La fuga de Martín y Cristian Lanatta y de Víctor Schillaci significa, reducida a escala, lo que representó para México la de «el Chapo» Joaquín Guzmán de un penal mexicano de máxima seguridad. Más allá de su atractivo cinematográfico, pone en evidencia el nivel de penetración del crimen organizado en la estructura estatal de la provincia de Buenos Aires. En su policía, en su sistema penitenciario, en su Poder Judicial.
Es difícil encontrar un aspecto más perturbador de la herencia del kirchnerismo. Quien con mayor claridad advirtió ese drama fue el electorado bonaerense. El 25 de octubre los votantes realizaron lo que se creía imposible. Mediante un multitudinario corte de boletas, repudiaron a Aníbal Fernández y confiaron la administración a María Eugenia Vidal.
Fernández había sido señalado por Martín Lanatta, uno de los tres fugitivos, como «la Morsa», el poderoso funcionario que daba protección a una banda de traficantes de efedrina para la que ellos trabajaban. Fernández, por supuesto, rechazó la imputación.
En la perspectiva de la larga duración es una anécdota: al votar contra «La Morsa», quienquiera que sea, los ciudadanos rechazaron una vinculación entre delincuencia y política con raíces extensísimas. José Luis Cabezas, Julio López, Candela Rodríguez, los adolescentes masacrados a manos de dealers de José León Suárez, Luciano Arruga, y los millones de vecinos que están a merced de los delincuentes que prosperan en el conurbano son, todos, víctimas de alguna «Morsa».
El «no a la Morsa» fue el principal mandato que recibió Vidal. Es un imperativo para regenerar la política allí donde ésta se muestra más densa, más opaca: el aparato represivo del Estado. Satisfacer ese encargo es uno de los principales desafíos de Vidal. Y también de Mauricio Macri. Importa poco cuánto quiera aproximar su imagen al fuego del problema. Él sabe que el destino de su presidencia depende en gran medida de cómo satisfaga las expectativas del electorado bonaerense. En su discurso inaugural dijo que uno de sus tres objetivos principales es derrotar al narcotráfico. Y en 2017 se vuelve de disputar el liderazgo de la provincia. Sergio Massa y Margarita Stolbizer entrarán en esa competencia discutiendo, con distintas modulaciones, sobre la seguridad. Ese duelo es decisivo para Macri.
Vidal adoptó una estrategia controvertida para superar este reto. Ensayó un acuerdo parcial con el orden preexistente. Para administrar el Servicio Penitenciario confirmó a César Albarracín, alter ego de Ricardo Casal, el ministro de Justicia de Daniel Scioli. En Seguridad designó a Cristian Ritondo, quien reemplazó al jefe de la Policía Hugo Matzkin por Pablo Bressi, quien venía de ser Superintendente de Drogas Ilícitas. Ritondo pactó con Alejandro Granados, su antecesor, la continuidad del resto de la conducción.
Podrían esgrimirse atenuantes para evaluar ese curso de acción. Vidal, que procede de la administración porteña, fue puesta de improviso al frente de un gobierno sin mayoría en la Legislatura. Y depositó la Seguridad en manos de Ritondo, dirigente de su máxima confianza que tampoco es bonaerense. El criterio puede haber sido asentarse en el nuevo territorio para, recién entonces, modificar el esquema recibido. No funcionó.
El fracaso de la receta es progresivo. Se va demostrando a medida que los Lanatta y Schillaci siguen escapándose. La primera señal fue la fuga. Las autoridades denuncian la connivencia de los carceleros con los tres condenados por el triple crimen de General Rodríguez. Pero para advertir esa complicidad no era necesario que escaparan. No sólo la entrevista de Martín Lanatta con Jorge Lanata se realizó con la venia de las autoridades del penal. También fue necesario ese visto bueno para un encuentro mucho más escabroso: el que mantuvieron Lanatta y Schillaci con el abogado Antonio Solibaret, que ingresó en la cárcel como emisario de Aníbal Fernández para negociar. Esa reunión fue filmada y divulgada de modo fragmentario. Quienes vieron la versión completa dicen que es explosiva para la suerte de Fernández.
La evasión de los tres presos fue misteriosísima. ¿Tiene sentido salir de un presidio para deambular por el gran Buenos Aires? Se podría pensar que alguien les prometió que a la salida se encontrarían con dinero, logística y documentos que nunca aparecieron. Que alguien los ayudó a fugarse, pero los dejó expuestos a la cacería policial. ¿O huyeron sin plan alguno porque presentían que dentro del penal estaban más expuestos a la muerte que fuera de él? Esta es la tesis que anoche divulgaba la familia Lanatta a través de uno de sus abogados: «No fue una fuga. Les dieron algo de plata, les abrieron la puerta, y les dijeron que terminen con las denuncias».
