Las políticas de seguridad son cuestiones de Estado que merecen consenso y cuyas consecuencias exceden el mandato de cualquier gobierno
Continuando con un tema que preocupa gravemente a nuestra sociedad, desde estas columnas deseamos seguir instando a la reflexión que hechos recientes nos plantean en materia de seguridad, convencidos de que la prevención es la mejor herramienta.
Está claro, aunque pareciera que no para todos, que los integrantes de las fuerzas de seguridad son servidores públicos que arriesgan sus vidas por el bien común. Sus derechos deben ser protegidos de arbitrariedades y respetados por la comunidad a la que sirven en la misma medida en que se les exige que honren sus deberes.
No hay duda de que entre las causas de inimputabilidad que prevé nuestra ley penal está obrar en cumplimiento de un deber o en el legítimo ejercicio de su derecho, autoridad o cargo. En tal sentido, en casos recientes parece claro que los policías no solo tienen el deber de proteger y detener las agresiones cometidas por los malhechores, en la medida en que ello esté a su alcance, sino también la obligación de detener al agresor para someterlo a la acción de la Justicia. En forma paralela, se evaluarán la proporcionalidad y la oportunidad de los medios utilizados, lo que debiera surgir de investigaciones serias, imparciales y desprovistas de ideología y partidismo.
Las situaciones planteadas nos llevan a preguntarnos una vez más acerca del alcance y las implicancias de la llamada «voz de alto», que obliga a cualquier ciudadano que la recibe a detenerse para responder a la requisitoria policial, cualquiera sea esta. De la mano de esa pregunta surge otra respecto de si, en caso de fuga del autor de un delito, en típica flagrancia, en cuestión de segundos, una vez dada y desobedecida la voz de alto, el policía está habilitado a recurrir al uso de su arma para detener la fuga de un delincuente, independientemente de qué tipo de arma o elemento de defensa disponga el criminal agresor o a qué distancia se encuentre, entre otras consideraciones.
Debería ser esa una obligación impuesta por su función, su deber de actuar específico. De nada vale considerar si el disparo hirió o mató al fugitivo, exculpando al agente si solo lo hirió y condenándolo si lo mató. Son ellas contingencias imposibles de prever y difíciles de evaluar. Está por demás claro para nosotros que desatender la orden de detenerse extiende la flagrancia, aunque esto no se desprenda con la claridad que convendría de las normas vigentes, lo cual indudablemente favorece a una corriente seudoprogresista que en nombre de los derechos de unos pone en riesgo los de la mayoría.
Supongamos hipotéticamente que el agente policial no tuviera derecho a usar su arma para detener al delincuente en fuga. Si esto fuera así, es evidente que ningún delincuente podría ser atrapado ni detenido, mucho menos eventualmente condenado, pues es obvio que ningún malviviente va a detenerse ante una simple «voz de alto» cuya desatención no le acarreará consecuencia alguna y que será su pasaporte a la libertad. Seguirá el delincuente su carrera, imperturbable, confiando en la velocidad de sus piernas o en la pericia de su conducción, si huye en moto o en auto.
Resulta por tanto fundamental que de las normas que rigen la acción policial surja una instrucción clara y precisa para los agentes ante una enorme variedad de situaciones. Es precisamente por esta indicación difusa, o por su ausencia, que se pueden generar agujeros negros en los que caemos de cara a la realidad cotidiana. Cuando las normas hablan de una «regulación de la fuerza potencialmente letal» y de las prohibiciones asociadas, se barajan alternativas distintas que contemplan, por ejemplo, que luego de una confrontación violenta el delincuente huya manteniendo el nivel de agresividad al continuar disparando contra la policía o terceros y hubiera peligro inminente de muerte para sí o para otras personas.
En estas condiciones, ¿de qué seguridad ciudadana podemos hablar? Por un lado, está peligrosamente instalada entre nosotros una tendencia a cuestionar el uso de la fuerza pública, considerándola siempre «represiva» y no como auxiliar de la Justicia, herramienta clave dentro de una comunidad en la que no todos respetan las normas. ¿Quién podría entonces hacer cumplir la ley? Todos estaríamos francamente en peligro, considerando que no sería posible ejercer acción preventiva o represiva alguna, con lo cual la delincuencia continuará teniendo todo a su favor. No solo esto, sino que además los defensores del orden quedarán expuestos a un riesgo al limitarse a ser meros vociferantes y observadores sin autorización para ejercer un mínimo poder de amedrentamiento, defensa o aprehensión. Con el agravante, como pasa recurrentemente, de que serán luego ellos mismos condenados, lo que en la práctica se traduce en que muchos agentes del orden simplemente opten por hacerse los distraídos ante un hecho ilícito para evitar cualquier riesgo posterior, para felicidad de los delincuentes.
