Los países BRICS están en apuros. Por un tiempo fueron las dinamos del crecimiento global, mientras Occidente estaba envuelto en la peor crisis financiera y recesión económica desde la Gran Depresión; pero ahora se han convertido en la principal fuente de preocupación en los cuarteles generales del FMI y del Banco Mundial. China, por encima de todos ellos, a causa de su peso en la economía global: producción desacelerada y un Himalaya de deudas. Rusia: sitiada, con la caída de los precios del petróleo y las sanciones restando su parte. India: asegurando mejor todos los temas, pero con preocupantes revisiones estadísticas. Sudáfrica: en caída libre. Las tensiones políticas emergen en cada uno de ellos: Xi y Putin responden a las tensiones con fuerza bruta, mientras Modi va hundiéndose en las investigaciones y Zuma es echado al fango junto con su propio partido. Sin embargo, en ningún otro lugar las crisis política y económica se fundieron de forma tan explosiva como en Brasil, cuyas calles el último año vieron más manifestantes que el resto del mundo en su conjunto.
Escogida por Lula para la sucesión, Dilma Rousseff, la ex guerrillera que se hizo jefa de Estado, venció en la disputa presidencial en 2010 con una mayoría aplastante de votos. Cuatro años después fue reelegida, pero en esa ocasión con un margen mucho más pequeño de votos, una ventaja del 3% sobre su oponente, Aécio Nieves, gobernador de Minas Gerais, con un debate marcado por una polarización regional nunca antes vista, con un Sur-Sudeste industrializado volviéndose contra ella y con un Nordeste dándole una ventaja aún mayor que la de 2010, con un 72%. Pero, aun así, fue una victoria indiscutible, comparable a la de Mitterrand sobre Giscard y mayor, por no decir también más limpia, que la de Kennedy sobre Nixon. En enero de 2015, Dilma -y en este momento vamos a abandonar los apellidos, como los brasileños acostumbran a hacer- comenzó su segunda presidencia.
En tres meses, grandes manifestaciones llenaron las calles de las principales ciudades del país, con cerca de por lo menos dos millones de personas que exigían su salida. En el Congreso, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Nieves y sus aliados, envalentonados por el hecho de que las encuestas mostraban la caída vertiginosa en la popularidad de Dilma, se movieron para conseguir su impeachment. El 1 de Mayo no consiguió ni siquiera dar su discurso tradicional transmitido por la televisión a todo el país. Con anterioridad, cuando su discurso, en el Día Internacional de la Mujer, fue transmitido, la gente comenzó a batir sus cacerolas y a tocar los claxones, en una forma de protesta que quedó nombrada como cacerolada. De la noche a la mañana, el Partido de los Trabajadores (PT), que había disfrutado del más largo y mayor índice de aprobación de Brasil, se hizo el partido más impopular del país. Confidencialmente, Lula se habría lamentado: “Nosotros vencimos en las elecciones. Al día siguiente, las perdimos”. Muchos militantes se preguntaron si el partido sobreviviría a todo eso.
¿Cómo ha llegado la situación a tal punto? En el último año del gobierno Lula, cuando la economía global estaba aún recuperándose de la primera onda del crash financiero de 2008, la economía brasileña creció el 7,5%. Al asumir el gobierno, Dilma estableció una política de control contra el sobrecalentamiento de la economía, lo que dejó satisfecha a la prensa financiera, en lo que parecía ser una política semejante a la que Lula sostuvo durante el inicio de su primer mandato. Pero tan pronto como el crecimiento experimentó una caída vertiginosa y las finanzas globales parecieron sombrías nuevamente, el gobierno cambió su rumbo, creando un paquete de medidas que buscaban priorizar las inversiones en desarrollos subsidiados. Se redujeron los tipos de interés, se rebajaron las deudas laborales, se redujeron, también, los costes de la energía eléctrica, la moneda se desvalorizó y se impuso un limitado control sobre el movimiento del capital/1. En el vaivén de todo ese estímulo, durante la primera mitad de su presidencia, Dilma disfrutó de un índice de aprobación del 75%.
Pero, en vez de despegar, la economía se desaceleró, pasando de un crecimiento mediocre, del 2,72% en 2011, a un insignificante 1% en 2012. Además de eso, con una inflación que ya rebasaba el 6%, en abril de 2013, el Banco Central aumentó los intereses de forma abrupta, minando así la base de la “nueva matriz económica” del ministro de Hacienda, Guido Mantega. Dos meses después, el país afrontó una ola de protestas de masas cuyo origen estaba en los precios de los billetes de los autobuses en São Paulo y en Río, pero que rápidamente aumentaron su dimensión haciéndose expresiones generalizadas de descontento con los servicios públicos y, estimulados por los medios de comunicación, también de hostilidad contra un Estado incompetente. Rápidamente, la aprobación del gobierno cayó a la mitad. En respuesta, se batió en retirada, dando inicio a las reducciones preventivas en los gastos públicos y permitiendo que los intereses aumentaran nuevamente. El crecimiento cayó aún más -sería prácticamente cero en 2014- pero el desempleo y los salarios permanecieron estables. Cara al fin de su primer mandato, Dilma lideró una desafiadora campaña para su reelección al asegurar a sus electores que ella continuaría priorizando la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores, así como atacando a su oponente del PSDB por planear revertir las mejoras sociales hechas por el PT, reduciéndolas y afectando, así, a los más pobres. A pesar del continuo ataque ideológico que recibió por parte de la prensa, consiguió llegar a la victoria.
Antes aún de que su segundo mandato comenzara formalmente, Dilma cambió su rumbo. Rápidamente pasó a defender que se hacía necesario un poco de austeridad. El arquitecto de la “nueva matriz económica” fue entonces sacado del ministerio de Hacienda y quien asumió este ministerio fue alguien orientado por Chicago, el director de la gestión de activos del segundo mayor banco privado de Brasil, asumiendo un mandato que debería reducir la inflación y restaurar la confianza. Se convirtieron en imperativos recortar los gastos sociales, reducir el crédito de los bancos públicos, subastar propiedades del Estado y aumentar tasas para llevar el presupuesto de vuelta a una situación de superávit primario. Rápidamente, el Banco Central aumentó su tipo de interés a 14,25%. Y ya que la economía se encontraba estancada, el efecto de ese paquete pro-cíclico fue sumergir al país en una recesión generalizada: caída en las inversiones, disminución de los salarios y duplicación del desempleo. Mientras el PIB se contraía, los ingresos fiscales disminuían, empeorando aún más el cuadro de déficit y deuda pública. Ningún índice de aprobación del gobierno podría haber aguantado la rapidez de tal deterioro económico. Pero la crisis de la popularidad de Dilma no fue resultado sólo del impacto de la recesión en las condiciones de vida del pueblo. También fue, aunque sea más doloroso admitirlo, el precio a pagar por haber abdicado de las promesas en base a las cuales fue elegida. De forma generalizada, la reacción de sus electores fue que su victoria podría ser calificada como “estelionato”, o sea: ella engañó a los que la apoyaron al cumplir el programa de sus adversarios de campaña. Y eso no generó sólo desilusión, sino también rabia.
Aunque ocultas, las raíces de esa debacle se tomaron la revancha justamente en la base del propio modelo petista de crecimiento. Inicialmente podría decirse que su éxito dependía de dos tipos de nutrientes: un superciclo de aumento en los precios de las materias primas y un boom del consumo doméstico. Entre 2005 y 2011, las ganancias comerciales de Brasil aumentaron más de un tercio, pues la demanda de materias primas de China y de otras partes del mundo aumentó el valor de sus principales exportaciones, así como el volumen de retorno fiscal para gastos sociales. A finales del segundo mandato de Lula, la porción correspondiente de la exportación de bienes primarios de entre las exportaciones brasileñas subió del 28% al 41%, mientras que la parte de los bienes manufacturados cayó del 55% al 44%; a finales del primer mandato de Dilma, las materias primas eran responsables de más de la mitad del valor de las exportaciones. Pero de 2011 en adelante, los precios de las principales mercancías comercializadas por el país entraron en colapso: la mena de hierro cayó de 180 dólares a 55 dólares la tonelada, la soja cayó de aproximadamente 40 dólares la saca a 18 dólares, el petróleo crudo cayó de 140 dólares a 50 dólares el barril. Y reaccionando al fin de la bonanza del comercio exterior, el consumo doméstico también entró en declive. Durante su gobierno, la principal estrategia del PT fue expandir la demanda interna al aumentar el poder de compra de las clases populares. Y eso fue posible no sólo con el aumento del salario mínimo y con transferencias de renta para los pobres -o “Bolsa Familia”- sino también con una masiva inyección de crédito a los consumidores. Durante la década de 2005 a 2015, el total de débitos controlados por el sector privado aumentó del 43% al 93% del PIB, con préstamos a los consumidores alcanzando el doble del nivel de los países vecinos. Cuando Dilma fue reelegida en 2014, los pagos de intereses en el crédito mobiliario estaban absorbiendo más de 1/5 de la renta media disponible de los brasileños. Junto con el agotamiento del boom de las materias primas, la época del consumismo tampoco era viable. Los dos principales motores del crecimiento se habían paralizado.
En 2011, el objetivo de la nueva matriz económica de Mantega fue estimular la economía a partir de un aumento en las inversiones. Pero los medios para hacerlo habían disminuido. Desde 2006, los bancos estatales pasaron a aumentar gradualmente su cantidad de préstamos, yendo de un tercio a la mitad de todo crédito -la cartera del Banco de Desarrollo del gobierno (BNDES) llegó a aumentar en siete veces su valor desde 2007. Al ofertar tipos preferenciales de intereses para las grandes compañías en un valor mucho más alto del de los subsidios para las familias pobres, la “Bolsa Empresarial” pasó a costar al tesoro nacional el doble de lo que costaba la “Bolsa Familia”.
Favorable al agronegocio y a la constructoras, esa expansión directa de las financiaciones públicas fue un anatema por el cual la clase media urbana pasó a adherirse a un movimiento cada vez más violento anti-PT, con los medios de comunicación -amplificada por la prensa financiera de Nueva York y Londres- haciendo admonición de los peligros del estatismo. Así, al cambiar de dirección, Mantega esperaba impulsar las inversiones del sector privado con concesiones tributarias e intereses más bajos, pero eso impactó en la reducción de las inversiones en las infraestructuras públicas del país, así como la devaluación del Real ayudó en las exportaciones manufactureras. Pero todos esos agrados a la industria brasileña fueron en vano. Estructuralmente, las finanzas son una fuerza muy grande en el país. La capitalización combinada de los dos mayores bancos privados de Brasil, Itaú y Bradesco, es hoy dos veces mayor que la de Petrobrás y la Vale, las dos principales empresas extractivas del país, y con finanzas mucho más saludables. Las fortunas de esos y de otros bancos fueron concebidas de acuerdo con el mayor sistema de intereses de largo plazo del mundo -un horror para los inversores, pero verdadero maná para los rentistas- y con un abismal margen bancario, con prestatarios pagando de cinco a veinte veces más por sus préstamos. Además de eso, sumándose a ese cuadro, hay también el sexto mayor bloque de fondos de pensiones del mundo, sin hablar del mayor banco de inversión de América Latina, una verdadera constelación de fondos de cobertura y de private equity.
En la esperanza de que eso trajera el sector industrial para su lado, el gobierno se enfrentó a los bancos al forzarlos a aceptar retroceder al nivel sin precedentes del 2% de los intereses a finales de 2012. En São Paulo, la Federación de las Industrias (FIESP) expresó, momentáneamente, su satisfacción ante la medida, para inmediatamente después colgar banderas en apoyo a los manifestantes anti-estatistas de Junio de 2013. Los dueños de las industrias quedaron felices en coger los frutos de altos rendimientos durante el periodo de crecimiento elevado del gobierno Lula, en el cual virtualmente cada grupo social vio su posición mejorar. Pero cuando eso terminó durante el gobierno Dilma y las huelgas recomenzaron, no tuvieron ninguna compasión por quien les hubo favorecido anteriormente. Y no sólo las grandes empresas, así como sus compañeras del Norte global, se encontraban cada vez más en holdings financieros que se veían afectados negativamente debido a las políticas rentistas -y, por esa razón, no podrían dar la espalda totalmente a los bancos y fondos de inversión-, pero el propio grupo social a que pertenecían la mayor parte de los empresarios estaba formado por una clase media alta que se había hecho más numerosa, vocal y politizada que los antiguos grupos de empresarios, manifestando así mayor capacidad de comunicación y cohesión ideológica ante la sociedad en general. La furiosa hostilidad de ese estrato contra el PT fue, inevitablemente, seguida también por el sector industrial. Tanto los banqueros del “piso de arriba” como los profesionales del “piso de abajo” estaban comprometidos en derribar un régimen que ahora veían como amenaza a sus intereses comunes, lo que significó que los empresarios tenían cada vez menos autonomía.
Contra ese frente, ¿qué tipo de apoyo podría esperar el PT? Los sindicatos, aunque más activos en el gobierno Dilma, eran sólo una sombra de su pasado. Los pobres siguieron siendo beneficiarios pasivos del gobierno petista, que nunca se dispuso a formarlos u organizarlos, cuánto más movilizarlos en torno a una fuerza colectiva. Los movimientos sociales -de los sin-tierra y de los sin-techo– fueron mantenidos apartados del gobierno. Los intelectuales acabaron siendo marginados. Pero no hubo sólo una ausencia de potencialización política de las energías procedentes de los subalternos. Tampoco existió una verdadera política de redistribución de la riqueza o de la renta: se mantuvo la infame estructura tributaria regresiva legada de Fernando Henrique Cardoso para Lula, que penalizaba a los pobres y no tocaba a los ricos. Hubo, de hecho, alguna distribución que acabó mejorando considerablemente las condiciones de vida de los más pobres, pero eso se hizo de forma aislada e individual. Con la “Bolsa Familia” tomando forma de propina para madres de hijos en edad escolar, eso era un resultado esperado. Los aumentos en el salario mínimo significaron también un aumento en el número de trabajadores con “cartera firmada”, lo que les garantizaría acceso a los derechos formales del empleo; pero no hubo aumento, y puede haber habido incluso una caída, en la sindicalización. Por encima de todo, con la llegada del “crédito consignado” -los préstamos bancarios con intereses altos deducidos directamente de los salarios- el consumo privado creció sin limitaciones y a costa de los gastos en los servicios públicos, cuyas mejorías habrían sido una forma más cara de estimular la economía. Se estimuló la compraventa de aparatos electrónicos, bienes de consumo y vehículos (la compraventa de automóviles recibió incentivos fiscales), mientras se desatendieron los cortes de agua, pavimentación, autobuses eficientes, saneamiento básico aceptable, escuelas decentes y hospitales públicos. Los bienes colectivos no tenían prioridad ni ideológica ni práctica. Por tanto, junto con la tan necesaria mejoría en las condiciones de vida doméstica, el consumismo, en su peor forma, se esparció en las capas populares a través de una jerarquía social en que la clase media se deslumbraba, siguiendo patrones internacionales, con revistas y centros comerciales.
Cuán perjudicial fue eso para el PT puede observarse a través de la cuestión de la vivienda, donde se ve la mayor intersección entre las necesidades individuales y colectivas. En ella, la burbuja del consumo se transformó cada vez más en una dramática burbuja inmobiliaria, en la que contratistas y empresas de construcción hicieron grandes fortunas, mientras el precio de los inmuebles se disparó para la mayoría de las personas que vivían en las grandes ciudades y cerca de la décima parte de la población no tenía acceso a viviendas en condiciones. De 2005 a 2014, el crédito para la especulación inmobiliaria y construcción civil aumentó veinte veces; en São Paulo y en Río de Janeiro los precios por metro cuadrado se cuadriplicaron. Solamente el año 2010, los alquileres en São Paulo aumentaron un 146%. Y en ese mismo periodo, había cerca de 6 millones de pisos desocupados, con 7 millones de familias sin techo. Y en vez de aumentar la oferta de casas populares, el gobierno financió a las constructoras privadas para construir, con un espléndido beneficio, urbanizaciones en áreas periféricas, cobrando alquileres más caros de lo que los más pobres podrían pagar, a la vez que apoyaba a las autoridades locales en los desalojos de ocupaciones. Ante todo eso, los movimientos sociales ganaron aliento con los sin-techo y ahora son una de las principales fuerzas de Brasil: esos movimientos no están dentro sino contra el PT.
Sin contar con una suficiente fuerza popular capaz de lidiar con la presión de las élites del país, Dilma cambió el rumbo seguramente para -después de su apretada reelección, al batirse en retirada económicamente, con una política inicial de apretar los cinturones semejante a la que Lula hizo en sus primeros años en el poder-, poder, entonces, reproducir el mismo tipo de viraje. Pero las condiciones externas impidieron cualquier comparación posible. El baile de las materias primas se acabó y una recuperación, sea cuando sea, parece no tener sustentación. Puede argumentarse, observando ese contexto, que la extensión de las actuales dificultades no debe ser exagerada. El país está pasando por una severa recesión, con el PIB cayendo al 3,7% el último año y probablemente lo mismo ocurrirá este año. Por otro lado, el desempleo aún está lejos de alcanzar los niveles de Francia, ni qué decir de España. La inflación es aún más baja del que los años de FHC y el país posee más reservas. El déficit público es la mitad del déficit de Italia, aunque con los intereses brasileños el coste de la reducción sea mayor. El déficit fiscal aún está por debajo de la media de Estados Unidos. Todo esto tiende a empeorar. Sin embargo, la actual profundidad del abismo económico no encuentra apoyo en el volumen del clamor ideológico que existe sobre él: la oposición militante y la fijación neoliberal poseen intereses en aumentar el grado de martirio del país. Pero eso, por su parte, no reduce la escala de la crisis en que el PT está ahora envuelto, que no es sólo económica, sino también política.
Se puede decir que los orígenes de ese dilema residen en la estructura de la Constitución Brasileña. En prácticamente casi todos los países de América Latina, presidencias inspiradas por el modelo estadounidense coexisten con parlamentos según moldes europeos: o sea, Ejecutivos superpoderosos de un lado y, del otro, Legislativos electos por un sistema proporcional de representación y no con el modelo distorsionado de past-the-post, tal cual son los sistemas anglo-sajones. El resultado típico de ese modelo, aunque no sea invariable, es una presidencia con enormes poderes administrativos cuya flaqueza reside en el hecho de que ningún partido consigue tener una mayoría parlamentaria con poder significativo. Sin embargo, en ningún lugar el Ejecutivo se separó tanto del Legislativo como en Brasil. Eso es porque, por encima de todo, el país posee el más frágil sistema de partidos del continente. En Brasil, la representación proporcional toma forma de un sistema de lista abierta en la que los electores pueden escoger cualquier candidato dentro de un enorme número de individuos que nominalmente están dentro de la misma disputa, en legislaturas que generalmente reciben cerca de poco más que dos millones de votos. Las consecuencias de esa configuración son duales. En la mayoría de los casos, los electores escogen un político que ellos conocen -o creen que conocen- en vez de escoger un partido del que ellos poco o nada saben; mientras los políticos, por su parte, necesitan obtener una gran cantidad de dinero para financiar sus campañas y garantizar que los electores se identifiquen con ellos. La gran mayoría de los partidos, cuyos números aumentan cada elección (actualmente hay 28 partidos con representación en el Congreso), no poseen la más mínima coherencia política, y no hablemos de disciplina política. Su propósito es simplemente asegurar favores directos de los jefes del Ejecutivo para sus bolsillos y, claro, dar alguno como retroalimentación para asegurar la reelección de sus correligionarios, ofreciendo a los gobiernos votos favorables en las diferentes cámaras.
