El incendio de Valparaíso mató a 15 personas, devoró 2.900 viviendas, y dejó en la calle a 12.500 porteños. Detrás de estas cifras, lo que el fuego desnudó es el rostro de un país desigual que emerge ante cada catástrofe. Patrimonio de la Humanidad, joya del Pacífico, la ciudad se convirtió en un gran campamento para alojar a los pobres de los cerros. Álvaro Bisama, escritor y cronista chileno, nacido en Valparaíso, volvió a la ciudad de su infancia para trazar una cartografía de la tragedia.
Dos pájaros.
Jotes.
La primera versión, la de Carabineros de Chile, dice eso.
A las 16:15 horas de la tarde del sábado 12 de abril dos aves se posaron en un cable del tendido eléctrico que cruzaba el fundo El Peral, en las afueras de Valparaíso. El viento, que estaba fuertísimo, sacudió esos cables. Los electrocutaron. Las chispas saltaron al suelo, volaron por los pastizales. Desde una torre de observación de la CONAF, un funcionario vio una columna de humo y la reportó. El incendio se había iniciado. El viento sur hizo que tomara fuerza. El fuego avanzó desde atrás y cruzó el camino La Pólvora, que sirve de bypass para los camiones que entran y salen del puerto. Luego empezó a rodear la ciudad y comenzó a devorar los cerros. Desde abajo, desde el plan, se veían llamas gigantescas que funcionaban como una corona anaranjada. La televisión capturó en directo esas imágenes. Al otro lado, desde la carretera se podía ver un hongo atómico elevarse. El humo negro y las cenizas cayeron sobre la bahía. El fuego se volvió incontrolable. Las compañías de bomberos locales dejaron de dar abasto, en las partes altas no había grifos y la velocidad del viento impidió que los aviones cisternas pudieran volar para controlar las llamas desde el cielo. Se sumaron compañías provenientes de Santiago, de Rancagua, del resto de la región. El fuego bajó por las quebradas, que estaban llenas de desperdicios y basura, de hojas secas, que no habían sido limpiadas en años.
Llegó la noche.
Los cerros ardieron.
El fuego arrasó los cerros Mariposa, La Cruz, El Litre, Las Cañas, El Pajonal, Ramaditas.
La ciudad se volvió un infierno. La Armada tomó el control de la ciudad, decretó ley seca y cerró los locales nocturnos. El domingo, la presidenta Michelle Bachelet y su Ministro del Interior viajaron a Valparaíso.
El domingo, durante el día, el fuego empezó a calmarse pero dejó a la vista las imágenes de destrucción. La ciudad había sido bombardeada.
El fuego mató a 15 personas, devoró 2.900 viviendas, y dejó en la calle a 12.500 porteños.
Una parte importante de las víctimas fatales fueron ancianos que quedaron calcinados al no alcanzar a salir de sus hogares.
El domingo en la tarde, Mónica Pérez, periodista de TVN le preguntó a una pobladora por qué vivían ahí, en el cerro. “Los pobres no elegimos donde vivir” respondió la pobladora. En Ramaditas, la misma Mónica Pérez describió la tragedia de la siguiente forma: “El incendio de Valparaíso es como un gran asado”
Esa noche el fuego se reactivó, como si no quisiera irse, como si estuviera vivo de alguna forma y fue imposible no recordar que los changos, los aborígenes que habitaban la bahía cuando llegaron los españoles en 1536, llamaban al lugar “Alimapu”.
En lengua mapuche, “Alimapu” significa “tierra quemada”.
La historia de Chile podría contarse por medio de sus catástrofes, antes que de sus revoluciones. La relación de Chile con el desastre es cercana e íntima, empapa la vida cotidiana como si fuera una sombra o una amenaza constante. El país, cada cierto tiempo, debe reconstruirse de nuevo. La mayoría de los chilenos ha vivido uno o dos terremotos, ha visto todo lo que lo rodea en el suelo, ha escuchado relatos familiares que se hilvanan así, como si cualquier catástrofe fuera algo cotidiano. Esa condición es endémica y condiciona al desastre como algo inminente o posible. Y cuando aquello se ha olvidado, estos vuelven con fuerza, como pasó el 2010 cuando un terremoto grado 9 arrasó la mitad del país.
Ahora mismo, en el plazo de dos semanas, se cuentan dos terremotos y un megaincendio. Hay que agregar que la inesperada sincronía de los últimos (el 2010 se celebraba el Bicentenario; este mes Michelle Bachelet comenzaba su segundo período presidencial) con eventos del orden público solo aumenta la feroz perplejidad que puede provocar el asunto. Porque parece inverosímil y exagerado, trágico y triste, pero es así. La supuesta estabilidad política del país está cruzada por las fuerzas de la naturaleza impredecibles. Cada chileno es un sismólogo aficionado, un experto improvisado en la rutina de la emergencia. Todo lo que conoce puede desaparecer, gracias a los terremotos, la erupción de volcanes, los maremotos y, ahora, el ataque del fuego.
Por lo mismo, si se atiende a la explicación de los peritos, por más que suene inverosímil, el incendio del sábado 12 de abril fue puro azar. Un cortocircuito y un desastre inconmensurable alimentado por la mala planificación urbana, el viento y la mala suerte. Los afectados fueron fundamentalmente lugares que están más allá del sector turístico de la ciudad. Barrios donde viven los verdaderos porteños. Zonas donde los discursos del turismo y el patrimonio sólo llegan como ecos lejanos de algo que se vive abajo, en el plan.
El incendio devoró algo que está más allá de la cámara del turista, algo que es sólo un punto lejano en la postal que tenemos de la ciudad. Qué se trataba de un desastre anunciado, sí, es verdad. Que todos sabían que podía pasar, sí, también es verdad. Había varios informes de diverso cuño (de arquitectos, de funcionarios de la municipalidad) avisando que podía ocurrir pero aquello no permite minimizar que en cerros como Ramaditas, El Litre, Mariposas o la Cruz, todo lo que era cotidiano se convirtió en una zona de guerra. El fuego no solo acabó con las poblaciones construidas de modo precario sobre tomas de terreno sino también con los barrios residenciales de una clase media que la ciudad nunca ha visto de frente, preocupada como está de funcionar como una especie de museo a cielo abierto.
El incendio desnudó el verdadero rostro de Valparaíso, ese que solo aparece cuando la máscara del patrimonio se cae al no alcanzar a resolver la narración de un espacio colectivo. Así, el incendio triunfó ahí donde los narradores y los poetas y los arquitectos y los nostálgicos de la ciudad han fracasado: describir Valparaíso. El incendio sacó a Valparaíso del peso de la historia. Lo devolvió al presente. Expuso con precisión lo que ha pasado los últimos 10 años, lo que ha sucedido en la ciudad desde que la declararon patrimonio del humanidad.
