Los resultados electorales tienen explicaciones complejas que conviene desentrañar con cuidado, en particular en un país de dimensiones oceánicas como Brasil, con una sociedad fragmentada y polarizada, que atraviesa un proceso de intensa transformación productiva, cambios sociales acelerados y una recesión que ya lleva cuatro años.
Entre las diferentes explicaciones que se ensayaron para dar cuenta de las elecciones presidenciales, y que van del clima antipolítico a los errores tácticos del Partido de los Trabajadores (PT), de la crisis de los partidos conservadores tradicionales a las fake news, me centraré aquí en las mutaciones que viene experimentando un sector de la sociedad brasileña tradicionalmente inclinado hacia las opciones de derecha: entender este punto ayuda a iluminar una serie de tendencias de mediano plazo que a su vez contribuyen a explicar el triunfo de Jair Bolsonaro.
La primera tendencia, la que se encuentra en la superficie de buena parte de los análisis de estas horas, es el sentimiento anti-PT, que se explica en primer lugar por el malestar de sectores acomodados que hasta 2003 estaban demasiado acostumbrados a convivir solo con sus pares de clase: el crecimiento económico, el aumento sostenido del salario real, la ampliación de la cobertura previsional y los programas sociales que caracterizaron la etapa petista produjeron un fenómeno de movilidad ascendente, los famosos 40 millones de brasileños que ingresaron a la clase media, una transformación social mayúscula que hizo que restaurantes, playas y hasta aeropuertos se llenaran de caras nuevas, más pobres y menos «blancas». Decisiones más focalizadas, como las políticas de acción afirmativa para facilitar el acceso de negros e indígenas a las universidades públicas, operaron en el mismo sentido: modificando espacios que hasta el momento estaban reservados a las elites.
El análisis de la composición social del voto, que a grandes rasgos indica que cuanto mayor nivel de ingreso más apoyo al Bolsonaro, confirma que el candidato logró captar el apoyo de quienes vivieron el ciclo de la izquierda como una pérdida de estatus relativo. Este sesgo social, del que se infiere una especie de «revancha de clase», debe sin embargo matizarse señalando que una victoria como la de ayer no se explica solo por el respaldo de los más ricos y las capas medias: franjas relevantes de los sectores populares e incluso de los más pobres apoyaron a la ultraderecha, que por ejemplo arrasó en las favelas de Río de Janeiro.
Al mismo tiempo, al igual que otros países, Brasil viene registrando en los últimos años un fortalecimiento del movimiento feminista y de las demandas de inclusión de las minorías sexuales. Aunque de manera más bien tímida y negociando siempre con los poderes fácticos, el PT desplegó algunas políticas en este sentido, como el programa para evitar la discriminación en las escuelas anunciado por Fernando Haddad como ministro de Educación, que Bolsonaro denominó «kit gay» y usó como excusa para una campaña mentirosa que acusaba al candidato del PT de «promover la homosexualidad» en los niños. En todo caso, esta transformación cultural hacia una sociedad más plural y tolerante comenzó a amenazar un conjunto de valores, conductas y hasta estéticas tradicionales, y a generar resistencia: las encuestas confirman que los varones blancos fueron el principal grupo de apoyo al candidato de ultraderecha, que dedicó parte de su campaña a criticar la «ideología de género» y no ahorró ataques contra los gays y las mujeres.
Esta plataforma fue clave para la alianza con las iglesias evangélicas, que apoyaron de manera abierta a Bolsonaro y contribuyeron a fortalecer el carácter policlasista de su voto. Pero también aquí es necesario introducir una aclaración: la idea de que Edir Macedo ordena votar a un candidato y sus feligreses lo siguen en masa –idea que remite a la muy cristiana figura del rebaño– resulta exagerada. Aunque su influencia es importante, el voto pentecostal es tan complejo como cualquier otro. Por otra parte, el apoyo de los pastores al ex-capitán del Ejército explica, pero también es resultado de su ascenso: fue cuando se dieron cuenta de que había una figura nueva en vertiginoso crecimiento y capaz de expresar sus intereses reaccionarios cuando la mayor parte de las iglesias evangélicas se decidieron a respaldarlo.
La demanda de seguridad y orden, incluso al costo de un recorte de las libertades, los valores democráticos y los derechos humanos, constituye otra tendencia de largo plazo, que en la última etapa fue asumiendo la forma de un «punitivismo desde abajo» justificado en el «nadie hace nada». Por supuesto, el reclamo responde a una realidad: Brasil es uno de los países más inseguros del mundo y tres de las diez ciudades más peligrosas del planeta se ubican en su territorio (aunque aquí también es necesario matizar: el PT obtuvo sus mejores resultados en el Nordeste, donde se registran los peores indicadores de criminalidad, y Bolsonaro en el Sur y el Sureste, que la sufren menos: de hecho arrasó en el estado de San Pablo, donde los índices de homicidios vienen disminuyendo de manera sostenida desde hace años).
Pero más allá de estas notas al pie, lo cierto es que la inseguridad fue uno de los ejes de la campaña. Para los sectores más privilegiados, la demanda de represión puede ser un intento de controlar a los grupos subalternos que adquirieron poder y visibilidad durante la era petista y que hoy son percibidos como una amenaza, en línea con la experiencia histórica que demuestra que los «momentos plebeyos» de ampliación de derechos suelen generar una reacción conservadora. Para los sectores medios-bajos, el punitivismo es una respuesta a lo que a menudo se percibe como los «privilegios indebidos» que reciben los grupos más empobrecidos de la población a través de diversas formas de asistencia estatal, lo que el sociólogo británico Jock Young define como «resentimiento hacia abajo».
El reclamo punitivista se apoya en el prestigio social que aún conservan los militares. Sucede que durante sus dos décadas en el poder la dictadura brasileña desplegó una represión feroz, que incluyó asesinatos y torturas, pero que no alcanzó los niveles de Argentina, Chile y Uruguay. Toleró además una oposición política controlada y mantuvo al Congreso en funcionamiento, lo que más tarde permitió una transición a la democracia gradual y pactada. Pero fue sobre todo el hecho de que el golpe se haya producido una década antes (en 1964) que en otros países del Cono Sur lo que les permitió a los militares brasileños adelantarse a la crisis del petróleo con una gestión económica desarrollista que durante algunos años logró el famoso «milagro». En suma, los brasileños tienen una relación con su dictadura diferente de la de los argentinos, los uruguayos e incluso los chilenos, que en cierto modo atenúa los reflejos antiautoritarios en un país que nunca juzgó a sus represores.
La última tendencia que vale la pena identificar es el malestar antipolítico y la crisis de representación que produjo la combinación de recesión económica, estancamiento social y escándalos de corrupción. Aunque el Lava Jato involucra a casi toda la clase política, sin distinguir ideología ni partido, para muchos brasileños es responsabilidad sobre todo del PT.
Como la brasileña es una sociedad históricamente poco inclinada a manifestarse en las calles, que ha tramitado sus principales cambios históricos, de la Independencia al fin de la esclavitud, del Estado Novo a la recuperación de la democracia, mediante acuerdos entre elites, de manera relativamente pacífica, este sentimiento antisistema no se expresa por vía del estallido. En Brasil, no hay «17 de Octubres» ni «diciembres de 2001» como en Argentina o «guerras del gas» como en Bolivia, y sin embargo el clima está: la última encuesta de Latinobarómetro demuestra que el nivel de satisfacción con la democracia es el más bajo de la región.
En este marco, Bolsonaro llevó adelante una campaña desprovista de propuestas concretas de gestión, apenas basada en la fórmula que combina un recientemente adquirido ultraneoliberalismo económico con su clásico autoritarismo social. Si la primera parte de la ecuación está claramente orientada a tranquilizar al establishment, la segunda es una síntesis de una serie de convicciones reaccionarias que viene agitando desde hace décadas, lo cual subraya la idea de un político auténtico, que se muestra tal cual es. Así, con enormes y obvias diferencias, Bolsonaro ingresa a la familia de líderes que, como Donald Trump, Rodrigo Duterte o Viktor Orbán, descubrieron que los barbarismos que les salen del alma no son motivo de vergüenza sino un extraordinario recurso de construcción política en sociedades golpeadas y desorientadas.
