Bajar los precios, principal desafío para el Gobierno

Un concepto que está más allá de toda polémica ideológica, confirmado a diario por la experiencia, es el que sostiene que gobernar es asignar prioridades. Y, en tiempos de crisis, esa asignación debe realizarse con mucho mayor cuidado, ya que un rasgo definitorio de las crisis es la urgencia por solucionar los problemas y la relativa escasez de recursos para hacerlo.
En este momento la sociedad argentina está viviendo una crisis particular, en la cual el flanco débil del gobierno que asumió el pasado 10 de diciembre está en los precios y cómo impactan sobre los sectores más humildes, entendiendo por tales tanto a los excluidos del mercado, como a quienes cuentan para su subsistencia solo con un plan social y a quienes se encuentran trabajando “en negro”. Esta significativa parte de la población argentina destina entre el 80 y el 100 % de sus reducidos ingresos a la compra de alimentos.
Como es notorio, el alza de precios a partir de la devaluación ha tenido un fuerte impacto sobre los sectores más humildes. Pero se trata de un fenómeno socioeconómico que viene de antes, apenas ocultado por políticas fracasadas como la del llamado “Plan de Precios Cuidados”. Entre sus principales causas se destacan la existencia de estructuras oligopólicas, las deficiencias en el proceso de comercialización y la falta de controles adecuados. Esta realidad afecta en particular a dos grupos de personas: al productor –en especial, al pequeño y mediano, que no obtiene una justa retribución por su esfuerzo– y al consumidor, sobre todo el que está en los niveles más bajos de ingresos. Por las deficiencias señaladas, los grandes beneficios los obtienen quienes intermedian entre productores y consumidores, y es donde debe estar presente el Estado para corregir las distorsiones. Es, sin duda, un problema con larga historia, y por lo tanto, no se trata de formular aquí una recriminación al actual gobierno, asumido hace poco más de treinta días. Pero sí, con intención propositiva, es necesario plantearle que la prioridad actual está en los precios, a fin de que sepa cuidar –en beneficio de todos– ese, su flanco más débil.
La propuesta en este sentido pasa por promover y facilitar formas más simples de comercialización, del productor directamente al consumidor. Una práctica muy sencilla de aplicar para ello es volver a autorizar los mercados populares, especialmente para la comercialización de alimentos, sobre todo en los conurbanos argentinos. Me refiero no solo al gran conurbano bonaerense en torno a la Capital Federal, sino a los de todo el país, cuya extensa lista, solo a título de ejemplo, incluye Córdoba, Rosario, Tucumán, Salta, Mar del Plata, etc. En estas áreas, por lo general, viven nuestros compatriotas con menor poder adquisitivo. Se trata de habilitar, en espacios públicos a convenir en cada barrio de esos conurbanos, ferias y mercados populares en los que los productores puedan comercializar en forma directa, o a través de feriantes, sus mercaderías eliminando intermediaciones y evitando de ese modo las distorsiones de una cadena de distribución innecesariamente complejizada y, en demasiados casos, de carácter concentrado, operando también sobre la competencia institucionalizada. Si una ama de casa puede disponer en su barrio de una feria, dos veces por semana, el efecto para su economía familiar será inmediato, pero además incidirá sobre las decisiones de los demás comercios de la zona.
Un argumento que podría esgrimirse en contra de esta propuesta es el control bromatológico y el cumplimiento de ciertas normas sobre envasado y presentación. Desde ya que no se trata de descuidar la salud de la población ni la calidad de los bienes que consume. Pero tanto nuestra propia experiencia como la de los países más exigentes en materia de control muestran que muchas veces las normas exigidas, supuestamente en beneficio del consumidor, son en realidad resultado de la presión de grupos económicos, como modo de excluir de la competencia a pequeños productores.
Quienes tenemos algunos años somos una prueba palpable de que esa argumentación no es válida. En los barrios humildes donde crecimos, nuestras madres cuidaban, a la vez, de nuestra alimentación y salud, y del bolsillo, comprando en ferias. Hoy, en los países de la Unión Europea –cuyos estándares de exigencia en materia de bienes de consumo nadie puede cuestionar–, semanalmente las ferias y mercados populares abastecen buena parte de los alimentos y productos de la canasta básica familiar. Sucede así en Alemania, Francia, el Reino Unido, los Países Bajos, Italia, España, entre otros muchos ejemplos de Estados que velan celosamente por los derechos del consumidor.
Esas ferias y mercados –los de nuestra infancia y los actuales europeos– cuentan con los mismos tipos de controles sanitarios que rigen para los supermercados, pero incluso con una ventaja a favor: se suelen aplicar, por cercanía y escala económica, de manera mucho más eficiente y sin el acoso de los grandes conglomerados. La eximición de cierta reglamentación sobre envasado no afecta la calidad de los productos, disminuye costos y también contribuye a la preservación ecológica al no utilizar elementos que son de difícil biodegradación.
Constituyen, así, un mecanismo práctico, efectivo y de sencilla implementación para contribuir al control de los precios de bienes de primera necesidad, a la vez que favorecen al pequeño y mediano productor local. Facilitar y promover ese círculo virtuoso hace al rol de gobernar. Y en la actual situación de nuestro país, el velar por los precios es la prioridad.
Ex presidente de la Nación

Acerca de Artepolítica

El usuario Artepolítica es la firma común de los que hacemos este blog colectivo.

Ver todas las entradas de Artepolítica →

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *