03 de Noviembre de 2014
Entrevista a Javier Auyero, sociólogo, profesor de la Universidad de Austin, Texas
Luego de estudiar el clientelismo político, acaba de publicar Pacientes del Estado, un libro que analiza la espera como espacio de disciplinamiento social.
Académico – Desde principios de los ’90 reside en EE UU y estudia los fenómenos de la Argentina a la distancia. «Me ayudó a remover obstáculos epistemológicos», dice.
La pregunta de su libro es tan sencilla como acuciante: ¿por qué los pobres esperan tanto? ¿Por qué son tan pacientes con las postergaciones, las arbitrariedades, las incertidumbres del Estado, el «venga mañana», «le falta un papel»? También, es el reverso o la continuación de otra pregunta que se hizo hace más de 15 años, cuando comenzó a estudiar el clientelismo político: ¿cuáles son los fundamentos objetivos y los efectos subjetivos de la dominación política en los sectores urbanos pobres? En medio de un clima de balances sobre lo que se logró y lo que falta en términos de desigualdad social, el sociólogo Javier Auyero acaba de publicar Pacientes del Estado, un libro que se concentra en la espera como un espacio mundano y pequeño de disciplinamiento social.
–¿Por qué estudiar la espera?
–Fue hacia el final del proyecto de investigación sobre Villa Inflamable que empecé a pensar más sostenidamente sobre la espera. Justamente porque lo que estábamos viendo en Inflamable era gente que, entre muchas otras cosas, estaba esperando la relocalización, y el otro test que les dijera cuán contaminados estaban. Un comentario anecdótico: nosotros empezamos el trabajo de campo en 2004 y en ese momento, la gente decía que iba a llegar de manera inminente la relocalización. Tres años después, seguía esperando. Seis años después, seguía esperando. Esperaban algo que siempre estaba a punto de ocurrir. Y eso me hizo pensar en la dimensión temporal de la dominación: cómo el tiempo es manipulable y manipulado en esta relación que los más excluidos tienen con el Estado. Así que diseñé un proyecto que me llevara a lugares donde se pudiera ver gente esperando en esta interacción con el Estado y observar qué sucedía en ese espera. Contra el sentido común, que piensa que en la espera no pasa nada, que es tiempo perdido, muerto, quise demostrar en el libro que es ahí donde se produce un tipo particular de relación con el Estado, que la espera tiene efectos positivos, como diría Michel Foucault. En ese «sentate y esperá» se está produciendo un tipo de ciudadanía.
–En el libro hay un mea culpa…
–Es que habiendo estudiado mucho tiempo la pobreza, nunca me había detenido en la manipulación del tiempo y la dominación política del hacer esperar. Yo también había sido culpable de ignorar esa dimensión. Lo cuento un poco: cómo volví a mirar mis notas de campo y encontré que al más desposeído lo hacían esperar porque es desposeído, al punto de no poder controlar ese tiempo. Eso se me había pasado por alto. Cuando yo estudiaba el clientelismo estaba sólo interesado en ver quién aceleraba el tiempo, que era el puntero.
–¿Y qué encontró?
–Lo que define a la espera de los más desposeídos es la arbitrariedad y la incertidumbre, como efectos no intencionales de los actores estatales. Puede haber funcionarios que expresen sexismo, elitismo, racismo, pero hay más bien una estrategia sin estratega. Lo que define a esa espera es la indiferencia burocrática. Entonces, en esa espera se genera lo opuesto de la ciudadanía. En vez de ciudadanos, hay pacientes del Estado, subjetividades que saben que van a recibir algo, un subsidio, un servicio, un derecho, si aprenden a esperar y a no retobarse, a administrar la frustración del «venga mañana, venga pasado». En esa manipulación del tiempo del otro lo que se está ejerciendo es un tipo de dominación política. Los sujetos aprenden a subordinarse y lo que termina ocurriendo es que el Estado termina perpetuando el sufrimiento, cuando lo que debería hacer es dar alivio.
–¿Es siempre un problema de los más desposeídos? ¿No hay una relación íntima entre espera y burocracia?