Más intuitiva que sociológicamente, Bolsonaro captó estas mutaciones culturales de la sociedad brasileña, percibió mejor que nadie que la crisis que comenzó con las protestas contra Dilma Rousseff en 2013, siguió con el estallido del Lava Jato y continuó con el golpe institucional y la proscripción judicial de Luiz Inácio Lula da Silva no fue un momento pasajero sino un punto de inflexión histórico, un quiebre en el proceso de estabilidad y crecimiento centrista que se extendió durante los dos gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y los tres del PT, que le añadieron un componente de inclusión social formidable.
En el marco de un Brasil afectado por una sensación permanente de inseguridad, desilusionado por la evidencia de la corrupción, con las jerarquías tradicionales jaqueadas, empobrecido y estancado, Bolsonaro ofrece una novedad retro: la promesa de volver a una normalidad extraviada, retornar a un pasado idealizado, recuperar un orden tranquilizador bajo la forma de una «utopía reaccionaria» que remite al clásico bíblico del paraíso perdido.
El flamante presidente, un oscuro diputado federal que hasta hace poco tiempo se contentaba con representar los intereses de los militares, interpretó un conjunto de tendencias que lo preexistían, las explotó con habilidad y las convirtió en un programa, un conjunto de símbolos (como su eslogan «Brasil por encima de todo/Dios por encima de todos») y una candidatura. Quisiera subrayar este punto: Bolsonaro es consecuencia –más que causa– de los dramas de Brasil.
La derecha brasileña, decíamos, ha cambiado. Si se miran con atención los resultados, es fácil comprobar que desde un punto de vista cuantitativo su apoyo se mantuvo estable en las últimas cuatro o cinco elecciones presidenciales. La diferencia es que en el pasado se fragmentaba en la primera vuelta y se unía en el ballotage. Y que si durante dos décadas se expresó en los candidatos del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, cuyo nombre puede llevar a confusión) que, sobre todo en el caso de Cardoso y José Serra, aparecían como más moderados que su electorado, hoy acompaña a un líder claramente más conservador. En otras palabras, el voto de derecha conserva a grandes rasgos su tamaño y su composición social y regional, pero ahora está dispuesto a votar a figuras que hace unos años parecían inelegibles, a apoyar abiertamente –o tolerar en silencio– una propuesta racista, homofóbica y sexista. La derecha brasileña no es más grande: es más intensa y por eso más peligrosa.
Entre las diferentes explicaciones que se ensayaron para dar cuenta de las elecciones presidenciales, y que van del clima antipolítico a los errores tácticos del Partido de los Trabajadores (PT), de la crisis de los partidos conservadores tradicionales a las fake news, me centraré aquí en las mutaciones que viene experimentando un sector de la sociedad brasileña tradicionalmente inclinado hacia las opciones de derecha: entender este punto ayuda a iluminar una serie de tendencias de mediano plazo que a su vez contribuyen a explicar el triunfo de Jair Bolsonaro.
La primera tendencia, la que se encuentra en la superficie de buena parte de los análisis de estas horas, es el sentimiento anti-PT, que se explica en primer lugar por el malestar de sectores acomodados que hasta 2003 estaban demasiado acostumbrados a convivir solo con sus pares de clase: el crecimiento económico, el aumento sostenido del salario real, la ampliación de la cobertura previsional y los programas sociales que caracterizaron la etapa petista produjeron un fenómeno de movilidad ascendente, los famosos 40 millones de brasileños que ingresaron a la clase media, una transformación social mayúscula que hizo que restaurantes, playas y hasta aeropuertos se llenaran de caras nuevas, más pobres y menos «blancas». Decisiones más focalizadas, como las políticas de acción afirmativa para facilitar el acceso de negros e indígenas a las universidades públicas, operaron en el mismo sentido: modificando espacios que hasta el momento estaban reservados a las elites.
El análisis de la composición social del voto, que a grandes rasgos indica que cuanto mayor nivel de ingreso más apoyo al Bolsonaro, confirma que el candidato logró captar el apoyo de quienes vivieron el ciclo de la izquierda como una pérdida de estatus relativo. Este sesgo social, del que se infiere una especie de «revancha de clase», debe sin embargo matizarse señalando que una victoria como la de ayer no se explica solo por el respaldo de los más ricos y las capas medias: franjas relevantes de los sectores populares e incluso de los más pobres apoyaron a la ultraderecha, que por ejemplo arrasó en las favelas de Río de Janeiro.
