La deuda externa se ha consolidado como uno de los principales mecanismos de dominación sobre los países periféricos por parte de las potencias centrales y el poder económico financiero. El debate sobre la reforma de los procesos de reestructuración de deudas refleja con claridad esa tensión.
Hasta comienzos del siglo XX, durante el tiempo de la llamada “diplomacia del cañón”, las potencias zanjaban las crisis de deuda apropiándose por la fuerza de territorios o rentas del deudor. Posteriormente se crearon instancias multilaterales como el Club de París y el FMI, cuya intervención suprimió la pólvora pero mantuvo, en lo esencial, los desequilibrios estructurales que fundaban las crisis de deuda. Hasta que llegó la titularización de deudas: desde entonces las mismas dejaron de ser créditos bilaterales entre países (o entre países y bancos) y pasaron a ser títulos emitidos por los deudores, asesorados por bancos de inversión internacionales, que son negociados continuamente en los mercados globales de capital. Se trata de deudas públicas emitidas en su mayoría bajo legislación norteamericana e inglesa, y en monedas diferentes a la local, que son adquiridas por inversores externos y nacionales. Por lo tanto, ante una cesación de pagos los países deben negociar con una multiplicidad de actores, y ante un poder judicial foráneo.
Luego de la crisis de 2001, la Argentina llevó a cabo dos reestructuraciones de deuda (en 2005 y 2010) que fueron aceptadas por el 93 % de los acreedores. Del resto, la parte correspondiente a los fondos buitre —11.500 millones de dólares adeudados entre capital e intereses según estimaciones oficiales— eligió forzar el cobro total (más punitorios) de sus acreencias a través de la vía judicial, amparándose en la cláusula pari passu. Esa cláusula, cuya traducción sería “con igual paso”, procura evitar la discriminación injustificada entre acreedores.
Por ley la Argentina no reconoció más derecho a los acreedores que no aceptaron las reestructuraciones que el mismo que le otorgó al 93 % que sí lo hizo. Un centavo más para los holdouts era injusto para el resto de los acreedores y volvía más inestable al sistema financiero internacional, ya que desincentivaba las reestructuraciones negociadas.
Pero la justicia estadounidense (porque el fallo de Griesa, vale recordar, fue ratificado por la Cámara de Apelaciones y la Corte de ese país) dio un espaldarazo a la posición de los buitres a través de una sugestiva interpretación del pari passu: a cada cual lo que le corresponde, en función de lo que aceptó. Al 93 % que aceptó el canje de deuda, lo prometido en esos títulos; a los fondos litigantes, lo que obtuvieran en sede judicial, que, para Griesa, era el 100 % del capital más intereses y punitorios. Así, mientras el 93 % había aceptado quitas sobre el valor nominal del orden del 35 o 40 %, los buitres obtendrían retornos exorbitantes sobre la inversión realizada.
Para asegurar el cumplimiento de la sentencia, Griesa condicionó los pagos a los acreedores que habían entrado en el canje a que los buitres cobren sus demandas.
El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner evitó cumplir el fallo. Aceptarlo implicaba legitimar el comportamiento rapaz de estos fondos litigantes y, debido a la existencia de la cláusula RUFO, exponerse a demandas del 93 % restante. Al mismo tiempo, promovió la sanción en la ONU del Marco de Reestructuración de Deudas Soberanas, que protege a deudores y acreedores del accionar de los fondos litigantes.
A partir de la asunción de Macri, la posición argentina se volvió notoriamente cooperativa, ya que se consideraba imperioso resolver este conflicto para restablecer el financiamiento externo, hoy limitado por el riesgo de embargos. A cambio de una oferta generosa con los buitres, que reconoce todos sus reclamos (incluido el pago de las costas legales) con un descuento del 25 % sobre valores extremadamente inflados (pues las ganancias sobre capital son multimillonarias), Griesa condicionó su aval para superar el conflicto a la derogación de las leyes que dificultaban ese acuerdo.
Los especialistas no descartan el riesgo de futuros reclamos por parte del 93 %, quienes, amparados en una reinterpretación del pari passu, podrían exigir pagos por el equivalente al PBI argentino. Irónicamente, podrían apoyarse en los principios del Marco de Reestructuración de Deudas Soberanas sancionado en la ONU, que la Argentina convirtió recientemente en ley de orden público y que, curiosamente, Cambiemos no ha exigido derogar.
