«Quién es?», pregunta, en inglés, un hombre que nació en Irlanda y ahora está parado frente a un grupo de 28 adolescentes en un aula en Boulogne, diez kilómetros al norte de la ciudad de Buenos Aires. «¿Quién es?», vuelve a preguntar, y en cualquier momento la tensión se va a romper, cuando alguno de esos 28 chicos de suéter bordó y pantalón gris no aguante más la risa. Es 1984 y están de moda los relojes Casio, que lanzan un sonido agudo -un pi pi pi- cada vez que cambia la hora. A pesar de que el profesor de History -el brother- ya lo advirtió más de una vez -nada de pi pi pi en su clase-, ahora a la alarma que lo interrumpió se suman otras: un coro de relojes de pulsera, escondidos en el techo del aula, dentro de una estructura de chapa que los alumnos desarmaron y volvieron a armar durante el recreo. Finalmente, un alumno sentado en primera fila pierde el control: aparece una sonrisa en sus labios, seguida de una risa incómoda. La escena termina cuando ese alumno es sacado del aula de las patillas.
Los últimos dos años fueron raros para el Cardenal Newman. Para el colegio fundado en 1947 por la congregación católica de los Irish Christian Brothers, nunca había sido tan difícil mantener el perfil bajo, una característica que, coinciden directivos y ex alumnos, siempre les gustó tener y que se vio vulnerada por primera vez el 22 de noviembre de 2015, cuando Mauricio Macri, un egresado de la camada 76, fue elegido Presidente de la Nación. Enseguida, la estructura del nuevo gobierno empezó a llenarse de nombres y apellidos y la lista de ex alumnos en posiciones de poder fue creciendo. Alfonso Prat Gay, ministro de Hacienda; Jorge Triaca, ministro de Trabajo; Emilio Basavilbaso, al frente de la Anses, y José Torello, jefe de Asesores del Presidente, son algunos de esos nombres. Por primera vez, el Newman fue objeto de interés para los medios de comunicación y empezaron a aparecer títulos como «El Newman: del rugby a la política, la escuela del dinero y el poder» (Perfil), «Los «Newman Boys», los amigos de Macri que llegan a la Casa Rosada» (Apertura), y «La balada triste de los Newman Boys» , por el escritor Juan Forn, otro ex alumno (Página/12).
En su primera reunión como presidente de la asociación de ex alumnos, Marcos Monpelat entró al edificio donde vivían los brothers cuando era alumno. En aquel tiempo -Monpelat empezó primer grado en 1976-, había alrededor de veinte hermanos, a cargo de la dirección y de las aulas. «Para nosotros, ese lugar era un misterio. Está enfrente de las canchas de rugby y había un pasillo por el que los veías pasar y pensabas: ¿qué habrá ahí?», recuerda.
Hoy, los pocos brothers que quedan ya no viven en el campus y su función en el colegio es sólo simbólica. En la década del 90, la necesidad de tener más profesores para una currícula moderna y la baja en la cantidad de vocaciones en el mundo hicieron que fuera cada vez más difícil abastecer de hermanos irlandeses a las instituciones de la congregación, y el colegio empezó una transición que hoy ya está completa. El director y los profesores son laicos y hay un board compuesto por ex alumnos, padres y madres. Hay 1100 alumnos -Alberto Olivero no dice «alumnos», dice «familias»-, que cursan todos los días de 8 a 16. El treinta por ciento de los alumnos viene de la Capital, otro treinta de San Isidro y alrededores y el resto de la zona norte, de Tigre a Pilar. A diferencia de otros colegios tradicionales, como el Champagnat y el Northlands, que se hicieron mixtos, el Newman sigue siendo exclusivo para hombres y no hay planes de que eso cambie.
«Ahora abrieron el sector de los brothers porque ya no vive nadie -sigue Monpelat-. Les conté a algunos ex alumnos que había entrado y no lo podían creer. En los cuartos entraba una cama, un baño y no mucho más, era muy distinto al imaginario que nos habíamos armado.»
