El grupo de intelectuales oficialistas conocido como Carta Abierta ha emitido un nuevo documento, en el que fundamenta la necesidad de una reforma constitucional.
Quienes deseen conocer los motivos de esta iniciativa han de afrontar una ardua tarea.
A modo de ejemplo, transcribo la primera oración: “El actual gobierno mantiene una diferencia que se hace notoria cuando crece la espesura de hechos que son portadores de cierta turbación y ambigüedad”. Luego de ese tortuoso comienzo, siguen párrafos más crípticos que los de Heráclito, el Oscuro de Éfeso.
Nos enteramos así de que el kirchnerismo es “un implícito y explícito sentido de la historia”, pero también “una actuación posible” en un mundo “capitalista en quiebra” que arrastra a “los procesos populares, muchas veces, en su ordalía de decadencia y servidumbre”.
En ese marco de catástrofe, el gobierno de la familia Kirchner representa una “diferencia”, es decir, “una innovación en la espesura de los hechos” y “una particularidad irreductible”, pese a que “se lo quiere ver inmerso en el manejo de arbitrariedades”.
¿Qué significa la “diferencia”?
Por si algún desprevenido no lo había advertido aún, Carta Abierta lo aclara así: “Decir diferencia presupone una fórmula para volcar los hechos hacia la percepción de las novedades”.
Siguen a esto largas parrafadas en las que se asiste a un combate homérico entre los buenos (los Kirchner y sus acólitos) y los malos (todos los demás).
Ese extenso introito desemboca, en las líneas finales, en lo que constituye el objeto evidente del documento: reclamar y justificar una reforma constitucional que permita la reelección de la jefa de estos intelectuales . “Por otra parte, los pueblos y los gobiernos de Suramérica (sic) son navíos en la tormenta que asumen la responsabilidad de rediseñar las magnas normas (sic) para que coincidan con los procesos de transformación que suceden en varios países de la región viabilizando (…) la eventual continuidad democrática de liderazgos cuando estos aparecen como condición de esta inédita etapa regional. Ello configura un `momento constitucional`, apropiado para ligar las transformaciones en curso y el andamiaje legal”. “No se trata –se nos tranquiliza- de imponer normas (…), sino de pensar en forma completa el decurso de una historia”.
Todos estos galimatías, que parecen escritos en broma, son disfraces verbales que quieren disimular el único propósito de la reforma propuesta: la reelección de Cristina Fernández, a la que en vez de llamar por su nombre aluden como una “eventual continuidad democrática”. ¿Cuál sería el fundamento? No se lo expresa, pero entre las brumas de la “espesura” de las palabras puede interpretarse que la “diferencia” de la actual presidenta con los demás ciudadanos es tan “magna” que sin ella la ciudadela de los buenos caería ante el embate feroz de los malos, conducidos por el “bonapartismo mediático”.
El último párrafo, que delinea el eventual contenido de la reforma, desnuda la orfandad argumental del documento y una buena dosis de ignorancia.
Se reclama levantar “una barrera antineoliberal”, desconociendo el profundo contenido social de nuestra Constitución, enfatizado notablemente luego de la reforma de 1994, con la incorporación de numerosos tratados de derechos humanos. Se pide el “reconocimiento de la multiculturalidad” y el respeto a la “heterogeneidad lingüística”, con evidente ignorancia del artículo 75, inc. 17, que reconoce la “preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” y garantiza el respeto a su identidad cultural e idiomática. Se exige “la reconstrucción de la geometría del Estado”, expresión metafórica hueca de todo sentido. La “inclusión de nuevas formas de propiedad” es un tema cuya regulación compete al Código Civil y la Convención Americana de Derechos Humanos prevé que la ley puede subordinar el uso y goce de la propiedad al interés social … En cuanto a “la protección del ambiente humano y natural”, los esforzados cartistas demuestran no haber leído el artículo 41 de la Constitución. Lo mismo cabe señalar respecto del derecho a la salud, tutelado por numerosos instrumentos internacionales con jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22, CN),. Por cierto que “las relaciones colaborativas entre sociedad y Estado” se hallan hoy maltrechas, pero no precisamente por culpa de la Constitución.
