En abril, Facebook realizó la adquisición más grande de su historia: Instagram, el popular servicio para compartir fotografías que permite tomar una foto, filtrar y enviarla con sólo pulsar un botón. Aunque la combinación parece tener sentido – una de la principales razones de usar Facebook es compartir fotos; cuantas más fotos compartimos más tiempo pasamos en el sitio; cuanto más tiempo pasamos, más felices están los anunciantes-, el precio de mil millones de dólares llamó la atención de muchos.
Al hacer su oferta por Instagram, Facebook había reconocido, creo, la importancia creciente de un pequeño impulso que es terriblemente difícil de resistir: el de compartir.
El impulso irresistible de postear, de twittear, de decir “me gusta”, tiene raíces evolutivas que preceden en mucho el advenimiento de las redes sociales. Tomemos, por ejemplo, algo conocido como la norma del “compartir con la comunidad”. En un entorno de recursos escasos, cada recurso existente debe compartirse con otros.
Lo que yo descubro no es sólo mío sino que es propiedad común, ya que puede beneficiar a otros . Hay un oso en esa cueva; esos hongos pueden matarte.
Todo esto es información que es importante transmitir y cuanto antes mejor.
¿Hay tanta distancia entre: “Hay un oso en la cueva” y: “Mirá qué adorable el oso que juega con las ramitas en ese video de YouTube”? No nos limitamos a absorber información de forma pasiva. Queremos transmitirla activamente a otros.
Compartimos emociones, pensamientos, opiniones, objetos. Compartimos porque estamos contentos, enojados, perplejos .
También compartimos para expresar nuestra identidad : lo que aporto define una parte de lo que soy; si comparto material gracioso, soy gracioso; si comparto información útil, soy una persona generosa; si comparto links magistrales y profundos, bueno, saquen sus propias conclusiones.
Compartimos también para construir una comunidad : compartir con otros puede ayudarnos a detectar ideas e intereses en común. Ver cómo reaccionan los demás nos ayuda a definir cómo pensamos y sentimos.
Las redes sociales apelan a algo muy fundamental y el impulso de compartir de la naturaleza humana podría provenir de algo básico: la simple excitación y la reacción de pelear o huir que compartimos con otros antepasados distantes.
Desde el punto de vista científico, esto significa la activación de nuestro sistema nervioso autónomo; en términos más simples, el aumento de la energía, la aceleración del ritmo cardíaco, el cosquilleo de los nervios que dice que algo del entorno ha llamado mi atención.
Según el psicólogo de la Universidad de Pensilvania Jonah Berger, la excitación le hace sombra a todas las demás explicaciones sobre el compartir. En un estudio de 2011, Berger invitó a un grupo de estudiantes a mirar un video clip: un segmento “neutral” o uno de varios segmentos “emotivos”.
Berger descubrió que el sentirnos atemorizados, enojados o divertidos nos induce a enviar clips o información.
Son los sentimientos que se caracterizan por una gran excitación los que nos impulsan a actuar. “Si algo nos enoja en lugar de entristecernos, por ejemplo, es más probable que lo compartamos porque estamos llenos de pasión”, escribió Berger.
Veo, reacciono, comparto. Formo parte de una comunidad y tus “me gusta” me ratifican. Me siento recompensado con cada retweet y cada apoyo y, por el contrario, me siento triste si algo cae en una tierra del nunca jamás virtual. ¿Fue algo que dije? De hecho, ser rechazado virtualmente activa las mismas zonas del cerebro que están asociadas al sufrimiento físico , la corteza cingulada dorsal anterior y la ínsula anterior.
Las redes sociales hacen que el compartir sea más fácil que nunca. Y lo hacen adictivo. Yo he pasado de neófita de Twitter hace menos de un año a compartidora compulsiva. ¿Realmente tengo tanto que compartir? Casi con seguridad no, pero siento que sí. Y en eso, no estoy para nada sola.
