Viernes
Cicatrices a la vera del Riachuelo
Cuando la década ganada no deja rastros
Por: Federico Poore
En el barrio Arquitecto Tucci, de Ingeniero Budge, en un margen del Riachuelo, niveles inusitados de violencia aparecen como punto de fuga de la década ganada. El sociólogo Javier Auyero y la docente María Fernanda Berti realizaron una valiosa investigación de tres años, que ayuda a desmontar un forcejeo maniqueo en torno de la inseguridad, oscilante entre eslóganes simplistas y desesperantes y el consuelo vano de que en gran parte de Latinoamérica se vive peor. ¿Zonas críticas de la provincia son hoy más o menos seguras que hace diez o veinte años? Responden especialistas y funcionarios bonaerenses.Jueves, 5 de mayo de 2011. «En Mayo de 1810.» lee Fernanda en voz alta del libro de ciencias sociales, «el Rey de España es depuesto por Napoleón Bonaparte. Preso en Francia…». «Seño, seño…», Carlos interrumpe a su maestra, «mi tío también está preso… no sé por qué, creo que fue por robar». Matías, del otro lado del aula, dice: «A la vuelta de mi casa vive uno que robó y tiene auto nuevo, pero no está preso…». La lección sobre la «Revolución de Mayo» rápidamente se transforma en un recitado colectivo sobre los últimos eventos de violencia en el barrio:
Johny: ¿Vieron que mataron a Savalita? Le dieron siete tiros, ¡unos transas le quisieron robar la moto!
Tatiana: ¡No fue así! El que quiso robar la moto fue él. Se la quiso robar a los transas. Fue así, ¡yo lo conocía!
Johny: No, no… La moto era de él.
Mario: Al lado de mi casa hay un transa, la Policía viene y no hace nada.
Tatiana (riéndose): ¡Los polis son redrogones!
Mario: Y enfrente de lo de mi hermana, un chorro se escapó de la Policía por los techos, no lo pudieron agarrar…
Melissa: A mi papá sí lo agarraron. Está preso hace un año.
Jueves, 1 de septiembre de 2011. «Los valores que defendía el padre de la patria, José de San Martín, son valores aún muy importantes hoy: respeto, justicia… y que ustedes pueden usar en su vida cotidiana: no cargarse entre compañeros, respetarse, no insultar a sus mamás, respetarlas…»
Así comenzaba Fernanda otra de sus lecciones, esta vez sobre el legado de «El libertador de América», cuando Ariela, su alumna, la interrumpió: «Seño, seño, usted conoce a Luisito… ¿no?». Fernanda recordaba a Luis con mucho cariño, era uno de esos niños curiosos, un poco travieso. «Sí, claro, fue alumno mío hace dos años». «Le dicen fierrito, ahora…», dice Ariela, «porque siempre anda con un fierro en la cintura y le dice a la gente: ‘Mirá que yo tengo…'». El mundo de «fierrito» no le resulta ajeno a Ariela: su padre acaba de salir de la cárcel luego de cumplir una condena por robo. Su hermano está prófugo, acusado de asesinar a puñaladas a un amigo.
«La violencia en los márgenes», el último trabajo de Javier Auyero -escrito junto con la docente María Fernanda Berti-, se propone oxigenar el debate en torno de la inseguridad urbana en la provincia de Buenos Aires. El subtítulo del libro -«una maestra y un sociólogo en el conurbano bonaerense»- revela su proceso de labor: tres años de trabajo de campo en Ingeniero Budge (al que piadosamente bautizan como «Arquitecto Tucci»), un barrio de 170 mil habitantes en la ribera del Riachuelo, partido de Lomas de Zamora, que ilustra la violencia creciente en los márgenes sociales, acaso una de las caras negadas de la «década ganada».
