Foto: LA NACION
Sergio Massa inquietó a un grupo de ejecutivos el lunes, durante la comida que organizó el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec) con políticos y hombres de negocios. Dijo que no le auguraba al país una transición ordenada en octubre, sino todo lo contrario: el kirchnerismo, razonó, abandonará la Casa Rosada sin ninguna colaboración administrativa para con sus sucesores. «Van a cerrar todo y tirar la llave», insistió. Los empresarios están en realidad en un estadio anterior a esos temores: las últimas encuestas, consultadas y manoseadas como nunca, los han alertado sobre la posibilidad de que, como le gusta decir a Axel Kicillof, «el proyecto continúe».
Esta enorme tribulación es, en parte, un fantasma que ellos mismos ayudaron a crear. A diferencia de lo que ocurre en Brasil, el establishment argentino ha cedido a veces no sólo la iniciativa en el ámbito de los negocios, sino hasta el uso de las palabras. Es lo que explica que, 24 horas después de haber organizado un almuerzo en el que los economistas Miguel Ángel Broda, José Luis Espert y Carlos Melconian discutieron algo tan elemental como los ajustes que necesita la economía, haya cundido anteayer, en el propio Consejo Interamericano de Comercio y Producción (Cicyp), la entidad anfitriona, desesperación por las repercusiones que generaban esos términos. Se discutió, una vez más, sobre artículos de diarios: Cristina Kirchner se burló por la noche de esas declaraciones que había leído y, en reuniones reducidas, los empresarios buscaron el modo de equilibrar los efectos del panel. Se resolvió entonces que los próximos almuerzos, en mayo y en junio, tengan como invitados a economistas más emparentados con el pensamiento de Daniel Scioli o Massa. Ajuste y capitalismo son en la Argentina palabras prohibidas. El revuelo interno había empezado el mismo miércoles, inmediatamente después de ese almuerzo en el hotel Alvear, cuando José Ignacio de Mendiguren, uno de los disconformes con los expositores, llevó la primera objeción al café que, en uno de los salones contiguos, tomaban Eduardo Eurnekian, líder del Cicyp, y varios empresarios.
Es cierto que el Scioli que los hombres de negocios imaginan en el poder no es aquel que, hace un año, juzgaban kirchnerista portador sano. La posible nueva versión puede, en cambio, venir con militantes e ideología en el paquete. Son inquietudes crecientes que anteayer precipitaron a varios a un almuerzo en la sede de la Bolsa. La invitada de honor, Elena Highton de Nolasco, ministra de la Corte Suprema, no quiso hablar de política, pero logró al menos tranquilizarlos sobre los alcances del nuevo Código Civil. «La propiedad privada no corre riesgo», dijo. Escuchaban Adelmo Gabbi, anfitrión, y Adrián Werthein, Héctor Méndez (Unión Industrial Argentina), Cristiano Rattazzi (Fiat Auto), Juan Chediack y Gustavo Weiss (Cámara de la Construcción), Martín Cabrales, José Urtubey (Celulosa), Gustavo Cinosi (Sheraton Pilar), Enrique Mantilla (Cámara de Exportadores), Eduardo Santamarina (Banco de Valores) y Luis Corsiglia.
Tanta preocupación parte de un razonamiento que todavía no fue planteado en público: si el gobierno de la Alianza voló por los aires como consecuencia de las divergencias internas y al macrismo podrían acecharlo problemas similares en una eventual convivencia con el radicalismo, ¿cuánto tiempo le llevaría a Scioli construir la armonía entre Kicillof, a quien los empresarios le asignan un rol decisivo en un posible gobierno, y los asesores Miguel Bein o Mario Blejer?
Los pesimistas de esta transversalidad ideológica se basan en términos que el ministro de Economía suelta casi sin darles importancia, generalmente ante auditorios afines. Pasó el lunes en el Mercado Central, durante una extensa exposición suya ante referentes de Adimra, la cámara que nuclea a empresas metalúrgicas, y Cgera, agrupación de pymes consustanciadas con el modelo productivo de acumulación con matriz diversificada e inclusión social. Allí, acompañado por los camporistas Eduardo De Pedro y Juan Cabandié, y en un tono menos encendido que el que usa ante las cámaras, Kicillof cuestionó el mundo académico que lo formó. Dijo que, en general, las universidades enseñaban «economía liberal», una cosmovisión que en el mejor de los casos ubica a la distribución de la riqueza en una segunda etapa, detrás de la prioridad que representa el crecimiento. «Ofertismo», definió Kicillof, y subvirtió entonces: «Hay que redistribuir para crecer. La redistribución es un instrumento de crecimiento».
