Sus largas reuniones con penalistas, y el infructuoso empeño por saltar fuera de su sombra con explicaciones y coartadas, harían pensar que la depreciación de Amado Boudou se debe al affaire Ciccone. Es un error. La caída del vicepresidente coincide con la clausura de una etapa de la administración y es parte de una nueva configuración en el mapa del poder. Para comprender el cambio no alcanza con advertir el ocaso de Boudou. Hay que observar el ascenso de Axel Kicillof , el nuevo cerebro económico de Olivos.
A Boudou, precoz admirador de la familia Alsogaray y discípulo de los discípulos de la Escuela de Chicago, no le alcanzó con estatizar las jubilaciones para desprenderse de un estilo de relación con la política y los negocios. Desde que lo designaron ministro de Economía y, sobre todo, desde que murió Néstor Kirchner, abogó porque las restricciones fiscales se resolvieran recurriendo al crédito internacional, para lo cual ofreció el segundo canje de bonos, y planificó, sin éxito, un acuerdo con el Club de París. Objetó las intervenciones cambiarias de Guillermo Moreno, alentó la amistad con los bancos y aconsejó un ajuste moderado, bajo la forma de un acuerdo económico y social. También se conectó a una red empresarial: Jorge Brito, Cristóbal López, Sebastián Eskenazi y los pesqueros marplatenses aproximados por Guillermo Seita, entre otros.
Tal vez el asesoramiento de Boudou fue oportuno para la campaña electoral. Pero a partir del espectacular triunfo del año pasado, Cristina Kirchner se ha alejado cada vez más de esa receta. En Rosario abrió la era del «vamos por todo», cuya primera aplicación es el zarpazo sobre las reservas monetarias. Para una travesía en la que se va asimilando a la Pasionaria, la Presidenta acaso no encuentre mejor consejero que Kicillof. Este economista de 41 años es de los pocos funcionarios con acceso directo a la señora de Kirchner. Alguien a quien ella convoca a las reuniones para ejercer el control de calidad de lo que escucha.
Kicillof es un académico marxista. Más allá de un remoto asesoramiento a un par de pymes, su vida profesional ha sido la de un francotirador de la Universidad de Buenos Aires y el Conicet, donde se especializó en historia de la teoría económica. Al doctorarse postuló que lord Keynes era un pensador radical tergiversado por el análisis burgués. Para él, Stiglitz o Krugman son casi tan ortodoxos como Mankiw o Barro. En los últimos tiempos Kicillof se concentró más en Marx. Está aprendiendo alemán para leerlo en su versión original. Hijo de un psicoanalista, bisnieto de un legendario rabino llegado de Odessa, la genealogía de Kicillof parece ser una sucesión de dogmáticas. En su caso, sostiene que las ciencias económicas, tal como se las enseña en las universidades argentinas -o en el 90% del sistema académico internacional-, son la fachada técnica de un aparato de dominación. Es la razón por la que propone la reforma de todos los planes de estudio.
Kicillof desembarcó en el segundo escalón del Palacio de Hacienda con una cofradía (Alvarez Agis, Costa, Arceo, Paula Español, Marongiu), formada en la universidad. En poco tiempo se convirtió en inspirador del discurso económico de la Presidenta, sobre todo de su argumento principal: la última dictadura proyectó un ciclo de desmantelamiento, sobre todo industrial, que sólo se interrumpió con la llegada de los Kirchner al poder. Federico Marongiu, su jefe de gabinete, recomienda leer Operación Masacre , de Rodolfo Walsh, para entender la historia de la economía nacional.
La incorporación de estos economistas entraña un cambio significativo en las relaciones del Gobierno con el mercado. En principio, son profesores propensos a la abstracción, aunque poco detallistas en la implementación de sus ideas. Carecen de experiencia administrativa y empresarial. Pero dicen y hacen lo que piensan. Es una diferencia crucial con Boudou, Lorenzino, Débora Giorgi o, en sus tiempos, Alberto Fernández o Martín Redrado, dispuestos a halagar a sus jefes con palabras y medidas que menospreciaban en privado. Durante años, el kirchnerismo hizo de ese doble estándar una virtud. Su fundador recomendaba: «No escuchen lo que digo, miren lo que hago». Esa ambigüedad alimentó en muchos empresarios la fantasía tranquilizadora de que detrás de una mímica conflictiva se escondía un Kirchner ortodoxo que, sin embargo, nunca terminó de desenmascararse.