Dos argumentos se refuerzan a lo largo de sus páginas. Primero: que los sectores más marginalizados de la sociedad argentina viven, constantemente, en peligro. Así dicho puede sonar a perogrullada, pero cobra relevancia porque se apoya en datos concretos y testimonios de calidad en un país en el que no abundan las estadísticas confiables y en el que últimamente se utilizan estudios sociales como lanzas para dañar al adversario.Segundo: que esta violencia cotidiana no sólo es causada por violencias previas (estructurales, institucionales), tal como lo demuestra la literatura académica, sino que además se da de manera horizontal. «Buena parte de la violencia que sacude a barrios pobres como Arquitecto Tucci sigue la lógica de la Ley del Talión: se ejerce como represalia, como respuesta, frente a una ofensa previa», explica ante Viernes Auyero, quien se desempeña como profesor de Sociología en la Universidad de Texas y ha publicado obras fundamentales como «La política de los pobres», un estudio sobre redes clientelares, y «La zona gris», sobre los saqueos de diciembre de 2001. «La violencia se vuelve así un saber establecido, un know-how para lidiar con las dificultades de la vida cotidiana».
Como el caso de la madre que encadenó a su hijo (y alguna vez hasta lo entregó a la Policía) para que dejase de drogarse; o los vecinos que atacan la casa de un hombre acusado de haber violado a una nena; o los incipientes intentos de organización colectiva, como la marcha a una comisaría en reclamo de mayor seguridad luego del asesinato de un adolescente. Ejemplos no faltan.
Berti ve que sus alumnos, que crecen en este ambiente adverso, entienden muy bien lo que sucede a su alrededor. En sus «dos horas y diez minutos de clase efectiva por día» (como recuerda Auyero) aprovechan para compartir con ella su mirada sobre lo que pasa en el barrio: suciedad, ratas, tiros… Para cuando cumplan ocho años, la mayor parte ellos habrá visto un muerto en la calle.
Cuestión de números
Sin embargo, poco se habla de las violencias de Arquitecto Tucci. La intensa discusión en torno de la (in)seguridad urbana que cada tanto regresa a los noticieros, a los diarios y a los recintos legislativos se juega casi siempre en terrenos bien ajenos.
«En Argentina hay una especie de convergencia entre el discurso ‘progresista’ y el de la derecha: ambos buscan desplazar la inseguridad de quienes más sufren», sostiene Auyero. «Como es sabido, las derechas tratan a los sectores populares como perpetradores y a los sectores medios como víctimas, pero casi como un reflejo aparece este otro discurso que dice que éste es un problema pequeñoburgués, una sensación de las clases medias».
Ya sea intencionalmente o por mero reflejo de clase, los sectores reaccionarios hablan de una situación catastrófica generalizada («no se puede salir a la calle», vociferan, sin distinguir entre Barrio Norte o Ezeiza, Vicente López o San Justo) y agitan la fallida receta que conjuga mayores penas con menos derechos procesales.
El discurso progresista, en tanto, se limita a minimizar el nivel de violencia social comparando el número de muertos en Capital y Gran Buenos Aires con la situación de otras capitales latinoamericanas, donde los índices de asesinatos cada 100.000 habitantes se multiplican hasta por diez, lo que vendría a probar que «tan mal no estamos». Relativamente hablando, claro está.
En esta línea, la administración de Daniel Scioli exhibe con orgullo un cuadro que muestra que la tasa de asesinatos en la provincia disminuyó entre 1992 y 2008. Concretamente, el número de homicidios dolosos, que a principios de la década del noventa era de 10,9 cada 100.000 habitantes, una década y media más tarde bajó a 6,9 cada 100.000.
Sin embargo, cualquiera que observe con detenimiento podrá advertir un dato que complementa y resignifica el anterior: en el mismo período, y siempre según cifras oficiales, las lesiones dolosas (esto es, heridos de bala o por arma blanca) aumentaron exponencialmente.Hoy comprenden casi la mitad del total de delitos contra las personas.