–Es cierto que la indiferencia burocrática y el tiempo burocrático es uno, y uno podría decir que hay un universal generalizable a todos los estratos. Al mismo tiempo, uno sabe que el tiempo está estratificado. No es lo mismo esperar en un hospital público que en uno privado; no es lo mismo esperar por un trámite si uno tiene un gestor que si no lo tiene. Así como hay diferencias de ingresos, de niveles educativos, también hay diferencia en la administración del tiempo. En la relación con el Estado uno podría medir, si ese fuese el objeto, quiénes esperan más y quiénes menos. A mí no me interesaba tanto esa comparación, sino cómo viven y experimentan la espera quienes sabemos que esperan más. Quise ser modesto en el tipo de relación que estudiaba y dónde situarla, pero el libro es una invitación a hacer trabajos de investigación en otros espacios: hospitales públicos, investigaciones judiciales. Lo que hice más bien fue descubrir un área de investigación muy fértil.
–En estos años se habló mucho de «recuperación del Estado». ¿Los pobres cambiaron su idea sobre el Estado y su relación con él?
–Una de las cosas que quise mostrar es que el Estado es, entre otras cosas, lo que le parece a la gente que es. Hay una idea del Estado en clave medio fenomenológica. Estamos acostumbrados a verlo como una macroestructura, una serie de programas, la fuerza de la ley, y dejamos de ver que el Estado es también un sistema de prácticas, sujetos que van y esperan en el Ministerio de Desarrollo Social. En esas interacciones, se juega algo de la ciudadanía. Una de las ventajas de la distancia es que uno no construye objetos a través de los relatos, ni del sentido común, sea progresista o no. El diseño tiene un eco de esa discusión, porque quise mirar lo que hacen los tres estados, el federal, el provincial y la Ciudad de Buenos Aires. Y lo que ves es que esa relación es bastante parecida en las tres instancias estatales, a cargo de oficialismos muy distintos.
–¿Cómo se combina la espera con la Argentina «contestataria»?
–Varias de las observaciones ocurrían en el mismo momento en que había movimientos piqueteros reclamando afuera. Durante el análisis, en ningún momento presento a la gente como sujetos pasivos. Parafraseando a Marx, podemos decir que la gente hace su historia, pero no en las condiciones elegidas por ellos mismos. Eso es cierto para los que están adentro y para los que reclaman afuera y actúan colectivamente. Las dos cosas coexisten. Esa tradición sigue existiendo, pero es una parte, y no es bueno desconocer lo que pasa cuando la gente no está en la calle cortando la avenida, o protestando; desconocer qué ocurre cuando la gente está sentada más o menos tranquilamente, no pasivamente, frente a un funcionario que la maltrata. En ese contexto, hay lo que uno podría llamar «resistencias ocultas», que te llamen al mostrador y vayas caminando despacio, pero no acumulan una resistencia más abierta porque terminan pagando un precio: volver al final de la fila. En ese ambiente, se genera una doxa, un saber. El esperante sabe lo que se espera de él: esperar bien. La resistencia es esperar mal.
–La etnografía muestra a otras personas que abusan de los esperantes, por ejemplo, un vendedor que los engaña diciendo que para el trámite necesitan una foto, cuando no es cierto…
–Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social, explica esto muy bien. Muchas veces se habla de los sectores populares como ámbitos de solidaridad, de horizontalidad. Pero en esos ámbitos, al menos los que yo conozco más de cerca, y frente a esa serie de carencias, también aparecen las explotaciones, los abusos, las avivadas. Eso también define la vida de esos sectores. Esos hombres que ofrecen fotos cuando saben que no se necesita están tratando de generar una oportunidad. Y en ese intento, generan oportunismo. Una cosa no excluye a la otra.
–¿Hay organismos más vinculados a la espera que otros?
–Sería interesante estudiar no sólo organismos que hagan esperar más al mismo grupo, sino lugares en donde la espera pueda tener un significado distinto. No es lo mismo esperar en una guardia que hacer un trámite en la municipalidad. La angustia existencial que se genera cuando una mujer tiene un hijo con una herida y el hospital no tiene aguja para coser es distinta a la de la persona que está esperando para que le den un plan alimentario. Es algo que se podría investigar con cierto esfuerzo. Hay programas del mismo Estado federal que tienen distintas relaciones con la espera. La tarjeta del Plan Jefes y Jefas de Hogar borró cierta incertidumbre y no dio lugar al peloteo. Pero hay otros planes, como Argentina Trabaja, que dan lugar a la incertidumbre y la arbitrariedad. El mismo Estado, por programa, puede generar situaciones y experiencias muy distintas, que la propia gente sabe distinguir.
–El tema de la violencia, su libro anterior, surgió un poco de imprevisto. ¿La espera también?
