Zaffaroni denunció el hostigamiento. (DIEGO MARTINEZ)
En las denuncias contra el juez de la Corte, Raúl Zaffaroni, anida una compleja trama de intereses. Quiénes son sus acusadores. El asombroso viraje de la organización La Alameda. Y el papel del arzobispo Jorge Bergoglio. El truco es simple: si en el lapso de sesenta minutos se emite una y otra vez por TV la noticia sobre un remisero asesinado en algún arrabal del Gran Buenos Aires, la señora de Barrio Norte termina imaginando que la vereda de su hogar esta tapizada con cadáveres. Ese método también es útil para pulverizar la reputación de una persona, así como lo demostró el escritor alemán Heinrich Böll en su libro Die verlorene Ehere der Katharina Blum (El honor perdido de Katharina Blum / 1974), cuyo tema central son las campañas de difamación articuladas por la prensa amarilla. El caso del juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni –sobre denuncias periodísticas de que en departamentos suyos se ejercería el trabajo sexual– constituye una muestra palmaria de semejante dialéctica. Una dialéctica de la que –al menos, en esta ocasión– no sería ajeno un alto dignatario de la Iglesia.
El tema fue instalado esta semana por la editorial Perfil –a través de su sitio Perfil.com y el diario Libre–, y obtuvo un amplio rebote en otros medios. En paralelo, La Alameda, una ONG contra la trata de personas, decidió con suma premura llevar el tema a la Justicia. En el aspecto fáctico, el asunto fue descomprimido por el propio Zaffaroni, al declarar públicamente que él no suele firmar contratos de locación ni conoce a sus inquilinos, puesto que la administración de sus propiedades está a cargo de “un apoderado y la inmobiliaria que los alquila”. Sin embargo, ello no atenuó el hostigamiento contra su persona.
En la novela de Böll, el personaje principal es una mujer común e intrascendente que pasa una noche con alguien, sin saber que es un prófugo del grupo armado Baader-Meinhof. Ese dato, en manos de un reportero que manipula la verdadera raíz de los hechos, termina por hacer añicos su vida privada. El fugitivo había pasado a un segundo plano; ahora era ella quien copaba la escena, y sólo por aquella involuntaria circunstancia. Es que el universo de la comunicación posee su propio sistema punitivo: la criminología mediática, como, justamente, la llama Zaffaroni.
En el episodio que tanto escandaliza a la revista Libre y a La Alameda, poco importa si en los departamentos aludidos había realmente mujeres sometidas a un régimen de esclavitud. Y de ser así, tampoco parece necesario determinar en poder de quiénes estaban sometidas. Por el contrario, la clave pública del asunto fue puntualmente depositada en la identidad del locatario; o sea: Zaffaroni. “¿Sabía Zaffaroni lo que pasaba en sus inmuebles”, se pregunta ahora el espíritu público. “¿Usted sabía eso?”, le preguntan los los movileros a Zaffaroni, cada vez que entra o sale de su casa. También lo llaman a toda hora. Y con idéntica insistencia, importunan a sus colaboradores y vecinos. La criminología mediática ha pasado a la acción.
Asombra, en cambio, el papel de La Alameda. Y que en nombre de su lucha contra el tráfico de mujeres participe de esta maniobra. Asombra porque hubo un tiempo en el cual La Alameda tuvo una función política muy importante por sus escraches a proxenetas y talleres textiles clandestinos. Sin embargo, a partir de 2008 los objetivos de sus militantes –encabezados por Gustavo Vera– se enrarecieron, al punto de haber incluido en su nómina de blancos a las trabajadoras sexuales independientes. Ese giro estratégico coincide con los orígenes de su vínculo con el arzobispo de la ciudad de Buenos Aires, Jorge Bergoglio.
Dicen que el hombre que aportó el contacto entre éste y La Alameda fue el líder del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), Juan Garbois. Lo cierto es que desde entonces, esa ONG se transformó en una suerte de Ucep al servicio del Señor. Tanto es así que, en consonancia con la tirria eclesiástica hacia la despenalización del consumo de marihuana, uno de sus dirigentes no dudó sugerir que la revista canábica THC era financiada por el narcotráfico internacional. La Alameda también supo fustigar a otro dilecto enemigo de Bergoglio: el periodista Horacio Verbitsky. La razón: en un congreso del Cels no fue chequeda la trayectoria del representante de la comunidad boliviana, Alfredo Ayala, un sujeto muy cuestionado por La Alameda. Ahora –ya se sabe– es el turno de Zaffaroni.
Es curioso: en 1989, al entonces juez de la Corte Augusto Belluscio se le cayó en París una amante por la ventana. Nadie dijo nada.