Cuando Brasil emergió después de dos décadas de dictadura militar a mediados de los años 80, ese sistema fue creado por una clase política que se moldeó sobre ella. Objetivamente, su función era (y aún es) neutralizar la posibilidad de que la democracia llevara a la formación de algún tipo de voluntad popular que amenazara la enorme desigualdad brasileña, al anestesiar las preferencias electorales en un miasma de disputas subpolíticas por ventajas venales. Cabe resaltar que lo que acentúa los problemas de ese sistema es también su importante desproporción geográfica. Todos los sistemas federales exigen algún tipo de equilibrio en los pesos de cada región, generalmente envolviendo una sobrerrepresentación de las áreas más pequeñas y rurales en una cámara más alta, a costa de las áreas mayores y más urbanizadas, tal como en el Senado de los Estados Unidos. Pero, pocos países llegan cerca del grado de distorsión creado por los ingenieros del sistema brasileño, en el cual la ratio de sobrerrepresentación entre los pequeños y grandes Estados en el Senado es de 88:1 (en EE UU queda en torno a 65:1). Y el problema no es sólo el hecho de que las tres más pobres y atrasadas regiones controlan 3/4 de los asientos de Senado y cuentan con cerca de 2/5 de la población (atemorizadas, en la mayor parte, por los más tradicionales caciques que dominan las clientelas más sumisas). Pero de forma única, ellos también controlan la Cámara de los Diputados. O sea, en vez de corregir ese problema conservador del sistema, la democratización lo aumentó, creando incluso nuevos Estados con población pequeña y desequilibrando aún más el escenario.
En ese escenario, al contrario de otros países de América Latina que salieron del dominio de los militares en los años 80, ningún partido político significativo del periodo anterior a la dictadura sobrevivió. En verdad, el escenario fue inicialmente ocupado por dos fuerzas derivadas de las invenciones de los generales: el partido de la oposición permitida, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), y su partido alternativo, la Alianza Renovadora Nacional (ARENA), ridiculizados por ser vistos como los partidos del “sí” y del “sí señor”. El primero se cambió posteriormente de nombre como Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y buena parte del segundo se transformó en el Partido del Frente Liberal (PFL). Con la salida de los militares, el primer gobierno estable de hecho sólo llegó con la presidencia de Fernando Henrique Cardoso, en 1994, nacido de un pacto de una disidencia del PMDB, que él había ayudado a crear, nominalmente social-demócrata, pero en la realidad social-liberal (el PSDB), cuyo electorado se concentraba en las regiones Sur y Sudeste. Al lado del PSDB estaba el nominalmente liberal, pero en realidad conservador, PFL, cuya base se encontraba en las regiones Norte y Nordeste. Ese fue un pacto entre los oponentes moderados y los tradicionales adornos de la Dictadura y consiguió construir una gran mayoría en el Congreso, actuando al servicio de aquel que se haría el principal programa neoliberal del país, concertado con el Consenso de Washington. Mientras, el candidato presidencial, Cardoso -considerado por el gran capital como una garantía contra radicalizaciones- recibió enormes cantidades de dinero: los ricos saben reconocer a sus amigos. El coste relativo de sus campañas, en un país más bien pobre, fue mayor incluso que los gastos de las campañas de Clinton en el mismo período. Compitiendo contra él estaba Lula, frente a una montaña de dinero que financiaba la campaña de Cardoso. Pero en cuanto asumió el cargo, FHC, no necesitó dinero para comprar el apoyo del Congreso -aunque exista por lo menos una notable excepción en esa afirmación-, pues su coalición con los clanes de las oligarquías del Nordeste, aunque sujetas a sus disputas regionales, no era meramente oportunista, sino basada en una asociación natural para objetivos comunes. El acuerdo fue estable y, recientemente, fue muy elogiado por admiradores de Cardoso en Brasil y en los países anglófonos, considerado un modelo de “presidencialismo de coalición”, tomado incluso como un ejemplo esperanzador para el resto del mundo, en lugares donde los modelos de gobierno europeo o americano raramente consiguen tener éxito.
Aun así, los cofres de las campañas de FHC estaban “limpios” en el sentido de las financiaciones americanas, donde losSuper PACs compran votos, y su coalición era ideológicamente sólida, ya que una vez elegido, ni sus objetivos y tampoco los de sus aliados podrían ser alcanzados por otros medios. Tanto su vicepresidente, Marco Maciel, como su más poderoso aliado en el Congreso, Antônio Carlos Magalhaes, eran verdaderos ejes de la política represiva en el Nordeste -ambos instalados por la Dictadura como gobernadores, el primero en Pernambuco y el segundo en la Bahía, hecho tan pronto como ellos apoyaron el derrocamiento del régimen democrático en 1964- y sin ninguna intención de alterar esos métodos tradicionales. ACM, como le gustaba ser llamado, fanfarroneaba: “Yo gano las elecciones con un saco de dinero en una mano y un látigo en la otra”. Su hijo, Luís Eduardo, era el político favorito de Cardoso en el Congreso, el delfín señalado para sucederlo y así sería si no hubiera muerto precozmente. El propio FHC, que por bastante tiempo sostuvo que la reforma del sistema de partidos era una prioridad para Brasil y prometió presentarla, cambió de idea tan pronto llegó al Palacio del Planalto, afirmando que la mayor prioridad era revisar la Constitución para que él mismo pudiese ser reelegido para un segundo mandato. Abandonando cualquier tentativa de racionalizar o democratizar el orden político, él presidió -y para eso, sí, fue necesario- una campaña directa de sobornos a diputados para comprar una super-mayoría en el Congreso requerida para aprobar la enmienda de la reelección.
Cuando Lula fue finalmente elegido en 2002, el PT estaba en una posición diferente. Así que él pasó a garantizar que no atacaría bancos y empresas, y, tan pronto como pareció que su victoria era segura, esas compañías pasaron a financiarlo, aunque en una escala más pequeña que a su predecesor. Pero dentro del Congreso él no poseía aliados naturales que fueran significativos. El PT, a pesar de toda la moderación de la campaña de Lula a la presidencia, era visto -y aún es- como un partido radical, posicionado a la izquierda de la verdadera ciénaga que domina el Legislativo. En él, nunca consiguió más de 1/5 de los diputados, sumando un número de votos tres veces menor que los del mismo Lula. ¿Cómo garantizar algún tipo de mayoría funcional para apoyarlo en medio de ese verdadero maremagnum? El método tradicional, concretado en una escala heroica durante la primera presidencia civil después de la Dictadura -la de José Sarney, otro antiguo lacayo de los generales-, era el de comprar apoyos distribuyendo ministerios y cargos de confianza para aquéllos que tuvieran interés y pudieran traer consigo la mayor cantidad de votos. Inicialmente eso ocurrió dentro de las facciones de su propio partido, el PMDB, la mayor y más orgánica entidad política del país y que, una década después, se convirtiera en el pozo en el que desaguaban todas los riachuelos de la corrupción política. El camino clásico para el PT era entonces llegar a acuerdos con esa criatura, destinando para ellos una buena parte de sus ministerios y agencias estatales. Sin embargo, esa solución fue rechazada por el partido -hay una disputa sobre quién, dentro de la cúpula, estaba a favor y quién estaba contra- pues había recelos de que las consecuencias serían crear un peso muerto ideológico dentro del gobierno que podría neutralizar el impulso progresista que se había creado. En vez de eso, la decisión fue la de conseguir un grupo de partidarios de una densa capa de partidos pequeños, sin conceder así mucho terreno para uno de ellos en específico, pero pagándoles con dinero a cambio de apoyo en la cámara en un esquema de gratificación. De hecho, el PT intentó compensar la falta de compañeros naturales (algo con lo que FHC no tuvo que lidiar) y su rechazo a volver al sistema concebido por Sarney, creando así un sistema de estímulos materiales para cooperaciones dentro del Congreso y con una moneda de cambio más barata: o sea, usando gratificaciones para no usar lugares específicos dentro del gobierno.
Cuando ese esquema subió a la superficie en 2005, el llamado escándalo del Mensalão (o sea, de pagos mensuales a los diputados) hizo que Lula perdiera el apoyo del electorado de clase media y por muy poco no terminó precozmente su primera presidencia. Tan pronto él hubo sobrevivido y fuera triunfalmente reelegido el año siguiente, el PT no tuvo otra elección sino recular y aceptar la solución que tanto temía abrazar: el PMDB entonces entró en el bloque del gobierno, garantizando así algunos importantes ministerios y puestos centrales en el Congreso, y así permaneció hasta el primer mandato de Dilma y el primer año del segundo mandato. Pero eso no significa que la corrupción haya disminuido, sino que aumentó drásticamente. Eso no sólo porque el PMDB era el campeón del saqueo de los recursos públicos en ámbitos municipales y estatales (por décadas el partido incluso hubo abandonado las disputas presidenciales), sino también porque un gigantesco pote de miel, mayor que todo lo que se podía imaginar, estaba concretizándose con la expansión de Petrobras, la empresa de petróleo estatal cuyas actividades equivalen al 10% del PIB nacional; en ese momento, una capitalización la haría la cuarta empresa más valiosa del mundo. La construcción de nuevas refinerías, industrias petroleras, pozos, plataformas, complejos petroquímicos, ofrecía grandes oportunidades para gratificaciones e inmediatamente se acabó estableciendo un diseño para ello. Las subastas serían dominadas por un verdadero cártel compuesto por las principales contratistas del país, pero los contratos eran cobrados a partir de grandes sumas de dinero que iban directo para los bolsillos de los directores de Petrobras y para los partidos políticos que estuvieran involucrados -se calcula cerca de 3 billones de dólares en sobornos. Ese tipo de práctica no era novedad en la historia de la compañía, siendo que FHC prefirió fingir que no acontecía, y hasta la primavera de 2013, la compañía disfrutó de la acostumbrada impunidad oriunda de la riqueza y del poder en Brasil.
Lo que cambió en todo eso fueron tres efectos post Mensalão. La delación premiada fue introducida en Brasil; la prisión cautelar, un antiguo poder judicial usado para llenar las cárceles del país con pobres, se hizo por primera vez un instrumento aceptable para duplicar el lote de las clases superiores; y las sentencias en primera instancia no podían ser diferidas por intervención del Supremo, lo que permitía anticipar las prisiones. Los dos primeros efectos fueron las mismas armas que los magistrados italianos utilizaron para derribar a la clase política y empresarial italiana en los escándalos de Tangentopoli, en los años 1990. Pero el tercer efecto ellos nunca lo consiguieron. Incluso en Brasil se creó una forma de extraer confesiones de aquéllos bajo prisión preventiva: amenazar con extender el mismo tratamiento a las esposas e hijos. En 2013, grabaciones hechas en un cajero de una empresa de lavado de coches (un lavado automático, un Lava Jato) en Brasilia llevó a la prisión a un contrabandista con larga ficha criminal. Mantenido en Curitiba, en la región Sur, para proteger su familia, ese “cambista” pasó a revelar la escala del sistema de corrupción de Petrobras, en la que él había sido uno de los principales intermediarios en la transferencia de recursos entre contratantes, directores y políticos dentro y fuera del país. En un primer momento, las acusaciones cayeron sobre nueve de las principales constructoras y contratistas de Brasil, con sus famosos jefes y directores siendo detenidos, junto con otros tres directores de Petrobras, en investigaciones que alcanzaron aún a más de cincuenta políticos, tanto diputados y senadores como incluso gobernadores
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Los tres principales partidos involucrados -eran siete en total- fueron el PMDB, el Partido Progresista (PP, un partido originario de la Dictadura) y el PT. Quién ganó más en el diseño aún no está claro. Pero ya que no existían ilusiones sobre los dos primeros, fue la aparición del tercero lo que realmente adquirió relevancia política. El Mensalão fue solamente unos pequeños intercambios en comparación con la enormidad del Petrolão: mientras el primero no tuvo ningún beneficio privado para políticos del PT, el segundo, por su parte, borró completamente los límites entre fondos de campaña y enriquecimiento personal. Entre otros detalles, salió a la superficie que el propio jefe de la Casa Civil de Lula, José Dirceu (el arquitecto, por detrás, de la formación del PT como partido), que había sido apartado debido a su implicación en el Mensalão, había instado a que una parte del Petrolão’ fuera dirigida a sus propias cuentas bancarias. Si el grueso de esos ingresos eran utilizados para financiar las campañas y el aparato del partido, la presencia continua de grandes sumas de dinero clandestino no podía sino corromper a aquellos que ponían sus manos en él. El sociólogo Chico de Oliveira había alertado, antes incluso de que el Petrolão hubiera sido descubierto, que el PT estaba caminando a pasos agigantados a un proceso de transfiguración en una aberrante especie taxonómica de vida política, algo que sólo podía ser visto como una metáfora.
Liderando el ataque al Petrolão, los miembros del equipo investigador de Curitiba se convirtieron, como los jueces y policías de Milán que los inspiraban, en verdaderas estrellas mediáticas. Jóvenes, de apariencia honesta, barbillas cuadradas, beneficiándose de su entrenamiento legal en Harvard, el juez Sergio Moro y el fiscal Deltan Dallagnol parecían salidos directamente de una de esas series americanas de tribunales. Sobre su celo en el combate contra la corrupción y el valor de la conmoción que produjeron en las élites políticas y empresariales del país, no había dudas. Pero, como en Italia, objetivos y métodos no siempre coincidieron. La delación premiada y la prisión preventiva sin acusaciones combinaron inducción e intimidación: instrumentos torpes en la búsqueda de la verdad y de la justicia, pero en Brasil estaban dentro de la ley. Pero la fuga de informaciones, o a veces hasta de sospechas, por parte de los investigadores cara a la prensa, no: éstas son claramente ilegales. En Italia, fueron constantemente utilizados por el equipo de Milán y fueron usados aún más ostentosamente por el equipo de Curitiba. Desde el inicio las fugas parecían selectivas: se orientaban al PT y, persistentemente, -aunque no exclusivamente, pues la munición se esparcía- apareciendo en las principales revistas de la batería anti-gobierno, como la semanal Veja, que después de semanas de exposición hizo una edición para ser lanzada pocas horas antes de las elecciones de 2014 con las imágenes de Lula y Dilma bajo una siniestra penumbra con tonos de rojo y negro con la exclamación “¡Ellos lo sabían todo!”, alertando a los electores sobre quienes eran las verdaderas mentes criminales por detrás del Petrolão.
Pero que los magistrados hayan alimentado a los medios con filtraciones, ¿significa que sus objetivos eran los mismos, o sea, que eran fruto -tal como el PT sostuvo- de una operación de común acuerdo? Se puede decir que la judicatura brasileña, así como sus compañeros de fiscalía y Policía Federal, comparten mucho de la identidad de clase media brasileña, a cuyas capas pertenecen, con sus preferencias y prejuicios de clase típicos. Ningún partido obrero, por más emoliente que sea, consigue atraer simpatías particulares en ese medio. ¿Pero será que las filtraciones contra el PT son resultado de una aversión militante, o fruto de una idea de que no hay mejor forma de enfatizar los horrores de la corrupción que coger a aquélla que es la principal fuerza política del país por más de una década, que incluso es justamente aquélla que los medios, por sus propias razones, estarían más dispuestos a divulgar las revelaciones? Las historias que alcanzaran al PMDB serían banales y el PSDB podría ser esquivado, en el ámbito nacional, pues siendo un partido de oposición tendría un menor acceso a los cofres públicos, independientemente de su poder a nivel estatal.
El escándalo del Lava Jato explotó de hecho en la primavera de 2014 y sucesivas prisiones y acusaciones llegaron a los titulares durante la carrera presidencial en el otoño. El viraje económico de Dilma, apenas ser elegida, puede ser visto en parte como dirigido por la esperanza de aplacar la opinión neoliberal lo suficiente para que los media moderasen su discurso sobre el PT, que estaba siendo tratado como una banda de ladrones. Pero si fue eso de hecho, ello fue en vano. Superando incluso el PSDB en la virulencia de sus ataques, una nueva derecha pasó a ganar preeminencia en las manifestaciones masivas contra Dilma en marzo de 2015. En Brasil, el eslogan tradicional de la derecha era “Dios, Familia y Libertad”, verdaderos banners del conservadurismo que clamó por el golpe militar que generó la Dictadura de 1964. Medio siglo después, los gritos de los manifestantes cambiaron. Reclutados a partir de una generación más joven de militantes de clase media, una nueva derecha –y, generalmente, con orgullo de afirmarse así- pasó a hablar menos en términos de religiosidad, menos aún en términos de familia y reinterpretó el sentido de la libertad. Para ellos, el libre mercado era la base necesaria para todas las otras libertades, concibiendo así el Estado como una especie de hidra de muchas cabezas. Esa política se inició no en las instituciones del orden decadente, sino en las calles y en las plazas, donde los ciudadanos podrían reunirse contra un régimen de parásitos y ladrones. Surfeando en la onda de las manifestaciones masivas contra Dilma, los dos principales grupos de esa derecha radical -Vem Pra Rua y Movimento Brasil Livre (MBL)- moldearán sus tácticas asimilando elementos del Movimento Passe Livre (MPL), un movimiento de extrema-izquierda que desencadenó las protestas de 2013, incluso con el MBL deliberadamente haciendo un acrónimo con el MPL. Ambas organizaciones de derechas eran pequeñas, pero dependían de un intenso trabajo de movilización de masas por medio de internet. Brasil posee más adictos a Facebook que cualquier otro país, siendo superado sólo por Estados Unidos, y tanto el Vem Pra Rua como el MBL y otros grupos de la derecha -Revoltados On-Line (ROL) es otro movimiento destacado- vienen consiguiendo movilizar a la población con mucho más éxito que la izquierda, aunque sea importante tener en consideración el previsible perfil de clase de quien se adentra en la red social de Zuckerberg. En esto, el efecto multiplicador de esos grupos derechistas ha sido mucho mayor.
