaba que 500.000 compatriotas vivían en África (frente a 250.000 libaneses y menos de 110.000 franceses).
Todos esos emigrantes, como si se tratara de un ejército de hormigas, no tienen nombre ni rostro y están mudos. Los periodistas se quejan con frecuencia de que no quieren hablar. El tono de los artículos para describirlos es de preocupación, incluso alarmista, como si la llegada de otra potencia fuera una nueva calamidad para el continente, que ya padece sufrimientos infinitos.
(…) La entrada de China en la escena africana podría representar, para Pekín, su coronación como superpotencia mundial, capaz de hacer milagros tanto en casa como en las tierras más ingratas del planeta. Para África se trata sin duda del resurgimiento tan esperado desde la descolonización de los años sesenta, de que por fin llega su hora, de la última esperanza del presidente guineano pero también de 900 millones de africanos, la señal de que nada será como antes. Pasemos revista a los protagonistas.
En primer lugar, los chinos. La historia, tal como se cuenta en Occidente, dice que desde hace milenios viven una aventura trágica, esencialmente colectiva y confinada al interior de sus inmensas fronteras. Un día de diciembre de 1978, cuando el Imperio del Medio apenas se estaba reponiendo del tormento de la revolución cultural, Deng Xiaoping lanzó una consigna revolucionaria: «Enriqueceos». Veinte años después, este eslogan se ha convertido en el credo de mil trescientos millones de chinos, y algunos lo han conseguido. Para otros, la población rural sobre todo, la vida se ha vuelto imposible. Desde la noche de los tiempos, los campesinos chinos intentan dejar su tierra por un mundo mejor. Se dice que la diáspora china es la más numerosa del mundo, con cien millones de personas, y la más rica. Sobre todo en el sureste asiático está formada por migraciones anteriores a nuestra era, pero se desarrolló considerablemente a finales del siglo XIX, cuando los europeos, que acababan de forzar la entrada a los puertos chinos, sustituyeron la trata de negros por la trata de coolies, los trabajadores chinos. La abolición de la esclavitud hizo entonces necesaria la contratación de ocho millones de chinos para las grandes obras de la época: las minas de Australia, el canal de Panamá y las vías del ferrocarril del Congo Belga, Mozambique, del Transiberiano o del Central Pacific Railway en Estados Unidos. En 1870 ya había 50.000 chinos en San Francisco. Estas migraciones continuaron durante el periodo comunista, pero más hacia los países desarrollados de Europa y Norteamérica, donde alcanzarán la cifra de diez millones.
Todavía en el año 2000 Pekín trataba de frenar este movimiento para no manchar la imagen del régimen. Hoy en día lo fomenta, especialmente para los valientes que quieren probar suerte en África. Para los dirigentes chinos, y particularmente para su presidente -apodado en ocasiones Hu Jintao el Africano-, la inmigración se ha convertido en una parte de la solución para reducir la presión demográfica, el sobrecalentamiento económico y la contaminación. «En China tenemos 600 ríos, de los cuales 400 están muertos por la contaminación», declaraba, amparado en el anonimato, un científico a Le Figaro. «No saldremos adelante si no enviamos a 300 millones de personas a África».
De momento son cientos de miles los que han dado el gran salto.
Y así es como acaba, en el más absoluto silencio, una de las últimas etapas de la globalización: el encuentro de dos culturas que no pueden estar más alejadas. En África, su nuevo Far West, los chinos descubren a tientas los grandes espacios, el exotismo, el rechazo, el racismo, la aventura individual e incluso interior. Descubren que el mundo es más complejo de lo que cuenta el Diario del Pueblo. Estos emigrantes tan pronto son depredadores como héroes de su propia historia, conquistadores o samaritanos. Se relacionan entre ellos, comen como en su país de origen, no hacen ningún esfuerzo por aprender las lenguas autóctonas, ni tan siquiera francés o inglés, y hacen un gesto de desagrado ante la idea de adoptar las costumbres locales, por no hablar de ¡casarse con una mujer africana! A fuerza de haber estado encerrados entre sus grandes murallas durante milenios, los chinos habrían perdido el deseo de adaptarse a otras civilizaciones o de convivir con ellas. Pero ninguno regresará indemne de África. (…)
(…) Por otra parte, su Gobierno también ha cambiado desde que ha intensificado su presencia en África. Muy apegado a su lema de «no injerencia» en los asuntos internos, se va dando cuenta de que un apoyo demasiado evidente a algunos dictadores puede causarle un perjuicio considerable. Por ello Pekín, habiendo sido el principal aliado de Jartum o de Harare, trata ahora de apagar el ímpetu guerrero de Sudán en Darfur y sólo ayuda con cuentagotas al dictador Robert Mugabe de Zimbabue.