Por supuesto, se trata de un relato accidentado, lleno de aristas. En el año 2003, la UNESCO declaró “Patrimonio de la humanidad” a los barrios históricos del barrio puerto de Valparaíso, cosa que se celebró con una gran fiesta en la plaza 21 de Mayo. En términos precisos, la declaración la Unesco significaba una inyección de más de 73 millones de dólares a la ciudad, por medio de préstamos del BID.
Aquel dinero nunca se vio en la ciudad realmente. Mientras el turismo patrimonial se convirtió en el foco de atracción que cambió los comportamientos inmobiliarios en los Cerros Alegre y Concepción (subieron los precios de las propiedades y el lugar se llenó de hostales, hoteles boutiques y restoranes) el resto de la ciudad quedó abandonado a su suerte. Ahí, la instalación de una multitienda y un hipermercado en las faldas del cerro Barón destruyeron el barrio comercial de la calle Quillota y las zapaterías que estaban en la avenida Argentina. Un incendio arrasó con una casona al lado de la antigua Iglesia de la Matriz. La casona fue demolida y se instaló un supermercado. El déficit municipal creció de modo exponencial: si el 2003 era de 7.3 millones de dólares, diez años después había subido a 63 millones de dólares. Mientras, escándalos de diverso tipo afectaron al municipio y al gobierno regional. El más importante era el que involucraba a Hernán Pinto (alcalde y principal cacique político de aquellos años) en el caso Spiniak, donde se lo vinculó con proxenetas que suministraban menores para fiestas privadas.
Mientras, la ciudad se quemaba, como si anunciara un desastre. Durante el año 2006, varios incendios afectaron a la ex cárcel de la ciudad, ahora convertida en un parque autogestionado. El año 2007, en el mismo casco histórico protegido, un cortocircuito y una fuga de gas volaron una cuadra completa de la calle Serrano. A comienzos del 2008, un incendio en el sector de Laguna Verde hizo que por días llovieran cenizas sobre la bahía. En septiembre del año 2010, la Iglesia de San Francisco (que era uno de los símbolos de la ciudad) se quemó. Ya se había quemado antes en 1983. En abril del año pasado, un incendio arrasó con 35 casas y 40 hectáreas entre el cerro La Cruz y el Cerro Mariposas. En agosto, la Iglesia de San Francisco se quemó de nuevo, por tercera vez consecutiva. En enero de este año un edificio de la calle Condell, en pleno centro, se incendió llevándose, entre otras cosas, una inmensa videoteca de películas documentales.
En noviembre del 2013, a diez años de la declaración patrimonial, un observador de ICOMOS llegó a Valparaíso a elaborar un informe sobre el estado de la ciudad y fue asaltado por tres sujetos armados con golletes de botellas quebradas en el sector de Plaza Echaurren, en el centro exacto del casco histórico.
En la mañana del martes 15 de abril, dos días después del incendio, la avenida Argentina, en el plan de Valparaíso, está llena de voluntarios que suben caminando hasta los cerros a ayudar a la remoción de los escombros. En su mayoría, se trata de escolares armados con palas y carretillas. Las clases están suspendidas en la ciudad. Por el bandejón central de la avenida, donde los sábados y domingos se instala la clásica feria de la ciudad, se pasean militares vestidos de comando que miran tranquilos a los grupos de adolescentes caminar. El tráfico sigue normal. Las escuelas del sector se han convertido en albergues para los damnificados. Hace frío y huele a humo. Cerca de calle Colón, Virginia Reginatto, alcaldesa de Viña del Mar conversa con algunos funcionarios: tiene estacionada una caravana completa de camiones aljibes, de retroexcavadoras, de camionetas. En algunas está pegado un cartel que dice “Viña del Mar ayuda a Valparaíso”.
Más allá está el Congreso de la República. En las fotos del sábado 12, en las panorámicas que circularon el domingo, aparece tal y como aparecido siempre: como una isla de la pesadumbre arquitectónica que dejó el gobierno de Pinochet como legado. Una mole blanca que se supuso que iba a ayudar a la ciudad, descentralizando al país y que en parte podía ser leído como el legado kistch que el mismo Pinochet le dejaba a la ciudad donde había nacido. El Congreso estaba ahí, edificado sobre los que fueron los terrenos del viejo Hospital Deformes, como un modo de levantar la ciudad, de darle un nuevo aire.
No pasó.
El barrio El Almendral, el mismo sobre el que cronista Joaquín Edwards Bello escribió, siguió siendo lo que había sido siempre, un lugar de casonas antiguas que alternaban con talleres mecánicos, panaderías y locales de respuestas de autos; con el Mercado Cardonal al norte, el cerro El Litre al sur y con las calle Uruguay y Colón como otros ejes de circulación comercial y de tránsito. Ahí, en El Almendral, pareciese que la modernidad y la urgencia del proyecto de levantamiento urbano que la ciudad abrazó desde el 2003 no llegó. Mientras el cerro Alegre y Concepción se transformaron en el eje del turismo; y el barrio puerto y la plaza Echaurren se convirtió en el centro del interés patrimonial por parte de la UNESCO acá todo siguió idéntico a sí mismo, funcionando a la sombra de un Congreso que no influyó en lo más mínimo y determinado por el movimiento comercial que las ferias libres (la de la frutas y verduras Avenida Argentina, la de antigüedades de la Plaza O’Higgins, la de la calle Uruguay, mucho más informal) han tenido desde hace décadas. De hecho, ahora mismo, en la Plaza O’Higgins los dos tiempos de la ciudad (el tiempo del incendio y el tiempo de la vida cotidiana de la ciudad) parecen resumirse. Si en un sector siguen las mesas de los jugadores ancianos de brisca que pasan sus tardes ahí, esperando que lleguen los miembros del club, al otro lado, más cerca del vértigo de calle Uruguay se instaló un pequeño campamento de cien personas que perdieron todo con el incendio.
El campamento está a espaldas de una escultura de metal de Bernardo O’Higgins donde antaño se ponían los fotógrafos de la plaza y al lado de la estructura vacía que sirve los fines de semana para que los anticuarios se instalen en la mañana del sábado y el domingo. Más allá está una pequeña feria de toldos que está cerrada y que sirve de centro de acopio. Al lado de cada carpa hay bolsas con ropa donada, botellas de ropa y víveres. La gente que se instaló acá llegó porque los albergues estaban llenos. Lo perdieron todo: las casas, las cosas. Sus mascotas quedaron calcinadas o se perdieron. Algunos están acompañados de amigos o parientes que vinieron a acompañarlos.