En el horizonte de toda esa situación, hay también la ambigua nebulosa de una nueva religión. Más del 20% de los brasileños pertenecen, actualmente, a alguna variedad de protestantismo evangélico. Siguiendo el modelo de la Iglesia de la Unificación del Reverendo Moon, muchas de ellas -ciertamente las mayores- son verdaderas agencias de negocios que se dedican a la organización del dinero de sus fieles para erigir verdaderos imperios financieros para sus fundadores. La fortuna de Edir Macedo, el líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios, cuyo gigantesco ekitsch -Templo de Salomón en la región del Bras en São Paulo, próximo al menos grotesco, pero aún así impresionante templo de la rival Asamblea de Dios, en una especie de Wall Street religiosa- donde ocurren performances de melodramáticos exorcismos en las pantallas y en que los fieles cantan y oran, sobrepasa el billón de dólares. Parte de ese imperio se asocia también al control de la segunda mayor red de televisión del país. Actualmente bastante pujante en las periferias, la organización de Macedo predica una “teología de la prosperidad”, prometiendo éxito material en la Tierra, en vez de mera salvación celestial. Diferentes de los evangelistas americanos, las Iglesias Evangélicas en Brasil no poseen perfiles ideológicos muy específicos además de asuntos como aborto y derechos LGBT. Macedo llegó a apoyar a FHC como una forma de impedir el comunismo, pero en las elecciones siguientes apoyó a Lula y desde entonces viene creando su propia organización política. Pero muchas de esas iglesias actúan apoyándose en el descrédito de los partidos brasileños: son vehículos para ser contratadas, intercambiando votos por favores, con la diferencia de que apoyan a candidatos de cualquier partido -la bancada evangélica en el Congreso, cerca de 18% de los diputados, incluye congresistas de 22 partidos. Sus principales intereses residen en garantizar concesiones de radio y televisión, evasión fiscal para iglesias y acceso a la planificación urbanística con el fin de llevar a cabo la construcción de monumentos faraónicos.
A la vez, aunque más pasivas y promiscuas que sus iguales en Estados Unidos, esas Iglesias forman un reservorio conservador para los agresivos líderes de la derecha en el Congreso. Sintomáticamente, el presidente del Frente Evangélico es un musculoso pastor y ex agente de policía que se sienta en la bancada del PSDB. Allí también se encuentra el Presidente de la Cámara de los Diputados, elegido en febrero de 2015 -siendo el cargo más importante del Congreso y el tercero de la línea de gradación tras el vicepresidente-, el diputado Eduardo Cunha, un corredor de bolsa, evangélico del Río y líder de la bancada del PMDB. Generalmente identificado como el más peligroso enemigo de Dilma -ella incluso intentó impedir su elección- su aspecto elegante y modos imperturbables esconden un político excepcionalmente talentoso y cruel, un maestro en las artes obscuras de la manipulación parlamentaria y en la administración, una persona de quien gran parte del llamado “bajo clero” del Congreso se hizo dependiente de sus favores desde que asumió el cargo, mientras otros viven arrinconados delante de su fuerza sin conseguir enfrentársele. Y tan pronto como las manifestaciones en las calles clamaron por el impeachment de Dilma, él en seguida se convirtió en la punta de lanza dentro del Legislativo que garantizaría la salida de la presidenta, bajo el pretexto de que antes de las elecciones ella había transferido, de forma impropia, fondos de los bancos estatales para cuentas federales.
Alcanzando un crescendo en el mes de septiembre, el movimiento para su destitución alcanzó números impresionantes, configurando diferentes fuerzas y personajes que se entrecruzaban de diferentes formas, desde los “jóvenes turcos” del MBL y ROL posando para fotos con Cunha, hasta pilares de la ley como Moro y Dallagnol (que también es evangélico) encontrándose con políticos del PSDB y lobbistas pro-impeachment, sin contar también con la prensa atacando virulentamente al PT y el Planalto con nuevas denuncias diarias. O Dilma había ilegalmente legado un déficit en las cuentas del Estado para seguir siendo reelegida, o ella había permitido grandes inyecciones de presupuestos ilegales para financiar su campaña electoral… o ambos -en cualquier caso, material suficiente para acelerar el proceso de su retirada de la presidencia mientras afronta la probidad pública. En aquel momento, cerca de 80% de la población quería que ella se marchase.
Mientras tanto, explotó una bomba. A mediados de octubre, las autoridades suizas notificaron al Procurador General de la República en Brasilia que Cunha tenía nada menos que cuatro cuentas secretas en Suiza -y otra inmediatamente después fue descubierta en Estados Unidos-, una de ellas a nombre de su esposa, otra a nombre de una compañía empresa-fantasma en Singapur que percibía directamente de otra empresa-fantasma de Nueva Zelanda. El valor total era de 16 millones de dólares, osea, treinta y siete veces más la riqueza que él había declarado en Brasil. A disposición del matrimonio también había dos compañías locales -y, desafiando la burla, una de ellas se llamaba Jesus.com- además de una flota de nueve limusinas y camionetas en Río de Janeiro. Las evidencias de que él acumulaba gratificaciones de Petrobras comenzaron a aumentar. Incluso para la más obediente prensa eso era demasiado. En el Congreso, comenzaba una comedia al revés. Según la Constitución Brasileña, el Presidente de la Cámara posee el poder solemne de dar inicio a la moción de impeachment presidencial. Durante meses el PSDB estuvo cortejando a Cunha, conferenciando con él en cónclaves íntimos sobre las tácticas y el momento del proceso. La revelación de su caja-fuerte en Suiza, con muchas más evidencias que las que caían sobre Dilma, se convirtió en una profunda vergüenza para el partido. ¿Qué debería hacer? Cunha aún controlaba las llaves para el impeachment, que si tiene éxito podría incluso anular las elecciones de 2014 y garantizar, así, la victoria de Neves. El partido entonces se calló sobre las olas que venían de Berna; y hay que mencionar que el propio Cunha aún no se había pronunciado y era considerado inocente hasta que se probara lo contrario. Pero sus partidarios en los medios no consiguieron contener los cuestionamientos: ¿cómo puede el partido de la moralidad dar cobertura a tal acto delictivo? Ante el clamor, el PSDB se vio forzado a batirse en retirada y retirar el apoyo al Presidente de la Cámara -un pequeño partido socialista independiente (el Partido del Socialismo y la Libertad, PSOL) había presentado, en esas circunstancias, un recurso para retirar a Cunha de la Cámara. Al percibir que el PSDB había dejado de apoyarle, Cunha rápidamente hizo un movimiento jugando a dos bandas. Negociando a puerta cerrada, ofreció bloquear el impeachment de Dilma si el PT lo protegía de las tentativas de anulación de su mandato y expulsión del Congreso. Y eso fue lo que ocurrió lo más rápidamente posible. Los ministros del PT, tan sinvergüenzas como los políticos del PSDB, acordaron ayudarlo a mantenerse en el cargo, con tal de que él no hiciera ningún movimiento contra Dilma. Ese surrealista carrusel fue demasiado para las bases del partido que estaban alejadas del Congreso y el acuerdo tuvo que ser cancelado. Por un breve momento, pareció que la posición de Cunha era insostenible y la causa del impeachment estaba tan desgastada por su exposición que no había, por lo tanto, casi ninguna oportunidad de que ocurriese.
No obstante, entre bastidores, el principal repositorio de las esperanzas de acabar con el PT no había desistido. Desde el inicio de la crisis, FHC se hizo omnipresente en los medios, su imagen estaba en todas partes, en un torrente de entrevistas, artículos, discursos, diarios. Bastante estimado por los barones de los medios y sus lacayos, su renovada prominencia era fruto de un cálculo político más inmediato de ambas partes. Presentado como el estadista senior de la República, a cuya sabiduría se debe la estabilidad alcanzada, editores y periodistas se esforzaron para construirlo como un pensador de renombre internacional, la voz de la salubridad y de la responsabilidad delante de las heridas del país, incluso con la prensa y la academia anglófona comparándolo, tragando todo ese coro de psicofantia. La razón para toda esa apoteosis es bastante simple: la presidencia de Cardoso administró a Brasil una generosa dosis de administración pro-mercado, un remedio que parecía ser más urgente que nunca delante del escarnio populista del PT. El propio Cardoso, que cuando era presidente lamentó la “enorme dificultad” de que “a Brasil no le gustaba el sistema capitalista”, estaba tranquilo ejerciendo ese papel. Pero él también tenía una cuestión personal en medio de todos esos focos. Cuando él salió de la presidencia, su índice de aprobación no era mucho más alto del de Dilma hoy, y por ocho años él sufrió una dura comparación con Lula, un presidente mucho más popular que repudió su legado y transformó el país de forma decisiva, asegurando al PT mandatos que duraron el doble del suyo.
Eso fue algo duro de soportar. ¿Será que el aura del pensador podría soportar la pérdida de su prestigio como gobernante? Objetivamente, el segundo mandato fue -y eso es bastante normal- menos popular que el primero. En la búsqueda de la presidencia, Cardoso sacrificó no sólo sus antiguas convicciones, que incluso eran marxistas y socialistas, sino con el tiempo incluso sus modelos intelectuales. La banalidad de ese cambio llega a ser disparatada: bromas elogiosas con los efectos de la globalización y ansiedad con sus efectos colaterales. En raras ocasiones él acababa siendo sincero: “Yo debo admitir que, aunque mi lado intelectual sea fuerte, yo soy básicamente un Homo politicus”, dijo en cierta ocasión. Pero subjetivamente, la vanidad -concernida por el llamamiento político grandioso de un ex-obrero sin educación formal- no permite que pretensiones más cerebrales sean colocadas de lado. Teñido por el verde y amarillo de la Academia Brasileña de Letras, una copia tropical de la versión original y pomposa de los franceses -con una espada a su lado, él declaró que el sociólogo y el presidente nunca disintieron, demostrando una carrera coherente y una administración creativa, enteramente en sintonía la una con la otra.
Durante años tuvo motivos para reclamar que, en cuanto oposición, el propio PSDB fue insuficientemente leal a la memoria de su líder máximo, evitando cualquier defensa más vigorosa de su modernización nacional y su valiente programa de privatizaciones. Ahora, sin embargo, delante de la crisis del “lulopetismo” -su uso más desdeñoso, implicando algo aún centrado en las bases, más demagógico que el mero titular petista, o petismo– queda claro cuán correcto Cardoso estuvo todo ese tiempo. Si hubo algo bueno durante el gobierno del PT, eso se debe a la herencia dejada por FHC. Si hubo algo desastroso y terrible, entonces la culpa no es de él, pues había alertado a todos lo que ocuriría. Era tiempo de levantar nuevamente las banderas de 1994 y 1998, sin ningún tipo de inhibición, colocando así el fin al desgobierno del PT. Aunque él aún no hubiera evocado el impeachment, lo reconocía como un proceso legítimo, desde el momento que hubiera base legal para eso. Y aunque no la hubiera, Dilma aún podría ser removida políticamente. Pero -y aquí los cálculos de Cardoso se muestran diferentes de aquéllos hechos por la nueva generación de políticos del PSDB en el Congreso, ansiosos por tomar el poder rápidamente- era mejor esperar a la Judicatura, que podría ser el instrumento para el cumplimiento de la Justicia Política.
Esa confianza venía de las íntimas conexiones entre los jueces más veteranos y estaba lejos de estar errada. Indicado para presidir el caso contra Dilma en el Tribunal Supremo Electoral estaba Gilmar Mendes, un colaborador cercano designado por el propio Cardoso para el Tribunal Supremo Federal, ocupando este lugar hasta el día de hoy -y que nunca hizo secreto su disgusto para con el PT. Pero Dilma era el blanco menos importante. Para FHC, el blanco crucial a ser destruido era Lula y no sólo por cuestión de venganza, aunque eso haya sido muy saboreado en el ámbito privado, sino porque había riesgo, dada su antigua popularidad, de que él volviese en 2018, suponiendo que Dilma sobreviviera hasta entonces, algo que asustaba el PSDB y su programa de orientar el país nuevamente cara una modernización responsable. Y tan pronto como las frases de Cardoso comenzaron a encontrar eco, una serie de vaciamientos hechos por la fuerza, tarea del Lava Jato, pasaron a aparecer en la prensa, implicando a Lula en dudosas transacciones financieras de tipo personal: viajes en reactores empresariales, palestras remuneradas por contratistas, confortables apartamentos, mejorías en una casa de campo, sin hablar de las ganancias oscuras de uno de sus hijos. Luego, enseguida vino la aprehensión de un amigo millonario hacendado, acusado de retocar las retribuciones de un contrato de Petrobras para el tesorero del PT. Aparentemente, el cerco estaba cerrándose en torno a él.
Rápidamente, durante la primera semana de marzo, una fuerza especial de la Policía Federal llegó a la puerta de la casa de Lula a la seis de la mañana, llevándolo bajo custodia para ser interrogado en el aeropuerto de São Paulo. La prensa, informada de antemano, estaba esperando del lado de fuera para invadir con sus cámaras, esperando obtener el máximo de publicidad. El pretexto para todo ese show es que si Lula fuera invitado a dar aclaraciones, él podría haber rehusado hacerlo. La semana siguiente, la mayor manifestación en Brasil después de la Dictadura -de acuerdo con la policía, con 3,7 millones de personas en las calles- clamó por la justicia contra Lula e impeachment para Dilma. Tres días después, Dilma inscribió a Lula como “Jefe de la Casa Civil” de su gobierno, algo equivalente a un primer Ministro. Como ministro, Lula tendría inmunidad ante las acusaciones de Moro en Curitiba, posibilitando que él, así como los demás miembros del gobierno, respondiera solamente ante el Tribunal Supremo. Moro no perdió tiempo. En la misma tarde, publicó las grabaciones de una conversación telefónica entre Lula y Dilma, en la cual ella le dice que mandaría los papeles necesarios para que él firmara y asumiera el cargo, “si fuese necesario”. Su conversación fue ambigua. Pero el escándalo mediático fue ensordecedor: aquí, atrapados con las manos en la masa, estaba una maniobra para huir de la Justicia y salvar a Lula, dejándolo lejos del alcance de la ley. Dentro de las 24 horas, un juez en Brasilia impidió el nombramiento -un juez que, como se supo más tarde, había publicado imágenes en las redes sociales de cuando él estaba en las manifestaciones por el impeachment, ostentando alegremente una camiseta del PSDB. Pero ese juez rápidamente fue apoyado por Gilmar Mendes y, aquella misma noche, el PMDB anunció que salía del gobierno, en el cual él controlaba la vice-presidencia y otros seis ministerios, preparando el camino para una rápida destitución de Dilma en el Congreso.
En esa dramática escalada de la crisis política, el protagonista central era la Judicatura. La noción de que la operación de Moro estaba actuando de forma imparcial en Curitiba, inicialmente defendible, acabó siendo perjudicada con la cobertura gratuita y espectacular de la prensa sobre la conducción coercitiva de Lula, lo que acabó siendo seguido por un mensaje público saludando las manifestaciones a favor del impeachment: “Brasil está en las calles”, anunció el juez. “Estoy impresionado”.Pero, al publicar las grabaciones de la conversación entre Lula y Dilma, horas después de que la Justicia anulase la escucha, violó la ley dos veces: violó el sigilo de las interceptaciones, aunque fuera permitida la escucha, y sin hablar también del principio de confidencialidad que supuestamente protegía las comunicaciones de la jefa del Ejecutivo. Quedó tan evidente que esas cosas eran ilegalidades que inmediatamente Moro fue reprendido por el juez del Supremo -responsable de Moro-, pero sin ninguna sanción efectiva. Aunque “inapropiado”, su superior notó delicadamente que la acción del juez había alcanzado su objetivo.
En la mayoría de las democracias contemporáneas, la separación de poderes es una ficción educada, con los Tribunales Supremos -en que el caso americano es una importante excepción- sometiéndose ante los gobiernos. Los contorsionismos del Tribunal Constitucional Alemán -generalmente visto como ejemplo de independencia judicial- al sostener las violaciones del país tanto en el Grundgesetz y en el Tratado de Maastricht y favorecer los diferentes regímenes de Berlín, pueden ser vistos como una norma general. En Brasil, la politización de la judicatura es una tradición que viene de antiguo. La figura inverosímil de Gilmar Mendes es tal vez un caso extremo, aunque sea revelador. Como presidente, Fernando Henrique Cardoso defendió a su amigo de acusaciones criminales al promoverlo como ministro antes de elevarlo al STF, y Mendes ahora se vuelve contra Dilma por hacer ella lo mismo con Lula. Al colocarlo en el puesto e intentando evitar llamar la atención, FHC entraba en el edificio sigilosamente por el garaje, encontrando a Mendes en el aparcamiento. Suficientemente militante en relación al PSDB –“demasiado tucán”, considerando que esa ave es el símbolo del partido- incluso para Eliane Catanhêde, una respetable periodista derechista, Mendes generalmente era visto almorzando con prominentes líderes del partido después de haber sido absuelto de las acusaciones y el juez no vaciló en utilizar dinero público para alistar a sus subordinados a partir de una escuela privada de abogacía que él posee, hecho mientras él ya era juez en el mayor tribunal de la nación. Sus ataques contra el PT son constantes.
Sergio Moro, por su parte, es de una generación más joven y es vino de otra cosecha. Estados Unidos, país que él visita con regularidad, es su principal referencia. Un sujeto trabajador y provinciano, considera que nada debe a los sistemas de clientelismo y amiguismo. Pero conviene destacar que, cuando Moro tenía poco más de 30 años, demostró también su indiferencia con los principios básicos de las leyes y de las reglas en un artículo exaltando el ejemplo de los magistrados italianos los años 90, “Consideraciones sobre la Operación ‘Mani Pulite”, en los términos que anticiparían sus procedimientos una década después. Resistiéndose a investigar en la literatura más extensiva sobre Tangentopoli, utilizó solamente dos panegíricos hechos por el equipo de Milán y que fueron traducidos al inglés, citados sin cualquier dosis de reflexión crítica, incluso confiando en el testimonio de un jefe de la mafia que vivía con un salario del Estado en cuanto delator, aunque haya sido rechazado por la corte. La presunción de inocencia no podría tenerse por absoluta, tal como él declaró: era sólo un “instrumento pragmático” que podría suprimirse según la voluntad del magistrado. Él celebró las filtraciones selectivas para los media como forma de “presión sobre los acusados”, usados cuando “los fines legítimos no pueden ser alcanzados por otros métodos”.
El peligro de tener una Judicatura actuando en ese espíritu es el mismo en Brasil que el que fue en Italia: una campaña absolutamente necesaria contra la corrupción se vuelve tan contagiada por el desdén por el debido proceso, con una colusión tan inescrupulosa con los media, que en vez de orientar una nueva ética de legalidad, acaba confirmando la duradera falta de respeto social por la ley. Berlusconi y sus herederos son la prueba viva de eso. Sin embargo, la escena en Brasil se diferencia de la situación en Italia por dos aspectos. No hay Berlusconi o Renzi en el horizonte brasileño. Moro, cuya celebridad ahora excede cualquiera de sus modelos italianos, está siendo solicitado, a buen seguro, para suplir el vacío político, si el Lava Jato hace de hecho una limpieza del viejo orden. Pero el mediocre destino de Antonio di Pietro, el más popular de los magistrados de Milán, puede ser leído como un aviso para Moro, por más puritana que sea su apariencia, para evitar la tentación de involucrarse en política. El espacio para un ascenso meteórico también tiende a ser más pequeño, pues hay una diferencia crucial entre las dos cruzadas contra la corrupción. El asalto hecho por la Tangentopoli fue dirigido contra los principales partidos del país, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, que estuvieron en el poder durante treinta años. El Lava Jato, por su parte, no parece estar enfocado a los partidos tradicionales del poder político en Brasil que, dígase de pasada, están bastante divididos, pero sí a los sistemas que posibilitaron que ellos llegaran allá. En ese punto, parece tener solamente un blanco y, siendo así, parece más manipulador.