Orador incansable, se explayó entonces durante más de una hora sobre nociones que, dijo, sostuvieron académicos como Michal Kalecki, economista polaco que conoció personalmente a Keynes y que sustentó su teoría del ciclo económico en la redistribución de la renta. «El ofertismo es lo que se enseña en todas las universidades del mundo», afirmó, y agregó que esa escuela había sido refutada en la Argentina de los últimos años. «A mí me enseñaron en la facultad que a la macroeconomía había que darle sustentabilidad y previsibilidad», insistió, y tanto entusiasmo -y acaso la tranquilidad de estar hablando sólo en términos teóricos- lo llevó al universo de los pobres que dice no estar en condiciones de contar: «Pero ¿cómo vamos a dar sustentabilidad y estabilidad a nuestra economía y a nuestras políticas económicas si tenemos a medio país excluido, con dificultades para acceder a la comida, a los bienes básico que tiene que dar el Estado, la salud, la educación, la infraestructura, las cloacas? ¡Eso no es estabilidad, eso es explosivo!».
Esta idea de la generación de riqueza como efecto residual de distribuirla, y no al revés, no es la única raíz de su diálogo de sordos con las corporaciones: algunos prejuicios contribuyen otro tanto. En esa misma charla Kicillof recordó, como al pasar, un sarcasmo que acababa de transmitirle un hombre de finanzas extranjero a quien no llegó a nombrar: el empresario argentino es difícil, citó el ministro de Economía, porque en general fuga al exterior los primeros 100.000 dólares que gana, destina los segundos 100.000 a comprarse una casa en Punta del Este o Miami, y los terceros 100.000 a contratar un abogado «por si lo pescan en las tropelías que hizo». La descripción, osada para quien incluyó una casa y dos terrenos con domicilio en Uruguay en su declaración jurada de 2013, desencadenó una ovación en el público.
El escepticismo empresarial se funda en alegorías como ésa. En una sociedad abrumadoramente crítica del capital, pocos candidatos, y menos aún los convencidos, podrían resistirse a semejante aplauso..
Sergio Massa inquietó a un grupo de ejecutivos el lunes, durante la comida que organizó el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec) con políticos y hombres de negocios. Dijo que no le auguraba al país una transición ordenada en octubre, sino todo lo contrario: el kirchnerismo, razonó, abandonará la Casa Rosada sin ninguna colaboración administrativa para con sus sucesores. «Van a cerrar todo y tirar la llave», insistió. Los empresarios están en realidad en un estadio anterior a esos temores: las últimas encuestas, consultadas y manoseadas como nunca, los han alertado sobre la posibilidad de que, como le gusta decir a Axel Kicillof, «el proyecto continúe».
Esta enorme tribulación es, en parte, un fantasma que ellos mismos ayudaron a crear. A diferencia de lo que ocurre en Brasil, el establishment argentino ha cedido a veces no sólo la iniciativa en el ámbito de los negocios, sino hasta el uso de las palabras. Es lo que explica que, 24 horas después de haber organizado un almuerzo en el que los economistas Miguel Ángel Broda, José Luis Espert y Carlos Melconian discutieron algo tan elemental como los ajustes que necesita la economía, haya cundido anteayer, en el propio Consejo Interamericano de Comercio y Producción (Cicyp), la entidad anfitriona, desesperación por las repercusiones que generaban esos términos. Se discutió, una vez más, sobre artículos de diarios: Cristina Kirchner se burló por la noche de esas declaraciones que había leído y, en reuniones reducidas, los empresarios buscaron el modo de equilibrar los efectos del panel. Se resolvió entonces que los próximos almuerzos, en mayo y en junio, tengan como invitados a economistas más emparentados con el pensamiento de Daniel Scioli o Massa. Ajuste y capitalismo son en la Argentina palabras prohibidas. El revuelo interno había empezado el mismo miércoles, inmediatamente después de ese almuerzo en el hotel Alvear, cuando José Ignacio de Mendiguren, uno de los disconformes con los expositores, llevó la primera objeción al café que, en uno de los salones contiguos, tomaban Eduardo Eurnekian, líder del Cicyp, y varios empresarios.