A continuación, África. Las potencias coloniales la saquearon hasta 1960 antes de perpetuar sus intereses respaldando a los regímenes más brutales. La ayuda, estimada en 400.000 millones de dólares durante el periodo comprendido entre 1960 y 2000 (400.000 millones equivale al producto interior bruto de Turquía en 2007 o a los fondos que la élite africana habría ocultado en los bancos occidentales), no ha producido el efecto deseado y posiblemente, según una teoría en boga, habría empeorado las cosas.
En cualquier caso, África ha sobrevivido gracias al sentimiento de culpabilidad de los occidentales, a los que ha acabado desanimando. Haciendo fracasar todos los programas de desarrollo, siendo la víctima eterna de las tinieblas, las dictaduras, los genocidios, las guerras, las epidemias y el avance del desierto, se muestra incapaz de participar algún día en el festín de la globalización. «Tras su independencia, África trabaja en su recolonización. Al menos, si ése era el objetivo, no podía haberlo hecho mejor», escribió Stephen Smith en Négrologie, antes de continuar con estas palabras terribles: «Sólo que, hasta en eso, el continente fracasa. Nadie volverá a arriesgarse».
Error: China lo ha hecho.
Para alimentar su crecimiento desmesurado, la República Popular tiene una necesidad vital de las materias primas que abundan en el continente: petróleo, minerales, pero también madera, pescado y productos agrícolas. A China no le desanima ni la ausencia de democracia ni la corrupción. Su infantería está acostumbrada a dormir sobre una estera y a no comer carne todos los días. Ellos encuentran oportunidades donde los demás sólo ven incomodidades o despilfarro. Los chinos perseveran donde los occidentales han tirado la toalla buscando un beneficio más seguro. China mira más lejos. Sus objetivos sobrepasan los antiguos cotos privados neocoloniales y despliegan una visión continental a largo plazo. Algunos tan sólo ven en ello una estrategia, aprendida de Sun Tzu: «Para derrotar a tu enemigo primero hay que respaldarlo para que baje la guardia; para recibir primero hay que dar».
«(…) Otros creen sinceramente en las relaciones ‘ganador-ganador», el lema de la propaganda de Pekín. De hecho, China no sólo se apropia de materias primas africanas. También vende sus productos sencillos y baratos, arregla las carreteras, las vías férreas, los edificios oficiales. ¿Que falta energía? Construye presas en Congo, Sudán y Etiopía y se prepara para ayudar a Egipto a relanzar su programa civil de energía nuclear. ¿Que se necesitan teléfonos? Equipa toda África con redes inalámbricas y fibra óptica. ¿Que las poblaciones locales se muestran reticentes? Abre un hospital, un dispensario o un orfanato. El blanco era paternalista y presumido. El chino es humilde y discreto. Los africanos están impresionados. Actualmente varios miles hablan o aprenden chino. Otros muchos admiran su perseverancia, valentía y eficacia. Toda África se alegra de esta competencia que rompe los monopolios de los comerciantes occidentales, libaneses e indios.
Día a día, los pactos de amistad se transforman en acuerdos de cooperación; los préstamos sin intereses, en contratos de explotación, Pekín sustituye a París, Londres y Washington en los ministerios africanos y a veces en los corazones. También excluye a su rival, Taiwan, implantada desde hace tiempo en el continente, imponiendo la regla «o ellos o nosotros». Las repetidas visitas del presidente Hu Jintao y de su ejército de diplomáticos hacen maravillas. Para abastecerse en África como en un supermercado, en todas las secciones, evoca con habilidad el espíritu de los no alineados, ofreciendo el modelo chino de desarrollo, el «consenso de Pekín» en lugar de la píldora amarga del «consenso de Washington» preconizado por el Banco Mundial y el FMI: privatizaciones, descentralización, democratización y transparencia.
De esta forma Hu Jintao abre también una brecha en los modelos heredados de la colonización como el de la Francáfrica. Sin embargo, había algo chino en la manera en que el Elíseo respaldaba al mismo tiempo a los dictadores y a las grandes empresas francesas. Pero las redes tendidas por Jacques Foccard para prolongar la influencia de Francia en sus antiguas colonias se deshicieron en los años noventa, cuando Francia se distanció, sermoneando de repente a los autócratas sin preocuparse de la suerte que corría la gente.
Parece como si París, encerrado en su visión paternalista y condescendiente de antiguo colono, no hubiera sido capaz de ver que África estaba cambiando, enriqueciéndose gracias al precio de las materias primas, y se retiró en el momento preciso en que Pekín entró.
Por tanto, China en África es algo más que una parábola de la globalización: es su culminación, un vaivén de los equilibrios internacionales, un temblor de tierra geopolítico. ¿Se ha instalado allí en detrimento definitivo de Occidente? ¿Será la luz providencial para el continente de las tinieblas? ¿Le ayudará a ser dueña de su propio destino?
China en África. Pekín a la conquista del continente africano, de Serge Michel y Michel Beuret (Alianza Editorial). Precio: 22 euros.