El Newman es un colegio que sigue formando parte de las vidas de muchos ex alumnos aun cuando pasaron décadas desde que egresaron. Un alumno de la camada 75 comenta: «Mi mujer no lo entiende. «Sos ateo, no quisiste mandar a tus hijos al colegio y estás todo el día con el grupo de WhatsApp de ex alumnos», me dice. Es como un vínculo que siempre fue distinto a otros». Monpelat agrega: «A la última cena de fin de año fueron casi mil alumnos, de los cerca de tres mil que existen. Y no es porque haya ido Macri a hablar -fue a entregarle al ministro Jorge Triaca el premio al ex alumno distinguido de 2016, siempre se llega más o menos a ese número». Otro, en la treintena, agrega: «Funciona un poco como una profecía autocumplida. Tanto que tenés gente que quizá la pasó mal en el colegio, excluida, pero que igual termina quedando adentro y en el grupo a los 40 años».
Un caballo pierde el control en Waterford, Irlanda, una ciudad de calles estrechas y arquitectura medieval. Es 1789. El carruaje vuelca y su pasajera, una mujer embarazada, muere en el accidente. La beba sobrevive al nacimiento prematuro, pero queda discapacitada. El viudo es Edmund Rice, uno de los hombres más ricos del pueblo, quien unos años después de la tragedia vende su negocio -dedicado a la industria naviera- y se vuelca a la religión y la educación, combinadas. Rice había sido educado en el catolicismo durante las leyes penales que, en una Irlanda dominada por Inglaterra, condenaban la práctica de la religión católica, y que no fueron abolidas hasta bien entrado el siglo XIX. Al colegio que funda para educar a chicos pobres, llegan a ayudarlo algunos seguidores de su proyecto, y se convierten en profesores, y luego en una congregación religiosa de hombres. La cantidad de alumnos crece de tal manera que abren otro colegio en Waterford. En 1820, el Papa Pío VII oficializa la congregación y les permite, así, enviar a hermanos a distintos puntos de Europa, primero, y del mundo, después.
En 1845, un presbítero anglicano llamado John Henry Newman, que había impulsado la adopción de elementos del catolicismo por parte de la iglesia anglicana, se convierte finalmente a la religión católica. En 1947, en Buenos Aires, la voluntad de un grupo de padres de mandar a sus hijos a un colegio para varones, bilingüe y católico se encuentra con la de unos Irish Christian Brothers que se instalan en la Argentina.
Hace dos años que volvió la democracia. En los parlantes que acaban de instalar en todos los ambientes comunes del colegio, Lunes por la madrugada, de los Abuelos de la Nada, entra en fade out y deja lugar a la voz de Carlos José «Bebe» Contepomi, de 16 años. «Son las 10 de la mañana y la temperatura es de 16 grados. No se olviden de que el miércoles hay un taller de plástica y que el viernes toca el grupo Folklore en el hall principal». Tres décadas después, en su productora en Palermo, Contepomi, ex alumno junto a cuatro hermanos suyos -uno de ellos cura y otros dos, Felipe y Manuel, emblemas de Los Pumas y el rugby argentino-, recuerda: «Por pedido mío y de algunos chicos más, pusieron parlantes en todos los pasillos e hicieron un estudio de radio. En los recreos poníamos música o leíamos cuentos que escribíamos. Con un profesor de música, hicimos el Newman Fest. El punto más alto fue cuando vinieron a tocar dos de los Fabulosos Cadillacs».