Si bien la existencia de una sentencia de la justicia norteamericana condicionaba el margen de negociación de la Argentina, la urgencia en concluir la controversia debilitó aún más la posición negociadora del gobierno argentino, que logró que la Honorable Cámara de Diputados apruebe un acuerdo que erosiona la seguridad jurídica y la estabilidad financiera futura. Adicionalmente, esto implicará para el país la realización de un nuevo y masivo endeudamiento externo (por alrededor de 12.000 millones de dólares), con el consecuente incremento en el capital de la deuda y el pago de los intereses asociados.
La resolución del diferendo o, más atinadamente, la decisión de la administración Macri de ceder ante los reclamos de lo peor del sistema financiero internacional, es presentada como la única opción posible. De lo contrario, no quedaría más remedio que avanzar en un ajuste drástico de la economía y/o sobrellevar un estallido hiperinflacionario. El restablecimiento de vínculos con el mundo financiero, que se complementa con las cavilaciones en torno a “regresar al FMI” y el no cuestionamiento a la legalidad de la deuda, no sólo permitiría afrontar el cuadro de restricción externa existente, sino también, se señala, generar recursos para promover inversiones en pos del desarrollo nacional.
A juzgar por lo que ha venido realizando el gobierno en materia de política económica al cabo de tres intensos meses de gestión, surgen numerosos interrogantes en cuanto a que ese sea el objetivo real. Entre otras cosas, basta con mencionar:
— Se reeditó la bicicleta financiera con rendimientos muy elevados en moneda extranjera, al tiempo que se emitió nueva deuda en un esquema que implicó el canje de deuda intraestatal por deuda exigible en manos de la banca extranjera (operación por la cual se recibieron en efectivo la mitad de los fondos emitidos en nueva deuda, que además paga casi el 8 % anual de interés en dólares).
— Se eliminaron los controles cambiarios. Con lo cual, el capital extranjero radicado en el país tiene plena libertad para la remisión de utilidades y dividendos al exterior, lo mismo que los grandes capitales nacionales a instancias de su histórica “propensión a la fuga”. En estos meses, la mayoría de las empresas ligadas a estas fracciones del poder económico han visto engrosar sus ganancias merced a la fuerte devaluación del peso (superior al 50 %) y la eliminación de las retenciones a las exportaciones agropecuarias (salvo la soja y sus derivados, cuyas alícuotas se redujeron y seguirán haciéndolo de modo paulatino), las industriales y las mineras. Articulado con otros fenómenos (como la fijación oligopólica de precios), ello desembocó en un fuerte incremento de precios que, sumados a la elevada inflación heredada, ha castigado a los sectores populares en general y a la población de menores ingresos en particular.
— Se está avanzando hacia un esquema de creciente liberalización comercial que es de esperar conlleve la profundización de la dualidad estructural del sector industrial argentino. Es decir, el afianzamiento de la reprimarización de la estructura productiva y un cuadro fuertemente deficitario de la balanza comercial del sector (sobre todo en los rubros con mayor potencial en términos de encadenamientos interindustriales, creación directa e indirecta de empleo, incremento de las exportaciones netas, difusión del progreso técnico, etc.).
Así, antes que promover el desarrollo nacional, el nuevo ciclo de endeudamiento que seguro se iniciará en el marco de la “solución” a la disputa con los buitres servirá fundamentalmente para el restablecimiento de la acumulación sobre bases financieras y la profundización de muchas problemáticas estructurales que dejaron como saldo más de una década de gobiernos kirchneristas y que, desde hace varios años, confluyeron de manera ostensible bajo la forma de restricción externa: salida de divisas por diversas vías asociada a la operatoria del capital extranjero predominante y los sectores más concentrados de la burguesía doméstica, y dependencia externa del sector industrial.
En la medida que el aumento de la deuda que se avecina no tendrá como destino producir cambios en la estructura productiva que mejoren la competitividad de ciertas actividades ahorradoras o generadores de divisas, el nuevo endeudamiento, sumado a los intereses, seguramente será cubiertos por la vía de la emisión de nueva deuda. En ese contexto, el riesgo de que este proceso, conocido como roll over, desemboque en una nueva crisis de la deuda es por demás elevado. Y la sociedad argentina tiene una vasta experiencia sobre cómo se resolvieron esas crisis: con un fenomenal avance en contra de los ingresos y las condiciones de vida de los trabajadores.
* Ambos son doctores en Ciencias Sociales e investigadores del CONICET en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la UNSAM. Nemiña se especializa en el rol del Fondo Monetario Internacional en las crisis financieras, las transformaciones recientes en la economía política internacional y el proceso de desarrollo económico argentino. Schorr se especializa en la evolución del sector industrial argentino en las últimas décadas y las restricciones al desarrollo económico y el rol de las clases dominantes en la Argentina contemporánea.