«Para decirlo en lenguaje simple: tiros, cuchillazos o golpes de puño que no terminan en homicidio se incluyen en una categoría que ha experimentado casi un 400 por ciento de aumento», dice Auyero.
Viernes contactó a Iván Budassi, titular de la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados bonaerense (impulsor de la reciente ley que limita las extracciones para quienes porten armas ilegales), y a César Albarracín, subsecretario de Política Criminal de la provincia. Ambos declinaron comentar sobre el tema, pero la oficina de Albarracín remitió a las conclusiones del informe 2012 de estadística criminal, que destaca «una nueva disminución de los homicidios dolosos». De acuerdo con el Gobierno de la provincia, el incremento en el rubro conflictos interpersonales se explicaría «por la mayor accesibilidad a la Justicia» generada por la descentralización de fiscalías y defensorías oficiales.
El uso (y abuso) de las estadísticas también acarrea otro sesgo: la generalización de los resultados. «El problema aparece cuando comparamos toda la provincia con una parte (una zona caliente, por ejemplo)», sostiene Marcelo Saín, especialista en seguridad pública y diputado provincial por Nuevo Encuentro. «Desde 2003 en adelante el número de homicidios cayó, pero hay un núcleo muy fuerte que persiste, un sector de la sociedad que no está integrado y que sigue teniendo altísimos niveles de conflictividad».
Luego de una serie de entrevistas con médicos de hospitales y centros de salud de la zona, y de recurrir a su propia experiencia en Lomas de Zamora, lugar que conoce desde hace casi veinticinco años, Auyero concluye que la violencia en la zona aumentó considerablemente.
Al sociólogo le sorprende que esto aparezca como una novedad, cuando históricamente -sostiene- quienes más sufren el desempleo, la precarización laboral o la contaminación son quienes están en lo más bajo de la estructura social. «Pensemos frente una inundación, un terremoto o una ola de calor, quiénes son los que siempre ponen los muertos. ¿Por qué habría de ser diferente con la violencia?».
Su argumento es coincidente con las conclusiones de la Corte Suprema, que desde hace algunos años publica el Mapa de Homicidios Dolosos, uno de los pocos datos confiables y transparentes sobre criminalidad en la Argentina.
Si bien por el momento la investigación sólo abarca a la Capital Federal, La Plata y el partido de San Martín, los números del máximo tribunal revelan que en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires algunos barrios no registraron un solo homicidio durante 2011-2012, mientras que las villas de emergencia concentraron el 36 por ciento del total de víctimas. En la zona sur de la Capital ocurren tres de cada cuatro homicidios porteños.
¿Qué nos dicen estas estadísticas? «Que la exclusión social genera economías de subsistencia. Que esto hace que organizaciones ilícitas recluten a personas por más dinero que el que estas personas pueden obtener en actividades lícitas. Así, se convierten en economías violentas de subsistencia. Si no hay control, eso se puede convertir en catástrofe, como sucede en algunas zonas de Brasil», sostuvo hace unos meses el ministro de la Corte, Raúl Zaffaroni.
Derrumbando mitos
Lejos del remanido discurso oficial acerca de un «Estado presente», pero también de quienes aseguran que el Gobierno abandonó por completo ciertos barrios del conurbano, Auyero y Berti registran una presencia intermitente, selectiva y contradictoria del Estado.
Así, el mismo Estado que ayuda a las familias con la Asignación Universal por Hijo -necesaria pero insuficiente, destacan los especialistas- desaparece cuando se trata de perseguir a determinados «transas» o dealers. Luego reaparece cuando hay un homicidio o determinado caso de narcotráfico sobre el cual sí decide avanzar (para lo cual despliega todo el aparato estatal: patrulleros, sirenas y hasta algún helicóptero, «como salidos de una escena de The Wire», dice Auyero en alusión a la serie de HBO). Más tarde vuelve a desaparecer, o a mirar hacia otro lado, cuando los vecinos denuncian casos de violencia doméstica o sexual.
