Luego de 40 años de aplicación del «modelo chileno», nuestro pequeño gran vecino, con 18 millones de habitantes desplegados en un territorio estrecho y agreste, ha sido un verdadero ejemplo de esfuerzo y tesón, demostrativo de cómo las buenas instituciones generan prosperidad cuando son mantenidas como política de Estado.
Cuando Salvador Allende asumió, en 1970, la economía chilena era parecida a la Argentina de entonces (y de los últimos años). Un país cerrado al mundo, con industrias no competitivas, altos aranceles de importación, sistema laboral rígido y mecanismos para dirigir las actividades económicas desde el Estado. Como en la Argentina, sólo lograron retraso y pobreza.
Mancur Olson, profesor de la Universidad de Maryland, enseñó que no es posible salir de ese atolladero, alterar la madeja de intereses creados e introducir nuevas reglas de juego para recrear la iniciativa y el espíritu de empresa sino mediante catástrofes profundas, como ocurrió en Alemania y Japón luego de sus derrotas en 1945.
Allende cumplió un papel semejante en Chile. Fue el primer marxista del mundo que accedió al gobierno mediante el voto popular. Como en la tesis de Olson, arrasó con las instituciones chilenas, nacionalizando las industrias, la minería, los fundos rurales y los bancos. Luego de un período de euforia, la parálisis productiva y el estallido inflacionario se hicieron sentir. De la euforia al caos, se desmoronó el salario real, cundió el desabastecimiento y proliferó el mercado negro. Como hoy en Venezuela.
La dictadura militar de 1973 debió partir de cero, como Ludwig Erhard en 1948. Primero devolvió empresas y fundos a sus anteriores propietarios y luego intentó un modelo único en América latina, basado en el derecho de propiedad y la libertad económica.
La confianza creada motivó un boom de inversión y consumo en 1980-1981. El PBI creció a una tasa anual del 6,6%; las exportaciones, al 10,7%, y el salario real aumentó a una tasa anual del 12,4%. La inflación, que en 1975 había alcanzado el 370%, disminuyó al 33% en 1979 y al 9% en 1981. La crisis de 1982 golpeó a Chile, y con el liderazgo de Hernan Büchi (1985-1989) se profundizaron las reformas de libre mercado, recuperándose la producción y el empleo.
Con el advenimiento de la democracia, en 1990, los sucesivos gobiernos de la Concertación (Patricio Aylwin, Ricardo Lagos, Eduardo Frei y Michelle Bachelet) hicieron posible la difícil conjunción entre crecimiento económico y apertura política, pues conservaron el «modelo chileno», cuyos 15 años de aplicación ya demostraban sus virtudes. En 1991, el propio Congreso, con el apoyo de todos los partidos políticos, redujo los aranceles de importación al 11%. Los legisladores tenían bien claro el resultado de los experimentos heterodoxos de Alan García, en Perú, y de Raúl Alfonsín, en la Argentina, como ejemplos a evitar.
Mientras en la Argentina el índice de pobreza alcanza el 32,2% de la población, Chile tiene el menor nivel de pobres de América latina (11,7%). Pobreza e inflación van de la mano: en la Argentina es del 35%, y en Chile, del 3%. Chile todavía lidera el PBI per cápita (PPA) de América latina, con US$ 23.507, y la Argentina ocupa el segundo lugar, con US$ 20.499. En nuestro país, la desocupación es del 9% y en Chile, del 6%, pero en la Argentina el número está distorsionado por el exceso de empleo público y los planes sociales, pues de lo contrario no se explica el altísimo nivel de pobreza. Los asentamientos (callampas) casi no existen en Chile, comparados con las «villas» que se despliegan en todas las ciudades argentinas.
El éxito chileno se refleja en índices sociales, desde la mortalidad infantil hasta la esperanza de vida al nacer; desde la tasa de alfabetización hasta el primer lugar en América latina en las pruebas de evaluación de estudiantes de 15 años (PISA). También se destaca en la proporción de jóvenes que se gradúan en el secundario y en la universidad. En materia de transparencia, Chile ocupa el puesto 21 entre 168 países, y la Argentina, el 107; en Chile, los políticos no son considerados corruptos, como aquí. Chile es un país seguro: tiene la menor cantidad de asesinatos de la región. Su población confía en los carabineros; los argentinos pensamos que los delincuentes son los policías.
