El 26 de julio de 1952, a las 20.25, yo estaba en San Isidro, en la casa de mis parientes peronistas. No lloré porque no los quería, ni a Perón ni a Evita. Esa noche volví a mi casa de Villa del Parque atravesando las calles oscuras y silenciosas.
El bisabuelo inmigrante, a fuerza de trabajo y empeño, logró tener una pequeña zapatería en Parque Patricios. El 6 de setiembre de 1930 salió a festejar por las calles cuando los militares lo voltearon a Hipólito Yrigoyen. Era un gobierno populista y los militares vendrían a poner orden y los argentinos comprarían más zapatos.
El 16 de septiembre yo estaba haciendo el servicio militar, destacado en el Ministerio de Ejército (hoy Edificio Libertador) cuando estallaron los vidrios y el edificio se sacudió. Todos corrimos hacia los subsuelos, una estampida donde se mezclaban coroneles, colimbas y ordenanzas. Estaba asustado. Pero no pensé ¡cómo puede ser que estos criminales bombardeen la Plaza de Mayo, un día hábil, a las 12 del mediodía!. Pensé, en cambio, que Perón se tenía que ir de una buena vez.
El abuelo tuvo que trabajar mucho desde 1945 para levantar la quiebra de la zapatería que heredó de su padre el inmigrante. Diez años después, el 21 de setiembre de 1955 cerró las tres sucursales y salió a festejar por las calles la caída de Perón.
La llegada de Aramburu y Rojas me produjo alegría. Yo ya era socialista (socialista de Alfredo Palacios), amaba a la clase obrera y pensaba que Perón era un demagogo que sólo les ofrecía pan y circo. Con la Revolución, los trabajadores estarían mejor pero, lo más importante, habría libertad.
El padre estaba feliz con la llegada del liberalismo al poder. Se terminaba, por fin, el estatismo asfixiante. Los dólares circulaban libremente y la gente compraba más y más zapatos en las tres sucursales. El 2 de enero de 2001, acosado por las deudas, se ahorcó en el fondo de su casa de fin de semana.
Un día de 1956 se produjo un altercado callejero entre un chofer de colectivo y un viejo prepotente que manejaba un auto último modelo. Se terminó la leche de la clemencia, le gritó el viejo. Vino la policía y fuimos a la comisaría. Yo, como testigo, salí en defensa del trabajador. Algo no anda bien, pensé.
El hijo heredó la tenacidad del bisabuelo y del abuelo. En 2005 logró salir de las deudas y en 2010 abrió un local de venta de zapatos en el barrio de la Recoleta, del que está orgulloso. El jueves 13 de setiembre salió a la calle a sacudir una cacerola, indignado porque el Gobierno le cerró la importación de zapatos italianos.
Sesenta años después estoy arrepentido por no haber llorado aquella aciaga noche del 26 de julio de 1952.
El bisabuelo inmigrante, a fuerza de trabajo y empeño, logró tener una pequeña zapatería en Parque Patricios. El 6 de setiembre de 1930 salió a festejar por las calles cuando los militares lo voltearon a Hipólito Yrigoyen. Era un gobierno populista y los militares vendrían a poner orden y los argentinos comprarían más zapatos.
El 16 de septiembre yo estaba haciendo el servicio militar, destacado en el Ministerio de Ejército (hoy Edificio Libertador) cuando estallaron los vidrios y el edificio se sacudió. Todos corrimos hacia los subsuelos, una estampida donde se mezclaban coroneles, colimbas y ordenanzas. Estaba asustado. Pero no pensé ¡cómo puede ser que estos criminales bombardeen la Plaza de Mayo, un día hábil, a las 12 del mediodía!. Pensé, en cambio, que Perón se tenía que ir de una buena vez.
El abuelo tuvo que trabajar mucho desde 1945 para levantar la quiebra de la zapatería que heredó de su padre el inmigrante. Diez años después, el 21 de setiembre de 1955 cerró las tres sucursales y salió a festejar por las calles la caída de Perón.
La llegada de Aramburu y Rojas me produjo alegría. Yo ya era socialista (socialista de Alfredo Palacios), amaba a la clase obrera y pensaba que Perón era un demagogo que sólo les ofrecía pan y circo. Con la Revolución, los trabajadores estarían mejor pero, lo más importante, habría libertad.
El padre estaba feliz con la llegada del liberalismo al poder. Se terminaba, por fin, el estatismo asfixiante. Los dólares circulaban libremente y la gente compraba más y más zapatos en las tres sucursales. El 2 de enero de 2001, acosado por las deudas, se ahorcó en el fondo de su casa de fin de semana.
Un día de 1956 se produjo un altercado callejero entre un chofer de colectivo y un viejo prepotente que manejaba un auto último modelo. Se terminó la leche de la clemencia, le gritó el viejo. Vino la policía y fuimos a la comisaría. Yo, como testigo, salí en defensa del trabajador. Algo no anda bien, pensé.
El hijo heredó la tenacidad del bisabuelo y del abuelo. En 2005 logró salir de las deudas y en 2010 abrió un local de venta de zapatos en el barrio de la Recoleta, del que está orgulloso. El jueves 13 de setiembre salió a la calle a sacudir una cacerola, indignado porque el Gobierno le cerró la importación de zapatos italianos.
Sesenta años después estoy arrepentido por no haber llorado aquella aciaga noche del 26 de julio de 1952.