Ahora mismo, por el campamento se pasean autoridades de la ONEMI, de la Armada y la municipalidad. La prensa está expectante. Las cámaras filman los detalles del improvisado campamento mientras voluntarios ofrecen comida, hacen curaciones y ingresan a los pobladores en las fichas. Anoche, el cantante Luis Jara se paseó con las cámaras de un canal de televisión. Desde el domingo que los quieren sacar. Se volvieron molestos, indeseables. Ahora mismo las autoridades negocian trasladarlos a un estadio que está en el cerro O’Higgins. No se quieren ir. Se preguntan por qué el Congreso no les dio una mano, no los dejó quedarse ahí. No funcionó. El Congreso sigue al lado, silencioso, sin pronunciarse. La senadora Isabel Allende, del Partido Socialista, dijo que no correspondía abrir las puertas del edificio para que funcionara de albergue.
-Ahora llegaron, para puro salir en la tele – dice Gustavo C.
Gustavo mira las cámaras. Llegó el sábado. Venía descalzo, con el hermano y la madre. El hermano ahora está en una carpa. Trabaja en el Mercado Cardonal. Antes estuvo preso. Tiene la pierna rota. Se pegó en una vena mientras escapaba.
-No ha llegado nadie acá – continúa- Ni un concejal, ni un diputado, menos el alcalde. Nadie. Por eso la gente está brava. El gobierno tiene plata. En vez de preocuparse, de tenernos un albergue. Nada. Acá son los universitarios, la gente de los colegios, ellos son los que más se han preocupado de nosotros. Mi compañero de allá perdió la casa. Yo lo perdí todo. Se quemó todo. Yo vengo del cerro La Cruz. Los eucaliptos se secaron. Las lenguas de fuego atacaron todo. Nosotros nos vamos al O’Higgins. Esta mañana trabajé, para darle plata a mi mamá, que perdió todo. Yo estuve en la cárcel pero llevo diez años sin meterme en nada. Me quedan dos meses para terminar de firmar y me voy a Europa, a ver a mi hijo.
El incendio sigue en alguna parte.
El incendio va a seguir siempre.
Valparaíso sigue quemándose en la memoria de la gente. Sigue en las pequeñas chispas que reptan y suben a las casas por las quebradas y de pronto las queman, como sucede esta mañana de martes en el Cerro Mariposa, donde una casa ardió de modo inesperado. Siguen en las cenizas que están el aire. Siguen en la sospecha de que la niebla matinal puede ser en realidad humo. Siguen en los avistamientos de fuego a lo lejos, que pueden ser falsas alarmas: un hombre que coge los cables destruidos del tendido eléctrico y los quema, para despellejar el plástico y sacar el cobre, para luego venderlo.
Las historias se superponen. El relato del incendio no es individual, sino colectivo. Cada lugar arrasado es la historia de una vida que debe aprender a narrarse de nuevo. Algunas han salido en la prensa, como la de la pareja de ancianos que decidieron quedarse en su casa y se despidieron de su vecino, antes de ser devorados por el fuego. La inmensa mayoría no. Anoto algunas acá:
La del organillero que lo perdió todo y al que llegaron a ayudarlo otros organilleros de Santiago.
La de la familia que creía que no le iba a pasar nada a su casa y les prestó el garaje a los vecinos para que guardaran sus televisores. El fuego se llevó los televisores y la casa completa. Vino de todos lados, como una ola insoportable.
La del hombre que descubrió que una pieza de su casa estaba incólume, que el fuego había destruido todo, menos esa habitación donde se conservaba los muebles intactos, como si no hubiese pasado nada.
La del muchacho que se volvió loco porque se le quemó su casa pero también la de sus tres hermanos.
La de los futbolistas de Santiago Wanders que perdieron la casa y que jugaron el domingo un partido con Colo Colo en Santiago. Perdieron 1-0. Colo Colo salió campeón.
La del hombre que vino de Paine a ver a su suegro, que lo desprecia. Su suegro perdió todo pero no le habla, ni lo mira.
La del hombre que trató de no perder a sus animales por el fuego: logró salvar a un caballo pero los chivos que tenía quedaron calcinados, con las cornamentas en el piso al lado de los escombros.
La de todos los que pasaron en vela la noche del sábado, viendo como las llamas avanzaban a su alrededor, devorando el paisaje que conocían, mientras esperaban que no llegara a sus casas, que no los envolviera a ellos. La electricidad se había cortado. El aire estaba irrespirable; los cerros ardían uno tras otro, el fuego descendía hacia el plan, el sonido del bombardeo cuya la percusión de los balones de gas que estallaban casa tras casa.
Hace dos semanas, cuando un terremoto destruyó Iquique y el Norte Grande, el aviso de tsunami que desalojó las costas de Chile habló de olas de cuatro metros de altura.
Dicen que las lenguas de fuego del incendio del sábado tenían doce.
Ahora mismo, en el cerro La Cruz, la calle El Vergel parece haber sufrido una guerra. Se trata de un sector residencial, con gente que vive en el lugar desde hace mucho tiempo. Las casas que se quemaron eran de material sólido. La población correspondía a la clase media de la ciudad aunque el cerro La Cruz, ubicado detrás de la Avenida Francia, no está en ninguna de las rutas patrimoniales. Acá no pasean turistas en busca de los secretos de la arquitectura porteña, ni hay europeos tratando de atrapar ninguna clase de satori del exotismo y la precariedad. El cerro La Cruz queda a la vez cerca y lejos. En su sector superior había tomas de terreno que también se quemaron. Si se sube más allá se llega al camino La Pólvora. Ver las casas significa ver también los modos del fuego, su violencia y ferocidad, comprobando la imposibilidad de que fuera controlado.
Ahora mismo, los voluntarios sacan los escombros y en ambos lados de la vereda hay pilas de planchas de zinc y esqueletos de colchones quemados. Hay jaulas de pájaros. El suelo está lleno de gotas secas de aluminio derretido, como si hubiese caído una lluvia cromada desde algún cielo. Pero no hay milagros. Sí, hay libros escolares, álbumes de laminitas de Dragon Ball y revistas viejas quemadas. El color de los libros y las revistas destaca por sobre el hollín de los fierros. El color es importante. Significa algo que ya no está. La ciudad aparece ahora en blanco y negro: es la tonalidad de la tierra arrasada.
Alimapu.