Chile tiene una economía abierta y competitiva, con empresas que crecen sin protección y exportan sin subsidios. Ocupa el lugar 35 en el ranking de competitividad; la Argentina, el 106. Tiene acceso a todos los mercados mundiales gracias a los tratados de libre comercio. Nosotros vivimos «con lo nuestro», pagando precios que se devoran el salario. Con la economía abierta, los chilenos acceden a automóviles y electrodomésticos baratos, sin que por ello haya desocupación, como el proteccionismo atemoriza en nuestro país. Durante los fines de semana largos, las fronteras colapsan de argentinos que cruzan a comprar allí, fuera del corralito nacional y popular.
Sin embargo, esos logros hoy están cuestionados por la izquierda latinoamericana, que no tolera el éxito de un modelo «neoliberal» frente a los desastres del comunismo en el mundo, el fracaso del socialismo en Europa y del populismo en la región. El objetivo es demolerlo para evitar que cunda el ejemplo y se destiñan las imágenes del Che Guevara.
Con una agenda de campaña centrada en la igualdad y la inclusión, Bachelet prometió modernizar Chile a fondo, con más impuestos para los que ganan más, educación gratuita, ley de aborto y una reforma constitucional. En el primer año de su segundo mandato, cumplió con alguna de sus promesas y varias reformas fueron enviadas al Congreso. Sin embargo, casos de corrupción política y desajustes fiscales le hicieron perder popularidad y debió enfrentar una crisis con la renuncia de todo su gabinete en mayo de 2015.
La reforma fiscal para financiar la explosión de gasto público tuvo efectos muy negativos para la inversión y el crecimiento. La proyección de crecimiento se redujo al 1,8%, con un déficit fiscal que será el segundo en tamaño en 25 años, al elevarse al 3,2% del PBI. Se rompió una regla de oro de los gobiernos anteriores, al aumentarse el gasto a pesar de caer el crecimiento. Este desajuste (como en la Argentina) llevará a Chile a duplicar su deuda en cuatro años, al pasar de 32.000 millones de dólares a más de 62.000 millones. Entretanto, la desocupación superó el 6%.
Bachelet proyecta una reforma laboral devolviendo a los sindicatos privilegios de hace 40 años, no simpatiza con las administradoras de fondos de pensión (AFP) y propone cambios que podrían desnaturalizarlas. Las AFP son el corazón de su mercado de capitales, que permite crecer a sus empresas a bajo costo, sin dependencia del extranjero. Por eso, la incertidumbre ha paralizado la inversión privada y congelado proyectos.
En todos los modelos capitalistas exitosos, el marxismo critica la desigualdad, aunque el nivel de vida de los menos favorecidos sea muy superior al que existía en el pasado o al de los países socialistas, donde todos son iguales en la privación.
Cuando faltan los incentivos, se frena la economía. Es como una sábana corta. Ningún sistema político puede establecer un orden igualitario sin represión y pobreza. En los experimentos socialistas, cuando se aplasta a la población en la prensa igualitaria, quienes accionan la manivela son los nuevos privilegiados, difícilmente inmunes a las tentaciones del poder. La nueva clase, de Milovan Djilas. O los Kirchner y los Báez, en la Argentina.
En las economías modernas y progresistas, la inclusión no se logra con la aplanadora igualitaria, sino con una efectiva igualdad de oportunidades, que permita la movilidad social en ambos sentidos. No por derrame, sino por ascenso. Quizás el modelo chileno requiera modificaciones, pero jamás pueden realizarse con un hacha y un martillo (por no decir, hoz y martillo).
El éxito de Chile es fruto de 40 años de estadistas que resistieron la tentación populista. No puede modificarse en partes como si fuera un Lego. Es una copa de cristal. Se puede destruir en un instante si con ingenuidad, con malicia o con torpeza se cae en la misma trampa cortoplacista que provocó la decadencia de la Argentina, Brasil y Venezuela en los años recientes. La confianza es una potencia creadora que el populismo ignora.
Ante la «voz de la calle» que reclama igualdad e inclusión, Bachelet debería estudiar lo ocurrido en nuestro país, donde todo parece gratuito, pero nada funciona. Ni la educación, ni la salud, ni la seguridad, ni la justicia. Somos una gran nación, con gente creativa, solidaria y brillante, que suele tener éxito en Chile. Pero mientras estamos aquí, los argentinos debemos pagar medicina privada, educación privada y seguridad privada. Debemos viajar como hacienda en trenes y colectivos, que paran en forma imprevisible. Debemos sufrir robos y defendernos con mano propia. Debemos perder a nuestros hijos en el precipicio del paco. Y la supuesta gratuidad implica un costo monumental para el fisco, que explica la altísima inflación, los planes sociales, las huelgas, los paros y los piquetes. Nuestro ex ministro de Economía Axel Kicillof sostenía que «seguridad jurídica» y «clima de negocios» eran «palabras horribles». Así nos fue.