«La Bonaerense patrulla el barrio dos veces por semana. Pero cuando abre la feria de La Salada, la Policía se corre, aparecen Gendarmería y la seguridad privada (que no es ‘el Estado’ pero se viste como tal). Es una especie de división de tareas», ilustra Auyero.
«Efectivamente, aparece la presencia del Estado, pero un estado criminal o, mejor dicho, regulador de la actividad ilegal. Pasa un poco como en Río de Janeiro: el Estado aparece como socio y árbitro del negocio criminal», agrega Saín, que entre 2004 y 2007 trabajó como funcionario provincial en el área de seguridad durante la gestión de León Arslanian.
La situación es tan desesperante y compleja como parece. Por eso no hay espacio para respuestas parciales.
Saín reclama estadísticas más sofisticadas que permitan sistematizar los distintos niveles de violencia presentes en la provincia y a partir de los cuales se puedan diseñar mejores políticas públicas.
«Ante todo, tenemos que poder separar al crimen organizado del atraco común o de los delitos que se desarrollan en la intimidad. Luego mediría todo lo referido a la vinculación entre la violencia y las drogas: redes de consumo, calidad del producto y, sobre todo, trabajos cualitativos sobre los mercados ilegales», dice Saín.
Auyero entiende que problemas multicausales exigen enfoques multidisciplinarios: «Hace poco entrevistamos a una mamá que tenía a un chico adicto. Peregrinaba por todos lados para que le internen a su hijo, pero después tenía que hacer el mismo proceso para evitar que el marido la faje, en dos oficinas completamente distintas, sin diálogo entre ellas. En fin, una situación completamente balcanizada. ¿Es tan difícil poner en un mismo lugar a alguien que trate adicciones y a alguien que trate terapia familiar?».
Todas las noticias del Suplemento
Cuando la década ganada no deja rastros
SU DINERO PERSONAL: ¿Para qué poner mi casa como bien de familia?
El dólar al diván
ZONA JAZZ: agenda del 28 de junio al 4 de julio
Fin de semana: opciones interesantes
JOSÉ TASA: 7-14-28, el baile de Moreno
PASO: Un economista para cada lista
GLOSARIO DEL INVERSOR
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En el barrio Arquitecto Tucci, de Ingeniero Budge, en un margen del Riachuelo, niveles inusitados de violencia aparecen como punto de fuga de la década ganada. El sociólogo Javier Auyero y la docente María Fernanda Berti realizaron una valiosa investigación de tres años, que ayuda a desmontar un forcejeo maniqueo en torno de la inseguridad, oscilante entre eslóganes simplistas y desesperantes y el consuelo vano de que en gran parte de Latinoamérica se vive peor. ¿Zonas críticas de la provincia son hoy más o menos seguras que hace diez o veinte años? Responden especialistas y funcionarios bonaerenses.Jueves, 5 de mayo de 2011. «En Mayo de 1810.» lee Fernanda en voz alta del libro de ciencias sociales, «el Rey de España es depuesto por Napoleón Bonaparte. Preso en Francia…». «Seño, seño…», Carlos interrumpe a su maestra, «mi tío también está preso… no sé por qué, creo que fue por robar». Matías, del otro lado del aula, dice: «A la vuelta de mi casa vive uno que robó y tiene auto nuevo, pero no está preso…». La lección sobre la «Revolución de Mayo» rápidamente se transforma en un recitado colectivo sobre los últimos eventos de violencia en el barrio:
Johny: ¿Vieron que mataron a Savalita? Le dieron siete tiros, ¡unos transas le quisieron robar la moto!
Tatiana: ¡No fue así! El que quiso robar la moto fue él. Se la quiso robar a los transas. Fue así, ¡yo lo conocía!
Johny: No, no… La moto era de él.
Mario: Al lado de mi casa hay un transa, la Policía viene y no hace nada.
Tatiana (riéndose): ¡Los polis son redrogones!