De ser así, los presidiarios deben evadirse de dos perseguidores. Los policías y los que, puede suponerse, podían liquidarlos tras las rejas. ¿El motivo? La conjetura más firme es que los presidiarios pidieron declarar en febrero en la causa que sigue Servini de Cubría por tráfico de efedrina. La hipótesis de que alguien los incitó a una fuga suicida busca perjudicar a Aníbal Fernández, blanco de las imputaciones de Lanatta. En los tribunales se afirma que Fernández está inquieto con el expediente de Servini. Y que intentó, sin éxito, tomar contacto con el fiscal Gerardo Pollicita para hablar del tema.
La búsqueda de los Lanatta y Schillaci es la segunda burla del aparato de Seguridad bonaerense a Vidal. Los prófugos sólo estuvieron cerca de la policía cuando, el jueves, atacaron a tiros a los agentes Lucrecia Yudati y Fernando Pengsawath. Es un episodio muy raro. Carecían de dinero para vivir, pero tenían armas largas para defenderse. Ese día circuló la versión de una negociación con el abogado de Schillaci, Hugo Icazati, que se habría aproximado a la investigación a través de un periodista. La propuesta habría sido que su cliente se entregaría si se lo destinaba a una cárcel federal. Pero las autoridades y la familia de los presos niegan esa posibilidad. Aunque la esposa de Schillaci estaría por plantear que el triple crimen debe pasar a la esfera federal porque el juicio en Mercedes estuvo sometido a la influencia de Aníbal Fernández. Más allá de las desmentidas, funcionarios cercanos a la Bonaerense insisten: «Cuando el abogado dijo que ya no tenía contacto con Schillaci, el jefe de la policía, Bressi, pidió a Ritondo que declarara que los tenía cercados».
El único cerco que se tendió la noche del año nuevo se habría basado en la identificación de los celulares de los fugitivos. A esa altura, la crisis bonaerense entraba en una segunda fase. Ya se había demostrado la infiltración de la delincuencia en las cárceles. Ahora quedaba en evidencia que alcanzaba a la fuerza policial. El indicio más elocuente fue que Christian Lanatta pudo visitar a su ex suegra, en busca de dinero y de un vehículo. Si lo hizo, razonan los investigadores, es porque alguien le avisó que esa casa no era vigilada. Lo mismo puede decirse de la internación en la quinta del pizzero Marcelo Melnyk, «el Faraón». Esa propiedad estaría a nombre de un pariente de Schillaci. El «Faraón» visitaba a los condenados de General Alvear. Se le atribuye administrar una cadena de restaurantes que servirían para lavar dinero de la droga, en Quilmes.
A medida que advertían cómo se filtraban hacia los perseguidos los detalles de la investigación, Vidal y Ritondo fueron descubriendo la red de connivencias en la cúpula policial. Comenzaron por reemplazar al jefe de la Delegación Departamental de Investigaciones (DDI) de Quilmes, Roberto Di Rosa. Y siguieron con una reestructuración regional: la DDI Quilmes fue vaciada y cubierta con personal de La Plata. Y la Jefatura Departamental con sede en esa ciudad fue disuelta. Será absorbida por las de Lanús y Lomas de Zamora. Ayer la limpieza subió un escalón jerárquico: Ritondo relevó a Néstor Larrauri, jefe de Investigaciones de la Bonaerense. Larrauri, superior de Di Rosa, iba a ser el jefe de la Policía en caso de que ganara las elecciones Aníbal Fernández. ¿Se lo advirtió Granados a Ritondo? Desde ayer Larrauri está a disposición de Asuntos Internos, que debe determinar si incurrió en algún tipo de encubrimiento.
Las nuevas autoridades prestan especial atención al entramado policial de Quilmes por sus conexiones con Fernández. Allí se produjo, en agosto de 2008, el crimen por el que están condenados los tres prófugos. El comisario de la zona era Carlos Grecco. El 18 de septiembre de 2013 un tribunal oral ordenó investigarlo por presunto encubrimiento del secuestro de Leonardo Bergara. Pero Granados lo mantuvo al frente de la zona Conurbano Oeste de la policía, de donde fue desplazado en noviembre de 2014 por alquilar patrulleros. Viejos colegas suyos aseguran que, si se consultara a su hermano, Aurelio Greco, se obtendría información sobre los vínculos entre los Lanatta, Schillaci, el tráfico de drogas en Quilmes y la cobertura policial.