No hay matices en el recuerdo feliz que tiene el periodista de sus años en el colegio, al que ahora asiste su hijo Vicente. «Yo era bastante distinto. Me vestía raro. Le robaba a mi hermano cura las camisas negras para vestirme como new romantic. Y el Newman no es un colegio que tenga como fin principal sacar músicos o periodistas. Pero no es que me dijeron rock acá no se escucha, ponete a leer la Biblia. Creo que Newman boy es un término muy antiguo. ¿Qué es un Newman boy? ¿Soy yo? ¿Es mi hermano Felipe que fue capitán de Los Pumas? ¿Es mi hermano cura? Hay gente de todo tipo. Hay un presidente, hay ministros, hay músicos, hay escritores, hay abogados, hay desocupados. Me parece que se dice lo de elite justo ahora porque hay mucha gente del Newman en el Gobierno. Yo preguntaría si la provincia de Santa Cruz genera ciudadanos de elite, o la Rioja en su momento».
¿Por qué, si los colegios de la congregación de los Christian Irish Brothers nacieron con la intención de educar a chicos pobres, el Newman fue desde sus inicios un colegio más relacionado con la alta sociedad, con el establishment económico y político? No hay una respuesta clara, pero la más satisfactoria es que, al momento de su fundación, era el único colegio que reunía las características de católico, bilingüe y masculino. A la comunidad que rodea el colegio, sin embargo, la palabra elite no le resulta cómoda.
Monpelat concede: «Capaz que a los chicos hoy les puede parecer guau que haya un ex alumno presidente y los ministros y toda la movida. También es cierto que hay un nivel de contactos que es un capital profesional tremendo y eso claramente ayuda. Pero nadie diría con orgullo que es un colegio de elite. Es un buen colegio, caro si querés, pero, ¿de elite? Es el colegio al que fuiste o al que vas.» Hoy, la cuota del Newman arranca, en primer grado, en diez mil pesos mensuales.
En el libro La educación de los que influyen, de la periodista Luciana Vázquez, Mauricio Macri fue entrevistado sobre su paso por el Cardenal Newman, al que también fue su hijo Francisco: «Es un colegio que te marca -le dijo el ahora Presidente-. No tanto por el nivel académico, que en mi época era muy flojo, aunque ahora ha mejorado, sino por la forma de educación. Un colegio con una disciplina muy severa. Con curas que tenían mucha personalidad. Y el estilo de conducción de los curas unía a los alumnos. Se unían para protegerse».
Victoria Gessaghi es doctora en antropología social y autora de La educación de la clase alta argentina, un libro que recorre las trayectorias educativas de tres generaciones pertenecientes a las familias tradicionales. «Aquellos que eligen instituciones como el Newman -dice- lo que esgrimen es que no lo hacen porque forma parte de la elite, sino porque es un proyecto familiar. Lo que los padres buscan ahí es un espacio de socialización para sus hijos en determinados valores, que están relacionados a la familia y la religión católica, y que les da una buena educación, pero no necesariamente de excelencia. Es un grupo que construye un «nosotros» que se legitima a partir de una idea de mérito distinta a la de, por ejemplo, el Nacional Buenos Aires, que está muy basada en el esfuerzo académico».
En un país donde los sectores medios siempre tuvieron acceso a la educación, explica Gessaghi, la vía académica no puede ser un indicador de distinción social para las clases altas. Tampoco el dinero puede serlo, al menos no de forma explícita: «En colegios como el Newman, la idea de mérito se carga con un sentido diferente; es mérito de ser una elite en términos morales, supuestamente. Se quieren distinguir mucho de una elite económica. Hacen mucha diferencia con los «nuevos ricos». Aunque la mayoría tenga mucho dinero, el foco no está puesto ahí, sino en el esfuerzo que demanda mantenerse en determinadas conductas, en ser solidarios, buenas personas, no hacer diferencias con aquellos que están muy distantes en la posición social».
Un adolescente le roba el auto a su padre. Es de noche. Es su anteúltimo año de colegio y esa tarde se enteró de que a dos de sus mejores amigos los expulsaron y que no van a terminar el colegio con él. Los pasa a buscar por sus casas. Es 1972 y al que se dirigen es un edificio nuevo. Cuando iban a la primaria, el colegio quedaba en la avenida Belgrano, a unas cuadras de la Plaza del Congreso, en una construcción antigua, llena de recovecos, con líneas menos puras y rectas que el que ahora aparece frente al parabrisas.