La nota más aguda de esta disociación la dio Boudou en San Juan, durante la Fiesta del Sol, cuando repitió el rap oficial contra YPF. Un allegado a la familia Eskenazi, dueña del banco provincial, le recordó que hasta hace poco él elogiaba a la petrolera e intimaba con su gerente general. Incómodo, confesó: «Ya lo sé? pero tengo que decir lo que me indican».
Kicillof representa el abandono del cinismo. Y la ruptura con una técnica de gobierno. Kirchner mantuvo siempre una cautelosa distancia entre el ala más ideológica de su grupo y quienes, con la única religión del pragmatismo, debían lidiar con el mundo material: De Vido, Uberti, Jaime, también Moreno. Su viuda, en cambio, puso aspectos centrales de la relación con las empresas en manos de Kicillof, quien no renuncia a la lucha de clases como categoría explicativa de la vida pública. Desde enero, quedaron bajo sus órdenes los representantes de la Anses en corporaciones privadas. También fue Kicillof quien llevó la voz cantante de las negociaciones con YPF, a las que Julio De Vido asistió en silencio. Desde su panel de control, el nuevo numen imagina una política más planificada, que estimule a tal o cual sector a través de tipos de cambio múltiples, diseñados con subsidios y protecciones oficiales. Kicillof se propone ser la etapa superior del morenismo.
Boudou no sólo debe tolerar la afirmación de Kicillof. O la indiferencia de su jefa, que no lo tuvo en cuenta para su cumbre con Roger Waters. También avanza Mercedes Marcó del Pont, su rencorosa rival. La titular del Central decapitó a Benigno Vélez, el hombre del vicepresidente en la gerencia general, y lo reemplazó por Matías Kulfas (a propósito: Boudou sigue sin llamar a Vélez, quien, hace una década, le consiguió un empleo en la Anses para que superara sus dificultades económicas, objetivo que parece haber alcanzado). Con la reforma de la Carta Orgánica, Marcó arrebató también facultades al directorio del banco, entre ellas la de fijar la tasa de las Lebac, motivo de tantas peleas con Boudou. Se podría decir que la presidenta del Central ha ganado poder. Pero, en realidad, es un poder que la Presidenta se da a sí misma: como no ordenó a sus senadores que aprueben el acuerdo de Marcó, la funcionaria sigue en comisión.
La pesadilla Ciccone tiende a agravarse. Los acreedores que aceptaron el levantamiento de la quiebra, los inversores que confiaron en el presunto testaferro Alejandro Vandenbroele y los mismos empleados confiaban en que la empresa tendría más trabajo. No sólo por la impresión de papel moneda, sino también por la posibilidad de confeccionar billetes para Lotería Nacional, área de influencia del voraz Cristóbal López, vecino de Boudou en la torre de Puerto Madero. También podrían encargarle los DNI y los pasaportes si no fuera porque Florencio Randazzo se resiste. Y el PJ contrataría su papelería. Ese era el proyecto Ciccone, pensado por un par de ambiciosos patagónicos en vida de Néstor Kirchner.
El escándalo impide esa fantasía. ¿Cómo harán los directores del Central para justificar la impresión de billetes de 100 pesos y no, por la mitad del costo, de 200? ¿Cómo hará la Casa de Moneda para contratar a Ciccone? Boudou está en manos de Marcó, y de mucha gente más. ¿Qué sucedería si el juez Daniel Rafecas pidiera a los titulares de organismos estatales que aceptaron el levantamiento de la quiebra que declaren bajo juramento si lo hicieron a pedido de Boudou? Hay al menos un banquero preocupado, sobre todo porque recuerda la versión de que el teléfono del vice está intervenido.
Ricardo Echegaray debió salir a hablar en defensa propia. Pero medio gabinete, con Carlos Zannini a la cabeza, festeja las desgracias de Boudou. Como sucede en toda corte, los motivos son triviales: celos y algún rechazo por ese estilo desfachatado tan inusual entre los patagónicos. Lo explicó un pingüino: «A nosotros nos gustan los loquitos: un Moreno, un Sbatella, un Mariotto; pero la guitarra y la campera de cuero no nos van».
La antipatía que despierta el nuevo vice en el oficialismo quedó probada cuando, en el Congreso, comenzaron a caer los «boudoutruchos». ¿Fue Randazzo?, ¿Moreno?, ¿Garré?, ¿Máximo Kirchner? ¿Y si hubiera sido un legislador opositor, que gastó 25 pesos en fotocopias e infiltró a un par de empleados en la inadvertida barra de La Cámpora? Nadie lo contempló. Todas las explicaciones emanadas del Gobierno apuntaron al Gobierno. Hay mucho fastidio con Boudou. Eso es lo raro..