–La reflexividad sobre el trabajo de uno y sobre la propia posición que uno ocupa frente a los fenómenos sociales que uno estudia es central para entender el objeto, para explicarlo y para entenderse uno. Parte de lo que me llevó a escribir La violencia en los márgenes tiene que ver con mi relación con el objeto. Es distinta la persona que vio por primera vez ese barrio hace 25 años que la que lo ve ahora. La reflexividad me parece central. Pero tampoco hay que sobreestimar esta idea de ir al campo y dejarse sorprender. En esto quiero ser muy enfático: la pregunta siempre va de lo teórico a lo real y no al revés. En Pacientes del Estado fui a estudiar la espera. En la construcción del objetivo sociológico, la pregunta siempre empieza por una discusión teórica, por una herramienta analítica. Porque los científicos sociales no somos como Funes el memorioso, que podemos absorber todo y después escribir algo que demuestre que hemos observado todo. En las investigaciones, uno siempre construye un objeto en particular.
–¿Encuentra una conexión entre todos los temas: violencia, clientelismo, sufrimiento ambiental, relación con el Estado?
–Si uno, de manera un poco ambiciosa y arrogante, quisiera ponerle un título, son capítulos de una sociología política de la marginalidad urbana. Si busco una tinta invisible que va de un trabajo al otro, diría eso, pero no es parte de un plan. Algo de esto es lo que estoy escribiendo ahora sobre la violencia en los márgenes: pensar cómo la sociología política puede dar cuenta de las transformaciones pero también de las permanencias de los sectores populares, una sociología política que tenga en cuenta fenómenos formales, pero también instituciones informales, materiales y simbólicas. Es intentar darle alguna coherencia a lo que he escrito. Pero no es un plan preconstruido. En muchos casos no me propuse estudiar algunos de los temas que terminé estudiando, y ni siquiera estaba preparado para eso.
–Hay quien sostiene que las políticas de estos años mejoraron la vida de los pobres puertas adentro, pero puertas afuera encuentran un Estado al que le cuesta administrar derechos como el transporte, el acceso a la vivienda, la calidad educativa. ¿Está de acuerdo?
–Nunca me atrevo a hacer ese tipo de apreciaciones generales: si están mejor o peor y en qué dimensión están mejor o peor los pobres. No sé responder a eso porque son preguntas que no me hago. Una opinión basada más en investigaciones de otros que en las mías, me hace pensar que esa hipótesis no es descabellada, al menos si uno ve los diseños de políticas que intentan los programas de transferencia de ingresos, que son creaciones del neoliberalismo, no de gobiernos neodesarrollistas o de las izquierdas latinoamericanas. Lo que intentan esas políticas es convertir a los nuevos excluidos en consumidores, inyectar un flujo de ingresos que se podría invertir en bienes públicos, hospitales, escuelas, calles. Es plausible pensar que tienen mejores niveles de consumo, pero que la calidad de vida se ha deteriorado. Pero, otra vez, no me animo a subrayarlo. Hay cosas que sí observo en mis trabajos con respecto, por ejemplo, a la escuela pública, que está cada vez más reservada para los que están más abajo, porque los que tienen un poquito empiezan a pagar una privada, muchas veces, bajo el argumento de que les garantiza los días de clase. Entonces, hay estratificaciones dentro de la estratificación, hay situaciones diversas, no sólo por ingreso, por nivel educativo. En muchos casos, diversifican la relación con el Estado. «
lejanía para investigar
«Creo que, al comienzo, retirarme me ayudó a remover obstáculos epistemológicos. La capacidad de ver al peronismo como máquina política me lo dio la distancia, y las lecturas que eso implica. Empecé a pensar la idea de que el llamado clientelismo, que ni siquiera era una palabra de la política en el ’95, era una forma de solucionar problemas, porque mi tutor me sugirió que mirara lo que hacían los campesinos de Escocia en el siglo XVII. La idea fue aproximarse al clientelismo no sólo como una estrategia de dominación política sino como una estrategia de los más desprotegidos para protegerse. Pero con el correr del tiempo, la distancia se volvió más bien un obstáculo. Mi manera de resolverlo es en colaboración. Pero no diría que es la forma de hacer trabajo etnográfico. También pasan los años y hay un montón de cosas que se juegan en ese ir y volver. Estar allí, en el campo, y estar aquí, entre académicos.»
Análisis y relatos etnográficos
sobre la espera
Pacientes de Estado no es un libro clásico. Mezcla obras literarias, análisis estadístico y relatos etnográficos en las oficinas del RENAPER, el Ministerio de Desarrollo Social de la Ciudad y Villa Inflamable.
