El trágico accidente ferroviario del 22 de febrero en la Estación Once constituye una prueba irrefutable del estado calamitoso del sistema de transporte ferroviario urbano de pasajeros en la Argentina. Las pericias técnicas y la investigación judicial determinarán las responsabilidades directas, pero desde el punto de vista económico no hay duda de que «accidentes» de este tipo se han vuelto crecientemente probables debido al constante deterioro del servicio, en términos de mantenimiento, calidad y también de seguridad.
Pensando en el futuro, la intervención o eventual cancelación de la concesión de TBA, o incluso las hipotéticas renuncias del secretario de Transporte o del ministro de Infraestructura, aún siendo correctas, no apuntan al corazón del problema detrás de la decadencia y pauperización del servicio. Los novedosos informes que la CNRT elevó tiempo atrás al secretario de Transporte, que en su momento lamentablemente no se hicieron públicos, son una muestra clara de que el Gobierno nacional ha tenido plena conciencia sobre la situación desde tiempo atrás, pero también de que le ha faltado voluntad de mejorar el servicio. Hasta la tragedia de Once, lamentablemente, la política regulatoria vigente fue políticamente redituable.
Privatización vs. política
regulatoria poscrisis 2002
Suponiendo una verdadera voluntad de mejorar de forma sustentable el servicio de transporte ferroviario urbano de pasajeros, un paso ineludible para decidir qué hacer es examinar la experiencia disponible desde la privatización (por concesión) de Ferrocarriles Argentinos (FF.AA.), concretada entre 1993 y 1995. Aunque para un observador distraído el deterioro del servicio comenzó con la privatización de FF.AA., los datos oficiales que publica la CNRT en su página web demuestran lo contrario. Hasta el año 2001, mientras estuvo en vigencia el diseño regulatorio original, hubo avances en distintas dimensiones de calidad, confiabilidad y seguridad del servicio de superficie y subterráneo. Los avances fueron modestos por el propio diseño contractual (orientado a una recomposición de corto plazo), pero existieron. Por otra parte, desde 2002 en adelante, ocurrió exactamente lo contrario: los mismos indicadores revirtieron su tendencia (ver cuadro).
Si se computan las mejoras inmediatas post-privatización entre 1993 y 1996, el contraste es aún mayor: por ejemplo, el porcentaje de trenes cancelados o atrasados era del 22,7% en 1993, se redujo al 5,7% en 1996, luego se mantuvo entre el 3,5% y el 6% hasta 2001, y finalmente aumentó a un rango entre el 13,5% y el 21,5% entre 2002 y 2010.
¿Qué pasó en el medio? Fundamentalmente, un cambio drástico en el modelo regulatorio. Hasta 2001 las tarifas y subsidios tenían una evolución predefinida (con aumentos tarifarios autorizados sobre la base de mejoras en la calidad del servicio), la CNRT tenía cierta autonomía del poder político, y la ejecución de los contratos era relativamente transparente, más allá de las -a mi juicio inconvenientes- renegociaciones entre 1999 y 2001. Desde 2002, y Ley de Emergencia Pública mediante, se congelaron las tarifas (hasta 2008), disminuyeron las exigencias de inversiones y calidad, se establecieron responsabilidades ambiguas entre los operadores y Estado respecto del mantenimiento y la inversión en la red fija, se convalidaron los mayores costos operativos (liderados por los mayores gastos en personal, que en el caso de TBA acumularon el 900% desde 2001) por medio de crecientes subsidios (u$s 900 millones en 2011), otorgados de manera discrecional y poco transparente, bajo la supervisión desdibujada de una CNRT intervenida por el poder político.
Así, la naturaleza precaria de los contratos en proceso de renegociación, con tarifas y subsidios de evolución imprevisible, lejos de inducir mayores inversiones y una mejor gestión, han conducido a un fuerte deterioro del servicio. Pero además, llamativamente, éste resulta mucho más caro para el conjunto de la población: aunque entre 2001 y 2011 la tarifa promedio cayó a la mitad en términos reales (deflactando por el índice de precios mayorista del INDEC), el ingreso promedio por pasajero pago transportado -resultante de adicionar los subsidios recibidos por los operadores del servicio de transporte ferroviario urbano de pasajeros, y que por definición refleja el costo por pasajero del servicio- se duplicó.
Sin resolver estos defectos básicos de la política regulatoria vigente durante la última década es ilusorio pretender que el servicio de transporte ferroviario urbano de pasajeros alguna vez esté a la altura de lo que todos aspiramos. Bajo este conjunto de reglas, la identidad del operador (público o privado, distinto del actual) y de las autoridades públicas del sector son elementos secundarios. Reconocer la pésima política regulatoria aplicada al servicio desde 2002-2003 es un primer paso imprescindible para al menos demostrar voluntad de comenzar a corregir las cosas.