Cuando Salvador Allende asumió, en 1970, la economía chilena era parecida a la Argentina de entonces (y de los últimos años). Un país cerrado al mundo, con industrias no competitivas, altos aranceles de importación, sistema laboral rígido y mecanismos para dirigir las actividades económicas desde el Estado. Como en la Argentina, sólo lograron retraso y pobreza.
Mancur Olson, profesor de la Universidad de Maryland, enseñó que no es posible salir de ese atolladero, alterar la madeja de intereses creados e introducir nuevas reglas de juego para recrear la iniciativa y el espíritu de empresa sino mediante catástrofes profundas, como ocurrió en Alemania y Japón luego de sus derrotas en 1945.
Allende cumplió un papel semejante en Chile. Fue el primer marxista del mundo que accedió al gobierno mediante el voto popular. Como en la tesis de Olson, arrasó con las instituciones chilenas, nacionalizando las industrias, la minería, los fundos rurales y los bancos. Luego de un período de euforia, la parálisis productiva y el estallido inflacionario se hicieron sentir. De la euforia al caos, se desmoronó el salario real, cundió el desabastecimiento y proliferó el mercado negro. Como hoy en Venezuela.
La dictadura militar de 1973 debió partir de cero, como Ludwig Erhard en 1948. Primero devolvió empresas y fundos a sus anteriores propietarios y luego intentó un modelo único en América latina, basado en el derecho de propiedad y la libertad económica.
La confianza creada motivó un boom de inversión y consumo en 1980-1981. El PBI creció a una tasa anual del 6,6%; las exportaciones, al 10,7%, y el salario real aumentó a una tasa anual del 12,4%. La inflación, que en 1975 había alcanzado el 370%, disminuyó al 33% en 1979 y al 9% en 1981. La crisis de 1982 golpeó a Chile, y con el liderazgo de Hernan Büchi (1985-1989) se profundizaron las reformas de libre mercado, recuperándose la producción y el empleo.
Con el advenimiento de la democracia, en 1990, los sucesivos gobiernos de la Concertación (Patricio Aylwin, Ricardo Lagos, Eduardo Frei y Michelle Bachelet) hicieron posible la difícil conjunción entre crecimiento económico y apertura política, pues conservaron el «modelo chileno», cuyos 15 años de aplicación ya demostraban sus virtudes. En 1991, el propio Congreso, con el apoyo de todos los partidos políticos, redujo los aranceles de importación al 11%. Los legisladores tenían bien claro el resultado de los experimentos heterodoxos de Alan García, en Perú, y de Raúl Alfonsín, en la Argentina, como ejemplos a evitar.
Mientras en la Argentina el índice de pobreza alcanza el 32,2% de la población, Chile tiene el menor nivel de pobres de América latina (11,7%). Pobreza e inflación van de la mano: en la Argentina es del 35%, y en Chile, del 3%. Chile todavía lidera el PBI per cápita (PPA) de América latina, con US$ 23.507, y la Argentina ocupa el segundo lugar, con US$ 20.499. En nuestro país, la desocupación es del 9% y en Chile, del 6%, pero en la Argentina el número está distorsionado por el exceso de empleo público y los planes sociales, pues de lo contrario no se explica el altísimo nivel de pobreza. Los asentamientos (callampas) casi no existen en Chile, comparados con las «villas» que se despliegan en todas las ciudades argentinas.
El éxito chileno se refleja en índices sociales, desde la mortalidad infantil hasta la esperanza de vida al nacer; desde la tasa de alfabetización hasta el primer lugar en América latina en las pruebas de evaluación de estudiantes de 15 años (PISA). También se destaca en la proporción de jóvenes que se gradúan en el secundario y en la universidad. En materia de transparencia, Chile ocupa el puesto 21 entre 168 países, y la Argentina, el 107; en Chile, los políticos no son considerados corruptos, como aquí. Chile es un país seguro: tiene la menor cantidad de asesinatos de la región. Su población confía en los carabineros; los argentinos pensamos que los delincuentes son los policías.
Chile tiene una economía abierta y competitiva, con empresas que crecen sin protección y exportan sin subsidios. Ocupa el lugar 35 en el ranking de competitividad; la Argentina, el 106. Tiene acceso a todos los mercados mundiales gracias a los tratados de libre comercio. Nosotros vivimos «con lo nuestro», pagando precios que se devoran el salario. Con la economía abierta, los chilenos acceden a automóviles y electrodomésticos baratos, sin que por ello haya desocupación, como el proteccionismo atemoriza en nuestro país. Durante los fines de semana largos, las fronteras colapsan de argentinos que cruzan a comprar allí, fuera del corralito nacional y popular.