La fuga de los tres presos de General Alvear plantea incógnitas rebeldes. Sus familias sugieren que fueron inducidos a escapar por quienes podrían ser víctimas de sus imputaciones. Pero las autoridades sospechan de la protección de policías vinculados a Fernández. Nadie sabe a qué bando responde cada actor. Ni siquiera si hay bandos. Sobre estas arenas movedizas Vidal y Ritondo avanzan con la purga de la Bonaerense. Después de Larrauri, llegaría a Marcelo Chebriau, el jefe de Delitos Complejos y Crimen Organizado. Chebriau estaba al frente de la DDI de La Matanza cuando asesinaron a Candela Rodríguez. La comisión senatorial que siguió ese crimen pidió su exoneración. Pero Granados lo ascendió.
Vidal y Ritondo resolvieron una intervención de facto sobre la Bonaerense. Desde anteayer intervienen en la persecución de los prófugos la Policía Federal y la Gendarmería. La AFI brilla por su ausencia. El responsable operativo, Diego Dalmau, un conocido de Silvia Majdalani, la segunda de esa agencia, tiene buenas calificaciones como profesor de la Escuela de Inteligencia. Pero carece de experiencia práctica. El encargado de coordinar los operativos bonaerenses, que ayer produjeron 37 allanamientos, es Román Di Santo, el jefe de la Federal. El protagonismo de Di Santo abre otros enigmas. ¿Utilizará este policía los servicios prestados para demorar el traspaso de 21000 efectivos a la Policía Metropolitana? ¿Renunciará Bressi a la Bonaerense? Se presumía que, como ex Superintendencia de Drogas, resolvería rápido el caso de una banda de narcos. No fue así.
Macri y Vidal están cayendo en la cuenta de lo que el electorado había advertido con claridad. El contubernio entre crimen y política es el legado más tenebroso del kirchnerismo. Involucra a Aníbal Fernández. Pero también a la ex presidenta, que en 2007 se financió con el dinero de los traficantes de efedrina. Y a Scioli, que dejó avanzar el delito en la estructura del Estado bonaerense. Por complicidad. O tal vez por negligencia. La misma negligencia que lo lleva, como único pronunciamiento en medio de la crisis, a continuar una extemporánea campaña por la Bristol, mientras divulga su foto con Carlitos Balá.
Es difícil encontrar un aspecto más perturbador de la herencia del kirchnerismo. Quien con mayor claridad advirtió ese drama fue el electorado bonaerense. El 25 de octubre los votantes realizaron lo que se creía imposible. Mediante un multitudinario corte de boletas, repudiaron a Aníbal Fernández y confiaron la administración a María Eugenia Vidal.
Fernández había sido señalado por Martín Lanatta, uno de los tres fugitivos, como «la Morsa», el poderoso funcionario que daba protección a una banda de traficantes de efedrina para la que ellos trabajaban. Fernández, por supuesto, rechazó la imputación.
En la perspectiva de la larga duración es una anécdota: al votar contra «La Morsa», quienquiera que sea, los ciudadanos rechazaron una vinculación entre delincuencia y política con raíces extensísimas. José Luis Cabezas, Julio López, Candela Rodríguez, los adolescentes masacrados a manos de dealers de José León Suárez, Luciano Arruga, y los millones de vecinos que están a merced de los delincuentes que prosperan en el conurbano son, todos, víctimas de alguna «Morsa».
El «no a la Morsa» fue el principal mandato que recibió Vidal. Es un imperativo para regenerar la política allí donde ésta se muestra más densa, más opaca: el aparato represivo del Estado. Satisfacer ese encargo es uno de los principales desafíos de Vidal. Y también de Mauricio Macri. Importa poco cuánto quiera aproximar su imagen al fuego del problema. Él sabe que el destino de su presidencia depende en gran medida de cómo satisfaga las expectativas del electorado bonaerense. En su discurso inaugural dijo que uno de sus tres objetivos principales es derrotar al narcotráfico. Y en 2017 se vuelve de disputar el liderazgo de la provincia. Sergio Massa y Margarita Stolbizer entrarán en esa competencia discutiendo, con distintas modulaciones, sobre la seguridad. Ese duelo es decisivo para Macri.
