Dos de abril. Hoy es preciso y justo homenajear a los veteranos de Malvinas, a los que están y a los que perdimos tanto en el campo de una batalla imposible de antemano como en los abismos de la depresión y el abandono social, imperdonablemente casi tan numerosos como los primeros.
Dos de abril. Un símbolo que hace inevitable que el recuerdo de los combatientes nos lleve al de la causa misma, por más que las autoridades bien harían en evitar que ésta se vea asociada a la guerra que, sin dudas, la complicó hasta el paroxismo. Revisar esta cuestión sería un aporte a la salud política de los argentinos y, también, un mensaje más claro ante el mundo de que aquí, hoy, se defienden derechos legítimos y no aventuras militares absurdas.
Como quiera que sea, así están planteadas las cosas y hoy se hace inevitable pensar cuál sería el mejor camino para la recuperación de las islas y sus valiosas aguas o, si eso no es posible en el corto plazo, qué caminos no conviene recorrer para evitar una nueva y eterna frustración.
Un debate reciente, saludable como todo debate, fue disparado por un grupo de intelectuales y líderes de opinión que planteó la necesidad de reconocer los «deseos» de los kelpers, no ya sólo sus «intereses» como sostiene el Estado argentino.
Más allá de los aspectos valiosos de un aporte que invita a quitar intensidad nacionalista al tema, se ha advertido que ese paso llevaría de manera natural a la autodeterminación de los isleños, algo que sería incluso deseable en opinión de algunos de los firmantes de aquel manifiesto, en virtud de los principios de autodeterminación de los pueblos que, sostuvieron, deberían defender democracias como la argentina.
Así lo expresó, entre otros, el exdiputado de la Coalición Cívica Fernando Iglesias, quien incluso comparó la situación colonial de Malvinas con el surgimiento de la Nación argentina sobre la base de la conquista española, la apropiación de los territorios de los pueblos originarios y la inmigración europea.
Esos antecedentes no bastan para extrapolar épocas y condiciones históricas incomparables. Cuando la conquista española, el mundo estaba conformado por Estados de antiguo orden, reinos cuyos territorios eran reivindicados por monarcas a título personal, muy comúnmente en virtud del derecho de conquista.
A lo largo de los siglos XIX y XX surge un mundo de Estados modernos en el que se impone de a poco el principio de la soberanía popular, acuñado originalmente en la Inglaterra del siglo XVII y la Francia del siglo XVIII. Pero, junto con éste y el de la autodeterminación de los pueblos (una construcción aún más tardía) se consagró el principio de la intangibilidad territorial de los Estados, reaseguro de éstos contra movimientos secesionistas sin base histórica o identitaria, o contra simples actos de conquista militar y trasplantes de poblaciones.
En este punto volvemos a Malvinas, cuyo statu quo se corresponde con lo último. En este sentido, el argumento de la autodeterminación es de reciente aparición como fundamento de un derecho como el del Reino Unido o el de sus súbditos kelpers más que flojo de papeles.
Primero, la potencia colonial argumentó sus derechos como descubridor, por demás inciertos y disputados. Luego, el de conquista, poco apto para el mundo moderno y cuando los Gobiernos de los Estados Unidos y el propio Reino Unido buscan apoyo internacional para la ocupación de países como Irak o Afganistán. ¿Qué impediría en ese caso transformar esas cruentas campañas «democratizadoras» en un derecho de ocupación?
Es en este contexto en que la idea de la autodeterminación vuelve a erigirse como tabla de salvación para una postura sin destino en el plano de la legalidad y la legitimidad, enésima piel que muta un poder empecinado en ocultar su naturaleza crudamente colonial.
El problema insalvable es, como se dijo, que la población kelper que dice reivindicarlo no es autóctona sino trasplantada, que no es un pueblo en sí mismo sino un grupo de apenas tres mil súbditos británicos y que su presencia en las islas es producto directo de la violación de la integridad territorial de un Estado reconocido al momento del despojo por los propios ocupantes.