Esta columna también se publicó en Revista Anfibia
Hasta comienzos del siglo XX, durante el tiempo de la llamada “diplomacia del cañón”, las potencias zanjaban las crisis de deuda apropiándose por la fuerza de territorios o rentas del deudor. Posteriormente se crearon instancias multilaterales como el Club de París y el FMI, cuya intervención suprimió la pólvora pero mantuvo, en lo esencial, los desequilibrios estructurales que fundaban las crisis de deuda. Hasta que llegó la titularización de deudas: desde entonces las mismas dejaron de ser créditos bilaterales entre países (o entre países y bancos) y pasaron a ser títulos emitidos por los deudores, asesorados por bancos de inversión internacionales, que son negociados continuamente en los mercados globales de capital. Se trata de deudas públicas emitidas en su mayoría bajo legislación norteamericana e inglesa, y en monedas diferentes a la local, que son adquiridas por inversores externos y nacionales. Por lo tanto, ante una cesación de pagos los países deben negociar con una multiplicidad de actores, y ante un poder judicial foráneo.
Luego de la crisis de 2001, la Argentina llevó a cabo dos reestructuraciones de deuda (en 2005 y 2010) que fueron aceptadas por el 93 % de los acreedores. Del resto, la parte correspondiente a los fondos buitre —11.500 millones de dólares adeudados entre capital e intereses según estimaciones oficiales— eligió forzar el cobro total (más punitorios) de sus acreencias a través de la vía judicial, amparándose en la cláusula pari passu. Esa cláusula, cuya traducción sería “con igual paso”, procura evitar la discriminación injustificada entre acreedores.
Por ley la Argentina no reconoció más derecho a los acreedores que no aceptaron las reestructuraciones que el mismo que le otorgó al 93 % que sí lo hizo. Un centavo más para los holdouts era injusto para el resto de los acreedores y volvía más inestable al sistema financiero internacional, ya que desincentivaba las reestructuraciones negociadas.
Pero la justicia estadounidense (porque el fallo de Griesa, vale recordar, fue ratificado por la Cámara de Apelaciones y la Corte de ese país) dio un espaldarazo a la posición de los buitres a través de una sugestiva interpretación del pari passu: a cada cual lo que le corresponde, en función de lo que aceptó. Al 93 % que aceptó el canje de deuda, lo prometido en esos títulos; a los fondos litigantes, lo que obtuvieran en sede judicial, que, para Griesa, era el 100 % del capital más intereses y punitorios. Así, mientras el 93 % había aceptado quitas sobre el valor nominal del orden del 35 o 40 %, los buitres obtendrían retornos exorbitantes sobre la inversión realizada.
Para asegurar el cumplimiento de la sentencia, Griesa condicionó los pagos a los acreedores que habían entrado en el canje a que los buitres cobren sus demandas.
El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner evitó cumplir el fallo. Aceptarlo implicaba legitimar el comportamiento rapaz de estos fondos litigantes y, debido a la existencia de la cláusula RUFO, exponerse a demandas del 93 % restante. Al mismo tiempo, promovió la sanción en la ONU del Marco de Reestructuración de Deudas Soberanas, que protege a deudores y acreedores del accionar de los fondos litigantes.
A partir de la asunción de Macri, la posición argentina se volvió notoriamente cooperativa, ya que se consideraba imperioso resolver este conflicto para restablecer el financiamiento externo, hoy limitado por el riesgo de embargos. A cambio de una oferta generosa con los buitres, que reconoce todos sus reclamos (incluido el pago de las costas legales) con un descuento del 25 % sobre valores extremadamente inflados (pues las ganancias sobre capital son multimillonarias), Griesa condicionó su aval para superar el conflicto a la derogación de las leyes que dificultaban ese acuerdo.
Los especialistas no descartan el riesgo de futuros reclamos por parte del 93 %, quienes, amparados en una reinterpretación del pari passu, podrían exigir pagos por el equivalente al PBI argentino. Irónicamente, podrían apoyarse en los principios del Marco de Reestructuración de Deudas Soberanas sancionado en la ONU, que la Argentina convirtió recientemente en ley de orden público y que, curiosamente, Cambiemos no ha exigido derogar.
Si bien la existencia de una sentencia de la justicia norteamericana condicionaba el margen de negociación de la Argentina, la urgencia en concluir la controversia debilitó aún más la posición negociadora del gobierno argentino, que logró que la Honorable Cámara de Diputados apruebe un acuerdo que erosiona la seguridad jurídica y la estabilidad financiera futura. Adicionalmente, esto implicará para el país la realización de un nuevo y masivo endeudamiento externo (por alrededor de 12.000 millones de dólares), con el consecuente incremento en el capital de la deuda y el pago de los intereses asociados.
