Aquel hombre que estuvo en las horas más difíciles

Los seres humanos somos distintos y reaccionamos de manera diferente. Ante la extraordinaria noticia que recibimos el miércoles pasado, luego de rezar por él tal como nos lo solicitó y de sentir el bienestar de su ecuménica bendición, me llené de recuerdos. Recuerdos de tiempos difíciles, de aquellos días calientes y decisivos en que asumí la responsabilidad de hacerme cargo de la primera magistratura del país. Es verdad: salimos adelante todos los argentinos, en lo que creo la historia considerará como una de nuestras mayores epopeyas colectivas. Pero hubo figuras providenciales en ese rescate, personalidades gigantescas que, evitando modestamente ocupar el centro de la escena, fueron determinantes para que no cayéramos en la disolución social, que por entonces era un riesgo real y cercano. Aquel hombre, Jorge Bergoglio, fue uno de ellos.
Ya desde antes de que se produjeran los trágicos sucesos de fines de 2001, la Iglesia Católica argentina venía promoviendo un diálogo que alejara las peores sombras que se cernían sobre nosotros. A la par de algunos fundamentalistas, no faltaban hombres de disposición abierta en el gobierno de entonces, pero la dinámica ciega de las políticas implementadas impedía toda posibilidad de una concertación. Sobrevino la hecatombe. Y cuando nadie daba un céntimo por nuestra gestión, la Iglesia Católica argentina, su Episcopado, insistió en la posibilidad de hallar juntos una salida. A la par de los funcionarios gubernamentales y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), los prelados católicos motorizaron lo que se llamó el Diálogo Argentino. Aquel hombre estuvo entre los más resueltos promotores de la iniciativa; por su preeminencia natural entre sus pares, su actitud fue de una importancia incomparable.
Mientras el gobierno a mi cargo sobrevivía, el Diálogo Argentino fue incorporando nuevos interlocutores, ampliando sus miras y transformándose en una usina programática. Se establecieron bases claras para los indispensables consensos; se abordaron y propusieron soluciones transitorias y a más largo plazo para problemáticas tan diversas como la de la salud, la reforma política, la sociolaboral y el funcionamiento de los tres poderes del Estado. Conscientes de estar al borde del abismo, desde la sociedad se daban estos pasos para rescatar la institucionalidad acosada por sus propias falencias y por la ira popular. Dentro de una cantidad de actores empeñados en que nuestra sociedad volviera a ser tal, se destacaba la comprometida actitud de nuestra Iglesia Católica; no por casualidad, los múltiples encuentros del Diálogo se iniciaron en un ambiente tan sacro como bello: el de los patios de la iglesia de Santa Catalina de Siena, en pleno corazón de Buenos Aires.
Si bien el Diálogo Argentino contaba con el apoyo y participación de toda la Iglesia Católica, con su Episcopado al frente, la convincente voz de orden la llevaba aquel hombre: fue él quien movilizó para la causa del Diálogo a los miles de sacerdotes y laicos que participaron. Pese a los múltiples cuestionamientos que recibió -y que todavía pueden formulársele, pues nada entonces podía ser perfecto-, pese a las dificultades que encontramos para su implementación, la medida más impactante resuelta en el ámbito del Diálogo Argentino fue el lanzamiento del Plan Jefes y Jefas de Hogar sin ingresos, que en poco tiempo llegó con un pedazo de pan a los más postergados. Porque, entonces, y aquel hombre lo comprendía, de lo que se trataba era de parar el hambre. Hambre, en la tierra de los argentinos.
Había algo especial en aquel hombre de criterios amplios como para comprender posiciones diferentes, de una vasta cultura ocultada por su modestia. Dotado de una excepcional inteligencia y una memoria prodigiosa, se expresaba con la sencillez del hombre de a pie, o mejor diré, del hombre que siempre prefirió moverse en subte o tren pese a tener a su disposición los lujosos automóviles oficiales. No era, sin embargo, un tibio: podía exaltarse al hablar de los fariseos de «la ciudad corrupta», que se había vendido al hedonismo y entregado al juego sin detenerse a reflexionar en que, de ese modo, se destruía a la familia y se disolvía la condición de ciudadano. Nadie como él para expresar la preocupación por nuestros jóvenes y su problemática, signada por la falta de educación y posibilidades laborales; o cambiábamos esas condiciones o, aquel hombre nos lo advertía, clausurábamos nuestro futuro. Ese compromiso fue el que lo llevó a elevar su voz cuando la tragedia de Cromañón: clamó en el desierto ante esa innecesaria ofrenda juvenil.
Aquel hombre era un pastor espiritual que no hesitaba en mencionar los problemas materiales; constructor de ciudadanía integral, nunca dudó en dar sabios, oportunos y a veces duros consejos al poder terrenal. No era un indiferente político: como millones de argentinos, pero con mayor claridad que la mayoría de nosotros, se sentía completamente identificado con la causa de la justicia social. De allí que, para asombro de los bien pensantes a los que repele bajar al fango del que también está compuesta nuestra vida social, con frecuencia diera misa a cielo abierto en la Plaza Constitución; su auditorio eran los marginados de todo tipo, aquellos que no encuentran lugar salvo en un corazón alumbrado por todo el amor que se condensa en el sacrificio de la Cruz.
Recuerdo alguna carta recibida de aquel hombre; al rememorarla, me impactan las palabras con las que la cerraba: se ponía a mi disposición, pero me pedía que rezara por él y, a su vez, rogaba que Jesús me bendijera y la Virgen Santa me cuidara. No creo que su pedido fuera formulismo circunstancial, dado que ahora le pidió a cientos de millones de fieles que hicieran lo mismo: antes de otorgarles su bendición, antecediéndola -como en el caso de la carta-, les solicitó que oraran al Señor por él, para que lo iluminara.
Aquel hombre, el cardenal Jorge Bergoglio, es hoy Francisco, sumo pontífice de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Pesa sobre sus hombros la enorme tarea de conducir a la grey católica, y quizás también carga con la mayor responsabilidad humana: la voz del papa importa a todo el mundo, en especial a los hombres de buena voluntad, cualquiera sea su credo religioso.
Es un hombre de esta tierra argentina, es un latinoamericano; podemos confiar en que guarde en su corazón un lugar para los más cercanos entre todos los suyos, que hoy son millones.
Yo sigo recordando: cuánta calma me transmitió en aquellos aciagos momentos, cuánta generosidad para con aquellos a los que nos tocó gobernar, cuánta conmiseración por sus hermanos más sufridos. Y en nombre de esos recuerdos sobre aquel hombre, me permito transmitir a mis compatriotas mi absoluta creencia en que el nuevo representante de Dios en la Tierra es garantía de humanidad, de una humanidad que, sin dejar de serlo, no olvida elevar sus ojos a lo divino.
© LA NACION.

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