A Boudou, precoz admirador de la familia Alsogaray y discípulo de los discípulos de la Escuela de Chicago, no le alcanzó con estatizar las jubilaciones para desprenderse de un estilo de relación con la política y los negocios. Desde que lo designaron ministro de Economía y, sobre todo, desde que murió Néstor Kirchner, abogó porque las restricciones fiscales se resolvieran recurriendo al crédito internacional, para lo cual ofreció el segundo canje de bonos, y planificó, sin éxito, un acuerdo con el Club de París. Objetó las intervenciones cambiarias de Guillermo Moreno, alentó la amistad con los bancos y aconsejó un ajuste moderado, bajo la forma de un acuerdo económico y social. También se conectó a una red empresarial: Jorge Brito, Cristóbal López, Sebastián Eskenazi y los pesqueros marplatenses aproximados por Guillermo Seita, entre otros.
Tal vez el asesoramiento de Boudou fue oportuno para la campaña electoral. Pero a partir del espectacular triunfo del año pasado, Cristina Kirchner se ha alejado cada vez más de esa receta. En Rosario abrió la era del «vamos por todo», cuya primera aplicación es el zarpazo sobre las reservas monetarias. Para una travesía en la que se va asimilando a la Pasionaria, la Presidenta acaso no encuentre mejor consejero que Kicillof. Este economista de 41 años es de los pocos funcionarios con acceso directo a la señora de Kirchner. Alguien a quien ella convoca a las reuniones para ejercer el control de calidad de lo que escucha.
Kicillof es un académico marxista. Más allá de un remoto asesoramiento a un par de pymes, su vida profesional ha sido la de un francotirador de la Universidad de Buenos Aires y el Conicet, donde se especializó en historia de la teoría económica. Al doctorarse postuló que lord Keynes era un pensador radical tergiversado por el análisis burgués. Para él, Stiglitz o Krugman son casi tan ortodoxos como Mankiw o Barro. En los últimos tiempos Kicillof se concentró más en Marx. Está aprendiendo alemán para leerlo en su versión original. Hijo de un psicoanalista, bisnieto de un legendario rabino llegado de Odessa, la genealogía de Kicillof parece ser una sucesión de dogmáticas. En su caso, sostiene que las ciencias económicas, tal como se las enseña en las universidades argentinas -o en el 90% del sistema académico internacional-, son la fachada técnica de un aparato de dominación. Es la razón por la que propone la reforma de todos los planes de estudio.
Kicillof desembarcó en el segundo escalón del Palacio de Hacienda con una cofradía (Alvarez Agis, Costa, Arceo, Paula Español, Marongiu), formada en la universidad. En poco tiempo se convirtió en inspirador del discurso económico de la Presidenta, sobre todo de su argumento principal: la última dictadura proyectó un ciclo de desmantelamiento, sobre todo industrial, que sólo se interrumpió con la llegada de los Kirchner al poder. Federico Marongiu, su jefe de gabinete, recomienda leer Operación Masacre , de Rodolfo Walsh, para entender la historia de la economía nacional.
La incorporación de estos economistas entraña un cambio significativo en las relaciones del Gobierno con el mercado. En principio, son profesores propensos a la abstracción, aunque poco detallistas en la implementación de sus ideas. Carecen de experiencia administrativa y empresarial. Pero dicen y hacen lo que piensan. Es una diferencia crucial con Boudou, Lorenzino, Débora Giorgi o, en sus tiempos, Alberto Fernández o Martín Redrado, dispuestos a halagar a sus jefes con palabras y medidas que menospreciaban en privado. Durante años, el kirchnerismo hizo de ese doble estándar una virtud. Su fundador recomendaba: «No escuchen lo que digo, miren lo que hago». Esa ambigüedad alimentó en muchos empresarios la fantasía tranquilizadora de que detrás de una mímica conflictiva se escondía un Kirchner ortodoxo que, sin embargo, nunca terminó de desenmascararse.
La nota más aguda de esta disociación la dio Boudou en San Juan, durante la Fiesta del Sol, cuando repitió el rap oficial contra YPF. Un allegado a la familia Eskenazi, dueña del banco provincial, le recordó que hasta hace poco él elogiaba a la petrolera e intimaba con su gerente general. Incómodo, confesó: «Ya lo sé? pero tengo que decir lo que me indican».