Mario: Y enfrente de lo de mi hermana, un chorro se escapó de la Policía por los techos, no lo pudieron agarrar…
Melissa: A mi papá sí lo agarraron. Está preso hace un año.
Jueves, 1 de septiembre de 2011. «Los valores que defendía el padre de la patria, José de San Martín, son valores aún muy importantes hoy: respeto, justicia… y que ustedes pueden usar en su vida cotidiana: no cargarse entre compañeros, respetarse, no insultar a sus mamás, respetarlas…»
Así comenzaba Fernanda otra de sus lecciones, esta vez sobre el legado de «El libertador de América», cuando Ariela, su alumna, la interrumpió: «Seño, seño, usted conoce a Luisito… ¿no?». Fernanda recordaba a Luis con mucho cariño, era uno de esos niños curiosos, un poco travieso. «Sí, claro, fue alumno mío hace dos años». «Le dicen fierrito, ahora…», dice Ariela, «porque siempre anda con un fierro en la cintura y le dice a la gente: ‘Mirá que yo tengo…'». El mundo de «fierrito» no le resulta ajeno a Ariela: su padre acaba de salir de la cárcel luego de cumplir una condena por robo. Su hermano está prófugo, acusado de asesinar a puñaladas a un amigo.
«La violencia en los márgenes», el último trabajo de Javier Auyero -escrito junto con la docente María Fernanda Berti-, se propone oxigenar el debate en torno de la inseguridad urbana en la provincia de Buenos Aires. El subtítulo del libro -«una maestra y un sociólogo en el conurbano bonaerense»- revela su proceso de labor: tres años de trabajo de campo en Ingeniero Budge (al que piadosamente bautizan como «Arquitecto Tucci»), un barrio de 170 mil habitantes en la ribera del Riachuelo, partido de Lomas de Zamora, que ilustra la violencia creciente en los márgenes sociales, acaso una de las caras negadas de la «década ganada».
Dos argumentos se refuerzan a lo largo de sus páginas. Primero: que los sectores más marginalizados de la sociedad argentina viven, constantemente, en peligro. Así dicho puede sonar a perogrullada, pero cobra relevancia porque se apoya en datos concretos y testimonios de calidad en un país en el que no abundan las estadísticas confiables y en el que últimamente se utilizan estudios sociales como lanzas para dañar al adversario.Segundo: que esta violencia cotidiana no sólo es causada por violencias previas (estructurales, institucionales), tal como lo demuestra la literatura académica, sino que además se da de manera horizontal. «Buena parte de la violencia que sacude a barrios pobres como Arquitecto Tucci sigue la lógica de la Ley del Talión: se ejerce como represalia, como respuesta, frente a una ofensa previa», explica ante Viernes Auyero, quien se desempeña como profesor de Sociología en la Universidad de Texas y ha publicado obras fundamentales como «La política de los pobres», un estudio sobre redes clientelares, y «La zona gris», sobre los saqueos de diciembre de 2001. «La violencia se vuelve así un saber establecido, un know-how para lidiar con las dificultades de la vida cotidiana».
Como el caso de la madre que encadenó a su hijo (y alguna vez hasta lo entregó a la Policía) para que dejase de drogarse; o los vecinos que atacan la casa de un hombre acusado de haber violado a una nena; o los incipientes intentos de organización colectiva, como la marcha a una comisaría en reclamo de mayor seguridad luego del asesinato de un adolescente. Ejemplos no faltan.
Berti ve que sus alumnos, que crecen en este ambiente adverso, entienden muy bien lo que sucede a su alrededor. En sus «dos horas y diez minutos de clase efectiva por día» (como recuerda Auyero) aprovechan para compartir con ella su mirada sobre lo que pasa en el barrio: suciedad, ratas, tiros… Para cuando cumplan ocho años, la mayor parte ellos habrá visto un muerto en la calle.