Ahora, por favor, compartan este artículo , si no es molestia – especialmente si lo están leyendo online- no sea cosa que sean responsables de partirme el corazón.
Copyright The Guardian, 2012. Traducción de Elisa Carnelli.
Al hacer su oferta por Instagram, Facebook había reconocido, creo, la importancia creciente de un pequeño impulso que es terriblemente difícil de resistir: el de compartir.
El impulso irresistible de postear, de twittear, de decir “me gusta”, tiene raíces evolutivas que preceden en mucho el advenimiento de las redes sociales. Tomemos, por ejemplo, algo conocido como la norma del “compartir con la comunidad”. En un entorno de recursos escasos, cada recurso existente debe compartirse con otros.
Lo que yo descubro no es sólo mío sino que es propiedad común, ya que puede beneficiar a otros . Hay un oso en esa cueva; esos hongos pueden matarte.
Todo esto es información que es importante transmitir y cuanto antes mejor.
¿Hay tanta distancia entre: “Hay un oso en la cueva” y: “Mirá qué adorable el oso que juega con las ramitas en ese video de YouTube”? No nos limitamos a absorber información de forma pasiva. Queremos transmitirla activamente a otros.
Compartimos emociones, pensamientos, opiniones, objetos. Compartimos porque estamos contentos, enojados, perplejos .
También compartimos para expresar nuestra identidad : lo que aporto define una parte de lo que soy; si comparto material gracioso, soy gracioso; si comparto información útil, soy una persona generosa; si comparto links magistrales y profundos, bueno, saquen sus propias conclusiones.
Compartimos también para construir una comunidad : compartir con otros puede ayudarnos a detectar ideas e intereses en común. Ver cómo reaccionan los demás nos ayuda a definir cómo pensamos y sentimos.
Las redes sociales apelan a algo muy fundamental y el impulso de compartir de la naturaleza humana podría provenir de algo básico: la simple excitación y la reacción de pelear o huir que compartimos con otros antepasados distantes.
Desde el punto de vista científico, esto significa la activación de nuestro sistema nervioso autónomo; en términos más simples, el aumento de la energía, la aceleración del ritmo cardíaco, el cosquilleo de los nervios que dice que algo del entorno ha llamado mi atención.
Según el psicólogo de la Universidad de Pensilvania Jonah Berger, la excitación le hace sombra a todas las demás explicaciones sobre el compartir. En un estudio de 2011, Berger invitó a un grupo de estudiantes a mirar un video clip: un segmento “neutral” o uno de varios segmentos “emotivos”.
Berger descubrió que el sentirnos atemorizados, enojados o divertidos nos induce a enviar clips o información.
Son los sentimientos que se caracterizan por una gran excitación los que nos impulsan a actuar. “Si algo nos enoja en lugar de entristecernos, por ejemplo, es más probable que lo compartamos porque estamos llenos de pasión”, escribió Berger.
Veo, reacciono, comparto. Formo parte de una comunidad y tus “me gusta” me ratifican. Me siento recompensado con cada retweet y cada apoyo y, por el contrario, me siento triste si algo cae en una tierra del nunca jamás virtual. ¿Fue algo que dije? De hecho, ser rechazado virtualmente activa las mismas zonas del cerebro que están asociadas al sufrimiento físico , la corteza cingulada dorsal anterior y la ínsula anterior.
Las redes sociales hacen que el compartir sea más fácil que nunca. Y lo hacen adictivo. Yo he pasado de neófita de Twitter hace menos de un año a compartidora compulsiva. ¿Realmente tengo tanto que compartir? Casi con seguridad no, pero siento que sí. Y en eso, no estoy para nada sola.
Ahora, por favor, compartan este artículo , si no es molestia – especialmente si lo están leyendo online- no sea cosa que sean responsables de partirme el corazón.
Copyright The Guardian, 2012. Traducción de Elisa Carnelli.