Entrevista a Javier Auyero, sociólogo, profesor de la Universidad de Austin, Texas
Luego de estudiar el clientelismo político, acaba de publicar Pacientes del Estado, un libro que analiza la espera como espacio de disciplinamiento social.
Académico – Desde principios de los ’90 reside en EE UU y estudia los fenómenos de la Argentina a la distancia. «Me ayudó a remover obstáculos epistemológicos», dice.
La pregunta de su libro es tan sencilla como acuciante: ¿por qué los pobres esperan tanto? ¿Por qué son tan pacientes con las postergaciones, las arbitrariedades, las incertidumbres del Estado, el «venga mañana», «le falta un papel»? También, es el reverso o la continuación de otra pregunta que se hizo hace más de 15 años, cuando comenzó a estudiar el clientelismo político: ¿cuáles son los fundamentos objetivos y los efectos subjetivos de la dominación política en los sectores urbanos pobres? En medio de un clima de balances sobre lo que se logró y lo que falta en términos de desigualdad social, el sociólogo Javier Auyero acaba de publicar Pacientes del Estado, un libro que se concentra en la espera como un espacio mundano y pequeño de disciplinamiento social.
–¿Por qué estudiar la espera?
–Fue hacia el final del proyecto de investigación sobre Villa Inflamable que empecé a pensar más sostenidamente sobre la espera. Justamente porque lo que estábamos viendo en Inflamable era gente que, entre muchas otras cosas, estaba esperando la relocalización, y el otro test que les dijera cuán contaminados estaban. Un comentario anecdótico: nosotros empezamos el trabajo de campo en 2004 y en ese momento, la gente decía que iba a llegar de manera inminente la relocalización. Tres años después, seguía esperando. Seis años después, seguía esperando. Esperaban algo que siempre estaba a punto de ocurrir. Y eso me hizo pensar en la dimensión temporal de la dominación: cómo el tiempo es manipulable y manipulado en esta relación que los más excluidos tienen con el Estado. Así que diseñé un proyecto que me llevara a lugares donde se pudiera ver gente esperando en esta interacción con el Estado y observar qué sucedía en ese espera. Contra el sentido común, que piensa que en la espera no pasa nada, que es tiempo perdido, muerto, quise demostrar en el libro que es ahí donde se produce un tipo particular de relación con el Estado, que la espera tiene efectos positivos, como diría Michel Foucault. En ese «sentate y esperá» se está produciendo un tipo de ciudadanía.
–En el libro hay un mea culpa…
–Es que habiendo estudiado mucho tiempo la pobreza, nunca me había detenido en la manipulación del tiempo y la dominación política del hacer esperar. Yo también había sido culpable de ignorar esa dimensión. Lo cuento un poco: cómo volví a mirar mis notas de campo y encontré que al más desposeído lo hacían esperar porque es desposeído, al punto de no poder controlar ese tiempo. Eso se me había pasado por alto. Cuando yo estudiaba el clientelismo estaba sólo interesado en ver quién aceleraba el tiempo, que era el puntero.
–¿Y qué encontró?
–Lo que define a la espera de los más desposeídos es la arbitrariedad y la incertidumbre, como efectos no intencionales de los actores estatales. Puede haber funcionarios que expresen sexismo, elitismo, racismo, pero hay más bien una estrategia sin estratega. Lo que define a esa espera es la indiferencia burocrática. Entonces, en esa espera se genera lo opuesto de la ciudadanía. En vez de ciudadanos, hay pacientes del Estado, subjetividades que saben que van a recibir algo, un subsidio, un servicio, un derecho, si aprenden a esperar y a no retobarse, a administrar la frustración del «venga mañana, venga pasado». En esa manipulación del tiempo del otro lo que se está ejerciendo es un tipo de dominación política. Los sujetos aprenden a subordinarse y lo que termina ocurriendo es que el Estado termina perpetuando el sufrimiento, cuando lo que debería hacer es dar alivio.
–¿Es siempre un problema de los más desposeídos? ¿No hay una relación íntima entre espera y burocracia?