Es cierto que el Scioli que los hombres de negocios imaginan en el poder no es aquel que, hace un año, juzgaban kirchnerista portador sano. La posible nueva versión puede, en cambio, venir con militantes e ideología en el paquete. Son inquietudes crecientes que anteayer precipitaron a varios a un almuerzo en la sede de la Bolsa. La invitada de honor, Elena Highton de Nolasco, ministra de la Corte Suprema, no quiso hablar de política, pero logró al menos tranquilizarlos sobre los alcances del nuevo Código Civil. «La propiedad privada no corre riesgo», dijo. Escuchaban Adelmo Gabbi, anfitrión, y Adrián Werthein, Héctor Méndez (Unión Industrial Argentina), Cristiano Rattazzi (Fiat Auto), Juan Chediack y Gustavo Weiss (Cámara de la Construcción), Martín Cabrales, José Urtubey (Celulosa), Gustavo Cinosi (Sheraton Pilar), Enrique Mantilla (Cámara de Exportadores), Eduardo Santamarina (Banco de Valores) y Luis Corsiglia.
Tanta preocupación parte de un razonamiento que todavía no fue planteado en público: si el gobierno de la Alianza voló por los aires como consecuencia de las divergencias internas y al macrismo podrían acecharlo problemas similares en una eventual convivencia con el radicalismo, ¿cuánto tiempo le llevaría a Scioli construir la armonía entre Kicillof, a quien los empresarios le asignan un rol decisivo en un posible gobierno, y los asesores Miguel Bein o Mario Blejer?
Los pesimistas de esta transversalidad ideológica se basan en términos que el ministro de Economía suelta casi sin darles importancia, generalmente ante auditorios afines. Pasó el lunes en el Mercado Central, durante una extensa exposición suya ante referentes de Adimra, la cámara que nuclea a empresas metalúrgicas, y Cgera, agrupación de pymes consustanciadas con el modelo productivo de acumulación con matriz diversificada e inclusión social. Allí, acompañado por los camporistas Eduardo De Pedro y Juan Cabandié, y en un tono menos encendido que el que usa ante las cámaras, Kicillof cuestionó el mundo académico que lo formó. Dijo que, en general, las universidades enseñaban «economía liberal», una cosmovisión que en el mejor de los casos ubica a la distribución de la riqueza en una segunda etapa, detrás de la prioridad que representa el crecimiento. «Ofertismo», definió Kicillof, y subvirtió entonces: «Hay que redistribuir para crecer. La redistribución es un instrumento de crecimiento».
Orador incansable, se explayó entonces durante más de una hora sobre nociones que, dijo, sostuvieron académicos como Michal Kalecki, economista polaco que conoció personalmente a Keynes y que sustentó su teoría del ciclo económico en la redistribución de la renta. «El ofertismo es lo que se enseña en todas las universidades del mundo», afirmó, y agregó que esa escuela había sido refutada en la Argentina de los últimos años. «A mí me enseñaron en la facultad que a la macroeconomía había que darle sustentabilidad y previsibilidad», insistió, y tanto entusiasmo -y acaso la tranquilidad de estar hablando sólo en términos teóricos- lo llevó al universo de los pobres que dice no estar en condiciones de contar: «Pero ¿cómo vamos a dar sustentabilidad y estabilidad a nuestra economía y a nuestras políticas económicas si tenemos a medio país excluido, con dificultades para acceder a la comida, a los bienes básico que tiene que dar el Estado, la salud, la educación, la infraestructura, las cloacas? ¡Eso no es estabilidad, eso es explosivo!».
Esta idea de la generación de riqueza como efecto residual de distribuirla, y no al revés, no es la única raíz de su diálogo de sordos con las corporaciones: algunos prejuicios contribuyen otro tanto. En esa misma charla Kicillof recordó, como al pasar, un sarcasmo que acababa de transmitirle un hombre de finanzas extranjero a quien no llegó a nombrar: el empresario argentino es difícil, citó el ministro de Economía, porque en general fuga al exterior los primeros 100.000 dólares que gana, destina los segundos 100.000 a comprarse una casa en Punta del Este o Miami, y los terceros 100.000 a contratar un abogado «por si lo pescan en las tropelías que hizo». La descripción, osada para quien incluyó una casa y dos terrenos con domicilio en Uruguay en su declaración jurada de 2013, desencadenó una ovación en el público.
El escepticismo empresarial se funda en alegorías como ésa. En una sociedad abrumadoramente crítica del capital, pocos candidatos, y menos aún los convencidos, podrían resistirse a semejante aplauso..