Sin embargo, esos logros hoy están cuestionados por la izquierda latinoamericana, que no tolera el éxito de un modelo «neoliberal» frente a los desastres del comunismo en el mundo, el fracaso del socialismo en Europa y del populismo en la región. El objetivo es demolerlo para evitar que cunda el ejemplo y se destiñan las imágenes del Che Guevara.
Con una agenda de campaña centrada en la igualdad y la inclusión, Bachelet prometió modernizar Chile a fondo, con más impuestos para los que ganan más, educación gratuita, ley de aborto y una reforma constitucional. En el primer año de su segundo mandato, cumplió con alguna de sus promesas y varias reformas fueron enviadas al Congreso. Sin embargo, casos de corrupción política y desajustes fiscales le hicieron perder popularidad y debió enfrentar una crisis con la renuncia de todo su gabinete en mayo de 2015.
La reforma fiscal para financiar la explosión de gasto público tuvo efectos muy negativos para la inversión y el crecimiento. La proyección de crecimiento se redujo al 1,8%, con un déficit fiscal que será el segundo en tamaño en 25 años, al elevarse al 3,2% del PBI. Se rompió una regla de oro de los gobiernos anteriores, al aumentarse el gasto a pesar de caer el crecimiento. Este desajuste (como en la Argentina) llevará a Chile a duplicar su deuda en cuatro años, al pasar de 32.000 millones de dólares a más de 62.000 millones. Entretanto, la desocupación superó el 6%.
Bachelet proyecta una reforma laboral devolviendo a los sindicatos privilegios de hace 40 años, no simpatiza con las administradoras de fondos de pensión (AFP) y propone cambios que podrían desnaturalizarlas. Las AFP son el corazón de su mercado de capitales, que permite crecer a sus empresas a bajo costo, sin dependencia del extranjero. Por eso, la incertidumbre ha paralizado la inversión privada y congelado proyectos.
En todos los modelos capitalistas exitosos, el marxismo critica la desigualdad, aunque el nivel de vida de los menos favorecidos sea muy superior al que existía en el pasado o al de los países socialistas, donde todos son iguales en la privación.
Cuando faltan los incentivos, se frena la economía. Es como una sábana corta. Ningún sistema político puede establecer un orden igualitario sin represión y pobreza. En los experimentos socialistas, cuando se aplasta a la población en la prensa igualitaria, quienes accionan la manivela son los nuevos privilegiados, difícilmente inmunes a las tentaciones del poder. La nueva clase, de Milovan Djilas. O los Kirchner y los Báez, en la Argentina.
En las economías modernas y progresistas, la inclusión no se logra con la aplanadora igualitaria, sino con una efectiva igualdad de oportunidades, que permita la movilidad social en ambos sentidos. No por derrame, sino por ascenso. Quizás el modelo chileno requiera modificaciones, pero jamás pueden realizarse con un hacha y un martillo (por no decir, hoz y martillo).
El éxito de Chile es fruto de 40 años de estadistas que resistieron la tentación populista. No puede modificarse en partes como si fuera un Lego. Es una copa de cristal. Se puede destruir en un instante si con ingenuidad, con malicia o con torpeza se cae en la misma trampa cortoplacista que provocó la decadencia de la Argentina, Brasil y Venezuela en los años recientes. La confianza es una potencia creadora que el populismo ignora.
Ante la «voz de la calle» que reclama igualdad e inclusión, Bachelet debería estudiar lo ocurrido en nuestro país, donde todo parece gratuito, pero nada funciona. Ni la educación, ni la salud, ni la seguridad, ni la justicia. Somos una gran nación, con gente creativa, solidaria y brillante, que suele tener éxito en Chile. Pero mientras estamos aquí, los argentinos debemos pagar medicina privada, educación privada y seguridad privada. Debemos viajar como hacienda en trenes y colectivos, que paran en forma imprevisible. Debemos sufrir robos y defendernos con mano propia. Debemos perder a nuestros hijos en el precipicio del paco. Y la supuesta gratuidad implica un costo monumental para el fisco, que explica la altísima inflación, los planes sociales, las huelgas, los paros y los piquetes. Nuestro ex ministro de Economía Axel Kicillof sostenía que «seguridad jurídica» y «clima de negocios» eran «palabras horribles». Así nos fue.