El 6 de septiembre de 1930, el diario Crítica, de Natalio Botana, vendió 483.000 ejemplares. Ese día, los lectores abrieron un diario que festejaba el desplazamiento de Hipólito Yrigoyen (quien la jornada previa había delegado el mando en su vicepresidente) con un clamoroso «¡Revolución!», en mayúsculas impresas sobre una ilustración de soldados marchando y civiles que acuden a respaldar a los golpistas. Golpistas que ese mismo día tomarían el Gobierno de la mano de José Félix Uriburu.
Botana había conspirado contra Yrigoyen desde su primer mandato como presidente electo con sufragio libre, pero masculino. El día de la primera asunción de Yrigoyen, el 12 de octubre de 1916, Crítica había titulado «Dios salve a la República». No puede tildarse de incoherente su respaldo activo, catorce años después, al primer golpe de Estado. La influencia de Crítica en una sociedad que sólo se informaba masivamente a través de los diarios y de la incipiente presencia de la radio era, desde la perspectiva del yrigoyenismo, asfixiante.
Hoy en día, excepto los domingos, Clarín no supera los 300 mil ejemplares (los martes no llega a 200 mil), si bien su mensaje se potencia a través de la señal informativa por cable (TN) y los noticieros televisivos (Canal 13 y otras emisoras del interior del país) y radiales (Mitre y otras AM y FM), su agencia de noticias (DyN) y sus diarios controlados (La Voz del Interior, Los Andes) o asociados (El Litoral).
La contienda entre la gestión de Cristina de Kirchner y el Grupo Clarín, surgida a partir de 2008, tiene antecedentes en relaciones tormentosas entre gobiernos y medios a lo largo del siglo XX, pero a la vez presenta rasgos novedosos. Varios presidentes podrían suscribir las filípicas de CFK contra «la corpo». Yrigoyen, sobre todo en su segundo mandato, o Juan Perón, desde las vísperas de su asunción como presidente como durante sus primeros años en la Casa Rosada, es decir, antes de cooptar radios y diarios y convertirlos al oficialismo, lidiaron con la cerril oposición de grandes medios. También fueron víctimas del acoso mediático Arturo Illia, quien era ridiculizado desde publicaciones en las que emergía como astuto editor Jacobo Timerman, y María Estela Martínez de Perón, en los meses previos al golpe de Estado de Videla & Cía. Tras la dictadura, Raúl Alfonsín sufrió el embate de los medios privados en el tramo final de su presidencia y Carlos Menem, en su segundo Gobierno, se arrepentía de haber propiciado la conformación de multimedios. A diferencia de la fábula de la rana y el escorpión, los multimedios sobrevivieron a Menem sin advertir que el desprestigio de la política que estalló junto con la crisis socioeconómica a fines de 2001 también los alcanzaría porque, en la percepción social, los medios forman parte de una institucionalidad que colapsó a principios de este siglo.
El historial de disputas entre gobiernos y medios no expresa, necesariamente, ausencia de vínculos estrechos entre ambos. En todos los casos mencionados hubo sectores del partido de Gobierno que sostuvieron ayudas y permisos generosos hacia los principales empresarios de la comunicación, lo cual redundó en su mayor poderío. ¿Cómo entender, si no, las frecuentes citas entre el expresidente Néstor Kirchner y Héctor Magnetto, CEO de Clarín, entre 2003 y 2008?
Desde 1989, la creciente concentración de la propiedad de los medios otorgó a los grupos una entidad superior en comparación con las empresas periodísticas del pasado. Clarín, Telefónica o Vila-Manzano son conglomerados que abarcan diversas actividades económicas. Los medios son sólo una parte de sus negocios y en muchos casos, es el interés en otras áreas lo que tracciona la línea informativa, subordinándola. Si Botana con Crítica hostigaba a Yrigoyen, el poder de fuego de los conglomerados se diversificó con la concentración de las últimas décadas.
Sin embargo, la crisis iniciada en 2001 afectó también a los medios. No sólo económicamente. En este rubro, el Estado fue solícito y estimuló aún más la concentración en el lapso 2003-2007, con la simbólica autorización para la fusión de Cablevisión y Multicanal en manos de Clarín. Ocurrió un 7D, pero en 2007. Aquella crisis resultó profunda para los conglomerados de medios, porque combinó una transformación tecnológica que facilita la aparición de nuevas plataformas que permiten alternativizar los flujos mediáticos tradicionales (redes digitales) y porque intensificó la demanda ciudadana por el derecho a la comunicación que hasta la ley de medios de 2009 estaba legalmente reservado sólo a las empresas. Y porque la Argentina se sumó al contingente de países sudamericanos cuyos gobiernos comenzaron a promover nuevas formas de intervención estatal en las reglas de propiedad de los medios y, en algunos casos, también en la regulación de sus contenidos.
¿Y si las nuevas regulaciones mediáticas fueran un indicador de la debilidad del sistema de medios tradicional en un turbulento contexto de convergencia digital? Ésta es la hipótesis del investigador brasileño Bernardo Sorj, para quien los medios acusan la amenaza de nuevos y poderosos actores, procedentes, por ejemplo, del campo de las telecomunicaciones, hecho que los gobiernos aprovechan «en función de sus intereses políticos partidarios».
