César Calderón es especialista en consultoría política y director general de Redlines
Imaginen el país más desarrollado del mundo en materia tecnológica, un país que ha hecho del I+D una de sus banderas y cuyas cinco mayores empresas son tecnológicas. Casi nada.
Imaginen que en ese país se implemente un sistema de voto electrónico en uno de sus estados clave y que a consecuencia del mismo se otorga la victoria electoral y consecuentemente la presidencia a un candidato por un margen tan estrecho que obliga al recuento, y que en ese recuento se descubre que no se puede asegurar que tal candidato haya ganado fehacientemente.
No, no es una historia de terror enloquecida de de Iker Jiménez, estamos hablando de las elecciones de 2.000 en Estados Unidos y del masivo fraude (o error) en el estado de Florida que dio la presidencia a George Bush hijo frente a Al Gore.
Llevo más de 10 años dedicado al oficio de la consultoría política e institucional, es decir, me dedico a ayudar a que algún candidato de esos que más les suenan y de los que hablan en las cenas de navidad con su familia y en la barra del bar con sus amigos, ganen elecciones.
Mi labor consiste por un lado en que ustedes les conozcan de la forma que ellos quieren ser conocidos, les hablen de cosas que a ustedes les interesen, y a que cuando aparecen en los medios de comunicación ustedes no cambien de canal automáticamente, y por otro a que una vez en el gobierno, tengan en cuenta la opinión de los ciudadanos, y sus decisiones sean conocidas y respaldadas con dos ejes básicos: transparencia y participación.
Como podrán imaginar, en mi oficio, las nuevas tecnologías juegan un papel determinante, de tal suerte que nadie puede pensar hoy en ganar unas elecciones o en gobernar con el favor de los ciudadanos sin dedicar importantes esfuerzos a las tecnologías de la información y comunicación. Y esto es un hecho.
Pues bien, a pesar de todo eso y de haber militado fervientemente en la cofradía del optimismo tecnológico, una religión que defendía que el uso de internet y las TIC, por si mismo y mágicamente, iba a traernos una mayor calidad democrática, mayor participación ciudadana, más transparencia y al fin y a la postre, más felicidad, en los últimos años me han comenzado a asaltar enormes dudas que quiero compartir con ustedes.
No, no es que me haya pasado al lado oscuro, al pesimismo tecnológico de Evgeny Morozov o Byung-Chul Han, pero creo que es necesario y pertinente comenzar a pensar despacio y a hacer política más despacio aún cuando estamos tocando la médula espinal de nuestros sistemas democráticos, es decir, el voto, que según la constitución española, en su artículo 68.2 dice taxativamente que debe ser universal, libre, igual, directo y secreto.
He tenido infinidad de debates con los defensores del voto electrónico, desde los más prudentes que defienden un voto electrónico “light” que consistiría en tener que acudir al colegio electoral igualmente y votar en una máquina habilitada a tal fin. Es decir, un voto electrónico que sería vulnerable al fraude y manipulación previa y cuya fiscalización se hurtaría a la mesa electoral y a los apoderados de los partidos con el único beneficio de tener el recuento dos horas antes, hasta los más enloquecidos, que defienden un voto por internet prácticamente sin garantía alguna.
Las razones técnicas contra el voto electrónico son evidentes, tantas y tan diversas que creo que con este pequeño resumen de las más evidentes será suficiente para convencerles:
Se privatizan las elecciones, dejando el recuento de votos en manos de una empresa privada.
Se impide a partidos y ciudadanos fiscalizar efectivamente el proceso electoral.
Hay posibilidades evidentes de fraudes y crackeos, una pequeña inyección de código malicioso podría cambiar el resultado electoral, y no, nadie puede garantizar que su sistema está a salvo de eso.
En los modelos de voto a través de internet no hay garantía alguna de la identidad del votante más allá de poseer sus datos o identificaciones personales, y se facilita la compra masiva de votos sin tener que acudir siquiera al colegio electoral.
No se garantiza el secreto del voto ni la libertad del mismo.
Nadie garantiza de que el voto electrónico sea más barato que el tradicional. De hecho la inversión tecnológica necesaria no se presume precisamente barata.
Pero más allá de estas razones técnicas, de por si ya evidentes, hay una más relevante, más profunda, y que nos debería llevar a repensar cualquier proceso de este tipo.
Miren, a pesar de lo que puedan escuchar a tertulianos más o menos afortunados, un sistema democrático no es solo un catálogo de derechos, esos derechos también tienen su reverso, que son las obligaciones, y en nuestro país también tenemos de eso, aunque se hable poco en los medios de comunicación más allá de las fiscales que ejercemos pagando nuestros impuestos.
El ejercicio del voto es el ejercicio más íntimo, primario y evidente de nuestras obligaciones como ciudadanos, es el perfecto ejemplo de imperativo moral.
Y miren, sinceramente creo que acudir al colegio electoral a depositar un sobre vacío, en blanco o con el logotipo del partido político que nos dé la gana nos sale incluso barato, ya que nos garantiza un sistema democrático que responda a la voluntad popular, no de algún consejo de administración con enormes incentivos para torcerla en su favor.