La primera piedra rebota contra la pared. La segunda da justo en el ángulo de una ventana del primer piso y la raja, pero no la estalla. La tercera provoca el ruido de los vidrios rotos y el regreso precipitado de los chicos al auto, que vuelve a tomar la autopista. Su conductor tampoco va a terminar el secundario en el Newman.
En esa época, las expulsiones eran corrientes. Cada año se iban cuatro o cinco alumnos, recuerda Enrique Waterhouse, que entró al colegio en primer grado en 1967, cuando todavía quedaba en el centro, y se fue en 1977, también expulsado. «Mirando para atrás, el que no pertenecía era yo. Es un colegio que tiene una identidad muy marcada, católica y conservadora, y yo era ateo desde los 12 años. Cuando había misa, me escondía en el baño y después, cuando todos salían, me integraba al grupo. Además, me portaba mal. Pero también es verdad que la represión excesiva engendraba comportamientos rebeldes. Cuando me cambié al Champagnat, que para muchos era severo, a mí me parecía un lugar budista en comparación», sigue. El relato de Waterhouse está lleno de anécdotas de violencia. A uno de sus hermanos, por ejemplo, un brother lo sentó dentro del tacho de basura del aula y lo dejó ahí hasta que terminó la hora, «porque ése era su lugar».
Para Waterhouse, sin embargo, no se puede hablar de la violencia de esa época en el colegio sin hablar del contexto. «La Argentina de los años 60 y 70 era un lugar asfixiante, aún antes de la dictadura militar. El contexto era represivo. Y también hay que pensar, no ya en el Newman, sino en Irlanda. El tipo que te estaba educando a vos se había formado en la Irlanda de los años 40 o 50, que era un país subdesarrollado. Y ni siquiera era cura, que tenían que estudiar diez años y saber latín. Eran profesores a los que hoy echarían de cualquier lado», dice.
En un escritorio de la biblioteca del Cardenal Newman, cuatro chicos de 17 años juegan al póquer. Son alumnos de intercambio, ingleses, y por la dificultad del idioma -hoy, el Newman tiene materias en inglés y otras en castellano- hay clases que no toman y se convierten en horas libres. Cada uno tiene un auricular blanco conectado a un solo oído. Están viviendo en casas de familias de chicos que van a ser recibidos en Inglaterra cuando viajen a su última gira de rugby. Suena el timbre -es, en realidad, un sonido como el que anuncia los turnos en una sala de espera, reproducido por los mismos parlantes que instalaron en 1985-, y en el pasillo al que da la biblioteca un grupo de tercer grado vuelve para ocupar el aula en el que trabajan dos fotógrafos de La Nación revista. «Chicos, esperen un segundo afuera», les dice Alberto Olivero. Con apenas un gesto suave de la maestra, los alumnos se sientan en el piso, organizados en dos filas, y hablan tranquilos. Vienen de pasar el recreo en el césped, coronado por las H blancas, los arcos de rugby, un signo tan distintivo del Newman como el león del escudo. Dice Waterhouse sobre el deporte en su época: «Tenías a los que jugaban al rugby en la A, que eran los héroes, a los que jugaban en la B, que la peleaban, los de blanco, que jugaban al tenis, y los marcianos, que hacían atletismo».
Ahora, en el recorrido por el colegio, Olivero se apura en incluir a otros deportes en el relato sobre el Newman: los chicos hacen atletismo y juegan al fútbol, vóley y básquet. La educación artística también ocupa un lugar importante en el colegio. Según el director: «Tiene que ver con conectar a los chicos con su vida, con sus sentimientos, y eso también es parte de la formación espiritual». Catequesis, en el Newman, se llama Pastoral y tiene una impronta solidaria muy activa.