Kicillof representa el abandono del cinismo. Y la ruptura con una técnica de gobierno. Kirchner mantuvo siempre una cautelosa distancia entre el ala más ideológica de su grupo y quienes, con la única religión del pragmatismo, debían lidiar con el mundo material: De Vido, Uberti, Jaime, también Moreno. Su viuda, en cambio, puso aspectos centrales de la relación con las empresas en manos de Kicillof, quien no renuncia a la lucha de clases como categoría explicativa de la vida pública. Desde enero, quedaron bajo sus órdenes los representantes de la Anses en corporaciones privadas. También fue Kicillof quien llevó la voz cantante de las negociaciones con YPF, a las que Julio De Vido asistió en silencio. Desde su panel de control, el nuevo numen imagina una política más planificada, que estimule a tal o cual sector a través de tipos de cambio múltiples, diseñados con subsidios y protecciones oficiales. Kicillof se propone ser la etapa superior del morenismo.
Boudou no sólo debe tolerar la afirmación de Kicillof. O la indiferencia de su jefa, que no lo tuvo en cuenta para su cumbre con Roger Waters. También avanza Mercedes Marcó del Pont, su rencorosa rival. La titular del Central decapitó a Benigno Vélez, el hombre del vicepresidente en la gerencia general, y lo reemplazó por Matías Kulfas (a propósito: Boudou sigue sin llamar a Vélez, quien, hace una década, le consiguió un empleo en la Anses para que superara sus dificultades económicas, objetivo que parece haber alcanzado). Con la reforma de la Carta Orgánica, Marcó arrebató también facultades al directorio del banco, entre ellas la de fijar la tasa de las Lebac, motivo de tantas peleas con Boudou. Se podría decir que la presidenta del Central ha ganado poder. Pero, en realidad, es un poder que la Presidenta se da a sí misma: como no ordenó a sus senadores que aprueben el acuerdo de Marcó, la funcionaria sigue en comisión.
La pesadilla Ciccone tiende a agravarse. Los acreedores que aceptaron el levantamiento de la quiebra, los inversores que confiaron en el presunto testaferro Alejandro Vandenbroele y los mismos empleados confiaban en que la empresa tendría más trabajo. No sólo por la impresión de papel moneda, sino también por la posibilidad de confeccionar billetes para Lotería Nacional, área de influencia del voraz Cristóbal López, vecino de Boudou en la torre de Puerto Madero. También podrían encargarle los DNI y los pasaportes si no fuera porque Florencio Randazzo se resiste. Y el PJ contrataría su papelería. Ese era el proyecto Ciccone, pensado por un par de ambiciosos patagónicos en vida de Néstor Kirchner.
El escándalo impide esa fantasía. ¿Cómo harán los directores del Central para justificar la impresión de billetes de 100 pesos y no, por la mitad del costo, de 200? ¿Cómo hará la Casa de Moneda para contratar a Ciccone? Boudou está en manos de Marcó, y de mucha gente más. ¿Qué sucedería si el juez Daniel Rafecas pidiera a los titulares de organismos estatales que aceptaron el levantamiento de la quiebra que declaren bajo juramento si lo hicieron a pedido de Boudou? Hay al menos un banquero preocupado, sobre todo porque recuerda la versión de que el teléfono del vice está intervenido.
Ricardo Echegaray debió salir a hablar en defensa propia. Pero medio gabinete, con Carlos Zannini a la cabeza, festeja las desgracias de Boudou. Como sucede en toda corte, los motivos son triviales: celos y algún rechazo por ese estilo desfachatado tan inusual entre los patagónicos. Lo explicó un pingüino: «A nosotros nos gustan los loquitos: un Moreno, un Sbatella, un Mariotto; pero la guitarra y la campera de cuero no nos van».
La antipatía que despierta el nuevo vice en el oficialismo quedó probada cuando, en el Congreso, comenzaron a caer los «boudoutruchos». ¿Fue Randazzo?, ¿Moreno?, ¿Garré?, ¿Máximo Kirchner? ¿Y si hubiera sido un legislador opositor, que gastó 25 pesos en fotocopias e infiltró a un par de empleados en la inadvertida barra de La Cámpora? Nadie lo contempló. Todas las explicaciones emanadas del Gobierno apuntaron al Gobierno. Hay mucho fastidio con Boudou. Eso es lo raro..
en la onda de acusar al gobierno de»montonero».
Necesitó salir la Presidenta para aclarar las cosas:
«Si la extrema derecha dice que es marxista y la extrema izquierda que es un revolucionario, entonces fijo que es peronista.»
La Presidenta habría así ratificado la tradicional postura centrista del peronismo, tradicional visión que entiende que, cuando a alguien se lo rotula como marxista, se lo buscaría descalificar, ignorando que el marxismo es una postura tan lícita como cualquier otra.
Por supuesto, el economista marxista, hace la del tero: grita aquí y pone sus huevos allá:
http://www.perfil.com/contenidos/2012/03/10/noticia_0026.html