Quienes defienden la postura de aquéllos estarán, cabe suponer, de acuerdo en que Israel tiene pleno derecho sobre las tierras cisjordanas colonizadas, algo que ni los más incondicionales aliados del Estado judío, con Estados Unidos a la cabeza, dirían en público. ¿Cuál sería la diferencia? Un territorio ocupado por un acto de fuerza, la implantación de una población externa (aunque en este caso, no de tres mil sino de cientos de miles), derecho de autodeterminación e imposición de sus «deseos» en cualquier arreglo negociado que los implique. En contra de esta idea se podría argumentar que hay una población palestina oprimida, algo sin paralelo en Malvinas. No sería suficiente para salvar la incongruencia, ya que los asentamientos hebreos, totalmente liberados de población árabe, podrían ser reivindicados con facilidad.
O, por sólo incorporar un ejemplo más para no cansar, qué diría un país como España, marcado por conflictos como el vasco y aun el catalán, encarnados en pueblos mayores que el aforo del Teatro Gran Rex y con singularidades culturales ancestrales e indubitables.
¿Por qué será que el mismo Gobierno que, humorísticamente, acusó a la Argentina de «colonialista» por no admitir la soberanía kelper se opone hoy a un referendo libre de los escoceses sobre su independencia, ligados como están Escocia e Inglaterra por tratados reversibles?
Desenganchada de la idea de intangibilidad de los Estados, la apelación a la autodeterminación sin limitaciones resultaría incontrolable. Es llamativo que se enarbole aquí un principio que calza tan justo en los intereses de un poder colonial y absolutamente desprestigiado cuando éste no hace más que desplegar pura y dura política de poder.
¿Cómo explicar que Brasil, un país al que todos le reconocemos una línea histórica coherente, del Imperio a la República, de la dictadura a la democracia, del centroderecha al centroizquierda, reconozca los derechos argentinos sobre Malvinas? Brasil, país crónicamente atenazado en sus proyectos de desarrollo por la falta de combustibles propios, ha descubierto en sus mares más meridionales una reserva de petróleo que alimenta, incluso, sueños exportadores de cariz saudita. Semejante hallazgo sugiere una posible extensión hacia el sur de recursos equiparables, tanto que la cuenca de Malvinas que nuestro país está a punto de perder irremediablemente no sería más que su tramo final. En ese sentido, una presencia naval extrarregional, dotada de un poder de fuego sin par en Sudamérica e, incluso, de armas nucleares, y con un historial semejante de conquista y despojo no resulta precisamente tranquilizadora para el vecino del norte.
¿Y Chile? ¿Cómo pasó del apoyo a Londres durante la guerra de 1982 al respaldo a la causa argentina? Las afinidades ideológicas no lo explican, dado que la postura pasó sin matices de la progresista Concertación a la conservadora Alianza de Sebastián Piñera. Todo indica que Chile, zanjados los temas limítrofes con nuestro país como hipótesis de conflicto bélico, prefiere discutir con la Argentina sus reclamos futuros en una zona de la Antártida en la que ambos países se solapan, sin compartirla ni tener que pelearla también con un poder como el británico. Todos, ellos y nosotros, buscamos en ese continente aún misterioso lo mismo: incalculables recursos naturales.
Para muchos, el principal motor del reclamo sobre Malvinas será la conciencia y la emoción nacional. Habrá que respetarlos, aunque se les pida que eviten caer en reivindicaciones de tipo militarista. Para otros se trata, además de lo anterior, del interés material por los recursos naturales enajenados. Reconocer el derecho de los kelpers a su autodeterminación supone sin atenuantes la pérdida de ese patrimonio.