Al mismo tiempo, al igual que otros países, Brasil viene registrando en los últimos años un fortalecimiento del movimiento feminista y de las demandas de inclusión de las minorías sexuales. Aunque de manera más bien tímida y negociando siempre con los poderes fácticos, el PT desplegó algunas políticas en este sentido, como el programa para evitar la discriminación en las escuelas anunciado por Fernando Haddad como ministro de Educación, que Bolsonaro denominó «kit gay» y usó como excusa para una campaña mentirosa que acusaba al candidato del PT de «promover la homosexualidad» en los niños. En todo caso, esta transformación cultural hacia una sociedad más plural y tolerante comenzó a amenazar un conjunto de valores, conductas y hasta estéticas tradicionales, y a generar resistencia: las encuestas confirman que los varones blancos fueron el principal grupo de apoyo al candidato de ultraderecha, que dedicó parte de su campaña a criticar la «ideología de género» y no ahorró ataques contra los gays y las mujeres.
Esta plataforma fue clave para la alianza con las iglesias evangélicas, que apoyaron de manera abierta a Bolsonaro y contribuyeron a fortalecer el carácter policlasista de su voto. Pero también aquí es necesario introducir una aclaración: la idea de que Edir Macedo ordena votar a un candidato y sus feligreses lo siguen en masa –idea que remite a la muy cristiana figura del rebaño– resulta exagerada. Aunque su influencia es importante, el voto pentecostal es tan complejo como cualquier otro. Por otra parte, el apoyo de los pastores al ex-capitán del Ejército explica, pero también es resultado de su ascenso: fue cuando se dieron cuenta de que había una figura nueva en vertiginoso crecimiento y capaz de expresar sus intereses reaccionarios cuando la mayor parte de las iglesias evangélicas se decidieron a respaldarlo.
La demanda de seguridad y orden, incluso al costo de un recorte de las libertades, los valores democráticos y los derechos humanos, constituye otra tendencia de largo plazo, que en la última etapa fue asumiendo la forma de un «punitivismo desde abajo» justificado en el «nadie hace nada». Por supuesto, el reclamo responde a una realidad: Brasil es uno de los países más inseguros del mundo y tres de las diez ciudades más peligrosas del planeta se ubican en su territorio (aunque aquí también es necesario matizar: el PT obtuvo sus mejores resultados en el Nordeste, donde se registran los peores indicadores de criminalidad, y Bolsonaro en el Sur y el Sureste, que la sufren menos: de hecho arrasó en el estado de San Pablo, donde los índices de homicidios vienen disminuyendo de manera sostenida desde hace años).
Pero más allá de estas notas al pie, lo cierto es que la inseguridad fue uno de los ejes de la campaña. Para los sectores más privilegiados, la demanda de represión puede ser un intento de controlar a los grupos subalternos que adquirieron poder y visibilidad durante la era petista y que hoy son percibidos como una amenaza, en línea con la experiencia histórica que demuestra que los «momentos plebeyos» de ampliación de derechos suelen generar una reacción conservadora. Para los sectores medios-bajos, el punitivismo es una respuesta a lo que a menudo se percibe como los «privilegios indebidos» que reciben los grupos más empobrecidos de la población a través de diversas formas de asistencia estatal, lo que el sociólogo británico Jock Young define como «resentimiento hacia abajo».
El reclamo punitivista se apoya en el prestigio social que aún conservan los militares. Sucede que durante sus dos décadas en el poder la dictadura brasileña desplegó una represión feroz, que incluyó asesinatos y torturas, pero que no alcanzó los niveles de Argentina, Chile y Uruguay. Toleró además una oposición política controlada y mantuvo al Congreso en funcionamiento, lo que más tarde permitió una transición a la democracia gradual y pactada. Pero fue sobre todo el hecho de que el golpe se haya producido una década antes (en 1964) que en otros países del Cono Sur lo que les permitió a los militares brasileños adelantarse a la crisis del petróleo con una gestión económica desarrollista que durante algunos años logró el famoso «milagro». En suma, los brasileños tienen una relación con su dictadura diferente de la de los argentinos, los uruguayos e incluso los chilenos, que en cierto modo atenúa los reflejos antiautoritarios en un país que nunca juzgó a sus represores.