–Es cierto que la indiferencia burocrática y el tiempo burocrático es uno, y uno podría decir que hay un universal generalizable a todos los estratos. Al mismo tiempo, uno sabe que el tiempo está estratificado. No es lo mismo esperar en un hospital público que en uno privado; no es lo mismo esperar por un trámite si uno tiene un gestor que si no lo tiene. Así como hay diferencias de ingresos, de niveles educativos, también hay diferencia en la administración del tiempo. En la relación con el Estado uno podría medir, si ese fuese el objeto, quiénes esperan más y quiénes menos. A mí no me interesaba tanto esa comparación, sino cómo viven y experimentan la espera quienes sabemos que esperan más. Quise ser modesto en el tipo de relación que estudiaba y dónde situarla, pero el libro es una invitación a hacer trabajos de investigación en otros espacios: hospitales públicos, investigaciones judiciales. Lo que hice más bien fue descubrir un área de investigación muy fértil.
–En estos años se habló mucho de «recuperación del Estado». ¿Los pobres cambiaron su idea sobre el Estado y su relación con él?
–Una de las cosas que quise mostrar es que el Estado es, entre otras cosas, lo que le parece a la gente que es. Hay una idea del Estado en clave medio fenomenológica. Estamos acostumbrados a verlo como una macroestructura, una serie de programas, la fuerza de la ley, y dejamos de ver que el Estado es también un sistema de prácticas, sujetos que van y esperan en el Ministerio de Desarrollo Social. En esas interacciones, se juega algo de la ciudadanía. Una de las ventajas de la distancia es que uno no construye objetos a través de los relatos, ni del sentido común, sea progresista o no. El diseño tiene un eco de esa discusión, porque quise mirar lo que hacen los tres estados, el federal, el provincial y la Ciudad de Buenos Aires. Y lo que ves es que esa relación es bastante parecida en las tres instancias estatales, a cargo de oficialismos muy distintos.
–¿Cómo se combina la espera con la Argentina «contestataria»?
–Varias de las observaciones ocurrían en el mismo momento en que había movimientos piqueteros reclamando afuera. Durante el análisis, en ningún momento presento a la gente como sujetos pasivos. Parafraseando a Marx, podemos decir que la gente hace su historia, pero no en las condiciones elegidas por ellos mismos. Eso es cierto para los que están adentro y para los que reclaman afuera y actúan colectivamente. Las dos cosas coexisten. Esa tradición sigue existiendo, pero es una parte, y no es bueno desconocer lo que pasa cuando la gente no está en la calle cortando la avenida, o protestando; desconocer qué ocurre cuando la gente está sentada más o menos tranquilamente, no pasivamente, frente a un funcionario que la maltrata. En ese contexto, hay lo que uno podría llamar «resistencias ocultas», que te llamen al mostrador y vayas caminando despacio, pero no acumulan una resistencia más abierta porque terminan pagando un precio: volver al final de la fila. En ese ambiente, se genera una doxa, un saber. El esperante sabe lo que se espera de él: esperar bien. La resistencia es esperar mal.
–La etnografía muestra a otras personas que abusan de los esperantes, por ejemplo, un vendedor que los engaña diciendo que para el trámite necesitan una foto, cuando no es cierto…
–Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social, explica esto muy bien. Muchas veces se habla de los sectores populares como ámbitos de solidaridad, de horizontalidad. Pero en esos ámbitos, al menos los que yo conozco más de cerca, y frente a esa serie de carencias, también aparecen las explotaciones, los abusos, las avivadas. Eso también define la vida de esos sectores. Esos hombres que ofrecen fotos cuando saben que no se necesita están tratando de generar una oportunidad. Y en ese intento, generan oportunismo. Una cosa no excluye a la otra.
–¿Hay organismos más vinculados a la espera que otros?
–Sería interesante estudiar no sólo organismos que hagan esperar más al mismo grupo, sino lugares en donde la espera pueda tener un significado distinto. No es lo mismo esperar en una guardia que hacer un trámite en la municipalidad. La angustia existencial que se genera cuando una mujer tiene un hijo con una herida y el hospital no tiene aguja para coser es distinta a la de la persona que está esperando para que le den un plan alimentario. Es algo que se podría investigar con cierto esfuerzo. Hay programas del mismo Estado federal que tienen distintas relaciones con la espera. La tarjeta del Plan Jefes y Jefas de Hogar borró cierta incertidumbre y no dio lugar al peloteo. Pero hay otros planes, como Argentina Trabaja, que dan lugar a la incertidumbre y la arbitrariedad. El mismo Estado, por programa, puede generar situaciones y experiencias muy distintas, que la propia gente sabe distinguir.
–El tema de la violencia, su libro anterior, surgió un poco de imprevisto. ¿La espera también?