Desde los lejanos tiempos de Tucídides se sabe que la esperanza de redención lleva a los débiles a la perdición. Es posible que ése sea el destino de quienes seguimos pidiendo por Malvinas. Pero es seguro que la resignación no nos llevará a orillas mejores.
Dos de abril. Un símbolo que hace inevitable que el recuerdo de los combatientes nos lleve al de la causa misma, por más que las autoridades bien harían en evitar que ésta se vea asociada a la guerra que, sin dudas, la complicó hasta el paroxismo. Revisar esta cuestión sería un aporte a la salud política de los argentinos y, también, un mensaje más claro ante el mundo de que aquí, hoy, se defienden derechos legítimos y no aventuras militares absurdas.
Como quiera que sea, así están planteadas las cosas y hoy se hace inevitable pensar cuál sería el mejor camino para la recuperación de las islas y sus valiosas aguas o, si eso no es posible en el corto plazo, qué caminos no conviene recorrer para evitar una nueva y eterna frustración.
Un debate reciente, saludable como todo debate, fue disparado por un grupo de intelectuales y líderes de opinión que planteó la necesidad de reconocer los «deseos» de los kelpers, no ya sólo sus «intereses» como sostiene el Estado argentino.
Más allá de los aspectos valiosos de un aporte que invita a quitar intensidad nacionalista al tema, se ha advertido que ese paso llevaría de manera natural a la autodeterminación de los isleños, algo que sería incluso deseable en opinión de algunos de los firmantes de aquel manifiesto, en virtud de los principios de autodeterminación de los pueblos que, sostuvieron, deberían defender democracias como la argentina.
Así lo expresó, entre otros, el exdiputado de la Coalición Cívica Fernando Iglesias, quien incluso comparó la situación colonial de Malvinas con el surgimiento de la Nación argentina sobre la base de la conquista española, la apropiación de los territorios de los pueblos originarios y la inmigración europea.
Esos antecedentes no bastan para extrapolar épocas y condiciones históricas incomparables. Cuando la conquista española, el mundo estaba conformado por Estados de antiguo orden, reinos cuyos territorios eran reivindicados por monarcas a título personal, muy comúnmente en virtud del derecho de conquista.
A lo largo de los siglos XIX y XX surge un mundo de Estados modernos en el que se impone de a poco el principio de la soberanía popular, acuñado originalmente en la Inglaterra del siglo XVII y la Francia del siglo XVIII. Pero, junto con éste y el de la autodeterminación de los pueblos (una construcción aún más tardía) se consagró el principio de la intangibilidad territorial de los Estados, reaseguro de éstos contra movimientos secesionistas sin base histórica o identitaria, o contra simples actos de conquista militar y trasplantes de poblaciones.
En este punto volvemos a Malvinas, cuyo statu quo se corresponde con lo último. En este sentido, el argumento de la autodeterminación es de reciente aparición como fundamento de un derecho como el del Reino Unido o el de sus súbditos kelpers más que flojo de papeles.
Primero, la potencia colonial argumentó sus derechos como descubridor, por demás inciertos y disputados. Luego, el de conquista, poco apto para el mundo moderno y cuando los Gobiernos de los Estados Unidos y el propio Reino Unido buscan apoyo internacional para la ocupación de países como Irak o Afganistán. ¿Qué impediría en ese caso transformar esas cruentas campañas «democratizadoras» en un derecho de ocupación?
Es en este contexto en que la idea de la autodeterminación vuelve a erigirse como tabla de salvación para una postura sin destino en el plano de la legalidad y la legitimidad, enésima piel que muta un poder empecinado en ocultar su naturaleza crudamente colonial.
El problema insalvable es, como se dijo, que la población kelper que dice reivindicarlo no es autóctona sino trasplantada, que no es un pueblo en sí mismo sino un grupo de apenas tres mil súbditos británicos y que su presencia en las islas es producto directo de la violación de la integridad territorial de un Estado reconocido al momento del despojo por los propios ocupantes.