La misma tierra quemada que es un polvo seco que se posa sobre las pilas con escombros con pedazos de loza trizada, sobre los tazones quebrados que son los souvenirs de algún viaje, el recuerdo que alguien trajo de alguna parte. Unas niñas se pasean y tratan de encontrar animales perdidos o enfermos. Una baja con un gato en los brazos. El gato va silencioso. Mira todo con los ojos abiertos. Gran parte de los voluntarios llevan mascarillas y han subido el cerro caminando. El uso de mascarillas es casi obligatorio. Entre los insumos médicos que se solicitan aparecen como una necesidad de primer orden, junto con el salbutamol, un medicamento que sirve para descongestionar el pecho. En la noche, por orden de la Armada, que se hizo cargo de la ciudad, no pueden circular vehículos. En los pies de cada cerro hay controles estrictos de carabineros o militares.
-Hace seis meses hubo otro incendio. Y otro antes –dice Ana F. sentada en la puerta de lo que antes fue casa.
Se quemó su casa y la de su hermana, que está más abajo. Está rodeada de bolsas blancas con ropa donada. Esa esa es otra imagen recurrente, la de las bolsas con ropa, el closet de la emergencia. Una niña pequeña, a su lado, juega a sacar y probarse prendas.
-Salí a ver a alguien y no volví. Ya no había casa. Recién vine ayer. Mis hijos no querían que viniera, que viera esto. Uno es miembro de la Armada y vino el domingo. Vio como había la casa y trató escondérmelo. Yo estoy durmiendo en la casa del otro, en Miraflores.
Hace 30 años que Ana F. vive ahí. Es viuda. Trabaja cuidando a una señora viejita. Ahora no va a la casa de la viejita. -De día tengo estar acá, cuidando que no entre nadie. Yo no estaba cuando vino el incendio. Un vecino me llamó por teléfono. Ahora, tengo que estar atenta. Hago guardia.
La hermana vive al lado y también perdió todo. Ana hace guardia por las dos casas. Hago guardia.
-No se puede dejar solas las casas. Qué se le va a hacer. Se la pueden venir a tomar. Todos los vecinos estamos en lo mismo.
En la casa de enfrente hay una carpa montada. Y en la casa de más allá. A diferencia de la casa Ana F., gran parte de las viviendas tienen carpas montadas donde duermen sus dueños. Los vecinos no se quieren ir, han vuelto a sus hogares. Sus papeles están quemados. De sus casas no queda nada. El fuego se lo llevó todo. Ellos no estaban acá. Los habían sacado antes cuando el fuego vino de todos lados, impulsado por el viento: por arriba, desde las puntas del cerro y desde abajo, desde la quebrada, alimentado por los árboles y por los desechos acumulados que eran hojas, ramas, basura, escombros.
En la calle, entre los escombros, hay potes de agua y comida para los animales. En las casas, al lado de las carpas, están las bolsas donde los vecinos tienen comida, ropa y útiles de aseo. En una esquina, un grifo solitario parece una animita, tras una pila de planchas de zinc y pedazos de metal quemado. Muchos de los vehículos que suben tienen pegadas banderas chilenas en el capó. El tránsito es lento. Hay solo una vía. Los escombros disminuyen todo espacio de circulación. Los militares se pasean. Algunos llevan lentes, fusiles y chalecos antibalas. En una esquina se apilan balones de gas quemados. Cada balón de gas tiene el nombre de su dueño, pegado en un papel con cinta adhesiva. El sábado, esos balones explotaron y cada detonación correspondió a una bomba estallando en cada casa. La empresa de gas se comprometió a reponérselos a los vecinos. De muchas casas solo queda el piso y alguna muralla, si hay suerte. El fuego devoró el concreto, los ladrillos, el adobe; derritió las estructuras metálicas que están combadas, como el esqueleto fósil de algún animal sin nombre. Algunos empleados municipales se pasean, entrevistando a los dueños de las casas, tomando notas, haciendo fichas. Hay una cuadrilla de carabineros sacando escombros. Más arriba, cuando termina la calle, hay un conjunto de edificios recién construidos donde no pasó nada: el fuego no los tocó pero los vidrios de los departamentos estallaron por el calor. Muchos de los departamentos están vacíos, esperando ser entregados a sus nuevos dueños. En la puerta del edificio hay un militar armado custodiando. La imagen es extraña y casi surreal: el blanco impoluto de la construcción se opone al paisaje de catástrofe que existe a escasos metros más abajo.
En el cerro, los vecinos se acomodan en sus casas, trazan planes, esperan la ayuda. Comienzan a irse. El sábado y el domingo hizo calor. El martes la ciudad amaneció, como es costumbre, nublada. Los vecinos saben lo que viene. En las noticias anunciaron un invierno helado. También saben que en algún momento, los voluntarios dejarán de venir, volverán a sus colegios y universidades.
En la esquina de calle Uruguay con Victoria, un puesto ofrece comida y café a los voluntarios que bajan del cerro. Casi no hay rastros de los refugiados, como si los hubieran sacado de ahí para evitar verlos. A las seis de las tarde del martes, un jardinero municipal riega y limpia la plaza O’Higgins en el lugar exacto donde estaban, hace algunas horas, el centenar de damnificados del incendio del sábado. El pasto y la tierra están mojados. Es como si nada hubiese pasado, como si nadie hubiera estado en el lugar. Ya no están las carpas, quedan apenas un par de personas, un par de mujeres que revisan las bolsas con ropa. Alguien que duerme tapado sobre dos colchones viejos.
El campamento desapareció. Se llevaron a los damnificados al Estadio O’Higgins, en el cerro del mismo nombre.
Al lado del Congreso, los jubilados juegan a las cartas como si no existiera nada más de su mundo hecho de mesas y barajas. La luz empieza a declinar. En la plaza, en un escenario improvisado, suena un reggeaton. El Congreso sigue ahí, silente y helado. Más tarde, en el fin de semana, la ciudad colapsará por la cantidad de camiones con ayuda que deben subir a los cerros. Ordenarán restricción vehicular y descubrirán que gran parte de la ropa donada está en mal estado, que habrá que botarla. En el mundo de las redes sociales, la muerte de García Márquez desalojará el incendio de Valparaíso, así como éste desalojó de la pauta al terremoto del norte. Por ahora, todo es reciente, está vivo. No alcanza a cicatrizar.
No va a cicatrizar jamás.
Por ahora, en un cartel escrito a mano los miembros del club de jubilados avisan que el baile que tenían programado para el sábado 19 de abril se suspendió.
El cartel lo dice todo. Valparaíso es una fiesta suspendida. Arriba, los vecinos volverán a estar solos en su calle. Tendrán que reconstruirla. Antes de eso, durante eso, todos tendrán que volver a sus trabajos, a simular reconstruir una rutina nueva en sus vidas. El fuego los desalojó de su propia historia, los lanzó a la fuerza hacia delante, hacia un futuro donde tendrán que aprender a habitar sus propias casas de nuevo. Los voluntarios ya se habrán ido. La atención de la prensa habrá desaparecido. En ese momento, van a estar solos. Solos en el cerro, en el barrio, en sus vidas.