–La reflexividad sobre el trabajo de uno y sobre la propia posición que uno ocupa frente a los fenómenos sociales que uno estudia es central para entender el objeto, para explicarlo y para entenderse uno. Parte de lo que me llevó a escribir La violencia en los márgenes tiene que ver con mi relación con el objeto. Es distinta la persona que vio por primera vez ese barrio hace 25 años que la que lo ve ahora. La reflexividad me parece central. Pero tampoco hay que sobreestimar esta idea de ir al campo y dejarse sorprender. En esto quiero ser muy enfático: la pregunta siempre va de lo teórico a lo real y no al revés. En Pacientes del Estado fui a estudiar la espera. En la construcción del objetivo sociológico, la pregunta siempre empieza por una discusión teórica, por una herramienta analítica. Porque los científicos sociales no somos como Funes el memorioso, que podemos absorber todo y después escribir algo que demuestre que hemos observado todo. En las investigaciones, uno siempre construye un objeto en particular.
–¿Encuentra una conexión entre todos los temas: violencia, clientelismo, sufrimiento ambiental, relación con el Estado?
–Si uno, de manera un poco ambiciosa y arrogante, quisiera ponerle un título, son capítulos de una sociología política de la marginalidad urbana. Si busco una tinta invisible que va de un trabajo al otro, diría eso, pero no es parte de un plan. Algo de esto es lo que estoy escribiendo ahora sobre la violencia en los márgenes: pensar cómo la sociología política puede dar cuenta de las transformaciones pero también de las permanencias de los sectores populares, una sociología política que tenga en cuenta fenómenos formales, pero también instituciones informales, materiales y simbólicas. Es intentar darle alguna coherencia a lo que he escrito. Pero no es un plan preconstruido. En muchos casos no me propuse estudiar algunos de los temas que terminé estudiando, y ni siquiera estaba preparado para eso.
–Hay quien sostiene que las políticas de estos años mejoraron la vida de los pobres puertas adentro, pero puertas afuera encuentran un Estado al que le cuesta administrar derechos como el transporte, el acceso a la vivienda, la calidad educativa. ¿Está de acuerdo?
–Nunca me atrevo a hacer ese tipo de apreciaciones generales: si están mejor o peor y en qué dimensión están mejor o peor los pobres. No sé responder a eso porque son preguntas que no me hago. Una opinión basada más en investigaciones de otros que en las mías, me hace pensar que esa hipótesis no es descabellada, al menos si uno ve los diseños de políticas que intentan los programas de transferencia de ingresos, que son creaciones del neoliberalismo, no de gobiernos neodesarrollistas o de las izquierdas latinoamericanas. Lo que intentan esas políticas es convertir a los nuevos excluidos en consumidores, inyectar un flujo de ingresos que se podría invertir en bienes públicos, hospitales, escuelas, calles. Es plausible pensar que tienen mejores niveles de consumo, pero que la calidad de vida se ha deteriorado. Pero, otra vez, no me animo a subrayarlo. Hay cosas que sí observo en mis trabajos con respecto, por ejemplo, a la escuela pública, que está cada vez más reservada para los que están más abajo, porque los que tienen un poquito empiezan a pagar una privada, muchas veces, bajo el argumento de que les garantiza los días de clase. Entonces, hay estratificaciones dentro de la estratificación, hay situaciones diversas, no sólo por ingreso, por nivel educativo. En muchos casos, diversifican la relación con el Estado. «
lejanía para investigar
«Creo que, al comienzo, retirarme me ayudó a remover obstáculos epistemológicos. La capacidad de ver al peronismo como máquina política me lo dio la distancia, y las lecturas que eso implica. Empecé a pensar la idea de que el llamado clientelismo, que ni siquiera era una palabra de la política en el ’95, era una forma de solucionar problemas, porque mi tutor me sugirió que mirara lo que hacían los campesinos de Escocia en el siglo XVII. La idea fue aproximarse al clientelismo no sólo como una estrategia de dominación política sino como una estrategia de los más desprotegidos para protegerse. Pero con el correr del tiempo, la distancia se volvió más bien un obstáculo. Mi manera de resolverlo es en colaboración. Pero no diría que es la forma de hacer trabajo etnográfico. También pasan los años y hay un montón de cosas que se juegan en ese ir y volver. Estar allí, en el campo, y estar aquí, entre académicos.»
Análisis y relatos etnográficos
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Pacientes de Estado no es un libro clásico. Mezcla obras literarias, análisis estadístico y relatos etnográficos en las oficinas del RENAPER, el Ministerio de Desarrollo Social de la Ciudad y Villa Inflamable.
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