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Imaginen el país más desarrollado del mundo en materia tecnológica, un país que ha hecho del I+D una de sus banderas y cuyas cinco mayores empresas son tecnológicas. Casi nada.
Imaginen que en ese país se implemente un sistema de voto electrónico en uno de sus estados clave y que a consecuencia del mismo se otorga la victoria electoral y consecuentemente la presidencia a un candidato por un margen tan estrecho que obliga al recuento, y que en ese recuento se descubre que no se puede asegurar que tal candidato haya ganado fehacientemente.
No, no es una historia de terror enloquecida de de Iker Jiménez, estamos hablando de las elecciones de 2.000 en Estados Unidos y del masivo fraude (o error) en el estado de Florida que dio la presidencia a George Bush hijo frente a Al Gore.
Llevo más de 10 años dedicado al oficio de la consultoría política e institucional, es decir, me dedico a ayudar a que algún candidato de esos que más les suenan y de los que hablan en las cenas de navidad con su familia y en la barra del bar con sus amigos, ganen elecciones.
Mi labor consiste por un lado en que ustedes les conozcan de la forma que ellos quieren ser conocidos, les hablen de cosas que a ustedes les interesen, y a que cuando aparecen en los medios de comunicación ustedes no cambien de canal automáticamente, y por otro a que una vez en el gobierno, tengan en cuenta la opinión de los ciudadanos, y sus decisiones sean conocidas y respaldadas con dos ejes básicos: transparencia y participación.
Como podrán imaginar, en mi oficio, las nuevas tecnologías juegan un papel determinante, de tal suerte que nadie puede pensar hoy en ganar unas elecciones o en gobernar con el favor de los ciudadanos sin dedicar importantes esfuerzos a las tecnologías de la información y comunicación. Y esto es un hecho.
Pues bien, a pesar de todo eso y de haber militado fervientemente en la cofradía del optimismo tecnológico, una religión que defendía que el uso de internet y las TIC, por si mismo y mágicamente, iba a traernos una mayor calidad democrática, mayor participación ciudadana, más transparencia y al fin y a la postre, más felicidad, en los últimos años me han comenzado a asaltar enormes dudas que quiero compartir con ustedes.
No, no es que me haya pasado al lado oscuro, al pesimismo tecnológico de Evgeny Morozov o Byung-Chul Han, pero creo que es necesario y pertinente comenzar a pensar despacio y a hacer política más despacio aún cuando estamos tocando la médula espinal de nuestros sistemas democráticos, es decir, el voto, que según la constitución española, en su artículo 68.2 dice taxativamente que debe ser universal, libre, igual, directo y secreto.
He tenido infinidad de debates con los defensores del voto electrónico, desde los más prudentes que defienden un voto electrónico “light” que consistiría en tener que acudir al colegio electoral igualmente y votar en una máquina habilitada a tal fin. Es decir, un voto electrónico que sería vulnerable al fraude y manipulación previa y cuya fiscalización se hurtaría a la mesa electoral y a los apoderados de los partidos con el único beneficio de tener el recuento dos horas antes, hasta los más enloquecidos, que defienden un voto por internet prácticamente sin garantía alguna.
Las razones técnicas contra el voto electrónico son evidentes, tantas y tan diversas que creo que con este pequeño resumen de las más evidentes será suficiente para convencerles:
Se privatizan las elecciones, dejando el recuento de votos en manos de una empresa privada.
Se impide a partidos y ciudadanos fiscalizar efectivamente el proceso electoral.
Hay posibilidades evidentes de fraudes y crackeos, una pequeña inyección de código malicioso podría cambiar el resultado electoral, y no, nadie puede garantizar que su sistema está a salvo de eso.
En los modelos de voto a través de internet no hay garantía alguna de la identidad del votante más allá de poseer sus datos o identificaciones personales, y se facilita la compra masiva de votos sin tener que acudir siquiera al colegio electoral.
No se garantiza el secreto del voto ni la libertad del mismo.
Nadie garantiza de que el voto electrónico sea más barato que el tradicional. De hecho la inversión tecnológica necesaria no se presume precisamente barata.
Pero más allá de estas razones técnicas, de por si ya evidentes, hay una más relevante, más profunda, y que nos debería llevar a repensar cualquier proceso de este tipo.
Miren, a pesar de lo que puedan escuchar a tertulianos más o menos afortunados, un sistema democrático no es solo un catálogo de derechos, esos derechos también tienen su reverso, que son las obligaciones, y en nuestro país también tenemos de eso, aunque se hable poco en los medios de comunicación más allá de las fiscales que ejercemos pagando nuestros impuestos.
El ejercicio del voto es el ejercicio más íntimo, primario y evidente de nuestras obligaciones como ciudadanos, es el perfecto ejemplo de imperativo moral.
Y miren, sinceramente creo que acudir al colegio electoral a depositar un sobre vacío, en blanco o con el logotipo del partido político que nos dé la gana nos sale incluso barato, ya que nos garantiza un sistema democrático que responda a la voluntad popular, no de algún consejo de administración con enormes incentivos para torcerla en su favor.
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