En las denuncias contra el juez de la Corte, Raúl Zaffaroni, anida una compleja trama de intereses. Quiénes son sus acusadores. El asombroso viraje de la organización La Alameda. Y el papel del arzobispo Jorge Bergoglio. El truco es simple: si en el lapso de sesenta minutos se emite una y otra vez por TV la noticia sobre un remisero asesinado en algún arrabal del Gran Buenos Aires, la señora de Barrio Norte termina imaginando que la vereda de su hogar esta tapizada con cadáveres. Ese método también es útil para pulverizar la reputación de una persona, así como lo demostró el escritor alemán Heinrich Böll en su libro Die verlorene Ehere der Katharina Blum (El honor perdido de Katharina Blum / 1974), cuyo tema central son las campañas de difamación articuladas por la prensa amarilla. El caso del juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni –sobre denuncias periodísticas de que en departamentos suyos se ejercería el trabajo sexual– constituye una muestra palmaria de semejante dialéctica. Una dialéctica de la que –al menos, en esta ocasión– no sería ajeno un alto dignatario de la Iglesia.
El tema fue instalado esta semana por la editorial Perfil –a través de su sitio Perfil.com y el diario Libre–, y obtuvo un amplio rebote en otros medios. En paralelo, La Alameda, una ONG contra la trata de personas, decidió con suma premura llevar el tema a la Justicia. En el aspecto fáctico, el asunto fue descomprimido por el propio Zaffaroni, al declarar públicamente que él no suele firmar contratos de locación ni conoce a sus inquilinos, puesto que la administración de sus propiedades está a cargo de “un apoderado y la inmobiliaria que los alquila”. Sin embargo, ello no atenuó el hostigamiento contra su persona.
En la novela de Böll, el personaje principal es una mujer común e intrascendente que pasa una noche con alguien, sin saber que es un prófugo del grupo armado Baader-Meinhof. Ese dato, en manos de un reportero que manipula la verdadera raíz de los hechos, termina por hacer añicos su vida privada. El fugitivo había pasado a un segundo plano; ahora era ella quien copaba la escena, y sólo por aquella involuntaria circunstancia. Es que el universo de la comunicación posee su propio sistema punitivo: la criminología mediática, como, justamente, la llama Zaffaroni.
En el episodio que tanto escandaliza a la revista Libre y a La Alameda, poco importa si en los departamentos aludidos había realmente mujeres sometidas a un régimen de esclavitud. Y de ser así, tampoco parece necesario determinar en poder de quiénes estaban sometidas. Por el contrario, la clave pública del asunto fue puntualmente depositada en la identidad del locatario; o sea: Zaffaroni. “¿Sabía Zaffaroni lo que pasaba en sus inmuebles”, se pregunta ahora el espíritu público. “¿Usted sabía eso?”, le preguntan los los movileros a Zaffaroni, cada vez que entra o sale de su casa. También lo llaman a toda hora. Y con idéntica insistencia, importunan a sus colaboradores y vecinos. La criminología mediática ha pasado a la acción.
Asombra, en cambio, el papel de La Alameda. Y que en nombre de su lucha contra el tráfico de mujeres participe de esta maniobra. Asombra porque hubo un tiempo en el cual La Alameda tuvo una función política muy importante por sus escraches a proxenetas y talleres textiles clandestinos. Sin embargo, a partir de 2008 los objetivos de sus militantes –encabezados por Gustavo Vera– se enrarecieron, al punto de haber incluido en su nómina de blancos a las trabajadoras sexuales independientes. Ese giro estratégico coincide con los orígenes de su vínculo con el arzobispo de la ciudad de Buenos Aires, Jorge Bergoglio.
Dicen que el hombre que aportó el contacto entre éste y La Alameda fue el líder del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), Juan Garbois. Lo cierto es que desde entonces, esa ONG se transformó en una suerte de Ucep al servicio del Señor. Tanto es así que, en consonancia con la tirria eclesiástica hacia la despenalización del consumo de marihuana, uno de sus dirigentes no dudó sugerir que la revista canábica THC era financiada por el narcotráfico internacional. La Alameda también supo fustigar a otro dilecto enemigo de Bergoglio: el periodista Horacio Verbitsky. La razón: en un congreso del Cels no fue chequeda la trayectoria del representante de la comunidad boliviana, Alfredo Ayala, un sujeto muy cuestionado por La Alameda. Ahora –ya se sabe– es el turno de Zaffaroni.
Es curioso: en 1989, al entonces juez de la Corte Augusto Belluscio se le cayó en París una amante por la ventana. Nadie dijo nada.