El timbre vuelve a sonar y ahora los alumnos tienen una hora de almuerzo. Con mesas largas e islas de acero donde les sirven el menú, el comedor parece sacado de una película hollywoodense sobre una secundaria. Las ventanas dan a las canchas de rugby y ahí, entre los arcos, se ve un tramo de la Panamericana. Hace sólo algunas décadas, cuando los brothers todavía eran la autoridad y el colegio recién se había mudado a Boulogne, los chicos de suéter bordó y pantalón gris solían hacer dedo al costado de la autopista para que algún auto los acercara de vuelta a la Capital. Era un mundo distinto, en el Newman y en todos lados.
Los últimos dos años fueron raros para el Cardenal Newman. Para el colegio fundado en 1947 por la congregación católica de los Irish Christian Brothers, nunca había sido tan difícil mantener el perfil bajo, una característica que, coinciden directivos y ex alumnos, siempre les gustó tener y que se vio vulnerada por primera vez el 22 de noviembre de 2015, cuando Mauricio Macri, un egresado de la camada 76, fue elegido Presidente de la Nación. Enseguida, la estructura del nuevo gobierno empezó a llenarse de nombres y apellidos y la lista de ex alumnos en posiciones de poder fue creciendo. Alfonso Prat Gay, ministro de Hacienda; Jorge Triaca, ministro de Trabajo; Emilio Basavilbaso, al frente de la Anses, y José Torello, jefe de Asesores del Presidente, son algunos de esos nombres. Por primera vez, el Newman fue objeto de interés para los medios de comunicación y empezaron a aparecer títulos como «El Newman: del rugby a la política, la escuela del dinero y el poder» (Perfil), «Los «Newman Boys», los amigos de Macri que llegan a la Casa Rosada» (Apertura), y «La balada triste de los Newman Boys» , por el escritor Juan Forn, otro ex alumno (Página/12).
En su primera reunión como presidente de la asociación de ex alumnos, Marcos Monpelat entró al edificio donde vivían los brothers cuando era alumno. En aquel tiempo -Monpelat empezó primer grado en 1976-, había alrededor de veinte hermanos, a cargo de la dirección y de las aulas. «Para nosotros, ese lugar era un misterio. Está enfrente de las canchas de rugby y había un pasillo por el que los veías pasar y pensabas: ¿qué habrá ahí?», recuerda.
Hoy, los pocos brothers que quedan ya no viven en el campus y su función en el colegio es sólo simbólica. En la década del 90, la necesidad de tener más profesores para una currícula moderna y la baja en la cantidad de vocaciones en el mundo hicieron que fuera cada vez más difícil abastecer de hermanos irlandeses a las instituciones de la congregación, y el colegio empezó una transición que hoy ya está completa. El director y los profesores son laicos y hay un board compuesto por ex alumnos, padres y madres. Hay 1100 alumnos -Alberto Olivero no dice «alumnos», dice «familias»-, que cursan todos los días de 8 a 16. El treinta por ciento de los alumnos viene de la Capital, otro treinta de San Isidro y alrededores y el resto de la zona norte, de Tigre a Pilar. A diferencia de otros colegios tradicionales, como el Champagnat y el Northlands, que se hicieron mixtos, el Newman sigue siendo exclusivo para hombres y no hay planes de que eso cambie.
«Ahora abrieron el sector de los brothers porque ya no vive nadie -sigue Monpelat-. Les conté a algunos ex alumnos que había entrado y no lo podían creer. En los cuartos entraba una cama, un baño y no mucho más, era muy distinto al imaginario que nos habíamos armado.»
El Newman es un colegio que sigue formando parte de las vidas de muchos ex alumnos aun cuando pasaron décadas desde que egresaron. Un alumno de la camada 75 comenta: «Mi mujer no lo entiende. «Sos ateo, no quisiste mandar a tus hijos al colegio y estás todo el día con el grupo de WhatsApp de ex alumnos», me dice. Es como un vínculo que siempre fue distinto a otros». Monpelat agrega: «A la última cena de fin de año fueron casi mil alumnos, de los cerca de tres mil que existen. Y no es porque haya ido Macri a hablar -fue a entregarle al ministro Jorge Triaca el premio al ex alumno distinguido de 2016, siempre se llega más o menos a ese número». Otro, en la treintena, agrega: «Funciona un poco como una profecía autocumplida. Tanto que tenés gente que quizá la pasó mal en el colegio, excluida, pero que igual termina quedando adentro y en el grupo a los 40 años».