Esperan que las lluvias de abril no lleguen tan pronto.
Dos pájaros.
Jotes.
La primera versión, la de Carabineros de Chile, dice eso.
A las 16:15 horas de la tarde del sábado 12 de abril dos aves se posaron en un cable del tendido eléctrico que cruzaba el fundo El Peral, en las afueras de Valparaíso. El viento, que estaba fuertísimo, sacudió esos cables. Los electrocutaron. Las chispas saltaron al suelo, volaron por los pastizales. Desde una torre de observación de la CONAF, un funcionario vio una columna de humo y la reportó. El incendio se había iniciado. El viento sur hizo que tomara fuerza. El fuego avanzó desde atrás y cruzó el camino La Pólvora, que sirve de bypass para los camiones que entran y salen del puerto. Luego empezó a rodear la ciudad y comenzó a devorar los cerros. Desde abajo, desde el plan, se veían llamas gigantescas que funcionaban como una corona anaranjada. La televisión capturó en directo esas imágenes. Al otro lado, desde la carretera se podía ver un hongo atómico elevarse. El humo negro y las cenizas cayeron sobre la bahía. El fuego se volvió incontrolable. Las compañías de bomberos locales dejaron de dar abasto, en las partes altas no había grifos y la velocidad del viento impidió que los aviones cisternas pudieran volar para controlar las llamas desde el cielo. Se sumaron compañías provenientes de Santiago, de Rancagua, del resto de la región. El fuego bajó por las quebradas, que estaban llenas de desperdicios y basura, de hojas secas, que no habían sido limpiadas en años.
Llegó la noche.
Los cerros ardieron.
El fuego arrasó los cerros Mariposa, La Cruz, El Litre, Las Cañas, El Pajonal, Ramaditas.
La ciudad se volvió un infierno. La Armada tomó el control de la ciudad, decretó ley seca y cerró los locales nocturnos. El domingo, la presidenta Michelle Bachelet y su Ministro del Interior viajaron a Valparaíso.
El domingo, durante el día, el fuego empezó a calmarse pero dejó a la vista las imágenes de destrucción. La ciudad había sido bombardeada.
El fuego mató a 15 personas, devoró 2.900 viviendas, y dejó en la calle a 12.500 porteños.
Una parte importante de las víctimas fatales fueron ancianos que quedaron calcinados al no alcanzar a salir de sus hogares.
El domingo en la tarde, Mónica Pérez, periodista de TVN le preguntó a una pobladora por qué vivían ahí, en el cerro. “Los pobres no elegimos donde vivir” respondió la pobladora. En Ramaditas, la misma Mónica Pérez describió la tragedia de la siguiente forma: “El incendio de Valparaíso es como un gran asado”
Esa noche el fuego se reactivó, como si no quisiera irse, como si estuviera vivo de alguna forma y fue imposible no recordar que los changos, los aborígenes que habitaban la bahía cuando llegaron los españoles en 1536, llamaban al lugar “Alimapu”.
En lengua mapuche, “Alimapu” significa “tierra quemada”.
La historia de Chile podría contarse por medio de sus catástrofes, antes que de sus revoluciones. La relación de Chile con el desastre es cercana e íntima, empapa la vida cotidiana como si fuera una sombra o una amenaza constante. El país, cada cierto tiempo, debe reconstruirse de nuevo. La mayoría de los chilenos ha vivido uno o dos terremotos, ha visto todo lo que lo rodea en el suelo, ha escuchado relatos familiares que se hilvanan así, como si cualquier catástrofe fuera algo cotidiano. Esa condición es endémica y condiciona al desastre como algo inminente o posible. Y cuando aquello se ha olvidado, estos vuelven con fuerza, como pasó el 2010 cuando un terremoto grado 9 arrasó la mitad del país.
Ahora mismo, en el plazo de dos semanas, se cuentan dos terremotos y un megaincendio. Hay que agregar que la inesperada sincronía de los últimos (el 2010 se celebraba el Bicentenario; este mes Michelle Bachelet comenzaba su segundo período presidencial) con eventos del orden público solo aumenta la feroz perplejidad que puede provocar el asunto. Porque parece inverosímil y exagerado, trágico y triste, pero es así. La supuesta estabilidad política del país está cruzada por las fuerzas de la naturaleza impredecibles. Cada chileno es un sismólogo aficionado, un experto improvisado en la rutina de la emergencia. Todo lo que conoce puede desaparecer, gracias a los terremotos, la erupción de volcanes, los maremotos y, ahora, el ataque del fuego.
Por lo mismo, si se atiende a la explicación de los peritos, por más que suene inverosímil, el incendio del sábado 12 de abril fue puro azar. Un cortocircuito y un desastre inconmensurable alimentado por la mala planificación urbana, el viento y la mala suerte. Los afectados fueron fundamentalmente lugares que están más allá del sector turístico de la ciudad. Barrios donde viven los verdaderos porteños. Zonas donde los discursos del turismo y el patrimonio sólo llegan como ecos lejanos de algo que se vive abajo, en el plan.
El incendio devoró algo que está más allá de la cámara del turista, algo que es sólo un punto lejano en la postal que tenemos de la ciudad. Qué se trataba de un desastre anunciado, sí, es verdad. Que todos sabían que podía pasar, sí, también es verdad. Había varios informes de diverso cuño (de arquitectos, de funcionarios de la municipalidad) avisando que podía ocurrir pero aquello no permite minimizar que en cerros como Ramaditas, El Litre, Mariposas o la Cruz, todo lo que era cotidiano se convirtió en una zona de guerra. El fuego no solo acabó con las poblaciones construidas de modo precario sobre tomas de terreno sino también con los barrios residenciales de una clase media que la ciudad nunca ha visto de frente, preocupada como está de funcionar como una especie de museo a cielo abierto.
El incendio desnudó el verdadero rostro de Valparaíso, ese que solo aparece cuando la máscara del patrimonio se cae al no alcanzar a resolver la narración de un espacio colectivo. Así, el incendio triunfó ahí donde los narradores y los poetas y los arquitectos y los nostálgicos de la ciudad han fracasado: describir Valparaíso. El incendio sacó a Valparaíso del peso de la historia. Lo devolvió al presente. Expuso con precisión lo que ha pasado los últimos 10 años, lo que ha sucedido en la ciudad desde que la declararon patrimonio del humanidad.