Tal manipulación puede ser acentuada en aquello que se considera como la segunda diferencia entre la Italia de los años 90 y el Brasil de hoy. Cuando la Tangentopoli alcanzó al sistema político, los medios de comunicación italianos compusieron un escenario homogéneo. Periódicos independientes pasaron a apoyar a la judicatura de Milán en todo momento. El jefe del conglomerado mediático de Olivetti, De Benedetti, cuyo periódico recibió la mayor parte de las filtraciones, acusó duramente a los demócratas cristianos y socialistas al tiempo que se mantuvo inactivo sobre las implicaciones de otros partidos. El imperio de periódicos y televisión de Berlusconi enalteció e instigó a los magistrados. Y el resultado fue que, con el paso del tiempo, había aún más cuestionamientos sobre las acciones de diferentes esferas de la Judicatura -muchas de ellas bastante valientes, mientras otras eran más dudosas- que en Brasil. Aquí los medios han sido bastante monolíticos y partidarios en su hostilidad anti-PT y nada críticos en cuanto a la estrategia de filtraciones y presiones venidas de Curitiba, de la que la prensa actúa como su portavoz. Brasil posee algunos de los mejores periodistas del mundo, cuyos textos vienen analizando la actual crisis en un nivel intelectual y literario que va más allá de lo que hacen el Guardian o el New York Times. Pero tales voces son sofocadas por un enorme bosque de conformistas que no hacen nada más que hacerse eco de las visiones de patrocinadores y editores.
Comparar la cobertura de los medios sobre cualquier filtración que perjudique al PT con el tratamiento dado a las informaciones o rumores que afectan a la oposición es una forma de medir la extensión de su política de dos pesos y dos medidas. Mientras el Lava Jato se estaba desarrollando, aconteció un vibrante ejemplo. En 1989, en uno de los más famosos momentos decisivos de la historia moderna brasileña, Lula -que en aquella época era visto como un peligroso radical por las elites- estaba cerca de asegurar una victoria en su primera carrera presidencial, cuando días antes de la elección una ex-novia suya apareció en la televisión en nombre de Collor, pagada por el propio hermano de Collor, acusando a Lula de querer que ella abortara de un hijo de ambos. Aquel momento, amplificado hasta el límite por los medios, fue fundamental en su derrota electoral. Dos años después, Cardoso -en la época un prominente senador del PSDB, ya cotizado como futuro candidato a la presidencia- fue conocido en los medios políticos por tener una amante trabajando en la misma red de televisión que perjudicó la campaña de Lula, la TV Globo. Cuando ella tuvo un hijo del ex-senador, salió del país y fue enviada a Portugal. A mediados de 1994, tras haber sido Ministro de la Hacienda, Cardoso estaba disputando la presidencia y el trabajo de ella pasó a ser solamente nominal, aunque la Globo siguiera pagando su salario. Tan pronto como FHC fue elegido, su brazo derecho, el joven Magalhães, le aleccionó para no retornar a Brasil por miedo a que comprometiese su reelección. Cuando la Globo la eliminó de la nómina, un trabajo de ficción fue simulado para ella, haciendo investigaciones de mercado en Europa para una cadena de tiendas duty-freeque recibiera del propio FHC derechos monopolísticos en los aeropuertos brasileños. Por medio de esa firma, ella habría lavado cerca de cien mil dólares vía una cuenta bancaria en las Islas Caimán -¿habría sido pensión alimenticia o soborno para quedar callada? La historia salió a la luz en febrero, en medio del huracán de las denuncias sobre las reformas en la casa de campo de Lula. Los medioa hicieron de todo para que eso recibiera la menor cobertura posible. La firma ahora está bajo investigación por transacción delictiva. Cardoso proclama su inocencia. Y nadie espera que él sufra cualquier inconveniente.
¿Eso puede ser generalizado para toda la oposición? Moro lanzó sus escuchas incendiarias el día 16 de marzo. Una semana después, la policía de São Paulo invadió la casa de uno de los ejecutivos de la Odebrecht, la mayor contratista de América Latina, cuyo director recientemente había sido sentenciado con 19 años por un crimen de soborno. En la casa los policías encontraron una lista con 316 políticos con cantidades de dinero asociadas a sus nombres. Estaban incluso figuras tradicionales del PSDB, del PMDB y de otros varios partidos -un verdadero panorama de la clase política brasileña. Objetivamente hablando, esa lista producía mucho más ruido que el de la conversación entre Lula y Dilma. Pero era un ruido menos conveniente: directamente de Curitiba, Moro rápidamente tomó una posición contraria, ordenando que las listas fueran colocadas bajo secreto para impedir cualquier especulación. Aun así, la alarma había sonado: el Lava Jato podría salir de control. Si Dilma tenía que caer, era preciso que lo hiciera antes que las listas de la Odebrecht pudieran amenazar a sus propios acusadores. Pocos días después, el PMDB anunció que abandonaba el gobierno y comenzaría una cuenta de votos a favor del impeachment. Los 3/5 de votos necesarios en la Cámara de los Diputados, algo que parecía muy difícil de alcanzar en el inicio de las discusiones, ahora estaba más cerca de alcanzarse. La opinión pública pasó a darse cuenta de la farsa de un Congreso lleno de ladrones, estando Cunha a su frente, derribando solemnemente a una presidenta por crimen de responsabilidad fiscal.
¿Cuáles son las oportunidades de Dilma de resistirse a ese desenlace y las perspectivas si el impeachment no acontece? Las esperanzas del Planalto residen en dos contingencias: de que con suficiente apoyo en el Congreso se pueda bloquear el impeachment, ofreciendo más ministerios y cargos para partidos más pequeños que no consiguieran acceso al gobierno antes, mirando con eso revertir la salida del PMDB; y la otra, que con muchas manifestaciones en defensa del gobierno puedan desalentar las grandes manifestaciones hechas a favor del impeachment. Ambos objetivos exigen el retorno de Lula a Brasilia, donde él podría -aunque le sea negado el derecho de ocupar formalmente el ministerio- informalmente cumplir ambas tareas que le fueron atribuidas, o sea, aproximarse a los diputados dudosos para el campo del gobierno y estimular el apoyo popular venido de las calles. Pero el escenario está cambiando y todo eso parece cada vez más distante. Las relaciones entre Lula y Dilma se hicieron frágiles desde que ella optó por la austeridad después de su reelección. Culpándola por la falta de habilidad política y por su rechazo a aceptar consejos, Lula diría, en el ámbito privado, que “ella fue mi Jefe de la Casa Civil y ella aún actúa como tal, y no como una presidenta”, o bien que “ella es como si fuera mi hija, que siempre me dice que me ama, pero nunca presta atención a lo que yo le digo”. Pero es dudoso que hiciera alguna diferencia la flexibilidad táctica, aunque importante, delante de las dificultades enfrentadas por ella. Desde el inicio, su segunda presidencia estaba atrapada en un círculo vicioso de escándalos políticos e indicadores económicos deteriorados, cuya interacción forma un obstáculo nada fácil de superar para recuperar su autoridad. El problema de la Petrobras, con incontables delaciones, viene generando despidos masivos de trabajadores; lo mismo viene ocurriendo con las empresas contratistas, cuyos directores y ejecutivos están en la cárcel. La incertidumbre sobre donde soplará el Lava Jato ha hecho a los inversores más temerosos y dejado el mercado financiero asustado: en noviembre, el jefe del fondo billonario BTG-Pactual, el mayor banco de inversiones del continente, la niña de los ojos del Financial Times y del Economist, fue llevado esposado para la comisaría. En el Congreso, el corte de gastos neoliberal y el aumento tributario propuesto por el gobierno fue derribado por el mismo neoliberal PSDB, buscando crear todo un constreñimiento político: el presupuesto de 2016 ni siquiera fue aprobado. Aunque un hábil trabajo de base hecho en los pasillos del poder pueda conseguir colocar temporalmente el impeachmenten jaque, no conseguiría resolver el temible impasse del actual gobierno.
La movilización popular para impedir la salida de Dilma, tal y como está pensada, también tiene problemas. Pero eso está conectado directamente con los legados de los gobiernos del PT. El partido está en una frágil posición para convocar a sus simpatizantes para defenderlo por, por lo menos, tres razones. La primera es simplemente porque si la corrupción hizo que la clase media perdiera la simpatía por el partido de la que antes disfrutó, la austeridad alienó la base de clases populares que había conquistado. Las manifestaciones hechas para impedir el impeachment fueron, hasta ahora, mucho menos impresionantes que aquéllas hechas por los que quieren que ello acontezca. Los manifestantes han sido reclutados principalmente entre trabajadores públicos y sindicatos: los pobres aún no han comparecido en esas manifestaciones. La fuerza rural del Nordeste donde el PT se consolidó está aún socialmente dispersa, mientras las grandes ciudades del Sur y Sudeste son las fortalezas de la nueva derecha en este momento. Hay también la inevitable desmoralización del partido conforme sucesivos escándalos surgen con su nombre, creando un sentido de culpa colectiva difusa, aunque no explícita, pero que debilita cualquier espíritu de lucha. Y en fin, pero fundamentalmente, en la época que Lula llegó al poder, el partido se hizo una máquina electoral, financiada principalmente por donaciones de grandes corporaciones, en vez de -como era en su inicio- por las donaciones de miembros y simpatizantes, que se adherían pasivamente a su líder, sin ninguna voluntad de construir una acción colectiva con los electores. La movilización activa que hizo al PT ser una fuerza en las regiones urbanas e industriales de Brasil se convirtió en un recuerdo lejano conforme el partido pasó a ganar fuerza en regiones sin industrias, enraizadas en una tradición de sumisión a la autoridad y miedo al desorden. Eso fue una cultura política entendida por Lula y él no hizo ninguna tentativa seria de darle fin. Según su propia visión, él consideraba que cambiar eso tendría un coste potencial demasiado alto. Para ayudar a las masas él buscó armonía con las élites, para las que cualquier polarización fuerte era un tabú. En 2002 él finalmente ganó la presidencia, en su cuarta tentativa, con un slogan de “paz y amor”. En 2016, delante de un linchamiento político, aún siguió utilizando esas palabras ante una multitud que esperaba algo más combativo.
Tal desajuste entre ir al ataque y el discurso de la responsabilidad es una marca común de un modelo que, desde el cambio de siglo, viene distinguiendo la política de Brasil en relación a América Latina. El país no es el único que vio un conflicto de clases convertirse en una crisis. Pero en ningún lugar eso fue tan sesgado como en Brasil. Aun cuando Lula estaba en el auge de su prestigio mientras estaba en la presidencia, siempre hubo una asimetría entre las políticas moderadas y acomodaticias del PT y la hostilidad de una clase media enragée y de los medios contra él. En los últimos dieciocho meses, esa expresión de abominación unilateral se hizo aún más violenta. Un concejal [Roberval Fraiz, de Araraquara] del PMDB en el interior de São Paulo manifestó públicamente que a Lula habría que matarlo como a una cobra, pisando su cabeza. En el Rio Grande do Sul, en el Sur del país, una pediatra se negó a atender a un niño de un año porque la madre era una ’petista’, y fue absuelta de infracción ética por el Consejo Regional de Medicina y por la Asociación de Médicos. El juez del Tribunal Supremo, Teori Zavascki, responsable de haber reprendido a Moro, fue agasajado con una serie de franjas y carteles que lo llamaban “traidor” y “granuja del PT”, mientras los manifestantes cantaban su canción símbolo que dice que el “capitalismo vino para quedarse”. Conforme se aproxima el Día D delimpeachment, los militantes fanáticos vienen recibiendo direcciones de diputados indecisos alrededor del país e intimidándolos, acampando frente a sus casas. Siendo escrupuloso, debe decirse que el mercado de acciones viene manteniendo el ritmo: subió cuando Lula fue detenido, cayó cuando fue hecho ministro y subió nuevamente cuando se impidió que tomara posesión.
Un golpe teatral (un coup de théâtre) aún es posible, con un giro de los acontecimientos salvando a Dilma en el último minuto, aunque no parezca que eso vaya a acontecer. Lo más probable es que se forme un régimen liderado por el vicepresidente que la abandonó, el veterano macabro del PMDB -comparado con el mayordomo de una película de terror- Michel Temer. De voz suave y ceremoniosa, preparó el camino algunos meses atrás, elaborando un programa para dejar claro que el país estaría seguro cuando él asumiera el cargo. Su paquete de medidas consiste en un plan de estabilización convencional, agilizando privatizaciones, reforma de la sanidad y aboliendo los gastos constitucionalmente obligatorios en salud y educación, acompañados de promesas de cuidar de los menos afortunados. Si Dilma es víctima del impeachment, teniendo una mayoría de 3/5 del Congreso apoyándole, Temer no tendría ningún problema en formar un gobierno de coalición junto con PMDB, PSDB y una gran cantidad de partidos diminutos, colocando a unos pocos tecnócratas en ministerios centrales. Ya que tal combinación podría pasar una serie de leyes, que Dilma no puede, garantizaría el retorno de la confianza del mercado, y eso ciertamente traería mejorías a los indicadores económicos hechos por los mercados financieros, sin importar cuánto costase a los pobres. Pero, dada la coyuntura global adversa y la tozuda baja tasa de inversiones que persiste en Brasil desde el fin de la dctadura, es difícil ver cualquier alivio para el país en un horizonte futuro.
Políticamente tampoco la estabilidad estaría garantizada. Una cuestión obvia que surge es si el choque del impeachmentsofocará lo que queda del espíritu de lucha de quienes apoyan a Dilma, o al contrario, que eso provoque una resistencia aún más feroz contra las élites del país. Ninguna alternativa pondría las cosas fáciles a los vencedores -si consiguen elimpeachment de la presidenta. Un juez del Tribunal Supremo Federal ordenó que Cunha también sometiese a votación elimpeachment de Temer, usando la misma referencia legal del de Dilma, ya que cuando ella estaba fuera del país, él también firmó los decretos de responsabilidad fiscal que son atribuidos a ella -algo que cogería desprevenidos a quienes quieren derribarla y esperan instalar a Temer como presidente rápidamente. Si ese ataque fuese evitado, otro curioso problema se avecina. Aún está pendiente en el Tribunal Supremo Electoral una acusación de que en la campaña de 2014 Dilma y Temer violaron la normativa electoral; una acusación presentada por el PSDB cuando aún esperaba forzar una situación de nuevas elecciones. Si va adelante, la acción derribaría a ambos. El proceso no puede ser retirado y sería un problema si el ), en esas circunstancias,de Dilma se concretara y Temer tomara el poder. Pero cuando Gilmar Mendes se convierta en presidente del Supremo en mayo, la Justicia brasileña probablemente superará esa cuestión sin dificultad. Pero, claro, un interrogante mayor surge sobre cuál sería el impacto subsiguiente que el Lava Jato podría tener sobre los diputados pro-impeachment. Acelerar este procedimiento sirvió para desviar la mirada de la opinión pública de la lista de la Odebrecht. ¿Pero esas listas pueden ser borradas de la conciencia de la población después delimpeachment? Dentro de sus filas, toda la clase política está en riesgo. ¿La Justicia brasileña también podría minimizar esa dificultad por el interés, digamos, de una reconciliación nacional?
Que el Partido de los Trabajadores se uniese, por una transformación ocurrida internamente, a las deformadas filas del resto de la fauna política brasileña -PMDB, PSDB, PP y el resto de la gentuza- no se puede negar. Hasta ahora, dos presidentes del partido, dos tesoreros, un presidente y un vicepresidente de la Cámara de los Diputados y el líder del partido en el Senado fueron todos detenidos, hundidos en el barro de la corrupción que desconoce fronteras políticas. De forma emblemática, el último de los notables y con la más grande delación, el senador Delcidio del Amaral, era un refugiado del PSDB, un importante engranaje del partido de FHC en las operaciones de Petrobras. Más de la mitad del Congreso está en la nómina de los contratistas, cuyas donaciones financian sus campañas electorales. La degradación del sistema político se hizo tan evidente que en el otoño pasado el STF -que está lejos de ser algún tipo de areópago de la integridad e imparcialidad- finalmente decidió que la financiación privada de las campañas era materia inconstitucional y prohibió a las empresas donar para las campañas. El Congreso inmediatamente reaccionó con enmiendas constitucionales para permitir las donaciones, pero el asunto sigue congelado en la Cámara. Si se confirma la decisión del Supremo sin ser regateada, la decisión permitirá una especie de revolución en el funcionamiento de la democracia brasileña: sería la única cosa inequívocamente positiva en medio a toda esta crisis.
El PT creyó, durante determinado tiempo, que podría valerse del orden institucional brasileño para beneficiar a los pobres sin perjudicar los ricos e incluso contar con su ayuda. Y de hecho hubo beneficios para los pobres, tal como se propusieron. Pero una vez aceptado el precio de entrar en un sistema político moribundo, la puerta para volver atrás se cerró. El propio partido pasó a debilitarse, haciéndose un enclave del Estado, sin ninguna autocrítica ni dirección estratégica, tan ciego que llegó a mandar al ostracismo a André Singer, su mejor pensador, para colocar una mezcla de vendedores y relaciones públicas, haciéndose tan insensibles que pasaron a concebir el lucro, sin importar de dónde viniera, como condición para el poder político. Sus conquistas aún permanecerán. Pero que el partido vaya a tener el mismo destino es una cuestión abierta. En América del Sur, un ciclo está llegando a su fin. Durante una década y media, sin la presión directa de Estados Unidos, fortalecidos por el boom de las materias primas, y amparándose en grandes reservas de tradición popular, el continente fue la única parte del mundo en que movimientos sociales rebeldes coexistieron con gobiernos heterodoxos. En el despertar de 2008, hay ahora cada vez más de esos movimientos. Pero no hay ninguno de esos gobiernos. Una excepción global está llegando a su fin y sin ninguna señal de cambio positivo en el horizonte.
* Perry Anderson es autor de una larga serie de artículos y obras relacionadas con la historia, la política, la cultura y el marxismo en general. Ha sido editor de la New Left Review, la principal revista de izquierda del mundo anglófono, de cuyo Comité Editorial sigue formando parte.
Traducción: VIENTO SUR
Nota
1/ André Singer escribió el principal análisis sobre ese conjunto de medidas y su desarrollo en el artículo “Cutucando onças con varas cortas” (Nuevos Estudios, 102, julio de 2015), un ensayo que puede ser leído como un epílogo de su estudio sobre la trayectoria del PT, Los sentidos del Lulismo: reforma gradual y pacto conservador (Cia de las Letras, 2012), que investiga el cambio de su electorado después de 2005, conforme perdió el apoyo de las clases medias y pasó a ganar la confianza de los pobres, que antiguamente, por miedo al desorden, votaban contra el partido. En una combinación de sobriedad crítica y lealtad al PT, Singer es tal vez su más preparado intelectual -y tal vez pueda argumentarse que sea el más impresionante pensador social de su generación en América Latina. Secretario de comunicación de Lula durante el primer mandato, desde que se hizo profesor universitario acabó siendo mentalmente descartado por el PT, que no demostró ningún interés sobre su trabajo.