Un caballo pierde el control en Waterford, Irlanda, una ciudad de calles estrechas y arquitectura medieval. Es 1789. El carruaje vuelca y su pasajera, una mujer embarazada, muere en el accidente. La beba sobrevive al nacimiento prematuro, pero queda discapacitada. El viudo es Edmund Rice, uno de los hombres más ricos del pueblo, quien unos años después de la tragedia vende su negocio -dedicado a la industria naviera- y se vuelca a la religión y la educación, combinadas. Rice había sido educado en el catolicismo durante las leyes penales que, en una Irlanda dominada por Inglaterra, condenaban la práctica de la religión católica, y que no fueron abolidas hasta bien entrado el siglo XIX. Al colegio que funda para educar a chicos pobres, llegan a ayudarlo algunos seguidores de su proyecto, y se convierten en profesores, y luego en una congregación religiosa de hombres. La cantidad de alumnos crece de tal manera que abren otro colegio en Waterford. En 1820, el Papa Pío VII oficializa la congregación y les permite, así, enviar a hermanos a distintos puntos de Europa, primero, y del mundo, después.
En 1845, un presbítero anglicano llamado John Henry Newman, que había impulsado la adopción de elementos del catolicismo por parte de la iglesia anglicana, se convierte finalmente a la religión católica. En 1947, en Buenos Aires, la voluntad de un grupo de padres de mandar a sus hijos a un colegio para varones, bilingüe y católico se encuentra con la de unos Irish Christian Brothers que se instalan en la Argentina.
Hace dos años que volvió la democracia. En los parlantes que acaban de instalar en todos los ambientes comunes del colegio, Lunes por la madrugada, de los Abuelos de la Nada, entra en fade out y deja lugar a la voz de Carlos José «Bebe» Contepomi, de 16 años. «Son las 10 de la mañana y la temperatura es de 16 grados. No se olviden de que el miércoles hay un taller de plástica y que el viernes toca el grupo Folklore en el hall principal». Tres décadas después, en su productora en Palermo, Contepomi, ex alumno junto a cuatro hermanos suyos -uno de ellos cura y otros dos, Felipe y Manuel, emblemas de Los Pumas y el rugby argentino-, recuerda: «Por pedido mío y de algunos chicos más, pusieron parlantes en todos los pasillos e hicieron un estudio de radio. En los recreos poníamos música o leíamos cuentos que escribíamos. Con un profesor de música, hicimos el Newman Fest. El punto más alto fue cuando vinieron a tocar dos de los Fabulosos Cadillacs».
No hay matices en el recuerdo feliz que tiene el periodista de sus años en el colegio, al que ahora asiste su hijo Vicente. «Yo era bastante distinto. Me vestía raro. Le robaba a mi hermano cura las camisas negras para vestirme como new romantic. Y el Newman no es un colegio que tenga como fin principal sacar músicos o periodistas. Pero no es que me dijeron rock acá no se escucha, ponete a leer la Biblia. Creo que Newman boy es un término muy antiguo. ¿Qué es un Newman boy? ¿Soy yo? ¿Es mi hermano Felipe que fue capitán de Los Pumas? ¿Es mi hermano cura? Hay gente de todo tipo. Hay un presidente, hay ministros, hay músicos, hay escritores, hay abogados, hay desocupados. Me parece que se dice lo de elite justo ahora porque hay mucha gente del Newman en el Gobierno. Yo preguntaría si la provincia de Santa Cruz genera ciudadanos de elite, o la Rioja en su momento».