Como es fácil advertir, si se desbroza la densa y oscura maleza del mal uso de la prosa, lo que queda es igual a lo que -quizás con menos gongorismos- podrían haber escrito los amanuenses de Somoza, de Stroessner o de Trujillo: el elogio del ser providencial, que no es un ciudadano más sino que es el mismo pueblo encarnado. De ahí la machacona reiteración de la palabra que titula el documento: la “diferencia”. Se la pretende justificar, como se ha hecho en todos los tiempos, con un estado de excepción o emergencia, aunque no se empleen estos términos.
El constitucionalismo parte de una idea diametralmente opuesta, la de la igualdad . Nadie está por encima de la ley ni nadie es imprescindible. Y la experiencia histórica demuestra que la concentración del poder en una persona o una familia es siempre nefasta para la libertad y para la preservación de la dignidad humana . Para eso nacieron las constituciones: para limitar y controlar el poder.
Las sociedades avanzadas, aquellas que permiten un alto desarrollo humano de sus habitantes, privilegian a las instituciones antes que a los funcionarios, que son circunstanciales. Son inmunes a cualquier “diferencia”, que por lo general no es otra cosa que una mistificación labrada por la propaganda estatal.
La Constitución es, como toda obra humana, perfectible. Pero el oficialismo no quiere reformarla para profundizar su solidez institucional, para garantizar la división de poderes, para consolidar una justicia independiente o para hacer efectivo el federalismo, sino para lograr exactamente lo contrario: un texto que le dé “andamiaje legal” al unicato y nos aleje cada día más de las naciones desarrolladas . Lo que asombra, entonces, no es la “diferencia”, sino la igualdad sustancial del oficialismo con los populismos autoritarios que han sido un poderoso obstáculo para el progreso moral y material de tantos países latinoamericanos.
Quienes deseen conocer los motivos de esta iniciativa han de afrontar una ardua tarea.
A modo de ejemplo, transcribo la primera oración: “El actual gobierno mantiene una diferencia que se hace notoria cuando crece la espesura de hechos que son portadores de cierta turbación y ambigüedad”. Luego de ese tortuoso comienzo, siguen párrafos más crípticos que los de Heráclito, el Oscuro de Éfeso.
Nos enteramos así de que el kirchnerismo es “un implícito y explícito sentido de la historia”, pero también “una actuación posible” en un mundo “capitalista en quiebra” que arrastra a “los procesos populares, muchas veces, en su ordalía de decadencia y servidumbre”.
En ese marco de catástrofe, el gobierno de la familia Kirchner representa una “diferencia”, es decir, “una innovación en la espesura de los hechos” y “una particularidad irreductible”, pese a que “se lo quiere ver inmerso en el manejo de arbitrariedades”.
¿Qué significa la “diferencia”?
Por si algún desprevenido no lo había advertido aún, Carta Abierta lo aclara así: “Decir diferencia presupone una fórmula para volcar los hechos hacia la percepción de las novedades”.
Siguen a esto largas parrafadas en las que se asiste a un combate homérico entre los buenos (los Kirchner y sus acólitos) y los malos (todos los demás).
Ese extenso introito desemboca, en las líneas finales, en lo que constituye el objeto evidente del documento: reclamar y justificar una reforma constitucional que permita la reelección de la jefa de estos intelectuales . “Por otra parte, los pueblos y los gobiernos de Suramérica (sic) son navíos en la tormenta que asumen la responsabilidad de rediseñar las magnas normas (sic) para que coincidan con los procesos de transformación que suceden en varios países de la región viabilizando (…) la eventual continuidad democrática de liderazgos cuando estos aparecen como condición de esta inédita etapa regional. Ello configura un `momento constitucional`, apropiado para ligar las transformaciones en curso y el andamiaje legal”. “No se trata –se nos tranquiliza- de imponer normas (…), sino de pensar en forma completa el decurso de una historia”.