Escogida por Lula para la sucesión, Dilma Rousseff, la ex guerrillera que se hizo jefa de Estado, venció en la disputa presidencial en 2010 con una mayoría aplastante de votos. Cuatro años después fue reelegida, pero en esa ocasión con un margen mucho más pequeño de votos, una ventaja del 3% sobre su oponente, Aécio Nieves, gobernador de Minas Gerais, con un debate marcado por una polarización regional nunca antes vista, con un Sur-Sudeste industrializado volviéndose contra ella y con un Nordeste dándole una ventaja aún mayor que la de 2010, con un 72%. Pero, aun así, fue una victoria indiscutible, comparable a la de Mitterrand sobre Giscard y mayor, por no decir también más limpia, que la de Kennedy sobre Nixon. En enero de 2015, Dilma -y en este momento vamos a abandonar los apellidos, como los brasileños acostumbran a hacer- comenzó su segunda presidencia.
En tres meses, grandes manifestaciones llenaron las calles de las principales ciudades del país, con cerca de por lo menos dos millones de personas que exigían su salida. En el Congreso, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Nieves y sus aliados, envalentonados por el hecho de que las encuestas mostraban la caída vertiginosa en la popularidad de Dilma, se movieron para conseguir su impeachment. El 1 de Mayo no consiguió ni siquiera dar su discurso tradicional transmitido por la televisión a todo el país. Con anterioridad, cuando su discurso, en el Día Internacional de la Mujer, fue transmitido, la gente comenzó a batir sus cacerolas y a tocar los claxones, en una forma de protesta que quedó nombrada como cacerolada. De la noche a la mañana, el Partido de los Trabajadores (PT), que había disfrutado del más largo y mayor índice de aprobación de Brasil, se hizo el partido más impopular del país. Confidencialmente, Lula se habría lamentado: “Nosotros vencimos en las elecciones. Al día siguiente, las perdimos”. Muchos militantes se preguntaron si el partido sobreviviría a todo eso.
¿Cómo ha llegado la situación a tal punto? En el último año del gobierno Lula, cuando la economía global estaba aún recuperándose de la primera onda del crash financiero de 2008, la economía brasileña creció el 7,5%. Al asumir el gobierno, Dilma estableció una política de control contra el sobrecalentamiento de la economía, lo que dejó satisfecha a la prensa financiera, en lo que parecía ser una política semejante a la que Lula sostuvo durante el inicio de su primer mandato. Pero tan pronto como el crecimiento experimentó una caída vertiginosa y las finanzas globales parecieron sombrías nuevamente, el gobierno cambió su rumbo, creando un paquete de medidas que buscaban priorizar las inversiones en desarrollos subsidiados. Se redujeron los tipos de interés, se rebajaron las deudas laborales, se redujeron, también, los costes de la energía eléctrica, la moneda se desvalorizó y se impuso un limitado control sobre el movimiento del capital/1. En el vaivén de todo ese estímulo, durante la primera mitad de su presidencia, Dilma disfrutó de un índice de aprobación del 75%.
Pero, en vez de despegar, la economía se desaceleró, pasando de un crecimiento mediocre, del 2,72% en 2011, a un insignificante 1% en 2012. Además de eso, con una inflación que ya rebasaba el 6%, en abril de 2013, el Banco Central aumentó los intereses de forma abrupta, minando así la base de la “nueva matriz económica” del ministro de Hacienda, Guido Mantega. Dos meses después, el país afrontó una ola de protestas de masas cuyo origen estaba en los precios de los billetes de los autobuses en São Paulo y en Río, pero que rápidamente aumentaron su dimensión haciéndose expresiones generalizadas de descontento con los servicios públicos y, estimulados por los medios de comunicación, también de hostilidad contra un Estado incompetente. Rápidamente, la aprobación del gobierno cayó a la mitad. En respuesta, se batió en retirada, dando inicio a las reducciones preventivas en los gastos públicos y permitiendo que los intereses aumentaran nuevamente. El crecimiento cayó aún más -sería prácticamente cero en 2014- pero el desempleo y los salarios permanecieron estables. Cara al fin de su primer mandato, Dilma lideró una desafiadora campaña para su reelección al asegurar a sus electores que ella continuaría priorizando la mejora en las condiciones de vida de los trabajadores, así como atacando a su oponente del PSDB por planear revertir las mejoras sociales hechas por el PT, reduciéndolas y afectando, así, a los más pobres. A pesar del continuo ataque ideológico que recibió por parte de la prensa, consiguió llegar a la victoria.
Antes aún de que su segundo mandato comenzara formalmente, Dilma cambió su rumbo. Rápidamente pasó a defender que se hacía necesario un poco de austeridad. El arquitecto de la “nueva matriz económica” fue entonces sacado del ministerio de Hacienda y quien asumió este ministerio fue alguien orientado por Chicago, el director de la gestión de activos del segundo mayor banco privado de Brasil, asumiendo un mandato que debería reducir la inflación y restaurar la confianza. Se convirtieron en imperativos recortar los gastos sociales, reducir el crédito de los bancos públicos, subastar propiedades del Estado y aumentar tasas para llevar el presupuesto de vuelta a una situación de superávit primario. Rápidamente, el Banco Central aumentó su tipo de interés a 14,25%. Y ya que la economía se encontraba estancada, el efecto de ese paquete pro-cíclico fue sumergir al país en una recesión generalizada: caída en las inversiones, disminución de los salarios y duplicación del desempleo. Mientras el PIB se contraía, los ingresos fiscales disminuían, empeorando aún más el cuadro de déficit y deuda pública. Ningún índice de aprobación del gobierno podría haber aguantado la rapidez de tal deterioro económico. Pero la crisis de la popularidad de Dilma no fue resultado sólo del impacto de la recesión en las condiciones de vida del pueblo. También fue, aunque sea más doloroso admitirlo, el precio a pagar por haber abdicado de las promesas en base a las cuales fue elegida. De forma generalizada, la reacción de sus electores fue que su victoria podría ser calificada como “estelionato”, o sea: ella engañó a los que la apoyaron al cumplir el programa de sus adversarios de campaña. Y eso no generó sólo desilusión, sino también rabia.
Aunque ocultas, las raíces de esa debacle se tomaron la revancha justamente en la base del propio modelo petista de crecimiento. Inicialmente podría decirse que su éxito dependía de dos tipos de nutrientes: un superciclo de aumento en los precios de las materias primas y un boom del consumo doméstico. Entre 2005 y 2011, las ganancias comerciales de Brasil aumentaron más de un tercio, pues la demanda de materias primas de China y de otras partes del mundo aumentó el valor de sus principales exportaciones, así como el volumen de retorno fiscal para gastos sociales. A finales del segundo mandato de Lula, la porción correspondiente de la exportación de bienes primarios de entre las exportaciones brasileñas subió del 28% al 41%, mientras que la parte de los bienes manufacturados cayó del 55% al 44%; a finales del primer mandato de Dilma, las materias primas eran responsables de más de la mitad del valor de las exportaciones. Pero de 2011 en adelante, los precios de las principales mercancías comercializadas por el país entraron en colapso: la mena de hierro cayó de 180 dólares a 55 dólares la tonelada, la soja cayó de aproximadamente 40 dólares la saca a 18 dólares, el petróleo crudo cayó de 140 dólares a 50 dólares el barril. Y reaccionando al fin de la bonanza del comercio exterior, el consumo doméstico también entró en declive. Durante su gobierno, la principal estrategia del PT fue expandir la demanda interna al aumentar el poder de compra de las clases populares. Y eso fue posible no sólo con el aumento del salario mínimo y con transferencias de renta para los pobres -o “Bolsa Familia”- sino también con una masiva inyección de crédito a los consumidores. Durante la década de 2005 a 2015, el total de débitos controlados por el sector privado aumentó del 43% al 93% del PIB, con préstamos a los consumidores alcanzando el doble del nivel de los países vecinos. Cuando Dilma fue reelegida en 2014, los pagos de intereses en el crédito mobiliario estaban absorbiendo más de 1/5 de la renta media disponible de los brasileños. Junto con el agotamiento del boom de las materias primas, la época del consumismo tampoco era viable. Los dos principales motores del crecimiento se habían paralizado.
En 2011, el objetivo de la nueva matriz económica de Mantega fue estimular la economía a partir de un aumento en las inversiones. Pero los medios para hacerlo habían disminuido. Desde 2006, los bancos estatales pasaron a aumentar gradualmente su cantidad de préstamos, yendo de un tercio a la mitad de todo crédito -la cartera del Banco de Desarrollo del gobierno (BNDES) llegó a aumentar en siete veces su valor desde 2007. Al ofertar tipos preferenciales de intereses para las grandes compañías en un valor mucho más alto del de los subsidios para las familias pobres, la “Bolsa Empresarial” pasó a costar al tesoro nacional el doble de lo que costaba la “Bolsa Familia”.
Favorable al agronegocio y a la constructoras, esa expansión directa de las financiaciones públicas fue un anatema por el cual la clase media urbana pasó a adherirse a un movimiento cada vez más violento anti-PT, con los medios de comunicación -amplificada por la prensa financiera de Nueva York y Londres- haciendo admonición de los peligros del estatismo. Así, al cambiar de dirección, Mantega esperaba impulsar las inversiones del sector privado con concesiones tributarias e intereses más bajos, pero eso impactó en la reducción de las inversiones en las infraestructuras públicas del país, así como la devaluación del Real ayudó en las exportaciones manufactureras. Pero todos esos agrados a la industria brasileña fueron en vano. Estructuralmente, las finanzas son una fuerza muy grande en el país. La capitalización combinada de los dos mayores bancos privados de Brasil, Itaú y Bradesco, es hoy dos veces mayor que la de Petrobrás y la Vale, las dos principales empresas extractivas del país, y con finanzas mucho más saludables. Las fortunas de esos y de otros bancos fueron concebidas de acuerdo con el mayor sistema de intereses de largo plazo del mundo -un horror para los inversores, pero verdadero maná para los rentistas- y con un abismal margen bancario, con prestatarios pagando de cinco a veinte veces más por sus préstamos. Además de eso, sumándose a ese cuadro, hay también el sexto mayor bloque de fondos de pensiones del mundo, sin hablar del mayor banco de inversión de América Latina, una verdadera constelación de fondos de cobertura y de private equity.
En la esperanza de que eso trajera el sector industrial para su lado, el gobierno se enfrentó a los bancos al forzarlos a aceptar retroceder al nivel sin precedentes del 2% de los intereses a finales de 2012. En São Paulo, la Federación de las Industrias (FIESP) expresó, momentáneamente, su satisfacción ante la medida, para inmediatamente después colgar banderas en apoyo a los manifestantes anti-estatistas de Junio de 2013. Los dueños de las industrias quedaron felices en coger los frutos de altos rendimientos durante el periodo de crecimiento elevado del gobierno Lula, en el cual virtualmente cada grupo social vio su posición mejorar. Pero cuando eso terminó durante el gobierno Dilma y las huelgas recomenzaron, no tuvieron ninguna compasión por quien les hubo favorecido anteriormente. Y no sólo las grandes empresas, así como sus compañeras del Norte global, se encontraban cada vez más en holdings financieros que se veían afectados negativamente debido a las políticas rentistas -y, por esa razón, no podrían dar la espalda totalmente a los bancos y fondos de inversión-, pero el propio grupo social a que pertenecían la mayor parte de los empresarios estaba formado por una clase media alta que se había hecho más numerosa, vocal y politizada que los antiguos grupos de empresarios, manifestando así mayor capacidad de comunicación y cohesión ideológica ante la sociedad en general. La furiosa hostilidad de ese estrato contra el PT fue, inevitablemente, seguida también por el sector industrial. Tanto los banqueros del “piso de arriba” como los profesionales del “piso de abajo” estaban comprometidos en derribar un régimen que ahora veían como amenaza a sus intereses comunes, lo que significó que los empresarios tenían cada vez menos autonomía.
Contra ese frente, ¿qué tipo de apoyo podría esperar el PT? Los sindicatos, aunque más activos en el gobierno Dilma, eran sólo una sombra de su pasado. Los pobres siguieron siendo beneficiarios pasivos del gobierno petista, que nunca se dispuso a formarlos u organizarlos, cuánto más movilizarlos en torno a una fuerza colectiva. Los movimientos sociales -de los sin-tierra y de los sin-techo– fueron mantenidos apartados del gobierno. Los intelectuales acabaron siendo marginados. Pero no hubo sólo una ausencia de potencialización política de las energías procedentes de los subalternos. Tampoco existió una verdadera política de redistribución de la riqueza o de la renta: se mantuvo la infame estructura tributaria regresiva legada de Fernando Henrique Cardoso para Lula, que penalizaba a los pobres y no tocaba a los ricos. Hubo, de hecho, alguna distribución que acabó mejorando considerablemente las condiciones de vida de los más pobres, pero eso se hizo de forma aislada e individual. Con la “Bolsa Familia” tomando forma de propina para madres de hijos en edad escolar, eso era un resultado esperado. Los aumentos en el salario mínimo significaron también un aumento en el número de trabajadores con “cartera firmada”, lo que les garantizaría acceso a los derechos formales del empleo; pero no hubo aumento, y puede haber habido incluso una caída, en la sindicalización. Por encima de todo, con la llegada del “crédito consignado” -los préstamos bancarios con intereses altos deducidos directamente de los salarios- el consumo privado creció sin limitaciones y a costa de los gastos en los servicios públicos, cuyas mejorías habrían sido una forma más cara de estimular la economía. Se estimuló la compraventa de aparatos electrónicos, bienes de consumo y vehículos (la compraventa de automóviles recibió incentivos fiscales), mientras se desatendieron los cortes de agua, pavimentación, autobuses eficientes, saneamiento básico aceptable, escuelas decentes y hospitales públicos. Los bienes colectivos no tenían prioridad ni ideológica ni práctica. Por tanto, junto con la tan necesaria mejoría en las condiciones de vida doméstica, el consumismo, en su peor forma, se esparció en las capas populares a través de una jerarquía social en que la clase media se deslumbraba, siguiendo patrones internacionales, con revistas y centros comerciales.
Cuán perjudicial fue eso para el PT puede observarse a través de la cuestión de la vivienda, donde se ve la mayor intersección entre las necesidades individuales y colectivas. En ella, la burbuja del consumo se transformó cada vez más en una dramática burbuja inmobiliaria, en la que contratistas y empresas de construcción hicieron grandes fortunas, mientras el precio de los inmuebles se disparó para la mayoría de las personas que vivían en las grandes ciudades y cerca de la décima parte de la población no tenía acceso a viviendas en condiciones. De 2005 a 2014, el crédito para la especulación inmobiliaria y construcción civil aumentó veinte veces; en São Paulo y en Río de Janeiro los precios por metro cuadrado se cuadriplicaron. Solamente el año 2010, los alquileres en São Paulo aumentaron un 146%. Y en ese mismo periodo, había cerca de 6 millones de pisos desocupados, con 7 millones de familias sin techo. Y en vez de aumentar la oferta de casas populares, el gobierno financió a las constructoras privadas para construir, con un espléndido beneficio, urbanizaciones en áreas periféricas, cobrando alquileres más caros de lo que los más pobres podrían pagar, a la vez que apoyaba a las autoridades locales en los desalojos de ocupaciones. Ante todo eso, los movimientos sociales ganaron aliento con los sin-techo y ahora son una de las principales fuerzas de Brasil: esos movimientos no están dentro sino contra el PT.
Sin contar con una suficiente fuerza popular capaz de lidiar con la presión de las élites del país, Dilma cambió el rumbo seguramente para -después de su apretada reelección, al batirse en retirada económicamente, con una política inicial de apretar los cinturones semejante a la que Lula hizo en sus primeros años en el poder-, poder, entonces, reproducir el mismo tipo de viraje. Pero las condiciones externas impidieron cualquier comparación posible. El baile de las materias primas se acabó y una recuperación, sea cuando sea, parece no tener sustentación. Puede argumentarse, observando ese contexto, que la extensión de las actuales dificultades no debe ser exagerada. El país está pasando por una severa recesión, con el PIB cayendo al 3,7% el último año y probablemente lo mismo ocurrirá este año. Por otro lado, el desempleo aún está lejos de alcanzar los niveles de Francia, ni qué decir de España. La inflación es aún más baja del que los años de FHC y el país posee más reservas. El déficit público es la mitad del déficit de Italia, aunque con los intereses brasileños el coste de la reducción sea mayor. El déficit fiscal aún está por debajo de la media de Estados Unidos. Todo esto tiende a empeorar. Sin embargo, la actual profundidad del abismo económico no encuentra apoyo en el volumen del clamor ideológico que existe sobre él: la oposición militante y la fijación neoliberal poseen intereses en aumentar el grado de martirio del país. Pero eso, por su parte, no reduce la escala de la crisis en que el PT está ahora envuelto, que no es sólo económica, sino también política.
Se puede decir que los orígenes de ese dilema residen en la estructura de la Constitución Brasileña. En prácticamente casi todos los países de América Latina, presidencias inspiradas por el modelo estadounidense coexisten con parlamentos según moldes europeos: o sea, Ejecutivos superpoderosos de un lado y, del otro, Legislativos electos por un sistema proporcional de representación y no con el modelo distorsionado de past-the-post, tal cual son los sistemas anglo-sajones. El resultado típico de ese modelo, aunque no sea invariable, es una presidencia con enormes poderes administrativos cuya flaqueza reside en el hecho de que ningún partido consigue tener una mayoría parlamentaria con poder significativo. Sin embargo, en ningún lugar el Ejecutivo se separó tanto del Legislativo como en Brasil. Eso es porque, por encima de todo, el país posee el más frágil sistema de partidos del continente. En Brasil, la representación proporcional toma forma de un sistema de lista abierta en la que los electores pueden escoger cualquier candidato dentro de un enorme número de individuos que nominalmente están dentro de la misma disputa, en legislaturas que generalmente reciben cerca de poco más que dos millones de votos. Las consecuencias de esa configuración son duales. En la mayoría de los casos, los electores escogen un político que ellos conocen -o creen que conocen- en vez de escoger un partido del que ellos poco o nada saben; mientras los políticos, por su parte, necesitan obtener una gran cantidad de dinero para financiar sus campañas y garantizar que los electores se identifiquen con ellos. La gran mayoría de los partidos, cuyos números aumentan cada elección (actualmente hay 28 partidos con representación en el Congreso), no poseen la más mínima coherencia política, y no hablemos de disciplina política. Su propósito es simplemente asegurar favores directos de los jefes del Ejecutivo para sus bolsillos y, claro, dar alguno como retroalimentación para asegurar la reelección de sus correligionarios, ofreciendo a los gobiernos votos favorables en las diferentes cámaras.