Es, pues, importante no solo clarificar a la opinión pública sobre los deberes y derechos de los funcionarios policiales, sino también empezar a erradicar la corriente que subvierte el orden natural y convierte a los policías en victimarios de los delincuentes, pasando estos últimos increíblemente a ocupar el rol de víctimas. Esto, sin minimizar que la policía responde a una situación reglada, con instrucciones que deberían ser precisas, distinto por cierto de las reacciones no premeditadas ni ordenadas involucradas en un caso de legítima defensa, que presenta aristas muy diferentes. Correspondería incluso considerar los beneficios de dar a conocer las instrucciones que las fuerzas de seguridad reciben en su formación para su acción ante cada situación.
Basta detenerse a mirar los noticieros o las páginas de los diarios sobre la violencia desatada en todo el país en los tiempos actuales para entender que no podrá hacerse cesar esa violencia sin una acción decidida de las autoridades y sin una firme acción policial, cada vez más profesionalizada, tanto local o provincial como federal, para lo cual las normas deben ser expresas y claras, sin ambigüedades que permitan interpretaciones encontradas.
El debate está lanzado. Urge educar e informar debidamente, insistimos, también a la ciudadanía, sostén y apoyo de la acción policial. Esta debe conocer los derechos, deberes y límites que rigen el funcionamiento de las fuerzas encargadas de salvaguardar la seguridad. Hasta aquí, los delincuentes nos demuestran diariamente que pueden pisotear la ley y el orden con absoluto desparpajo, en la calle y en los tribunales, cuando no con beneficios de todo tipo, como salidas transitorias o permanentes de prisión.
Las políticas de seguridad son cuestiones de Estado cuyas consecuencias exceden el mandato de cualquier gobierno. Su formulación y aplicación demandan consensos democráticos que superen circunstanciales intereses partidarios evitando, siempre, tentaciones demagógicas.
Continuando con un tema que preocupa gravemente a nuestra sociedad, desde estas columnas deseamos seguir instando a la reflexión que hechos recientes nos plantean en materia de seguridad, convencidos de que la prevención es la mejor herramienta.
Está claro, aunque pareciera que no para todos, que los integrantes de las fuerzas de seguridad son servidores públicos que arriesgan sus vidas por el bien común. Sus derechos deben ser protegidos de arbitrariedades y respetados por la comunidad a la que sirven en la misma medida en que se les exige que honren sus deberes.
No hay duda de que entre las causas de inimputabilidad que prevé nuestra ley penal está obrar en cumplimiento de un deber o en el legítimo ejercicio de su derecho, autoridad o cargo. En tal sentido, en casos recientes parece claro que los policías no solo tienen el deber de proteger y detener las agresiones cometidas por los malhechores, en la medida en que ello esté a su alcance, sino también la obligación de detener al agresor para someterlo a la acción de la Justicia. En forma paralela, se evaluarán la proporcionalidad y la oportunidad de los medios utilizados, lo que debiera surgir de investigaciones serias, imparciales y desprovistas de ideología y partidismo.
Las situaciones planteadas nos llevan a preguntarnos una vez más acerca del alcance y las implicancias de la llamada «voz de alto», que obliga a cualquier ciudadano que la recibe a detenerse para responder a la requisitoria policial, cualquiera sea esta. De la mano de esa pregunta surge otra respecto de si, en caso de fuga del autor de un delito, en típica flagrancia, en cuestión de segundos, una vez dada y desobedecida la voz de alto, el policía está habilitado a recurrir al uso de su arma para detener la fuga de un delincuente, independientemente de qué tipo de arma o elemento de defensa disponga el criminal agresor o a qué distancia se encuentre, entre otras consideraciones.
Debería ser esa una obligación impuesta por su función, su deber de actuar específico. De nada vale considerar si el disparo hirió o mató al fugitivo, exculpando al agente si solo lo hirió y condenándolo si lo mató. Son ellas contingencias imposibles de prever y difíciles de evaluar. Está por demás claro para nosotros que desatender la orden de detenerse extiende la flagrancia, aunque esto no se desprenda con la claridad que convendría de las normas vigentes, lo cual indudablemente favorece a una corriente seudoprogresista que en nombre de los derechos de unos pone en riesgo los de la mayoría.