Todos estos galimatías, que parecen escritos en broma, son disfraces verbales que quieren disimular el único propósito de la reforma propuesta: la reelección de Cristina Fernández, a la que en vez de llamar por su nombre aluden como una “eventual continuidad democrática”. ¿Cuál sería el fundamento? No se lo expresa, pero entre las brumas de la “espesura” de las palabras puede interpretarse que la “diferencia” de la actual presidenta con los demás ciudadanos es tan “magna” que sin ella la ciudadela de los buenos caería ante el embate feroz de los malos, conducidos por el “bonapartismo mediático”.
El último párrafo, que delinea el eventual contenido de la reforma, desnuda la orfandad argumental del documento y una buena dosis de ignorancia.
Se reclama levantar “una barrera antineoliberal”, desconociendo el profundo contenido social de nuestra Constitución, enfatizado notablemente luego de la reforma de 1994, con la incorporación de numerosos tratados de derechos humanos. Se pide el “reconocimiento de la multiculturalidad” y el respeto a la “heterogeneidad lingüística”, con evidente ignorancia del artículo 75, inc. 17, que reconoce la “preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” y garantiza el respeto a su identidad cultural e idiomática. Se exige “la reconstrucción de la geometría del Estado”, expresión metafórica hueca de todo sentido. La “inclusión de nuevas formas de propiedad” es un tema cuya regulación compete al Código Civil y la Convención Americana de Derechos Humanos prevé que la ley puede subordinar el uso y goce de la propiedad al interés social … En cuanto a “la protección del ambiente humano y natural”, los esforzados cartistas demuestran no haber leído el artículo 41 de la Constitución. Lo mismo cabe señalar respecto del derecho a la salud, tutelado por numerosos instrumentos internacionales con jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22, CN),. Por cierto que “las relaciones colaborativas entre sociedad y Estado” se hallan hoy maltrechas, pero no precisamente por culpa de la Constitución.
Como es fácil advertir, si se desbroza la densa y oscura maleza del mal uso de la prosa, lo que queda es igual a lo que -quizás con menos gongorismos- podrían haber escrito los amanuenses de Somoza, de Stroessner o de Trujillo: el elogio del ser providencial, que no es un ciudadano más sino que es el mismo pueblo encarnado. De ahí la machacona reiteración de la palabra que titula el documento: la “diferencia”. Se la pretende justificar, como se ha hecho en todos los tiempos, con un estado de excepción o emergencia, aunque no se empleen estos términos.
El constitucionalismo parte de una idea diametralmente opuesta, la de la igualdad . Nadie está por encima de la ley ni nadie es imprescindible. Y la experiencia histórica demuestra que la concentración del poder en una persona o una familia es siempre nefasta para la libertad y para la preservación de la dignidad humana . Para eso nacieron las constituciones: para limitar y controlar el poder.
Las sociedades avanzadas, aquellas que permiten un alto desarrollo humano de sus habitantes, privilegian a las instituciones antes que a los funcionarios, que son circunstanciales. Son inmunes a cualquier “diferencia”, que por lo general no es otra cosa que una mistificación labrada por la propaganda estatal.
La Constitución es, como toda obra humana, perfectible. Pero el oficialismo no quiere reformarla para profundizar su solidez institucional, para garantizar la división de poderes, para consolidar una justicia independiente o para hacer efectivo el federalismo, sino para lograr exactamente lo contrario: un texto que le dé “andamiaje legal” al unicato y nos aleje cada día más de las naciones desarrolladas . Lo que asombra, entonces, no es la “diferencia”, sino la igualdad sustancial del oficialismo con los populismos autoritarios que han sido un poderoso obstáculo para el progreso moral y material de tantos países latinoamericanos.