Cuando Brasil emergió después de dos décadas de dictadura militar a mediados de los años 80, ese sistema fue creado por una clase política que se moldeó sobre ella. Objetivamente, su función era (y aún es) neutralizar la posibilidad de que la democracia llevara a la formación de algún tipo de voluntad popular que amenazara la enorme desigualdad brasileña, al anestesiar las preferencias electorales en un miasma de disputas subpolíticas por ventajas venales. Cabe resaltar que lo que acentúa los problemas de ese sistema es también su importante desproporción geográfica. Todos los sistemas federales exigen algún tipo de equilibrio en los pesos de cada región, generalmente envolviendo una sobrerrepresentación de las áreas más pequeñas y rurales en una cámara más alta, a costa de las áreas mayores y más urbanizadas, tal como en el Senado de los Estados Unidos. Pero, pocos países llegan cerca del grado de distorsión creado por los ingenieros del sistema brasileño, en el cual la ratio de sobrerrepresentación entre los pequeños y grandes Estados en el Senado es de 88:1 (en EE UU queda en torno a 65:1). Y el problema no es sólo el hecho de que las tres más pobres y atrasadas regiones controlan 3/4 de los asientos de Senado y cuentan con cerca de 2/5 de la población (atemorizadas, en la mayor parte, por los más tradicionales caciques que dominan las clientelas más sumisas). Pero de forma única, ellos también controlan la Cámara de los Diputados. O sea, en vez de corregir ese problema conservador del sistema, la democratización lo aumentó, creando incluso nuevos Estados con población pequeña y desequilibrando aún más el escenario.
En ese escenario, al contrario de otros países de América Latina que salieron del dominio de los militares en los años 80, ningún partido político significativo del periodo anterior a la dictadura sobrevivió. En verdad, el escenario fue inicialmente ocupado por dos fuerzas derivadas de las invenciones de los generales: el partido de la oposición permitida, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), y su partido alternativo, la Alianza Renovadora Nacional (ARENA), ridiculizados por ser vistos como los partidos del “sí” y del “sí señor”. El primero se cambió posteriormente de nombre como Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y buena parte del segundo se transformó en el Partido del Frente Liberal (PFL). Con la salida de los militares, el primer gobierno estable de hecho sólo llegó con la presidencia de Fernando Henrique Cardoso, en 1994, nacido de un pacto de una disidencia del PMDB, que él había ayudado a crear, nominalmente social-demócrata, pero en la realidad social-liberal (el PSDB), cuyo electorado se concentraba en las regiones Sur y Sudeste. Al lado del PSDB estaba el nominalmente liberal, pero en realidad conservador, PFL, cuya base se encontraba en las regiones Norte y Nordeste. Ese fue un pacto entre los oponentes moderados y los tradicionales adornos de la Dictadura y consiguió construir una gran mayoría en el Congreso, actuando al servicio de aquel que se haría el principal programa neoliberal del país, concertado con el Consenso de Washington. Mientras, el candidato presidencial, Cardoso -considerado por el gran capital como una garantía contra radicalizaciones- recibió enormes cantidades de dinero: los ricos saben reconocer a sus amigos. El coste relativo de sus campañas, en un país más bien pobre, fue mayor incluso que los gastos de las campañas de Clinton en el mismo período. Compitiendo contra él estaba Lula, frente a una montaña de dinero que financiaba la campaña de Cardoso. Pero en cuanto asumió el cargo, FHC, no necesitó dinero para comprar el apoyo del Congreso -aunque exista por lo menos una notable excepción en esa afirmación-, pues su coalición con los clanes de las oligarquías del Nordeste, aunque sujetas a sus disputas regionales, no era meramente oportunista, sino basada en una asociación natural para objetivos comunes. El acuerdo fue estable y, recientemente, fue muy elogiado por admiradores de Cardoso en Brasil y en los países anglófonos, considerado un modelo de “presidencialismo de coalición”, tomado incluso como un ejemplo esperanzador para el resto del mundo, en lugares donde los modelos de gobierno europeo o americano raramente consiguen tener éxito.
Aun así, los cofres de las campañas de FHC estaban “limpios” en el sentido de las financiaciones americanas, donde losSuper PACs compran votos, y su coalición era ideológicamente sólida, ya que una vez elegido, ni sus objetivos y tampoco los de sus aliados podrían ser alcanzados por otros medios. Tanto su vicepresidente, Marco Maciel, como su más poderoso aliado en el Congreso, Antônio Carlos Magalhaes, eran verdaderos ejes de la política represiva en el Nordeste -ambos instalados por la Dictadura como gobernadores, el primero en Pernambuco y el segundo en la Bahía, hecho tan pronto como ellos apoyaron el derrocamiento del régimen democrático en 1964- y sin ninguna intención de alterar esos métodos tradicionales. ACM, como le gustaba ser llamado, fanfarroneaba: “Yo gano las elecciones con un saco de dinero en una mano y un látigo en la otra”. Su hijo, Luís Eduardo, era el político favorito de Cardoso en el Congreso, el delfín señalado para sucederlo y así sería si no hubiera muerto precozmente. El propio FHC, que por bastante tiempo sostuvo que la reforma del sistema de partidos era una prioridad para Brasil y prometió presentarla, cambió de idea tan pronto llegó al Palacio del Planalto, afirmando que la mayor prioridad era revisar la Constitución para que él mismo pudiese ser reelegido para un segundo mandato. Abandonando cualquier tentativa de racionalizar o democratizar el orden político, él presidió -y para eso, sí, fue necesario- una campaña directa de sobornos a diputados para comprar una super-mayoría en el Congreso requerida para aprobar la enmienda de la reelección.
Cuando Lula fue finalmente elegido en 2002, el PT estaba en una posición diferente. Así que él pasó a garantizar que no atacaría bancos y empresas, y, tan pronto como pareció que su victoria era segura, esas compañías pasaron a financiarlo, aunque en una escala más pequeña que a su predecesor. Pero dentro del Congreso él no poseía aliados naturales que fueran significativos. El PT, a pesar de toda la moderación de la campaña de Lula a la presidencia, era visto -y aún es- como un partido radical, posicionado a la izquierda de la verdadera ciénaga que domina el Legislativo. En él, nunca consiguió más de 1/5 de los diputados, sumando un número de votos tres veces menor que los del mismo Lula. ¿Cómo garantizar algún tipo de mayoría funcional para apoyarlo en medio de ese verdadero maremagnum? El método tradicional, concretado en una escala heroica durante la primera presidencia civil después de la Dictadura -la de José Sarney, otro antiguo lacayo de los generales-, era el de comprar apoyos distribuyendo ministerios y cargos de confianza para aquéllos que tuvieran interés y pudieran traer consigo la mayor cantidad de votos. Inicialmente eso ocurrió dentro de las facciones de su propio partido, el PMDB, la mayor y más orgánica entidad política del país y que, una década después, se convirtiera en el pozo en el que desaguaban todas los riachuelos de la corrupción política. El camino clásico para el PT era entonces llegar a acuerdos con esa criatura, destinando para ellos una buena parte de sus ministerios y agencias estatales. Sin embargo, esa solución fue rechazada por el partido -hay una disputa sobre quién, dentro de la cúpula, estaba a favor y quién estaba contra- pues había recelos de que las consecuencias serían crear un peso muerto ideológico dentro del gobierno que podría neutralizar el impulso progresista que se había creado. En vez de eso, la decisión fue la de conseguir un grupo de partidarios de una densa capa de partidos pequeños, sin conceder así mucho terreno para uno de ellos en específico, pero pagándoles con dinero a cambio de apoyo en la cámara en un esquema de gratificación. De hecho, el PT intentó compensar la falta de compañeros naturales (algo con lo que FHC no tuvo que lidiar) y su rechazo a volver al sistema concebido por Sarney, creando así un sistema de estímulos materiales para cooperaciones dentro del Congreso y con una moneda de cambio más barata: o sea, usando gratificaciones para no usar lugares específicos dentro del gobierno.
Cuando ese esquema subió a la superficie en 2005, el llamado escándalo del Mensalão (o sea, de pagos mensuales a los diputados) hizo que Lula perdiera el apoyo del electorado de clase media y por muy poco no terminó precozmente su primera presidencia. Tan pronto él hubo sobrevivido y fuera triunfalmente reelegido el año siguiente, el PT no tuvo otra elección sino recular y aceptar la solución que tanto temía abrazar: el PMDB entonces entró en el bloque del gobierno, garantizando así algunos importantes ministerios y puestos centrales en el Congreso, y así permaneció hasta el primer mandato de Dilma y el primer año del segundo mandato. Pero eso no significa que la corrupción haya disminuido, sino que aumentó drásticamente. Eso no sólo porque el PMDB era el campeón del saqueo de los recursos públicos en ámbitos municipales y estatales (por décadas el partido incluso hubo abandonado las disputas presidenciales), sino también porque un gigantesco pote de miel, mayor que todo lo que se podía imaginar, estaba concretizándose con la expansión de Petrobras, la empresa de petróleo estatal cuyas actividades equivalen al 10% del PIB nacional; en ese momento, una capitalización la haría la cuarta empresa más valiosa del mundo. La construcción de nuevas refinerías, industrias petroleras, pozos, plataformas, complejos petroquímicos, ofrecía grandes oportunidades para gratificaciones e inmediatamente se acabó estableciendo un diseño para ello. Las subastas serían dominadas por un verdadero cártel compuesto por las principales contratistas del país, pero los contratos eran cobrados a partir de grandes sumas de dinero que iban directo para los bolsillos de los directores de Petrobras y para los partidos políticos que estuvieran involucrados -se calcula cerca de 3 billones de dólares en sobornos. Ese tipo de práctica no era novedad en la historia de la compañía, siendo que FHC prefirió fingir que no acontecía, y hasta la primavera de 2013, la compañía disfrutó de la acostumbrada impunidad oriunda de la riqueza y del poder en Brasil.
Lo que cambió en todo eso fueron tres efectos post Mensalão. La delación premiada fue introducida en Brasil; la prisión cautelar, un antiguo poder judicial usado para llenar las cárceles del país con pobres, se hizo por primera vez un instrumento aceptable para duplicar el lote de las clases superiores; y las sentencias en primera instancia no podían ser diferidas por intervención del Supremo, lo que permitía anticipar las prisiones. Los dos primeros efectos fueron las mismas armas que los magistrados italianos utilizaron para derribar a la clase política y empresarial italiana en los escándalos de Tangentopoli, en los años 1990. Pero el tercer efecto ellos nunca lo consiguieron. Incluso en Brasil se creó una forma de extraer confesiones de aquéllos bajo prisión preventiva: amenazar con extender el mismo tratamiento a las esposas e hijos. En 2013, grabaciones hechas en un cajero de una empresa de lavado de coches (un lavado automático, un Lava Jato) en Brasilia llevó a la prisión a un contrabandista con larga ficha criminal. Mantenido en Curitiba, en la región Sur, para proteger su familia, ese “cambista” pasó a revelar la escala del sistema de corrupción de Petrobras, en la que él había sido uno de los principales intermediarios en la transferencia de recursos entre contratantes, directores y políticos dentro y fuera del país. En un primer momento, las acusaciones cayeron sobre nueve de las principales constructoras y contratistas de Brasil, con sus famosos jefes y directores siendo detenidos, junto con otros tres directores de Petrobras, en investigaciones que alcanzaron aún a más de cincuenta políticos, tanto diputados y senadores como incluso gobernadores
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Los tres principales partidos involucrados -eran siete en total- fueron el PMDB, el Partido Progresista (PP, un partido originario de la Dictadura) y el PT. Quién ganó más en el diseño aún no está claro. Pero ya que no existían ilusiones sobre los dos primeros, fue la aparición del tercero lo que realmente adquirió relevancia política. El Mensalão fue solamente unos pequeños intercambios en comparación con la enormidad del Petrolão: mientras el primero no tuvo ningún beneficio privado para políticos del PT, el segundo, por su parte, borró completamente los límites entre fondos de campaña y enriquecimiento personal. Entre otros detalles, salió a la superficie que el propio jefe de la Casa Civil de Lula, José Dirceu (el arquitecto, por detrás, de la formación del PT como partido), que había sido apartado debido a su implicación en el Mensalão, había instado a que una parte del Petrolão’ fuera dirigida a sus propias cuentas bancarias. Si el grueso de esos ingresos eran utilizados para financiar las campañas y el aparato del partido, la presencia continua de grandes sumas de dinero clandestino no podía sino corromper a aquellos que ponían sus manos en él. El sociólogo Chico de Oliveira había alertado, antes incluso de que el Petrolão hubiera sido descubierto, que el PT estaba caminando a pasos agigantados a un proceso de transfiguración en una aberrante especie taxonómica de vida política, algo que sólo podía ser visto como una metáfora.
Liderando el ataque al Petrolão, los miembros del equipo investigador de Curitiba se convirtieron, como los jueces y policías de Milán que los inspiraban, en verdaderas estrellas mediáticas. Jóvenes, de apariencia honesta, barbillas cuadradas, beneficiándose de su entrenamiento legal en Harvard, el juez Sergio Moro y el fiscal Deltan Dallagnol parecían salidos directamente de una de esas series americanas de tribunales. Sobre su celo en el combate contra la corrupción y el valor de la conmoción que produjeron en las élites políticas y empresariales del país, no había dudas. Pero, como en Italia, objetivos y métodos no siempre coincidieron. La delación premiada y la prisión preventiva sin acusaciones combinaron inducción e intimidación: instrumentos torpes en la búsqueda de la verdad y de la justicia, pero en Brasil estaban dentro de la ley. Pero la fuga de informaciones, o a veces hasta de sospechas, por parte de los investigadores cara a la prensa, no: éstas son claramente ilegales. En Italia, fueron constantemente utilizados por el equipo de Milán y fueron usados aún más ostentosamente por el equipo de Curitiba. Desde el inicio las fugas parecían selectivas: se orientaban al PT y, persistentemente, -aunque no exclusivamente, pues la munición se esparcía- apareciendo en las principales revistas de la batería anti-gobierno, como la semanal Veja, que después de semanas de exposición hizo una edición para ser lanzada pocas horas antes de las elecciones de 2014 con las imágenes de Lula y Dilma bajo una siniestra penumbra con tonos de rojo y negro con la exclamación “¡Ellos lo sabían todo!”, alertando a los electores sobre quienes eran las verdaderas mentes criminales por detrás del Petrolão.
Pero que los magistrados hayan alimentado a los medios con filtraciones, ¿significa que sus objetivos eran los mismos, o sea, que eran fruto -tal como el PT sostuvo- de una operación de común acuerdo? Se puede decir que la judicatura brasileña, así como sus compañeros de fiscalía y Policía Federal, comparten mucho de la identidad de clase media brasileña, a cuyas capas pertenecen, con sus preferencias y prejuicios de clase típicos. Ningún partido obrero, por más emoliente que sea, consigue atraer simpatías particulares en ese medio. ¿Pero será que las filtraciones contra el PT son resultado de una aversión militante, o fruto de una idea de que no hay mejor forma de enfatizar los horrores de la corrupción que coger a aquélla que es la principal fuerza política del país por más de una década, que incluso es justamente aquélla que los medios, por sus propias razones, estarían más dispuestos a divulgar las revelaciones? Las historias que alcanzaran al PMDB serían banales y el PSDB podría ser esquivado, en el ámbito nacional, pues siendo un partido de oposición tendría un menor acceso a los cofres públicos, independientemente de su poder a nivel estatal.
El escándalo del Lava Jato explotó de hecho en la primavera de 2014 y sucesivas prisiones y acusaciones llegaron a los titulares durante la carrera presidencial en el otoño. El viraje económico de Dilma, apenas ser elegida, puede ser visto en parte como dirigido por la esperanza de aplacar la opinión neoliberal lo suficiente para que los media moderasen su discurso sobre el PT, que estaba siendo tratado como una banda de ladrones. Pero si fue eso de hecho, ello fue en vano. Superando incluso el PSDB en la virulencia de sus ataques, una nueva derecha pasó a ganar preeminencia en las manifestaciones masivas contra Dilma en marzo de 2015. En Brasil, el eslogan tradicional de la derecha era “Dios, Familia y Libertad”, verdaderos banners del conservadurismo que clamó por el golpe militar que generó la Dictadura de 1964. Medio siglo después, los gritos de los manifestantes cambiaron. Reclutados a partir de una generación más joven de militantes de clase media, una nueva derecha –y, generalmente, con orgullo de afirmarse así- pasó a hablar menos en términos de religiosidad, menos aún en términos de familia y reinterpretó el sentido de la libertad. Para ellos, el libre mercado era la base necesaria para todas las otras libertades, concibiendo así el Estado como una especie de hidra de muchas cabezas. Esa política se inició no en las instituciones del orden decadente, sino en las calles y en las plazas, donde los ciudadanos podrían reunirse contra un régimen de parásitos y ladrones. Surfeando en la onda de las manifestaciones masivas contra Dilma, los dos principales grupos de esa derecha radical -Vem Pra Rua y Movimento Brasil Livre (MBL)- moldearán sus tácticas asimilando elementos del Movimento Passe Livre (MPL), un movimiento de extrema-izquierda que desencadenó las protestas de 2013, incluso con el MBL deliberadamente haciendo un acrónimo con el MPL. Ambas organizaciones de derechas eran pequeñas, pero dependían de un intenso trabajo de movilización de masas por medio de internet. Brasil posee más adictos a Facebook que cualquier otro país, siendo superado sólo por Estados Unidos, y tanto el Vem Pra Rua como el MBL y otros grupos de la derecha -Revoltados On-Line (ROL) es otro movimiento destacado- vienen consiguiendo movilizar a la población con mucho más éxito que la izquierda, aunque sea importante tener en consideración el previsible perfil de clase de quien se adentra en la red social de Zuckerberg. En esto, el efecto multiplicador de esos grupos derechistas ha sido mucho mayor.
En el horizonte de toda esa situación, hay también la ambigua nebulosa de una nueva religión. Más del 20% de los brasileños pertenecen, actualmente, a alguna variedad de protestantismo evangélico. Siguiendo el modelo de la Iglesia de la Unificación del Reverendo Moon, muchas de ellas -ciertamente las mayores- son verdaderas agencias de negocios que se dedican a la organización del dinero de sus fieles para erigir verdaderos imperios financieros para sus fundadores. La fortuna de Edir Macedo, el líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios, cuyo gigantesco ekitsch -Templo de Salomón en la región del Bras en São Paulo, próximo al menos grotesco, pero aún así impresionante templo de la rival Asamblea de Dios, en una especie de Wall Street religiosa- donde ocurren performances de melodramáticos exorcismos en las pantallas y en que los fieles cantan y oran, sobrepasa el billón de dólares. Parte de ese imperio se asocia también al control de la segunda mayor red de televisión del país. Actualmente bastante pujante en las periferias, la organización de Macedo predica una “teología de la prosperidad”, prometiendo éxito material en la Tierra, en vez de mera salvación celestial. Diferentes de los evangelistas americanos, las Iglesias Evangélicas en Brasil no poseen perfiles ideológicos muy específicos además de asuntos como aborto y derechos LGBT. Macedo llegó a apoyar a FHC como una forma de impedir el comunismo, pero en las elecciones siguientes apoyó a Lula y desde entonces viene creando su propia organización política. Pero muchas de esas iglesias actúan apoyándose en el descrédito de los partidos brasileños: son vehículos para ser contratadas, intercambiando votos por favores, con la diferencia de que apoyan a candidatos de cualquier partido -la bancada evangélica en el Congreso, cerca de 18% de los diputados, incluye congresistas de 22 partidos. Sus principales intereses residen en garantizar concesiones de radio y televisión, evasión fiscal para iglesias y acceso a la planificación urbanística con el fin de llevar a cabo la construcción de monumentos faraónicos.