Supongamos hipotéticamente que el agente policial no tuviera derecho a usar su arma para detener al delincuente en fuga. Si esto fuera así, es evidente que ningún delincuente podría ser atrapado ni detenido, mucho menos eventualmente condenado, pues es obvio que ningún malviviente va a detenerse ante una simple «voz de alto» cuya desatención no le acarreará consecuencia alguna y que será su pasaporte a la libertad. Seguirá el delincuente su carrera, imperturbable, confiando en la velocidad de sus piernas o en la pericia de su conducción, si huye en moto o en auto.
Resulta por tanto fundamental que de las normas que rigen la acción policial surja una instrucción clara y precisa para los agentes ante una enorme variedad de situaciones. Es precisamente por esta indicación difusa, o por su ausencia, que se pueden generar agujeros negros en los que caemos de cara a la realidad cotidiana. Cuando las normas hablan de una «regulación de la fuerza potencialmente letal» y de las prohibiciones asociadas, se barajan alternativas distintas que contemplan, por ejemplo, que luego de una confrontación violenta el delincuente huya manteniendo el nivel de agresividad al continuar disparando contra la policía o terceros y hubiera peligro inminente de muerte para sí o para otras personas.
En estas condiciones, ¿de qué seguridad ciudadana podemos hablar? Por un lado, está peligrosamente instalada entre nosotros una tendencia a cuestionar el uso de la fuerza pública, considerándola siempre «represiva» y no como auxiliar de la Justicia, herramienta clave dentro de una comunidad en la que no todos respetan las normas. ¿Quién podría entonces hacer cumplir la ley? Todos estaríamos francamente en peligro, considerando que no sería posible ejercer acción preventiva o represiva alguna, con lo cual la delincuencia continuará teniendo todo a su favor. No solo esto, sino que además los defensores del orden quedarán expuestos a un riesgo al limitarse a ser meros vociferantes y observadores sin autorización para ejercer un mínimo poder de amedrentamiento, defensa o aprehensión. Con el agravante, como pasa recurrentemente, de que serán luego ellos mismos condenados, lo que en la práctica se traduce en que muchos agentes del orden simplemente opten por hacerse los distraídos ante un hecho ilícito para evitar cualquier riesgo posterior, para felicidad de los delincuentes.
Es, pues, importante no solo clarificar a la opinión pública sobre los deberes y derechos de los funcionarios policiales, sino también empezar a erradicar la corriente que subvierte el orden natural y convierte a los policías en victimarios de los delincuentes, pasando estos últimos increíblemente a ocupar el rol de víctimas. Esto, sin minimizar que la policía responde a una situación reglada, con instrucciones que deberían ser precisas, distinto por cierto de las reacciones no premeditadas ni ordenadas involucradas en un caso de legítima defensa, que presenta aristas muy diferentes. Correspondería incluso considerar los beneficios de dar a conocer las instrucciones que las fuerzas de seguridad reciben en su formación para su acción ante cada situación.
Basta detenerse a mirar los noticieros o las páginas de los diarios sobre la violencia desatada en todo el país en los tiempos actuales para entender que no podrá hacerse cesar esa violencia sin una acción decidida de las autoridades y sin una firme acción policial, cada vez más profesionalizada, tanto local o provincial como federal, para lo cual las normas deben ser expresas y claras, sin ambigüedades que permitan interpretaciones encontradas.
El debate está lanzado. Urge educar e informar debidamente, insistimos, también a la ciudadanía, sostén y apoyo de la acción policial. Esta debe conocer los derechos, deberes y límites que rigen el funcionamiento de las fuerzas encargadas de salvaguardar la seguridad. Hasta aquí, los delincuentes nos demuestran diariamente que pueden pisotear la ley y el orden con absoluto desparpajo, en la calle y en los tribunales, cuando no con beneficios de todo tipo, como salidas transitorias o permanentes de prisión.
Las políticas de seguridad son cuestiones de Estado cuyas consecuencias exceden el mandato de cualquier gobierno. Su formulación y aplicación demandan consensos democráticos que superen circunstanciales intereses partidarios evitando, siempre, tentaciones demagógicas.