Quienes defienden la postura de aquéllos estarán, cabe suponer, de acuerdo en que Israel tiene pleno derecho sobre las tierras cisjordanas colonizadas, algo que ni los más incondicionales aliados del Estado judío, con Estados Unidos a la cabeza, dirían en público. ¿Cuál sería la diferencia? Un territorio ocupado por un acto de fuerza, la implantación de una población externa (aunque en este caso, no de tres mil sino de cientos de miles), derecho de autodeterminación e imposición de sus «deseos» en cualquier arreglo negociado que los implique. En contra de esta idea se podría argumentar que hay una población palestina oprimida, algo sin paralelo en Malvinas. No sería suficiente para salvar la incongruencia, ya que los asentamientos hebreos, totalmente liberados de población árabe, podrían ser reivindicados con facilidad.
O, por sólo incorporar un ejemplo más para no cansar, qué diría un país como España, marcado por conflictos como el vasco y aun el catalán, encarnados en pueblos mayores que el aforo del Teatro Gran Rex y con singularidades culturales ancestrales e indubitables.
¿Por qué será que el mismo Gobierno que, humorísticamente, acusó a la Argentina de «colonialista» por no admitir la soberanía kelper se opone hoy a un referendo libre de los escoceses sobre su independencia, ligados como están Escocia e Inglaterra por tratados reversibles?
Desenganchada de la idea de intangibilidad de los Estados, la apelación a la autodeterminación sin limitaciones resultaría incontrolable. Es llamativo que se enarbole aquí un principio que calza tan justo en los intereses de un poder colonial y absolutamente desprestigiado cuando éste no hace más que desplegar pura y dura política de poder.
¿Cómo explicar que Brasil, un país al que todos le reconocemos una línea histórica coherente, del Imperio a la República, de la dictadura a la democracia, del centroderecha al centroizquierda, reconozca los derechos argentinos sobre Malvinas? Brasil, país crónicamente atenazado en sus proyectos de desarrollo por la falta de combustibles propios, ha descubierto en sus mares más meridionales una reserva de petróleo que alimenta, incluso, sueños exportadores de cariz saudita. Semejante hallazgo sugiere una posible extensión hacia el sur de recursos equiparables, tanto que la cuenca de Malvinas que nuestro país está a punto de perder irremediablemente no sería más que su tramo final. En ese sentido, una presencia naval extrarregional, dotada de un poder de fuego sin par en Sudamérica e, incluso, de armas nucleares, y con un historial semejante de conquista y despojo no resulta precisamente tranquilizadora para el vecino del norte.
¿Y Chile? ¿Cómo pasó del apoyo a Londres durante la guerra de 1982 al respaldo a la causa argentina? Las afinidades ideológicas no lo explican, dado que la postura pasó sin matices de la progresista Concertación a la conservadora Alianza de Sebastián Piñera. Todo indica que Chile, zanjados los temas limítrofes con nuestro país como hipótesis de conflicto bélico, prefiere discutir con la Argentina sus reclamos futuros en una zona de la Antártida en la que ambos países se solapan, sin compartirla ni tener que pelearla también con un poder como el británico. Todos, ellos y nosotros, buscamos en ese continente aún misterioso lo mismo: incalculables recursos naturales.
Para muchos, el principal motor del reclamo sobre Malvinas será la conciencia y la emoción nacional. Habrá que respetarlos, aunque se les pida que eviten caer en reivindicaciones de tipo militarista. Para otros se trata, además de lo anterior, del interés material por los recursos naturales enajenados. Reconocer el derecho de los kelpers a su autodeterminación supone sin atenuantes la pérdida de ese patrimonio.
Desde los lejanos tiempos de Tucídides se sabe que la esperanza de redención lleva a los débiles a la perdición. Es posible que ése sea el destino de quienes seguimos pidiendo por Malvinas. Pero es seguro que la resignación no nos llevará a orillas mejores.