La resolución del diferendo o, más atinadamente, la decisión de la administración Macri de ceder ante los reclamos de lo peor del sistema financiero internacional, es presentada como la única opción posible. De lo contrario, no quedaría más remedio que avanzar en un ajuste drástico de la economía y/o sobrellevar un estallido hiperinflacionario. El restablecimiento de vínculos con el mundo financiero, que se complementa con las cavilaciones en torno a “regresar al FMI” y el no cuestionamiento a la legalidad de la deuda, no sólo permitiría afrontar el cuadro de restricción externa existente, sino también, se señala, generar recursos para promover inversiones en pos del desarrollo nacional.
A juzgar por lo que ha venido realizando el gobierno en materia de política económica al cabo de tres intensos meses de gestión, surgen numerosos interrogantes en cuanto a que ese sea el objetivo real. Entre otras cosas, basta con mencionar:
— Se reeditó la bicicleta financiera con rendimientos muy elevados en moneda extranjera, al tiempo que se emitió nueva deuda en un esquema que implicó el canje de deuda intraestatal por deuda exigible en manos de la banca extranjera (operación por la cual se recibieron en efectivo la mitad de los fondos emitidos en nueva deuda, que además paga casi el 8 % anual de interés en dólares).
— Se eliminaron los controles cambiarios. Con lo cual, el capital extranjero radicado en el país tiene plena libertad para la remisión de utilidades y dividendos al exterior, lo mismo que los grandes capitales nacionales a instancias de su histórica “propensión a la fuga”. En estos meses, la mayoría de las empresas ligadas a estas fracciones del poder económico han visto engrosar sus ganancias merced a la fuerte devaluación del peso (superior al 50 %) y la eliminación de las retenciones a las exportaciones agropecuarias (salvo la soja y sus derivados, cuyas alícuotas se redujeron y seguirán haciéndolo de modo paulatino), las industriales y las mineras. Articulado con otros fenómenos (como la fijación oligopólica de precios), ello desembocó en un fuerte incremento de precios que, sumados a la elevada inflación heredada, ha castigado a los sectores populares en general y a la población de menores ingresos en particular.
— Se está avanzando hacia un esquema de creciente liberalización comercial que es de esperar conlleve la profundización de la dualidad estructural del sector industrial argentino. Es decir, el afianzamiento de la reprimarización de la estructura productiva y un cuadro fuertemente deficitario de la balanza comercial del sector (sobre todo en los rubros con mayor potencial en términos de encadenamientos interindustriales, creación directa e indirecta de empleo, incremento de las exportaciones netas, difusión del progreso técnico, etc.).
Así, antes que promover el desarrollo nacional, el nuevo ciclo de endeudamiento que seguro se iniciará en el marco de la “solución” a la disputa con los buitres servirá fundamentalmente para el restablecimiento de la acumulación sobre bases financieras y la profundización de muchas problemáticas estructurales que dejaron como saldo más de una década de gobiernos kirchneristas y que, desde hace varios años, confluyeron de manera ostensible bajo la forma de restricción externa: salida de divisas por diversas vías asociada a la operatoria del capital extranjero predominante y los sectores más concentrados de la burguesía doméstica, y dependencia externa del sector industrial.
En la medida que el aumento de la deuda que se avecina no tendrá como destino producir cambios en la estructura productiva que mejoren la competitividad de ciertas actividades ahorradoras o generadores de divisas, el nuevo endeudamiento, sumado a los intereses, seguramente será cubiertos por la vía de la emisión de nueva deuda. En ese contexto, el riesgo de que este proceso, conocido como roll over, desemboque en una nueva crisis de la deuda es por demás elevado. Y la sociedad argentina tiene una vasta experiencia sobre cómo se resolvieron esas crisis: con un fenomenal avance en contra de los ingresos y las condiciones de vida de los trabajadores.
* Ambos son doctores en Ciencias Sociales e investigadores del CONICET en el Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la UNSAM. Nemiña se especializa en el rol del Fondo Monetario Internacional en las crisis financieras, las transformaciones recientes en la economía política internacional y el proceso de desarrollo económico argentino. Schorr se especializa en la evolución del sector industrial argentino en las últimas décadas y las restricciones al desarrollo económico y el rol de las clases dominantes en la Argentina contemporánea.
Esta columna también se publicó en Revista Anfibia