Por supuesto, se trata de un relato accidentado, lleno de aristas. En el año 2003, la UNESCO declaró “Patrimonio de la humanidad” a los barrios históricos del barrio puerto de Valparaíso, cosa que se celebró con una gran fiesta en la plaza 21 de Mayo. En términos precisos, la declaración la Unesco significaba una inyección de más de 73 millones de dólares a la ciudad, por medio de préstamos del BID.
Aquel dinero nunca se vio en la ciudad realmente. Mientras el turismo patrimonial se convirtió en el foco de atracción que cambió los comportamientos inmobiliarios en los Cerros Alegre y Concepción (subieron los precios de las propiedades y el lugar se llenó de hostales, hoteles boutiques y restoranes) el resto de la ciudad quedó abandonado a su suerte. Ahí, la instalación de una multitienda y un hipermercado en las faldas del cerro Barón destruyeron el barrio comercial de la calle Quillota y las zapaterías que estaban en la avenida Argentina. Un incendio arrasó con una casona al lado de la antigua Iglesia de la Matriz. La casona fue demolida y se instaló un supermercado. El déficit municipal creció de modo exponencial: si el 2003 era de 7.3 millones de dólares, diez años después había subido a 63 millones de dólares. Mientras, escándalos de diverso tipo afectaron al municipio y al gobierno regional. El más importante era el que involucraba a Hernán Pinto (alcalde y principal cacique político de aquellos años) en el caso Spiniak, donde se lo vinculó con proxenetas que suministraban menores para fiestas privadas.
Mientras, la ciudad se quemaba, como si anunciara un desastre. Durante el año 2006, varios incendios afectaron a la ex cárcel de la ciudad, ahora convertida en un parque autogestionado. El año 2007, en el mismo casco histórico protegido, un cortocircuito y una fuga de gas volaron una cuadra completa de la calle Serrano. A comienzos del 2008, un incendio en el sector de Laguna Verde hizo que por días llovieran cenizas sobre la bahía. En septiembre del año 2010, la Iglesia de San Francisco (que era uno de los símbolos de la ciudad) se quemó. Ya se había quemado antes en 1983. En abril del año pasado, un incendio arrasó con 35 casas y 40 hectáreas entre el cerro La Cruz y el Cerro Mariposas. En agosto, la Iglesia de San Francisco se quemó de nuevo, por tercera vez consecutiva. En enero de este año un edificio de la calle Condell, en pleno centro, se incendió llevándose, entre otras cosas, una inmensa videoteca de películas documentales.
En noviembre del 2013, a diez años de la declaración patrimonial, un observador de ICOMOS llegó a Valparaíso a elaborar un informe sobre el estado de la ciudad y fue asaltado por tres sujetos armados con golletes de botellas quebradas en el sector de Plaza Echaurren, en el centro exacto del casco histórico.
En la mañana del martes 15 de abril, dos días después del incendio, la avenida Argentina, en el plan de Valparaíso, está llena de voluntarios que suben caminando hasta los cerros a ayudar a la remoción de los escombros. En su mayoría, se trata de escolares armados con palas y carretillas. Las clases están suspendidas en la ciudad. Por el bandejón central de la avenida, donde los sábados y domingos se instala la clásica feria de la ciudad, se pasean militares vestidos de comando que miran tranquilos a los grupos de adolescentes caminar. El tráfico sigue normal. Las escuelas del sector se han convertido en albergues para los damnificados. Hace frío y huele a humo. Cerca de calle Colón, Virginia Reginatto, alcaldesa de Viña del Mar conversa con algunos funcionarios: tiene estacionada una caravana completa de camiones aljibes, de retroexcavadoras, de camionetas. En algunas está pegado un cartel que dice “Viña del Mar ayuda a Valparaíso”.
Más allá está el Congreso de la República. En las fotos del sábado 12, en las panorámicas que circularon el domingo, aparece tal y como aparecido siempre: como una isla de la pesadumbre arquitectónica que dejó el gobierno de Pinochet como legado. Una mole blanca que se supuso que iba a ayudar a la ciudad, descentralizando al país y que en parte podía ser leído como el legado kistch que el mismo Pinochet le dejaba a la ciudad donde había nacido. El Congreso estaba ahí, edificado sobre los que fueron los terrenos del viejo Hospital Deformes, como un modo de levantar la ciudad, de darle un nuevo aire.
No pasó.
El barrio El Almendral, el mismo sobre el que cronista Joaquín Edwards Bello escribió, siguió siendo lo que había sido siempre, un lugar de casonas antiguas que alternaban con talleres mecánicos, panaderías y locales de respuestas de autos; con el Mercado Cardonal al norte, el cerro El Litre al sur y con las calle Uruguay y Colón como otros ejes de circulación comercial y de tránsito. Ahí, en El Almendral, pareciese que la modernidad y la urgencia del proyecto de levantamiento urbano que la ciudad abrazó desde el 2003 no llegó. Mientras el cerro Alegre y Concepción se transformaron en el eje del turismo; y el barrio puerto y la plaza Echaurren se convirtió en el centro del interés patrimonial por parte de la UNESCO acá todo siguió idéntico a sí mismo, funcionando a la sombra de un Congreso que no influyó en lo más mínimo y determinado por el movimiento comercial que las ferias libres (la de la frutas y verduras Avenida Argentina, la de antigüedades de la Plaza O’Higgins, la de la calle Uruguay, mucho más informal) han tenido desde hace décadas. De hecho, ahora mismo, en la Plaza O’Higgins los dos tiempos de la ciudad (el tiempo del incendio y el tiempo de la vida cotidiana de la ciudad) parecen resumirse. Si en un sector siguen las mesas de los jugadores ancianos de brisca que pasan sus tardes ahí, esperando que lleguen los miembros del club, al otro lado, más cerca del vértigo de calle Uruguay se instaló un pequeño campamento de cien personas que perdieron todo con el incendio.
El campamento está a espaldas de una escultura de metal de Bernardo O’Higgins donde antaño se ponían los fotógrafos de la plaza y al lado de la estructura vacía que sirve los fines de semana para que los anticuarios se instalen en la mañana del sábado y el domingo. Más allá está una pequeña feria de toldos que está cerrada y que sirve de centro de acopio. Al lado de cada carpa hay bolsas con ropa donada, botellas de ropa y víveres. La gente que se instaló acá llegó porque los albergues estaban llenos. Lo perdieron todo: las casas, las cosas. Sus mascotas quedaron calcinadas o se perdieron. Algunos están acompañados de amigos o parientes que vinieron a acompañarlos.