Vidal adoptó una estrategia controvertida para superar este reto. Ensayó un acuerdo parcial con el orden preexistente. Para administrar el Servicio Penitenciario confirmó a César Albarracín, alter ego de Ricardo Casal, el ministro de Justicia de Daniel Scioli. En Seguridad designó a Cristian Ritondo, quien reemplazó al jefe de la Policía Hugo Matzkin por Pablo Bressi, quien venía de ser Superintendente de Drogas Ilícitas. Ritondo pactó con Alejandro Granados, su antecesor, la continuidad del resto de la conducción.
Podrían esgrimirse atenuantes para evaluar ese curso de acción. Vidal, que procede de la administración porteña, fue puesta de improviso al frente de un gobierno sin mayoría en la Legislatura. Y depositó la Seguridad en manos de Ritondo, dirigente de su máxima confianza que tampoco es bonaerense. El criterio puede haber sido asentarse en el nuevo territorio para, recién entonces, modificar el esquema recibido. No funcionó.
El fracaso de la receta es progresivo. Se va demostrando a medida que los Lanatta y Schillaci siguen escapándose. La primera señal fue la fuga. Las autoridades denuncian la connivencia de los carceleros con los tres condenados por el triple crimen de General Rodríguez. Pero para advertir esa complicidad no era necesario que escaparan. No sólo la entrevista de Martín Lanatta con Jorge Lanata se realizó con la venia de las autoridades del penal. También fue necesario ese visto bueno para un encuentro mucho más escabroso: el que mantuvieron Lanatta y Schillaci con el abogado Antonio Solibaret, que ingresó en la cárcel como emisario de Aníbal Fernández para negociar. Esa reunión fue filmada y divulgada de modo fragmentario. Quienes vieron la versión completa dicen que es explosiva para la suerte de Fernández.
La evasión de los tres presos fue misteriosísima. ¿Tiene sentido salir de un presidio para deambular por el gran Buenos Aires? Se podría pensar que alguien les prometió que a la salida se encontrarían con dinero, logística y documentos que nunca aparecieron. Que alguien los ayudó a fugarse, pero los dejó expuestos a la cacería policial. ¿O huyeron sin plan alguno porque presentían que dentro del penal estaban más expuestos a la muerte que fuera de él? Esta es la tesis que anoche divulgaba la familia Lanatta a través de uno de sus abogados: «No fue una fuga. Les dieron algo de plata, les abrieron la puerta, y les dijeron que terminen con las denuncias».
De ser así, los presidiarios deben evadirse de dos perseguidores. Los policías y los que, puede suponerse, podían liquidarlos tras las rejas. ¿El motivo? La conjetura más firme es que los presidiarios pidieron declarar en febrero en la causa que sigue Servini de Cubría por tráfico de efedrina. La hipótesis de que alguien los incitó a una fuga suicida busca perjudicar a Aníbal Fernández, blanco de las imputaciones de Lanatta. En los tribunales se afirma que Fernández está inquieto con el expediente de Servini. Y que intentó, sin éxito, tomar contacto con el fiscal Gerardo Pollicita para hablar del tema.
La búsqueda de los Lanatta y Schillaci es la segunda burla del aparato de Seguridad bonaerense a Vidal. Los prófugos sólo estuvieron cerca de la policía cuando, el jueves, atacaron a tiros a los agentes Lucrecia Yudati y Fernando Pengsawath. Es un episodio muy raro. Carecían de dinero para vivir, pero tenían armas largas para defenderse. Ese día circuló la versión de una negociación con el abogado de Schillaci, Hugo Icazati, que se habría aproximado a la investigación a través de un periodista. La propuesta habría sido que su cliente se entregaría si se lo destinaba a una cárcel federal. Pero las autoridades y la familia de los presos niegan esa posibilidad. Aunque la esposa de Schillaci estaría por plantear que el triple crimen debe pasar a la esfera federal porque el juicio en Mercedes estuvo sometido a la influencia de Aníbal Fernández. Más allá de las desmentidas, funcionarios cercanos a la Bonaerense insisten: «Cuando el abogado dijo que ya no tenía contacto con Schillaci, el jefe de la policía, Bressi, pidió a Ritondo que declarara que los tenía cercados».
El único cerco que se tendió la noche del año nuevo se habría basado en la identificación de los celulares de los fugitivos. A esa altura, la crisis bonaerense entraba en una segunda fase. Ya se había demostrado la infiltración de la delincuencia en las cárceles. Ahora quedaba en evidencia que alcanzaba a la fuerza policial. El indicio más elocuente fue que Christian Lanatta pudo visitar a su ex suegra, en busca de dinero y de un vehículo. Si lo hizo, razonan los investigadores, es porque alguien le avisó que esa casa no era vigilada. Lo mismo puede decirse de la internación en la quinta del pizzero Marcelo Melnyk, «el Faraón». Esa propiedad estaría a nombre de un pariente de Schillaci. El «Faraón» visitaba a los condenados de General Alvear. Se le atribuye administrar una cadena de restaurantes que servirían para lavar dinero de la droga, en Quilmes.