¿Por qué, si los colegios de la congregación de los Christian Irish Brothers nacieron con la intención de educar a chicos pobres, el Newman fue desde sus inicios un colegio más relacionado con la alta sociedad, con el establishment económico y político? No hay una respuesta clara, pero la más satisfactoria es que, al momento de su fundación, era el único colegio que reunía las características de católico, bilingüe y masculino. A la comunidad que rodea el colegio, sin embargo, la palabra elite no le resulta cómoda.
Monpelat concede: «Capaz que a los chicos hoy les puede parecer guau que haya un ex alumno presidente y los ministros y toda la movida. También es cierto que hay un nivel de contactos que es un capital profesional tremendo y eso claramente ayuda. Pero nadie diría con orgullo que es un colegio de elite. Es un buen colegio, caro si querés, pero, ¿de elite? Es el colegio al que fuiste o al que vas.» Hoy, la cuota del Newman arranca, en primer grado, en diez mil pesos mensuales.
En el libro La educación de los que influyen, de la periodista Luciana Vázquez, Mauricio Macri fue entrevistado sobre su paso por el Cardenal Newman, al que también fue su hijo Francisco: «Es un colegio que te marca -le dijo el ahora Presidente-. No tanto por el nivel académico, que en mi época era muy flojo, aunque ahora ha mejorado, sino por la forma de educación. Un colegio con una disciplina muy severa. Con curas que tenían mucha personalidad. Y el estilo de conducción de los curas unía a los alumnos. Se unían para protegerse».
Victoria Gessaghi es doctora en antropología social y autora de La educación de la clase alta argentina, un libro que recorre las trayectorias educativas de tres generaciones pertenecientes a las familias tradicionales. «Aquellos que eligen instituciones como el Newman -dice- lo que esgrimen es que no lo hacen porque forma parte de la elite, sino porque es un proyecto familiar. Lo que los padres buscan ahí es un espacio de socialización para sus hijos en determinados valores, que están relacionados a la familia y la religión católica, y que les da una buena educación, pero no necesariamente de excelencia. Es un grupo que construye un «nosotros» que se legitima a partir de una idea de mérito distinta a la de, por ejemplo, el Nacional Buenos Aires, que está muy basada en el esfuerzo académico».
En un país donde los sectores medios siempre tuvieron acceso a la educación, explica Gessaghi, la vía académica no puede ser un indicador de distinción social para las clases altas. Tampoco el dinero puede serlo, al menos no de forma explícita: «En colegios como el Newman, la idea de mérito se carga con un sentido diferente; es mérito de ser una elite en términos morales, supuestamente. Se quieren distinguir mucho de una elite económica. Hacen mucha diferencia con los «nuevos ricos». Aunque la mayoría tenga mucho dinero, el foco no está puesto ahí, sino en el esfuerzo que demanda mantenerse en determinadas conductas, en ser solidarios, buenas personas, no hacer diferencias con aquellos que están muy distantes en la posición social».
Un adolescente le roba el auto a su padre. Es de noche. Es su anteúltimo año de colegio y esa tarde se enteró de que a dos de sus mejores amigos los expulsaron y que no van a terminar el colegio con él. Los pasa a buscar por sus casas. Es 1972 y al que se dirigen es un edificio nuevo. Cuando iban a la primaria, el colegio quedaba en la avenida Belgrano, a unas cuadras de la Plaza del Congreso, en una construcción antigua, llena de recovecos, con líneas menos puras y rectas que el que ahora aparece frente al parabrisas.
La primera piedra rebota contra la pared. La segunda da justo en el ángulo de una ventana del primer piso y la raja, pero no la estalla. La tercera provoca el ruido de los vidrios rotos y el regreso precipitado de los chicos al auto, que vuelve a tomar la autopista. Su conductor tampoco va a terminar el secundario en el Newman.