Ahora mismo, por el campamento se pasean autoridades de la ONEMI, de la Armada y la municipalidad. La prensa está expectante. Las cámaras filman los detalles del improvisado campamento mientras voluntarios ofrecen comida, hacen curaciones y ingresan a los pobladores en las fichas. Anoche, el cantante Luis Jara se paseó con las cámaras de un canal de televisión. Desde el domingo que los quieren sacar. Se volvieron molestos, indeseables. Ahora mismo las autoridades negocian trasladarlos a un estadio que está en el cerro O’Higgins. No se quieren ir. Se preguntan por qué el Congreso no les dio una mano, no los dejó quedarse ahí. No funcionó. El Congreso sigue al lado, silencioso, sin pronunciarse. La senadora Isabel Allende, del Partido Socialista, dijo que no correspondía abrir las puertas del edificio para que funcionara de albergue.
-Ahora llegaron, para puro salir en la tele – dice Gustavo C.
Gustavo mira las cámaras. Llegó el sábado. Venía descalzo, con el hermano y la madre. El hermano ahora está en una carpa. Trabaja en el Mercado Cardonal. Antes estuvo preso. Tiene la pierna rota. Se pegó en una vena mientras escapaba.
-No ha llegado nadie acá – continúa- Ni un concejal, ni un diputado, menos el alcalde. Nadie. Por eso la gente está brava. El gobierno tiene plata. En vez de preocuparse, de tenernos un albergue. Nada. Acá son los universitarios, la gente de los colegios, ellos son los que más se han preocupado de nosotros. Mi compañero de allá perdió la casa. Yo lo perdí todo. Se quemó todo. Yo vengo del cerro La Cruz. Los eucaliptos se secaron. Las lenguas de fuego atacaron todo. Nosotros nos vamos al O’Higgins. Esta mañana trabajé, para darle plata a mi mamá, que perdió todo. Yo estuve en la cárcel pero llevo diez años sin meterme en nada. Me quedan dos meses para terminar de firmar y me voy a Europa, a ver a mi hijo.
El incendio sigue en alguna parte.
El incendio va a seguir siempre.
Valparaíso sigue quemándose en la memoria de la gente. Sigue en las pequeñas chispas que reptan y suben a las casas por las quebradas y de pronto las queman, como sucede esta mañana de martes en el Cerro Mariposa, donde una casa ardió de modo inesperado. Siguen en las cenizas que están el aire. Siguen en la sospecha de que la niebla matinal puede ser en realidad humo. Siguen en los avistamientos de fuego a lo lejos, que pueden ser falsas alarmas: un hombre que coge los cables destruidos del tendido eléctrico y los quema, para despellejar el plástico y sacar el cobre, para luego venderlo.
Las historias se superponen. El relato del incendio no es individual, sino colectivo. Cada lugar arrasado es la historia de una vida que debe aprender a narrarse de nuevo. Algunas han salido en la prensa, como la de la pareja de ancianos que decidieron quedarse en su casa y se despidieron de su vecino, antes de ser devorados por el fuego. La inmensa mayoría no. Anoto algunas acá:
La del organillero que lo perdió todo y al que llegaron a ayudarlo otros organilleros de Santiago.
La de la familia que creía que no le iba a pasar nada a su casa y les prestó el garaje a los vecinos para que guardaran sus televisores. El fuego se llevó los televisores y la casa completa. Vino de todos lados, como una ola insoportable.
La del hombre que descubrió que una pieza de su casa estaba incólume, que el fuego había destruido todo, menos esa habitación donde se conservaba los muebles intactos, como si no hubiese pasado nada.
La del muchacho que se volvió loco porque se le quemó su casa pero también la de sus tres hermanos.
La de los futbolistas de Santiago Wanders que perdieron la casa y que jugaron el domingo un partido con Colo Colo en Santiago. Perdieron 1-0. Colo Colo salió campeón.
La del hombre que vino de Paine a ver a su suegro, que lo desprecia. Su suegro perdió todo pero no le habla, ni lo mira.
La del hombre que trató de no perder a sus animales por el fuego: logró salvar a un caballo pero los chivos que tenía quedaron calcinados, con las cornamentas en el piso al lado de los escombros.
La de todos los que pasaron en vela la noche del sábado, viendo como las llamas avanzaban a su alrededor, devorando el paisaje que conocían, mientras esperaban que no llegara a sus casas, que no los envolviera a ellos. La electricidad se había cortado. El aire estaba irrespirable; los cerros ardían uno tras otro, el fuego descendía hacia el plan, el sonido del bombardeo cuya la percusión de los balones de gas que estallaban casa tras casa.
Hace dos semanas, cuando un terremoto destruyó Iquique y el Norte Grande, el aviso de tsunami que desalojó las costas de Chile habló de olas de cuatro metros de altura.
Dicen que las lenguas de fuego del incendio del sábado tenían doce.
Ahora mismo, en el cerro La Cruz, la calle El Vergel parece haber sufrido una guerra. Se trata de un sector residencial, con gente que vive en el lugar desde hace mucho tiempo. Las casas que se quemaron eran de material sólido. La población correspondía a la clase media de la ciudad aunque el cerro La Cruz, ubicado detrás de la Avenida Francia, no está en ninguna de las rutas patrimoniales. Acá no pasean turistas en busca de los secretos de la arquitectura porteña, ni hay europeos tratando de atrapar ninguna clase de satori del exotismo y la precariedad. El cerro La Cruz queda a la vez cerca y lejos. En su sector superior había tomas de terreno que también se quemaron. Si se sube más allá se llega al camino La Pólvora. Ver las casas significa ver también los modos del fuego, su violencia y ferocidad, comprobando la imposibilidad de que fuera controlado.
Ahora mismo, los voluntarios sacan los escombros y en ambos lados de la vereda hay pilas de planchas de zinc y esqueletos de colchones quemados. Hay jaulas de pájaros. El suelo está lleno de gotas secas de aluminio derretido, como si hubiese caído una lluvia cromada desde algún cielo. Pero no hay milagros. Sí, hay libros escolares, álbumes de laminitas de Dragon Ball y revistas viejas quemadas. El color de los libros y las revistas destaca por sobre el hollín de los fierros. El color es importante. Significa algo que ya no está. La ciudad aparece ahora en blanco y negro: es la tonalidad de la tierra arrasada.
Alimapu.
La misma tierra quemada que es un polvo seco que se posa sobre las pilas con escombros con pedazos de loza trizada, sobre los tazones quebrados que son los souvenirs de algún viaje, el recuerdo que alguien trajo de alguna parte. Unas niñas se pasean y tratan de encontrar animales perdidos o enfermos. Una baja con un gato en los brazos. El gato va silencioso. Mira todo con los ojos abiertos. Gran parte de los voluntarios llevan mascarillas y han subido el cerro caminando. El uso de mascarillas es casi obligatorio. Entre los insumos médicos que se solicitan aparecen como una necesidad de primer orden, junto con el salbutamol, un medicamento que sirve para descongestionar el pecho. En la noche, por orden de la Armada, que se hizo cargo de la ciudad, no pueden circular vehículos. En los pies de cada cerro hay controles estrictos de carabineros o militares.