A medida que advertían cómo se filtraban hacia los perseguidos los detalles de la investigación, Vidal y Ritondo fueron descubriendo la red de connivencias en la cúpula policial. Comenzaron por reemplazar al jefe de la Delegación Departamental de Investigaciones (DDI) de Quilmes, Roberto Di Rosa. Y siguieron con una reestructuración regional: la DDI Quilmes fue vaciada y cubierta con personal de La Plata. Y la Jefatura Departamental con sede en esa ciudad fue disuelta. Será absorbida por las de Lanús y Lomas de Zamora. Ayer la limpieza subió un escalón jerárquico: Ritondo relevó a Néstor Larrauri, jefe de Investigaciones de la Bonaerense. Larrauri, superior de Di Rosa, iba a ser el jefe de la Policía en caso de que ganara las elecciones Aníbal Fernández. ¿Se lo advirtió Granados a Ritondo? Desde ayer Larrauri está a disposición de Asuntos Internos, que debe determinar si incurrió en algún tipo de encubrimiento.
Las nuevas autoridades prestan especial atención al entramado policial de Quilmes por sus conexiones con Fernández. Allí se produjo, en agosto de 2008, el crimen por el que están condenados los tres prófugos. El comisario de la zona era Carlos Grecco. El 18 de septiembre de 2013 un tribunal oral ordenó investigarlo por presunto encubrimiento del secuestro de Leonardo Bergara. Pero Granados lo mantuvo al frente de la zona Conurbano Oeste de la policía, de donde fue desplazado en noviembre de 2014 por alquilar patrulleros. Viejos colegas suyos aseguran que, si se consultara a su hermano, Aurelio Greco, se obtendría información sobre los vínculos entre los Lanatta, Schillaci, el tráfico de drogas en Quilmes y la cobertura policial.
La fuga de los tres presos de General Alvear plantea incógnitas rebeldes. Sus familias sugieren que fueron inducidos a escapar por quienes podrían ser víctimas de sus imputaciones. Pero las autoridades sospechan de la protección de policías vinculados a Fernández. Nadie sabe a qué bando responde cada actor. Ni siquiera si hay bandos. Sobre estas arenas movedizas Vidal y Ritondo avanzan con la purga de la Bonaerense. Después de Larrauri, llegaría a Marcelo Chebriau, el jefe de Delitos Complejos y Crimen Organizado. Chebriau estaba al frente de la DDI de La Matanza cuando asesinaron a Candela Rodríguez. La comisión senatorial que siguió ese crimen pidió su exoneración. Pero Granados lo ascendió.
Vidal y Ritondo resolvieron una intervención de facto sobre la Bonaerense. Desde anteayer intervienen en la persecución de los prófugos la Policía Federal y la Gendarmería. La AFI brilla por su ausencia. El responsable operativo, Diego Dalmau, un conocido de Silvia Majdalani, la segunda de esa agencia, tiene buenas calificaciones como profesor de la Escuela de Inteligencia. Pero carece de experiencia práctica. El encargado de coordinar los operativos bonaerenses, que ayer produjeron 37 allanamientos, es Román Di Santo, el jefe de la Federal. El protagonismo de Di Santo abre otros enigmas. ¿Utilizará este policía los servicios prestados para demorar el traspaso de 21000 efectivos a la Policía Metropolitana? ¿Renunciará Bressi a la Bonaerense? Se presumía que, como ex Superintendencia de Drogas, resolvería rápido el caso de una banda de narcos. No fue así.
Macri y Vidal están cayendo en la cuenta de lo que el electorado había advertido con claridad. El contubernio entre crimen y política es el legado más tenebroso del kirchnerismo. Involucra a Aníbal Fernández. Pero también a la ex presidenta, que en 2007 se financió con el dinero de los traficantes de efedrina. Y a Scioli, que dejó avanzar el delito en la estructura del Estado bonaerense. Por complicidad. O tal vez por negligencia. La misma negligencia que lo lleva, como único pronunciamiento en medio de la crisis, a continuar una extemporánea campaña por la Bristol, mientras divulga su foto con Carlitos Balá.