A la vez, aunque más pasivas y promiscuas que sus iguales en Estados Unidos, esas Iglesias forman un reservorio conservador para los agresivos líderes de la derecha en el Congreso. Sintomáticamente, el presidente del Frente Evangélico es un musculoso pastor y ex agente de policía que se sienta en la bancada del PSDB. Allí también se encuentra el Presidente de la Cámara de los Diputados, elegido en febrero de 2015 -siendo el cargo más importante del Congreso y el tercero de la línea de gradación tras el vicepresidente-, el diputado Eduardo Cunha, un corredor de bolsa, evangélico del Río y líder de la bancada del PMDB. Generalmente identificado como el más peligroso enemigo de Dilma -ella incluso intentó impedir su elección- su aspecto elegante y modos imperturbables esconden un político excepcionalmente talentoso y cruel, un maestro en las artes obscuras de la manipulación parlamentaria y en la administración, una persona de quien gran parte del llamado “bajo clero” del Congreso se hizo dependiente de sus favores desde que asumió el cargo, mientras otros viven arrinconados delante de su fuerza sin conseguir enfrentársele. Y tan pronto como las manifestaciones en las calles clamaron por el impeachment de Dilma, él en seguida se convirtió en la punta de lanza dentro del Legislativo que garantizaría la salida de la presidenta, bajo el pretexto de que antes de las elecciones ella había transferido, de forma impropia, fondos de los bancos estatales para cuentas federales.
Alcanzando un crescendo en el mes de septiembre, el movimiento para su destitución alcanzó números impresionantes, configurando diferentes fuerzas y personajes que se entrecruzaban de diferentes formas, desde los “jóvenes turcos” del MBL y ROL posando para fotos con Cunha, hasta pilares de la ley como Moro y Dallagnol (que también es evangélico) encontrándose con políticos del PSDB y lobbistas pro-impeachment, sin contar también con la prensa atacando virulentamente al PT y el Planalto con nuevas denuncias diarias. O Dilma había ilegalmente legado un déficit en las cuentas del Estado para seguir siendo reelegida, o ella había permitido grandes inyecciones de presupuestos ilegales para financiar su campaña electoral… o ambos -en cualquier caso, material suficiente para acelerar el proceso de su retirada de la presidencia mientras afronta la probidad pública. En aquel momento, cerca de 80% de la población quería que ella se marchase.
Mientras tanto, explotó una bomba. A mediados de octubre, las autoridades suizas notificaron al Procurador General de la República en Brasilia que Cunha tenía nada menos que cuatro cuentas secretas en Suiza -y otra inmediatamente después fue descubierta en Estados Unidos-, una de ellas a nombre de su esposa, otra a nombre de una compañía empresa-fantasma en Singapur que percibía directamente de otra empresa-fantasma de Nueva Zelanda. El valor total era de 16 millones de dólares, osea, treinta y siete veces más la riqueza que él había declarado en Brasil. A disposición del matrimonio también había dos compañías locales -y, desafiando la burla, una de ellas se llamaba Jesus.com- además de una flota de nueve limusinas y camionetas en Río de Janeiro. Las evidencias de que él acumulaba gratificaciones de Petrobras comenzaron a aumentar. Incluso para la más obediente prensa eso era demasiado. En el Congreso, comenzaba una comedia al revés. Según la Constitución Brasileña, el Presidente de la Cámara posee el poder solemne de dar inicio a la moción de impeachment presidencial. Durante meses el PSDB estuvo cortejando a Cunha, conferenciando con él en cónclaves íntimos sobre las tácticas y el momento del proceso. La revelación de su caja-fuerte en Suiza, con muchas más evidencias que las que caían sobre Dilma, se convirtió en una profunda vergüenza para el partido. ¿Qué debería hacer? Cunha aún controlaba las llaves para el impeachment, que si tiene éxito podría incluso anular las elecciones de 2014 y garantizar, así, la victoria de Neves. El partido entonces se calló sobre las olas que venían de Berna; y hay que mencionar que el propio Cunha aún no se había pronunciado y era considerado inocente hasta que se probara lo contrario. Pero sus partidarios en los medios no consiguieron contener los cuestionamientos: ¿cómo puede el partido de la moralidad dar cobertura a tal acto delictivo? Ante el clamor, el PSDB se vio forzado a batirse en retirada y retirar el apoyo al Presidente de la Cámara -un pequeño partido socialista independiente (el Partido del Socialismo y la Libertad, PSOL) había presentado, en esas circunstancias, un recurso para retirar a Cunha de la Cámara. Al percibir que el PSDB había dejado de apoyarle, Cunha rápidamente hizo un movimiento jugando a dos bandas. Negociando a puerta cerrada, ofreció bloquear el impeachment de Dilma si el PT lo protegía de las tentativas de anulación de su mandato y expulsión del Congreso. Y eso fue lo que ocurrió lo más rápidamente posible. Los ministros del PT, tan sinvergüenzas como los políticos del PSDB, acordaron ayudarlo a mantenerse en el cargo, con tal de que él no hiciera ningún movimiento contra Dilma. Ese surrealista carrusel fue demasiado para las bases del partido que estaban alejadas del Congreso y el acuerdo tuvo que ser cancelado. Por un breve momento, pareció que la posición de Cunha era insostenible y la causa del impeachment estaba tan desgastada por su exposición que no había, por lo tanto, casi ninguna oportunidad de que ocurriese.
No obstante, entre bastidores, el principal repositorio de las esperanzas de acabar con el PT no había desistido. Desde el inicio de la crisis, FHC se hizo omnipresente en los medios, su imagen estaba en todas partes, en un torrente de entrevistas, artículos, discursos, diarios. Bastante estimado por los barones de los medios y sus lacayos, su renovada prominencia era fruto de un cálculo político más inmediato de ambas partes. Presentado como el estadista senior de la República, a cuya sabiduría se debe la estabilidad alcanzada, editores y periodistas se esforzaron para construirlo como un pensador de renombre internacional, la voz de la salubridad y de la responsabilidad delante de las heridas del país, incluso con la prensa y la academia anglófona comparándolo, tragando todo ese coro de psicofantia. La razón para toda esa apoteosis es bastante simple: la presidencia de Cardoso administró a Brasil una generosa dosis de administración pro-mercado, un remedio que parecía ser más urgente que nunca delante del escarnio populista del PT. El propio Cardoso, que cuando era presidente lamentó la “enorme dificultad” de que “a Brasil no le gustaba el sistema capitalista”, estaba tranquilo ejerciendo ese papel. Pero él también tenía una cuestión personal en medio de todos esos focos. Cuando él salió de la presidencia, su índice de aprobación no era mucho más alto del de Dilma hoy, y por ocho años él sufrió una dura comparación con Lula, un presidente mucho más popular que repudió su legado y transformó el país de forma decisiva, asegurando al PT mandatos que duraron el doble del suyo.
Eso fue algo duro de soportar. ¿Será que el aura del pensador podría soportar la pérdida de su prestigio como gobernante? Objetivamente, el segundo mandato fue -y eso es bastante normal- menos popular que el primero. En la búsqueda de la presidencia, Cardoso sacrificó no sólo sus antiguas convicciones, que incluso eran marxistas y socialistas, sino con el tiempo incluso sus modelos intelectuales. La banalidad de ese cambio llega a ser disparatada: bromas elogiosas con los efectos de la globalización y ansiedad con sus efectos colaterales. En raras ocasiones él acababa siendo sincero: “Yo debo admitir que, aunque mi lado intelectual sea fuerte, yo soy básicamente un Homo politicus”, dijo en cierta ocasión. Pero subjetivamente, la vanidad -concernida por el llamamiento político grandioso de un ex-obrero sin educación formal- no permite que pretensiones más cerebrales sean colocadas de lado. Teñido por el verde y amarillo de la Academia Brasileña de Letras, una copia tropical de la versión original y pomposa de los franceses -con una espada a su lado, él declaró que el sociólogo y el presidente nunca disintieron, demostrando una carrera coherente y una administración creativa, enteramente en sintonía la una con la otra.
Durante años tuvo motivos para reclamar que, en cuanto oposición, el propio PSDB fue insuficientemente leal a la memoria de su líder máximo, evitando cualquier defensa más vigorosa de su modernización nacional y su valiente programa de privatizaciones. Ahora, sin embargo, delante de la crisis del “lulopetismo” -su uso más desdeñoso, implicando algo aún centrado en las bases, más demagógico que el mero titular petista, o petismo– queda claro cuán correcto Cardoso estuvo todo ese tiempo. Si hubo algo bueno durante el gobierno del PT, eso se debe a la herencia dejada por FHC. Si hubo algo desastroso y terrible, entonces la culpa no es de él, pues había alertado a todos lo que ocuriría. Era tiempo de levantar nuevamente las banderas de 1994 y 1998, sin ningún tipo de inhibición, colocando así el fin al desgobierno del PT. Aunque él aún no hubiera evocado el impeachment, lo reconocía como un proceso legítimo, desde el momento que hubiera base legal para eso. Y aunque no la hubiera, Dilma aún podría ser removida políticamente. Pero -y aquí los cálculos de Cardoso se muestran diferentes de aquéllos hechos por la nueva generación de políticos del PSDB en el Congreso, ansiosos por tomar el poder rápidamente- era mejor esperar a la Judicatura, que podría ser el instrumento para el cumplimiento de la Justicia Política.
Esa confianza venía de las íntimas conexiones entre los jueces más veteranos y estaba lejos de estar errada. Indicado para presidir el caso contra Dilma en el Tribunal Supremo Electoral estaba Gilmar Mendes, un colaborador cercano designado por el propio Cardoso para el Tribunal Supremo Federal, ocupando este lugar hasta el día de hoy -y que nunca hizo secreto su disgusto para con el PT. Pero Dilma era el blanco menos importante. Para FHC, el blanco crucial a ser destruido era Lula y no sólo por cuestión de venganza, aunque eso haya sido muy saboreado en el ámbito privado, sino porque había riesgo, dada su antigua popularidad, de que él volviese en 2018, suponiendo que Dilma sobreviviera hasta entonces, algo que asustaba el PSDB y su programa de orientar el país nuevamente cara una modernización responsable. Y tan pronto como las frases de Cardoso comenzaron a encontrar eco, una serie de vaciamientos hechos por la fuerza, tarea del Lava Jato, pasaron a aparecer en la prensa, implicando a Lula en dudosas transacciones financieras de tipo personal: viajes en reactores empresariales, palestras remuneradas por contratistas, confortables apartamentos, mejorías en una casa de campo, sin hablar de las ganancias oscuras de uno de sus hijos. Luego, enseguida vino la aprehensión de un amigo millonario hacendado, acusado de retocar las retribuciones de un contrato de Petrobras para el tesorero del PT. Aparentemente, el cerco estaba cerrándose en torno a él.
Rápidamente, durante la primera semana de marzo, una fuerza especial de la Policía Federal llegó a la puerta de la casa de Lula a la seis de la mañana, llevándolo bajo custodia para ser interrogado en el aeropuerto de São Paulo. La prensa, informada de antemano, estaba esperando del lado de fuera para invadir con sus cámaras, esperando obtener el máximo de publicidad. El pretexto para todo ese show es que si Lula fuera invitado a dar aclaraciones, él podría haber rehusado hacerlo. La semana siguiente, la mayor manifestación en Brasil después de la Dictadura -de acuerdo con la policía, con 3,7 millones de personas en las calles- clamó por la justicia contra Lula e impeachment para Dilma. Tres días después, Dilma inscribió a Lula como “Jefe de la Casa Civil” de su gobierno, algo equivalente a un primer Ministro. Como ministro, Lula tendría inmunidad ante las acusaciones de Moro en Curitiba, posibilitando que él, así como los demás miembros del gobierno, respondiera solamente ante el Tribunal Supremo. Moro no perdió tiempo. En la misma tarde, publicó las grabaciones de una conversación telefónica entre Lula y Dilma, en la cual ella le dice que mandaría los papeles necesarios para que él firmara y asumiera el cargo, “si fuese necesario”. Su conversación fue ambigua. Pero el escándalo mediático fue ensordecedor: aquí, atrapados con las manos en la masa, estaba una maniobra para huir de la Justicia y salvar a Lula, dejándolo lejos del alcance de la ley. Dentro de las 24 horas, un juez en Brasilia impidió el nombramiento -un juez que, como se supo más tarde, había publicado imágenes en las redes sociales de cuando él estaba en las manifestaciones por el impeachment, ostentando alegremente una camiseta del PSDB. Pero ese juez rápidamente fue apoyado por Gilmar Mendes y, aquella misma noche, el PMDB anunció que salía del gobierno, en el cual él controlaba la vice-presidencia y otros seis ministerios, preparando el camino para una rápida destitución de Dilma en el Congreso.
En esa dramática escalada de la crisis política, el protagonista central era la Judicatura. La noción de que la operación de Moro estaba actuando de forma imparcial en Curitiba, inicialmente defendible, acabó siendo perjudicada con la cobertura gratuita y espectacular de la prensa sobre la conducción coercitiva de Lula, lo que acabó siendo seguido por un mensaje público saludando las manifestaciones a favor del impeachment: “Brasil está en las calles”, anunció el juez. “Estoy impresionado”.Pero, al publicar las grabaciones de la conversación entre Lula y Dilma, horas después de que la Justicia anulase la escucha, violó la ley dos veces: violó el sigilo de las interceptaciones, aunque fuera permitida la escucha, y sin hablar también del principio de confidencialidad que supuestamente protegía las comunicaciones de la jefa del Ejecutivo. Quedó tan evidente que esas cosas eran ilegalidades que inmediatamente Moro fue reprendido por el juez del Supremo -responsable de Moro-, pero sin ninguna sanción efectiva. Aunque “inapropiado”, su superior notó delicadamente que la acción del juez había alcanzado su objetivo.
En la mayoría de las democracias contemporáneas, la separación de poderes es una ficción educada, con los Tribunales Supremos -en que el caso americano es una importante excepción- sometiéndose ante los gobiernos. Los contorsionismos del Tribunal Constitucional Alemán -generalmente visto como ejemplo de independencia judicial- al sostener las violaciones del país tanto en el Grundgesetz y en el Tratado de Maastricht y favorecer los diferentes regímenes de Berlín, pueden ser vistos como una norma general. En Brasil, la politización de la judicatura es una tradición que viene de antiguo. La figura inverosímil de Gilmar Mendes es tal vez un caso extremo, aunque sea revelador. Como presidente, Fernando Henrique Cardoso defendió a su amigo de acusaciones criminales al promoverlo como ministro antes de elevarlo al STF, y Mendes ahora se vuelve contra Dilma por hacer ella lo mismo con Lula. Al colocarlo en el puesto e intentando evitar llamar la atención, FHC entraba en el edificio sigilosamente por el garaje, encontrando a Mendes en el aparcamiento. Suficientemente militante en relación al PSDB –“demasiado tucán”, considerando que esa ave es el símbolo del partido- incluso para Eliane Catanhêde, una respetable periodista derechista, Mendes generalmente era visto almorzando con prominentes líderes del partido después de haber sido absuelto de las acusaciones y el juez no vaciló en utilizar dinero público para alistar a sus subordinados a partir de una escuela privada de abogacía que él posee, hecho mientras él ya era juez en el mayor tribunal de la nación. Sus ataques contra el PT son constantes.
Sergio Moro, por su parte, es de una generación más joven y es vino de otra cosecha. Estados Unidos, país que él visita con regularidad, es su principal referencia. Un sujeto trabajador y provinciano, considera que nada debe a los sistemas de clientelismo y amiguismo. Pero conviene destacar que, cuando Moro tenía poco más de 30 años, demostró también su indiferencia con los principios básicos de las leyes y de las reglas en un artículo exaltando el ejemplo de los magistrados italianos los años 90, “Consideraciones sobre la Operación ‘Mani Pulite”, en los términos que anticiparían sus procedimientos una década después. Resistiéndose a investigar en la literatura más extensiva sobre Tangentopoli, utilizó solamente dos panegíricos hechos por el equipo de Milán y que fueron traducidos al inglés, citados sin cualquier dosis de reflexión crítica, incluso confiando en el testimonio de un jefe de la mafia que vivía con un salario del Estado en cuanto delator, aunque haya sido rechazado por la corte. La presunción de inocencia no podría tenerse por absoluta, tal como él declaró: era sólo un “instrumento pragmático” que podría suprimirse según la voluntad del magistrado. Él celebró las filtraciones selectivas para los media como forma de “presión sobre los acusados”, usados cuando “los fines legítimos no pueden ser alcanzados por otros métodos”.
El peligro de tener una Judicatura actuando en ese espíritu es el mismo en Brasil que el que fue en Italia: una campaña absolutamente necesaria contra la corrupción se vuelve tan contagiada por el desdén por el debido proceso, con una colusión tan inescrupulosa con los media, que en vez de orientar una nueva ética de legalidad, acaba confirmando la duradera falta de respeto social por la ley. Berlusconi y sus herederos son la prueba viva de eso. Sin embargo, la escena en Brasil se diferencia de la situación en Italia por dos aspectos. No hay Berlusconi o Renzi en el horizonte brasileño. Moro, cuya celebridad ahora excede cualquiera de sus modelos italianos, está siendo solicitado, a buen seguro, para suplir el vacío político, si el Lava Jato hace de hecho una limpieza del viejo orden. Pero el mediocre destino de Antonio di Pietro, el más popular de los magistrados de Milán, puede ser leído como un aviso para Moro, por más puritana que sea su apariencia, para evitar la tentación de involucrarse en política. El espacio para un ascenso meteórico también tiende a ser más pequeño, pues hay una diferencia crucial entre las dos cruzadas contra la corrupción. El asalto hecho por la Tangentopoli fue dirigido contra los principales partidos del país, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, que estuvieron en el poder durante treinta años. El Lava Jato, por su parte, no parece estar enfocado a los partidos tradicionales del poder político en Brasil que, dígase de pasada, están bastante divididos, pero sí a los sistemas que posibilitaron que ellos llegaran allá. En ese punto, parece tener solamente un blanco y, siendo así, parece más manipulador.