En esa época, las expulsiones eran corrientes. Cada año se iban cuatro o cinco alumnos, recuerda Enrique Waterhouse, que entró al colegio en primer grado en 1967, cuando todavía quedaba en el centro, y se fue en 1977, también expulsado. «Mirando para atrás, el que no pertenecía era yo. Es un colegio que tiene una identidad muy marcada, católica y conservadora, y yo era ateo desde los 12 años. Cuando había misa, me escondía en el baño y después, cuando todos salían, me integraba al grupo. Además, me portaba mal. Pero también es verdad que la represión excesiva engendraba comportamientos rebeldes. Cuando me cambié al Champagnat, que para muchos era severo, a mí me parecía un lugar budista en comparación», sigue. El relato de Waterhouse está lleno de anécdotas de violencia. A uno de sus hermanos, por ejemplo, un brother lo sentó dentro del tacho de basura del aula y lo dejó ahí hasta que terminó la hora, «porque ése era su lugar».
Para Waterhouse, sin embargo, no se puede hablar de la violencia de esa época en el colegio sin hablar del contexto. «La Argentina de los años 60 y 70 era un lugar asfixiante, aún antes de la dictadura militar. El contexto era represivo. Y también hay que pensar, no ya en el Newman, sino en Irlanda. El tipo que te estaba educando a vos se había formado en la Irlanda de los años 40 o 50, que era un país subdesarrollado. Y ni siquiera era cura, que tenían que estudiar diez años y saber latín. Eran profesores a los que hoy echarían de cualquier lado», dice.
En un escritorio de la biblioteca del Cardenal Newman, cuatro chicos de 17 años juegan al póquer. Son alumnos de intercambio, ingleses, y por la dificultad del idioma -hoy, el Newman tiene materias en inglés y otras en castellano- hay clases que no toman y se convierten en horas libres. Cada uno tiene un auricular blanco conectado a un solo oído. Están viviendo en casas de familias de chicos que van a ser recibidos en Inglaterra cuando viajen a su última gira de rugby. Suena el timbre -es, en realidad, un sonido como el que anuncia los turnos en una sala de espera, reproducido por los mismos parlantes que instalaron en 1985-, y en el pasillo al que da la biblioteca un grupo de tercer grado vuelve para ocupar el aula en el que trabajan dos fotógrafos de La Nación revista. «Chicos, esperen un segundo afuera», les dice Alberto Olivero. Con apenas un gesto suave de la maestra, los alumnos se sientan en el piso, organizados en dos filas, y hablan tranquilos. Vienen de pasar el recreo en el césped, coronado por las H blancas, los arcos de rugby, un signo tan distintivo del Newman como el león del escudo. Dice Waterhouse sobre el deporte en su época: «Tenías a los que jugaban al rugby en la A, que eran los héroes, a los que jugaban en la B, que la peleaban, los de blanco, que jugaban al tenis, y los marcianos, que hacían atletismo».
Ahora, en el recorrido por el colegio, Olivero se apura en incluir a otros deportes en el relato sobre el Newman: los chicos hacen atletismo y juegan al fútbol, vóley y básquet. La educación artística también ocupa un lugar importante en el colegio. Según el director: «Tiene que ver con conectar a los chicos con su vida, con sus sentimientos, y eso también es parte de la formación espiritual». Catequesis, en el Newman, se llama Pastoral y tiene una impronta solidaria muy activa.
El timbre vuelve a sonar y ahora los alumnos tienen una hora de almuerzo. Con mesas largas e islas de acero donde les sirven el menú, el comedor parece sacado de una película hollywoodense sobre una secundaria. Las ventanas dan a las canchas de rugby y ahí, entre los arcos, se ve un tramo de la Panamericana. Hace sólo algunas décadas, cuando los brothers todavía eran la autoridad y el colegio recién se había mudado a Boulogne, los chicos de suéter bordó y pantalón gris solían hacer dedo al costado de la autopista para que algún auto los acercara de vuelta a la Capital. Era un mundo distinto, en el Newman y en todos lados.