Cuestión de números
Sin embargo, poco se habla de las violencias de Arquitecto Tucci. La intensa discusión en torno de la (in)seguridad urbana que cada tanto regresa a los noticieros, a los diarios y a los recintos legislativos se juega casi siempre en terrenos bien ajenos.
«En Argentina hay una especie de convergencia entre el discurso ‘progresista’ y el de la derecha: ambos buscan desplazar la inseguridad de quienes más sufren», sostiene Auyero. «Como es sabido, las derechas tratan a los sectores populares como perpetradores y a los sectores medios como víctimas, pero casi como un reflejo aparece este otro discurso que dice que éste es un problema pequeñoburgués, una sensación de las clases medias».
Ya sea intencionalmente o por mero reflejo de clase, los sectores reaccionarios hablan de una situación catastrófica generalizada («no se puede salir a la calle», vociferan, sin distinguir entre Barrio Norte o Ezeiza, Vicente López o San Justo) y agitan la fallida receta que conjuga mayores penas con menos derechos procesales.
El discurso progresista, en tanto, se limita a minimizar el nivel de violencia social comparando el número de muertos en Capital y Gran Buenos Aires con la situación de otras capitales latinoamericanas, donde los índices de asesinatos cada 100.000 habitantes se multiplican hasta por diez, lo que vendría a probar que «tan mal no estamos». Relativamente hablando, claro está.
En esta línea, la administración de Daniel Scioli exhibe con orgullo un cuadro que muestra que la tasa de asesinatos en la provincia disminuyó entre 1992 y 2008. Concretamente, el número de homicidios dolosos, que a principios de la década del noventa era de 10,9 cada 100.000 habitantes, una década y media más tarde bajó a 6,9 cada 100.000.
Sin embargo, cualquiera que observe con detenimiento podrá advertir un dato que complementa y resignifica el anterior: en el mismo período, y siempre según cifras oficiales, las lesiones dolosas (esto es, heridos de bala o por arma blanca) aumentaron exponencialmente.Hoy comprenden casi la mitad del total de delitos contra las personas.
«Para decirlo en lenguaje simple: tiros, cuchillazos o golpes de puño que no terminan en homicidio se incluyen en una categoría que ha experimentado casi un 400 por ciento de aumento», dice Auyero.
Viernes contactó a Iván Budassi, titular de la Comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados bonaerense (impulsor de la reciente ley que limita las extracciones para quienes porten armas ilegales), y a César Albarracín, subsecretario de Política Criminal de la provincia. Ambos declinaron comentar sobre el tema, pero la oficina de Albarracín remitió a las conclusiones del informe 2012 de estadística criminal, que destaca «una nueva disminución de los homicidios dolosos». De acuerdo con el Gobierno de la provincia, el incremento en el rubro conflictos interpersonales se explicaría «por la mayor accesibilidad a la Justicia» generada por la descentralización de fiscalías y defensorías oficiales.
El uso (y abuso) de las estadísticas también acarrea otro sesgo: la generalización de los resultados. «El problema aparece cuando comparamos toda la provincia con una parte (una zona caliente, por ejemplo)», sostiene Marcelo Saín, especialista en seguridad pública y diputado provincial por Nuevo Encuentro. «Desde 2003 en adelante el número de homicidios cayó, pero hay un núcleo muy fuerte que persiste, un sector de la sociedad que no está integrado y que sigue teniendo altísimos niveles de conflictividad».
Luego de una serie de entrevistas con médicos de hospitales y centros de salud de la zona, y de recurrir a su propia experiencia en Lomas de Zamora, lugar que conoce desde hace casi veinticinco años, Auyero concluye que la violencia en la zona aumentó considerablemente.
Al sociólogo le sorprende que esto aparezca como una novedad, cuando históricamente -sostiene- quienes más sufren el desempleo, la precarización laboral o la contaminación son quienes están en lo más bajo de la estructura social. «Pensemos frente una inundación, un terremoto o una ola de calor, quiénes son los que siempre ponen los muertos. ¿Por qué habría de ser diferente con la violencia?».