-Hace seis meses hubo otro incendio. Y otro antes –dice Ana F. sentada en la puerta de lo que antes fue casa.
Se quemó su casa y la de su hermana, que está más abajo. Está rodeada de bolsas blancas con ropa donada. Esa esa es otra imagen recurrente, la de las bolsas con ropa, el closet de la emergencia. Una niña pequeña, a su lado, juega a sacar y probarse prendas.
-Salí a ver a alguien y no volví. Ya no había casa. Recién vine ayer. Mis hijos no querían que viniera, que viera esto. Uno es miembro de la Armada y vino el domingo. Vio como había la casa y trató escondérmelo. Yo estoy durmiendo en la casa del otro, en Miraflores.
Hace 30 años que Ana F. vive ahí. Es viuda. Trabaja cuidando a una señora viejita. Ahora no va a la casa de la viejita. -De día tengo estar acá, cuidando que no entre nadie. Yo no estaba cuando vino el incendio. Un vecino me llamó por teléfono. Ahora, tengo que estar atenta. Hago guardia.
La hermana vive al lado y también perdió todo. Ana hace guardia por las dos casas. Hago guardia.
-No se puede dejar solas las casas. Qué se le va a hacer. Se la pueden venir a tomar. Todos los vecinos estamos en lo mismo.
En la casa de enfrente hay una carpa montada. Y en la casa de más allá. A diferencia de la casa Ana F., gran parte de las viviendas tienen carpas montadas donde duermen sus dueños. Los vecinos no se quieren ir, han vuelto a sus hogares. Sus papeles están quemados. De sus casas no queda nada. El fuego se lo llevó todo. Ellos no estaban acá. Los habían sacado antes cuando el fuego vino de todos lados, impulsado por el viento: por arriba, desde las puntas del cerro y desde abajo, desde la quebrada, alimentado por los árboles y por los desechos acumulados que eran hojas, ramas, basura, escombros.
En la calle, entre los escombros, hay potes de agua y comida para los animales. En las casas, al lado de las carpas, están las bolsas donde los vecinos tienen comida, ropa y útiles de aseo. En una esquina, un grifo solitario parece una animita, tras una pila de planchas de zinc y pedazos de metal quemado. Muchos de los vehículos que suben tienen pegadas banderas chilenas en el capó. El tránsito es lento. Hay solo una vía. Los escombros disminuyen todo espacio de circulación. Los militares se pasean. Algunos llevan lentes, fusiles y chalecos antibalas. En una esquina se apilan balones de gas quemados. Cada balón de gas tiene el nombre de su dueño, pegado en un papel con cinta adhesiva. El sábado, esos balones explotaron y cada detonación correspondió a una bomba estallando en cada casa. La empresa de gas se comprometió a reponérselos a los vecinos. De muchas casas solo queda el piso y alguna muralla, si hay suerte. El fuego devoró el concreto, los ladrillos, el adobe; derritió las estructuras metálicas que están combadas, como el esqueleto fósil de algún animal sin nombre. Algunos empleados municipales se pasean, entrevistando a los dueños de las casas, tomando notas, haciendo fichas. Hay una cuadrilla de carabineros sacando escombros. Más arriba, cuando termina la calle, hay un conjunto de edificios recién construidos donde no pasó nada: el fuego no los tocó pero los vidrios de los departamentos estallaron por el calor. Muchos de los departamentos están vacíos, esperando ser entregados a sus nuevos dueños. En la puerta del edificio hay un militar armado custodiando. La imagen es extraña y casi surreal: el blanco impoluto de la construcción se opone al paisaje de catástrofe que existe a escasos metros más abajo.
En el cerro, los vecinos se acomodan en sus casas, trazan planes, esperan la ayuda. Comienzan a irse. El sábado y el domingo hizo calor. El martes la ciudad amaneció, como es costumbre, nublada. Los vecinos saben lo que viene. En las noticias anunciaron un invierno helado. También saben que en algún momento, los voluntarios dejarán de venir, volverán a sus colegios y universidades.
En la esquina de calle Uruguay con Victoria, un puesto ofrece comida y café a los voluntarios que bajan del cerro. Casi no hay rastros de los refugiados, como si los hubieran sacado de ahí para evitar verlos. A las seis de las tarde del martes, un jardinero municipal riega y limpia la plaza O’Higgins en el lugar exacto donde estaban, hace algunas horas, el centenar de damnificados del incendio del sábado. El pasto y la tierra están mojados. Es como si nada hubiese pasado, como si nadie hubiera estado en el lugar. Ya no están las carpas, quedan apenas un par de personas, un par de mujeres que revisan las bolsas con ropa. Alguien que duerme tapado sobre dos colchones viejos.
El campamento desapareció. Se llevaron a los damnificados al Estadio O’Higgins, en el cerro del mismo nombre.
Al lado del Congreso, los jubilados juegan a las cartas como si no existiera nada más de su mundo hecho de mesas y barajas. La luz empieza a declinar. En la plaza, en un escenario improvisado, suena un reggeaton. El Congreso sigue ahí, silente y helado. Más tarde, en el fin de semana, la ciudad colapsará por la cantidad de camiones con ayuda que deben subir a los cerros. Ordenarán restricción vehicular y descubrirán que gran parte de la ropa donada está en mal estado, que habrá que botarla. En el mundo de las redes sociales, la muerte de García Márquez desalojará el incendio de Valparaíso, así como éste desalojó de la pauta al terremoto del norte. Por ahora, todo es reciente, está vivo. No alcanza a cicatrizar.
No va a cicatrizar jamás.
Por ahora, en un cartel escrito a mano los miembros del club de jubilados avisan que el baile que tenían programado para el sábado 19 de abril se suspendió.
El cartel lo dice todo. Valparaíso es una fiesta suspendida. Arriba, los vecinos volverán a estar solos en su calle. Tendrán que reconstruirla. Antes de eso, durante eso, todos tendrán que volver a sus trabajos, a simular reconstruir una rutina nueva en sus vidas. El fuego los desalojó de su propia historia, los lanzó a la fuerza hacia delante, hacia un futuro donde tendrán que aprender a habitar sus propias casas de nuevo. Los voluntarios ya se habrán ido. La atención de la prensa habrá desaparecido. En ese momento, van a estar solos. Solos en el cerro, en el barrio, en sus vidas.
Esperan que las lluvias de abril no lleguen tan pronto.