La última tendencia que vale la pena identificar es el malestar antipolítico y la crisis de representación que produjo la combinación de recesión económica, estancamiento social y escándalos de corrupción. Aunque el Lava Jato involucra a casi toda la clase política, sin distinguir ideología ni partido, para muchos brasileños es responsabilidad sobre todo del PT.
Como la brasileña es una sociedad históricamente poco inclinada a manifestarse en las calles, que ha tramitado sus principales cambios históricos, de la Independencia al fin de la esclavitud, del Estado Novo a la recuperación de la democracia, mediante acuerdos entre elites, de manera relativamente pacífica, este sentimiento antisistema no se expresa por vía del estallido. En Brasil, no hay «17 de Octubres» ni «diciembres de 2001» como en Argentina o «guerras del gas» como en Bolivia, y sin embargo el clima está: la última encuesta de Latinobarómetro demuestra que el nivel de satisfacción con la democracia es el más bajo de la región.
En este marco, Bolsonaro llevó adelante una campaña desprovista de propuestas concretas de gestión, apenas basada en la fórmula que combina un recientemente adquirido ultraneoliberalismo económico con su clásico autoritarismo social. Si la primera parte de la ecuación está claramente orientada a tranquilizar al establishment, la segunda es una síntesis de una serie de convicciones reaccionarias que viene agitando desde hace décadas, lo cual subraya la idea de un político auténtico, que se muestra tal cual es. Así, con enormes y obvias diferencias, Bolsonaro ingresa a la familia de líderes que, como Donald Trump, Rodrigo Duterte o Viktor Orbán, descubrieron que los barbarismos que les salen del alma no son motivo de vergüenza sino un extraordinario recurso de construcción política en sociedades golpeadas y desorientadas.
Más intuitiva que sociológicamente, Bolsonaro captó estas mutaciones culturales de la sociedad brasileña, percibió mejor que nadie que la crisis que comenzó con las protestas contra Dilma Rousseff en 2013, siguió con el estallido del Lava Jato y continuó con el golpe institucional y la proscripción judicial de Luiz Inácio Lula da Silva no fue un momento pasajero sino un punto de inflexión histórico, un quiebre en el proceso de estabilidad y crecimiento centrista que se extendió durante los dos gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y los tres del PT, que le añadieron un componente de inclusión social formidable.
En el marco de un Brasil afectado por una sensación permanente de inseguridad, desilusionado por la evidencia de la corrupción, con las jerarquías tradicionales jaqueadas, empobrecido y estancado, Bolsonaro ofrece una novedad retro: la promesa de volver a una normalidad extraviada, retornar a un pasado idealizado, recuperar un orden tranquilizador bajo la forma de una «utopía reaccionaria» que remite al clásico bíblico del paraíso perdido.
El flamante presidente, un oscuro diputado federal que hasta hace poco tiempo se contentaba con representar los intereses de los militares, interpretó un conjunto de tendencias que lo preexistían, las explotó con habilidad y las convirtió en un programa, un conjunto de símbolos (como su eslogan «Brasil por encima de todo/Dios por encima de todos») y una candidatura. Quisiera subrayar este punto: Bolsonaro es consecuencia –más que causa– de los dramas de Brasil.
La derecha brasileña, decíamos, ha cambiado. Si se miran con atención los resultados, es fácil comprobar que desde un punto de vista cuantitativo su apoyo se mantuvo estable en las últimas cuatro o cinco elecciones presidenciales. La diferencia es que en el pasado se fragmentaba en la primera vuelta y se unía en el ballotage. Y que si durante dos décadas se expresó en los candidatos del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, cuyo nombre puede llevar a confusión) que, sobre todo en el caso de Cardoso y José Serra, aparecían como más moderados que su electorado, hoy acompaña a un líder claramente más conservador. En otras palabras, el voto de derecha conserva a grandes rasgos su tamaño y su composición social y regional, pero ahora está dispuesto a votar a figuras que hace unos años parecían inelegibles, a apoyar abiertamente –o tolerar en silencio– una propuesta racista, homofóbica y sexista. La derecha brasileña no es más grande: es más intensa y por eso más peligrosa.