Su argumento es coincidente con las conclusiones de la Corte Suprema, que desde hace algunos años publica el Mapa de Homicidios Dolosos, uno de los pocos datos confiables y transparentes sobre criminalidad en la Argentina.
Si bien por el momento la investigación sólo abarca a la Capital Federal, La Plata y el partido de San Martín, los números del máximo tribunal revelan que en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires algunos barrios no registraron un solo homicidio durante 2011-2012, mientras que las villas de emergencia concentraron el 36 por ciento del total de víctimas. En la zona sur de la Capital ocurren tres de cada cuatro homicidios porteños.
¿Qué nos dicen estas estadísticas? «Que la exclusión social genera economías de subsistencia. Que esto hace que organizaciones ilícitas recluten a personas por más dinero que el que estas personas pueden obtener en actividades lícitas. Así, se convierten en economías violentas de subsistencia. Si no hay control, eso se puede convertir en catástrofe, como sucede en algunas zonas de Brasil», sostuvo hace unos meses el ministro de la Corte, Raúl Zaffaroni.
Derrumbando mitos
Lejos del remanido discurso oficial acerca de un «Estado presente», pero también de quienes aseguran que el Gobierno abandonó por completo ciertos barrios del conurbano, Auyero y Berti registran una presencia intermitente, selectiva y contradictoria del Estado.
Así, el mismo Estado que ayuda a las familias con la Asignación Universal por Hijo -necesaria pero insuficiente, destacan los especialistas- desaparece cuando se trata de perseguir a determinados «transas» o dealers. Luego reaparece cuando hay un homicidio o determinado caso de narcotráfico sobre el cual sí decide avanzar (para lo cual despliega todo el aparato estatal: patrulleros, sirenas y hasta algún helicóptero, «como salidos de una escena de The Wire», dice Auyero en alusión a la serie de HBO). Más tarde vuelve a desaparecer, o a mirar hacia otro lado, cuando los vecinos denuncian casos de violencia doméstica o sexual.
«La Bonaerense patrulla el barrio dos veces por semana. Pero cuando abre la feria de La Salada, la Policía se corre, aparecen Gendarmería y la seguridad privada (que no es ‘el Estado’ pero se viste como tal). Es una especie de división de tareas», ilustra Auyero.
«Efectivamente, aparece la presencia del Estado, pero un estado criminal o, mejor dicho, regulador de la actividad ilegal. Pasa un poco como en Río de Janeiro: el Estado aparece como socio y árbitro del negocio criminal», agrega Saín, que entre 2004 y 2007 trabajó como funcionario provincial en el área de seguridad durante la gestión de León Arslanian.
La situación es tan desesperante y compleja como parece. Por eso no hay espacio para respuestas parciales.
Saín reclama estadísticas más sofisticadas que permitan sistematizar los distintos niveles de violencia presentes en la provincia y a partir de los cuales se puedan diseñar mejores políticas públicas.
«Ante todo, tenemos que poder separar al crimen organizado del atraco común o de los delitos que se desarrollan en la intimidad. Luego mediría todo lo referido a la vinculación entre la violencia y las drogas: redes de consumo, calidad del producto y, sobre todo, trabajos cualitativos sobre los mercados ilegales», dice Saín.
Auyero entiende que problemas multicausales exigen enfoques multidisciplinarios: «Hace poco entrevistamos a una mamá que tenía a un chico adicto. Peregrinaba por todos lados para que le internen a su hijo, pero después tenía que hacer el mismo proceso para evitar que el marido la faje, en dos oficinas completamente distintas, sin diálogo entre ellas. En fin, una situación completamente balcanizada. ¿Es tan difícil poner en un mismo lugar a alguien que trate adicciones y a alguien que trate terapia familiar?».
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El dólar al diván
ZONA JAZZ: agenda del 28 de junio al 4 de julio
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PASO: Un economista para cada lista
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