Tal manipulación puede ser acentuada en aquello que se considera como la segunda diferencia entre la Italia de los años 90 y el Brasil de hoy. Cuando la Tangentopoli alcanzó al sistema político, los medios de comunicación italianos compusieron un escenario homogéneo. Periódicos independientes pasaron a apoyar a la judicatura de Milán en todo momento. El jefe del conglomerado mediático de Olivetti, De Benedetti, cuyo periódico recibió la mayor parte de las filtraciones, acusó duramente a los demócratas cristianos y socialistas al tiempo que se mantuvo inactivo sobre las implicaciones de otros partidos. El imperio de periódicos y televisión de Berlusconi enalteció e instigó a los magistrados. Y el resultado fue que, con el paso del tiempo, había aún más cuestionamientos sobre las acciones de diferentes esferas de la Judicatura -muchas de ellas bastante valientes, mientras otras eran más dudosas- que en Brasil. Aquí los medios han sido bastante monolíticos y partidarios en su hostilidad anti-PT y nada críticos en cuanto a la estrategia de filtraciones y presiones venidas de Curitiba, de la que la prensa actúa como su portavoz. Brasil posee algunos de los mejores periodistas del mundo, cuyos textos vienen analizando la actual crisis en un nivel intelectual y literario que va más allá de lo que hacen el Guardian o el New York Times. Pero tales voces son sofocadas por un enorme bosque de conformistas que no hacen nada más que hacerse eco de las visiones de patrocinadores y editores.
Comparar la cobertura de los medios sobre cualquier filtración que perjudique al PT con el tratamiento dado a las informaciones o rumores que afectan a la oposición es una forma de medir la extensión de su política de dos pesos y dos medidas. Mientras el Lava Jato se estaba desarrollando, aconteció un vibrante ejemplo. En 1989, en uno de los más famosos momentos decisivos de la historia moderna brasileña, Lula -que en aquella época era visto como un peligroso radical por las elites- estaba cerca de asegurar una victoria en su primera carrera presidencial, cuando días antes de la elección una ex-novia suya apareció en la televisión en nombre de Collor, pagada por el propio hermano de Collor, acusando a Lula de querer que ella abortara de un hijo de ambos. Aquel momento, amplificado hasta el límite por los medios, fue fundamental en su derrota electoral. Dos años después, Cardoso -en la época un prominente senador del PSDB, ya cotizado como futuro candidato a la presidencia- fue conocido en los medios políticos por tener una amante trabajando en la misma red de televisión que perjudicó la campaña de Lula, la TV Globo. Cuando ella tuvo un hijo del ex-senador, salió del país y fue enviada a Portugal. A mediados de 1994, tras haber sido Ministro de la Hacienda, Cardoso estaba disputando la presidencia y el trabajo de ella pasó a ser solamente nominal, aunque la Globo siguiera pagando su salario. Tan pronto como FHC fue elegido, su brazo derecho, el joven Magalhães, le aleccionó para no retornar a Brasil por miedo a que comprometiese su reelección. Cuando la Globo la eliminó de la nómina, un trabajo de ficción fue simulado para ella, haciendo investigaciones de mercado en Europa para una cadena de tiendas duty-freeque recibiera del propio FHC derechos monopolísticos en los aeropuertos brasileños. Por medio de esa firma, ella habría lavado cerca de cien mil dólares vía una cuenta bancaria en las Islas Caimán -¿habría sido pensión alimenticia o soborno para quedar callada? La historia salió a la luz en febrero, en medio del huracán de las denuncias sobre las reformas en la casa de campo de Lula. Los medioa hicieron de todo para que eso recibiera la menor cobertura posible. La firma ahora está bajo investigación por transacción delictiva. Cardoso proclama su inocencia. Y nadie espera que él sufra cualquier inconveniente.
¿Eso puede ser generalizado para toda la oposición? Moro lanzó sus escuchas incendiarias el día 16 de marzo. Una semana después, la policía de São Paulo invadió la casa de uno de los ejecutivos de la Odebrecht, la mayor contratista de América Latina, cuyo director recientemente había sido sentenciado con 19 años por un crimen de soborno. En la casa los policías encontraron una lista con 316 políticos con cantidades de dinero asociadas a sus nombres. Estaban incluso figuras tradicionales del PSDB, del PMDB y de otros varios partidos -un verdadero panorama de la clase política brasileña. Objetivamente hablando, esa lista producía mucho más ruido que el de la conversación entre Lula y Dilma. Pero era un ruido menos conveniente: directamente de Curitiba, Moro rápidamente tomó una posición contraria, ordenando que las listas fueran colocadas bajo secreto para impedir cualquier especulación. Aun así, la alarma había sonado: el Lava Jato podría salir de control. Si Dilma tenía que caer, era preciso que lo hiciera antes que las listas de la Odebrecht pudieran amenazar a sus propios acusadores. Pocos días después, el PMDB anunció que abandonaba el gobierno y comenzaría una cuenta de votos a favor del impeachment. Los 3/5 de votos necesarios en la Cámara de los Diputados, algo que parecía muy difícil de alcanzar en el inicio de las discusiones, ahora estaba más cerca de alcanzarse. La opinión pública pasó a darse cuenta de la farsa de un Congreso lleno de ladrones, estando Cunha a su frente, derribando solemnemente a una presidenta por crimen de responsabilidad fiscal.
¿Cuáles son las oportunidades de Dilma de resistirse a ese desenlace y las perspectivas si el impeachment no acontece? Las esperanzas del Planalto residen en dos contingencias: de que con suficiente apoyo en el Congreso se pueda bloquear el impeachment, ofreciendo más ministerios y cargos para partidos más pequeños que no consiguieran acceso al gobierno antes, mirando con eso revertir la salida del PMDB; y la otra, que con muchas manifestaciones en defensa del gobierno puedan desalentar las grandes manifestaciones hechas a favor del impeachment. Ambos objetivos exigen el retorno de Lula a Brasilia, donde él podría -aunque le sea negado el derecho de ocupar formalmente el ministerio- informalmente cumplir ambas tareas que le fueron atribuidas, o sea, aproximarse a los diputados dudosos para el campo del gobierno y estimular el apoyo popular venido de las calles. Pero el escenario está cambiando y todo eso parece cada vez más distante. Las relaciones entre Lula y Dilma se hicieron frágiles desde que ella optó por la austeridad después de su reelección. Culpándola por la falta de habilidad política y por su rechazo a aceptar consejos, Lula diría, en el ámbito privado, que “ella fue mi Jefe de la Casa Civil y ella aún actúa como tal, y no como una presidenta”, o bien que “ella es como si fuera mi hija, que siempre me dice que me ama, pero nunca presta atención a lo que yo le digo”. Pero es dudoso que hiciera alguna diferencia la flexibilidad táctica, aunque importante, delante de las dificultades enfrentadas por ella. Desde el inicio, su segunda presidencia estaba atrapada en un círculo vicioso de escándalos políticos e indicadores económicos deteriorados, cuya interacción forma un obstáculo nada fácil de superar para recuperar su autoridad. El problema de la Petrobras, con incontables delaciones, viene generando despidos masivos de trabajadores; lo mismo viene ocurriendo con las empresas contratistas, cuyos directores y ejecutivos están en la cárcel. La incertidumbre sobre donde soplará el Lava Jato ha hecho a los inversores más temerosos y dejado el mercado financiero asustado: en noviembre, el jefe del fondo billonario BTG-Pactual, el mayor banco de inversiones del continente, la niña de los ojos del Financial Times y del Economist, fue llevado esposado para la comisaría. En el Congreso, el corte de gastos neoliberal y el aumento tributario propuesto por el gobierno fue derribado por el mismo neoliberal PSDB, buscando crear todo un constreñimiento político: el presupuesto de 2016 ni siquiera fue aprobado. Aunque un hábil trabajo de base hecho en los pasillos del poder pueda conseguir colocar temporalmente el impeachmenten jaque, no conseguiría resolver el temible impasse del actual gobierno.
La movilización popular para impedir la salida de Dilma, tal y como está pensada, también tiene problemas. Pero eso está conectado directamente con los legados de los gobiernos del PT. El partido está en una frágil posición para convocar a sus simpatizantes para defenderlo por, por lo menos, tres razones. La primera es simplemente porque si la corrupción hizo que la clase media perdiera la simpatía por el partido de la que antes disfrutó, la austeridad alienó la base de clases populares que había conquistado. Las manifestaciones hechas para impedir el impeachment fueron, hasta ahora, mucho menos impresionantes que aquéllas hechas por los que quieren que ello acontezca. Los manifestantes han sido reclutados principalmente entre trabajadores públicos y sindicatos: los pobres aún no han comparecido en esas manifestaciones. La fuerza rural del Nordeste donde el PT se consolidó está aún socialmente dispersa, mientras las grandes ciudades del Sur y Sudeste son las fortalezas de la nueva derecha en este momento. Hay también la inevitable desmoralización del partido conforme sucesivos escándalos surgen con su nombre, creando un sentido de culpa colectiva difusa, aunque no explícita, pero que debilita cualquier espíritu de lucha. Y en fin, pero fundamentalmente, en la época que Lula llegó al poder, el partido se hizo una máquina electoral, financiada principalmente por donaciones de grandes corporaciones, en vez de -como era en su inicio- por las donaciones de miembros y simpatizantes, que se adherían pasivamente a su líder, sin ninguna voluntad de construir una acción colectiva con los electores. La movilización activa que hizo al PT ser una fuerza en las regiones urbanas e industriales de Brasil se convirtió en un recuerdo lejano conforme el partido pasó a ganar fuerza en regiones sin industrias, enraizadas en una tradición de sumisión a la autoridad y miedo al desorden. Eso fue una cultura política entendida por Lula y él no hizo ninguna tentativa seria de darle fin. Según su propia visión, él consideraba que cambiar eso tendría un coste potencial demasiado alto. Para ayudar a las masas él buscó armonía con las élites, para las que cualquier polarización fuerte era un tabú. En 2002 él finalmente ganó la presidencia, en su cuarta tentativa, con un slogan de “paz y amor”. En 2016, delante de un linchamiento político, aún siguió utilizando esas palabras ante una multitud que esperaba algo más combativo.
Tal desajuste entre ir al ataque y el discurso de la responsabilidad es una marca común de un modelo que, desde el cambio de siglo, viene distinguiendo la política de Brasil en relación a América Latina. El país no es el único que vio un conflicto de clases convertirse en una crisis. Pero en ningún lugar eso fue tan sesgado como en Brasil. Aun cuando Lula estaba en el auge de su prestigio mientras estaba en la presidencia, siempre hubo una asimetría entre las políticas moderadas y acomodaticias del PT y la hostilidad de una clase media enragée y de los medios contra él. En los últimos dieciocho meses, esa expresión de abominación unilateral se hizo aún más violenta. Un concejal [Roberval Fraiz, de Araraquara] del PMDB en el interior de São Paulo manifestó públicamente que a Lula habría que matarlo como a una cobra, pisando su cabeza. En el Rio Grande do Sul, en el Sur del país, una pediatra se negó a atender a un niño de un año porque la madre era una ’petista’, y fue absuelta de infracción ética por el Consejo Regional de Medicina y por la Asociación de Médicos. El juez del Tribunal Supremo, Teori Zavascki, responsable de haber reprendido a Moro, fue agasajado con una serie de franjas y carteles que lo llamaban “traidor” y “granuja del PT”, mientras los manifestantes cantaban su canción símbolo que dice que el “capitalismo vino para quedarse”. Conforme se aproxima el Día D delimpeachment, los militantes fanáticos vienen recibiendo direcciones de diputados indecisos alrededor del país e intimidándolos, acampando frente a sus casas. Siendo escrupuloso, debe decirse que el mercado de acciones viene manteniendo el ritmo: subió cuando Lula fue detenido, cayó cuando fue hecho ministro y subió nuevamente cuando se impidió que tomara posesión.
Un golpe teatral (un coup de théâtre) aún es posible, con un giro de los acontecimientos salvando a Dilma en el último minuto, aunque no parezca que eso vaya a acontecer. Lo más probable es que se forme un régimen liderado por el vicepresidente que la abandonó, el veterano macabro del PMDB -comparado con el mayordomo de una película de terror- Michel Temer. De voz suave y ceremoniosa, preparó el camino algunos meses atrás, elaborando un programa para dejar claro que el país estaría seguro cuando él asumiera el cargo. Su paquete de medidas consiste en un plan de estabilización convencional, agilizando privatizaciones, reforma de la sanidad y aboliendo los gastos constitucionalmente obligatorios en salud y educación, acompañados de promesas de cuidar de los menos afortunados. Si Dilma es víctima del impeachment, teniendo una mayoría de 3/5 del Congreso apoyándole, Temer no tendría ningún problema en formar un gobierno de coalición junto con PMDB, PSDB y una gran cantidad de partidos diminutos, colocando a unos pocos tecnócratas en ministerios centrales. Ya que tal combinación podría pasar una serie de leyes, que Dilma no puede, garantizaría el retorno de la confianza del mercado, y eso ciertamente traería mejorías a los indicadores económicos hechos por los mercados financieros, sin importar cuánto costase a los pobres. Pero, dada la coyuntura global adversa y la tozuda baja tasa de inversiones que persiste en Brasil desde el fin de la dctadura, es difícil ver cualquier alivio para el país en un horizonte futuro.
Políticamente tampoco la estabilidad estaría garantizada. Una cuestión obvia que surge es si el choque del impeachmentsofocará lo que queda del espíritu de lucha de quienes apoyan a Dilma, o al contrario, que eso provoque una resistencia aún más feroz contra las élites del país. Ninguna alternativa pondría las cosas fáciles a los vencedores -si consiguen elimpeachment de la presidenta. Un juez del Tribunal Supremo Federal ordenó que Cunha también sometiese a votación elimpeachment de Temer, usando la misma referencia legal del de Dilma, ya que cuando ella estaba fuera del país, él también firmó los decretos de responsabilidad fiscal que son atribuidos a ella -algo que cogería desprevenidos a quienes quieren derribarla y esperan instalar a Temer como presidente rápidamente. Si ese ataque fuese evitado, otro curioso problema se avecina. Aún está pendiente en el Tribunal Supremo Electoral una acusación de que en la campaña de 2014 Dilma y Temer violaron la normativa electoral; una acusación presentada por el PSDB cuando aún esperaba forzar una situación de nuevas elecciones. Si va adelante, la acción derribaría a ambos. El proceso no puede ser retirado y sería un problema si el ), en esas circunstancias,de Dilma se concretara y Temer tomara el poder. Pero cuando Gilmar Mendes se convierta en presidente del Supremo en mayo, la Justicia brasileña probablemente superará esa cuestión sin dificultad. Pero, claro, un interrogante mayor surge sobre cuál sería el impacto subsiguiente que el Lava Jato podría tener sobre los diputados pro-impeachment. Acelerar este procedimiento sirvió para desviar la mirada de la opinión pública de la lista de la Odebrecht. ¿Pero esas listas pueden ser borradas de la conciencia de la población después delimpeachment? Dentro de sus filas, toda la clase política está en riesgo. ¿La Justicia brasileña también podría minimizar esa dificultad por el interés, digamos, de una reconciliación nacional?
Que el Partido de los Trabajadores se uniese, por una transformación ocurrida internamente, a las deformadas filas del resto de la fauna política brasileña -PMDB, PSDB, PP y el resto de la gentuza- no se puede negar. Hasta ahora, dos presidentes del partido, dos tesoreros, un presidente y un vicepresidente de la Cámara de los Diputados y el líder del partido en el Senado fueron todos detenidos, hundidos en el barro de la corrupción que desconoce fronteras políticas. De forma emblemática, el último de los notables y con la más grande delación, el senador Delcidio del Amaral, era un refugiado del PSDB, un importante engranaje del partido de FHC en las operaciones de Petrobras. Más de la mitad del Congreso está en la nómina de los contratistas, cuyas donaciones financian sus campañas electorales. La degradación del sistema político se hizo tan evidente que en el otoño pasado el STF -que está lejos de ser algún tipo de areópago de la integridad e imparcialidad- finalmente decidió que la financiación privada de las campañas era materia inconstitucional y prohibió a las empresas donar para las campañas. El Congreso inmediatamente reaccionó con enmiendas constitucionales para permitir las donaciones, pero el asunto sigue congelado en la Cámara. Si se confirma la decisión del Supremo sin ser regateada, la decisión permitirá una especie de revolución en el funcionamiento de la democracia brasileña: sería la única cosa inequívocamente positiva en medio a toda esta crisis.
El PT creyó, durante determinado tiempo, que podría valerse del orden institucional brasileño para beneficiar a los pobres sin perjudicar los ricos e incluso contar con su ayuda. Y de hecho hubo beneficios para los pobres, tal como se propusieron. Pero una vez aceptado el precio de entrar en un sistema político moribundo, la puerta para volver atrás se cerró. El propio partido pasó a debilitarse, haciéndose un enclave del Estado, sin ninguna autocrítica ni dirección estratégica, tan ciego que llegó a mandar al ostracismo a André Singer, su mejor pensador, para colocar una mezcla de vendedores y relaciones públicas, haciéndose tan insensibles que pasaron a concebir el lucro, sin importar de dónde viniera, como condición para el poder político. Sus conquistas aún permanecerán. Pero que el partido vaya a tener el mismo destino es una cuestión abierta. En América del Sur, un ciclo está llegando a su fin. Durante una década y media, sin la presión directa de Estados Unidos, fortalecidos por el boom de las materias primas, y amparándose en grandes reservas de tradición popular, el continente fue la única parte del mundo en que movimientos sociales rebeldes coexistieron con gobiernos heterodoxos. En el despertar de 2008, hay ahora cada vez más de esos movimientos. Pero no hay ninguno de esos gobiernos. Una excepción global está llegando a su fin y sin ninguna señal de cambio positivo en el horizonte.
* Perry Anderson es autor de una larga serie de artículos y obras relacionadas con la historia, la política, la cultura y el marxismo en general. Ha sido editor de la New Left Review, la principal revista de izquierda del mundo anglófono, de cuyo Comité Editorial sigue formando parte.
Traducción: VIENTO SUR
Nota
1/ André Singer escribió el principal análisis sobre ese conjunto de medidas y su desarrollo en el artículo “Cutucando onças con varas cortas” (Nuevos Estudios, 102, julio de 2015), un ensayo que puede ser leído como un epílogo de su estudio sobre la trayectoria del PT, Los sentidos del Lulismo: reforma gradual y pacto conservador (Cia de las Letras, 2012), que investiga el cambio de su electorado después de 2005, conforme perdió el apoyo de las clases medias y pasó a ganar la confianza de los pobres, que antiguamente, por miedo al desorden, votaban contra el partido. En una combinación de sobriedad crítica y lealtad al PT, Singer es tal vez su más preparado intelectual -y tal vez pueda argumentarse que sea el más impresionante pensador social de su generación en América Latina. Secretario de comunicación de Lula durante el primer mandato, desde que se hizo profesor universitario acabó siendo mentalmente descartado por el PT, que no demostró ningún interés sobre su trabajo.