Pensando en el futuro, la intervención o eventual cancelación de la concesión de TBA, o incluso las hipotéticas renuncias del secretario de Transporte o del ministro de Infraestructura, aún siendo correctas, no apuntan al corazón del problema detrás de la decadencia y pauperización del servicio. Los novedosos informes que la CNRT elevó tiempo atrás al secretario de Transporte, que en su momento lamentablemente no se hicieron públicos, son una muestra clara de que el Gobierno nacional ha tenido plena conciencia sobre la situación desde tiempo atrás, pero también de que le ha faltado voluntad de mejorar el servicio. Hasta la tragedia de Once, lamentablemente, la política regulatoria vigente fue políticamente redituable.
Privatización vs. política
regulatoria poscrisis 2002
Suponiendo una verdadera voluntad de mejorar de forma sustentable el servicio de transporte ferroviario urbano de pasajeros, un paso ineludible para decidir qué hacer es examinar la experiencia disponible desde la privatización (por concesión) de Ferrocarriles Argentinos (FF.AA.), concretada entre 1993 y 1995. Aunque para un observador distraído el deterioro del servicio comenzó con la privatización de FF.AA., los datos oficiales que publica la CNRT en su página web demuestran lo contrario. Hasta el año 2001, mientras estuvo en vigencia el diseño regulatorio original, hubo avances en distintas dimensiones de calidad, confiabilidad y seguridad del servicio de superficie y subterráneo. Los avances fueron modestos por el propio diseño contractual (orientado a una recomposición de corto plazo), pero existieron. Por otra parte, desde 2002 en adelante, ocurrió exactamente lo contrario: los mismos indicadores revirtieron su tendencia (ver cuadro).
Si se computan las mejoras inmediatas post-privatización entre 1993 y 1996, el contraste es aún mayor: por ejemplo, el porcentaje de trenes cancelados o atrasados era del 22,7% en 1993, se redujo al 5,7% en 1996, luego se mantuvo entre el 3,5% y el 6% hasta 2001, y finalmente aumentó a un rango entre el 13,5% y el 21,5% entre 2002 y 2010.
¿Qué pasó en el medio? Fundamentalmente, un cambio drástico en el modelo regulatorio. Hasta 2001 las tarifas y subsidios tenían una evolución predefinida (con aumentos tarifarios autorizados sobre la base de mejoras en la calidad del servicio), la CNRT tenía cierta autonomía del poder político, y la ejecución de los contratos era relativamente transparente, más allá de las -a mi juicio inconvenientes- renegociaciones entre 1999 y 2001. Desde 2002, y Ley de Emergencia Pública mediante, se congelaron las tarifas (hasta 2008), disminuyeron las exigencias de inversiones y calidad, se establecieron responsabilidades ambiguas entre los operadores y Estado respecto del mantenimiento y la inversión en la red fija, se convalidaron los mayores costos operativos (liderados por los mayores gastos en personal, que en el caso de TBA acumularon el 900% desde 2001) por medio de crecientes subsidios (u$s 900 millones en 2011), otorgados de manera discrecional y poco transparente, bajo la supervisión desdibujada de una CNRT intervenida por el poder político.
Así, la naturaleza precaria de los contratos en proceso de renegociación, con tarifas y subsidios de evolución imprevisible, lejos de inducir mayores inversiones y una mejor gestión, han conducido a un fuerte deterioro del servicio. Pero además, llamativamente, éste resulta mucho más caro para el conjunto de la población: aunque entre 2001 y 2011 la tarifa promedio cayó a la mitad en términos reales (deflactando por el índice de precios mayorista del INDEC), el ingreso promedio por pasajero pago transportado -resultante de adicionar los subsidios recibidos por los operadores del servicio de transporte ferroviario urbano de pasajeros, y que por definición refleja el costo por pasajero del servicio- se duplicó.
Sin resolver estos defectos básicos de la política regulatoria vigente durante la última década es ilusorio pretender que el servicio de transporte ferroviario urbano de pasajeros alguna vez esté a la altura de lo que todos aspiramos. Bajo este conjunto de reglas, la identidad del operador (público o privado, distinto del actual) y de las autoridades públicas del sector son elementos secundarios. Reconocer la pésima política regulatoria aplicada al servicio desde 2002-2003 es un primer paso imprescindible para al menos demostrar voluntad de comenzar a corregir las cosas.