La regulación de la concentración de los medios representa una oportunidad para reflexionar sobre sus efectos y sobre lo que distancia pasado y presente. La unificación de la línea editorial y la reducción de la diversidad en función de la creciente influencia de unos pocos grupos son consecuencias de la concentración de medios. Pero además, la concentración vincula negocios del espectáculo, del deporte, de la economía en general y de la política con áreas informativas, lo que altera la pretendida autonomía de los medios. Desde luego, cabe señalar que la concentración, si bien fue protagonizada por grupos privados, puede producirse a instancias del Estado. Ésta es una de las novedades en Latinoamérica, que la Argentina comparte: el Estado, mimetizado con el Gobierno, se erige en un sólido actor del sistema de medios, abandonando el complejo que arrastró durante décadas de dominio privado del sector.
Novedad aludida como «la era de los telepresidentes» por el investigador colombiano Omar Rincón: «Cada vez tenemos más presidencialismo y menos Estado, asistimos al Gobierno comunicador obsesionado por lo mediático». Frente a ello, Rincón plantea que los medios «reaccionaron como empresas que no quieren perder su incidencia en la toma de decisiones y así se convierten en actores políticos que defienden la sociedad de mercado liberal y que representan los intereses propiamente de la derecha (…) Lo paradójico es que los periodistas nos hemos convertido en activistas que defendemos a los medios, o mejor, a sus dueños».
¿Los periodistas, ese híbrido intelectual asalariado, defendiendo a los empleadores? Un importante columnista argentino que participa de las redacciones de varios matutinos desde la década de 1970 afirma que «en el pasado existía un gran desapego entre el periodista y la línea del dueño del medio. Ese desapego podía expresarse como crítica frontal o cinismo. Hoy, en lugar de desapego, veo identificación entre periodistas y empleadores. El Gobierno reivindica la figura de (Arturo) Jauretche, olvidando que Jauretche se alejó de Perón justamente porque no aceptaba la disciplina ideológica de su Gobierno. Hoy la rebeldía de los periodistas se canaliza contra otros medios, pero se silencia cualquier crítica hacia el propietario del medio que lo emplea», sea este dueño privado o estatal.
«A mí jamás me bajaron línea, nunca me dijeron lo que tenía que publicar». El tópico que aún repiten periodistas K o anti-K sobre la mítica autonomía profesional esconde el hecho de que la autocensura es tan alta que no es preciso que se explicite lo que «hay que publicar». Por ello es un buen síntoma que en la redacción de medios oficialistas como Tiempo Argentino, u opositores como Clarín se registren en los últimos tiempos gestos de rebeldía contra operaciones disfrazadas de coberturas noticiosas.
Desde 2008, la polarización del mapa de medios en dos campos opuestos potenció la selección intencional de hechos noticiables al previo cálculo acerca de si un acontecimiento (o una fuente) es o no conveniente para el sector en el que milita cada uno. Esto erosiona la posibilidad de encontrar voces discordantes con la propia línea editorial y exacerba un ambiente endogámico en el que cunde la sospecha sobre la mala intención del otro (nunca la propia). El otro, el que piensa diferente, está comprado, sus motivos son espurios, forma parte de una conspiración. Este argumento resulta económico: sostiene la convicción de que lo distinto es corrupto o está corrompido y así se ahorra el laborioso proceso de construir una argumentación coherente. El resultado es que se empobrece la discusión pública porque cada polo se siente eximido de demostrar lo que vocifera.
Para Silvio Waisbord, investigador argentino de la Universidad George Washington, el privilegio de la opinión frente a los datos vuelve dogmático al periodismo. «Si consideramos el caso de la cadena Fox en Estados Unidos, vemos que la tendencia es ignorar datos que contradicen convicciones ideológicas. Se justifica presentar información sesgada para confirmar las certezas militantes y regocijar a los aliados. Cuando la opinión abunda, escasea el periodismo que recaba datos originales y verifica promesas y pronunciamientos políticos. Analizar información o hacer investigaciones propias es más costoso que aplaudir lo que dice el oficialismo o la oposición».
María O´Donnell (radio Continental) y Mario Wainfeld (Página/12) compartieron este año un panel, hecho que es excepcional porque los periodistas reconocidos, con perspectivas distintas, rehuyen el debate. Dentro de la crítica a la política de comunicación del Gobierno, O´Donnell rescató un cambio del ecosistema mediático. «Antes, los periodistas nos sentíamos en una torre de cristal; había quienes actuaban como fiscales, pero en general sobrevolábamos una realidad que no nos confrontaba como lo empezó a hacer, cada vez más, desde 2001». Wainfeld asentía, pero reconoció que le resulta difícil aceptar debates sin antes conocer el temperamento del resto de los invitados, porque el nivel de agresión es creciente.
La paradoja es que los medios salieron del placard, que se habla sobre ellos, pero buena parte de las referencias en ellos sobre los otros medios son parodias o injurias.
El relator de Libertad de Opinión y Expresión de Naciones Unidas, Frank La Rue, es uno de los principales apoyos internacionales a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Pero además de defender la ley de medios, La Rue planteó el mes pasado en el Foro Maldonado organizado en Uruguay que una cosa es cuando la agresión se realiza entre distintos medios y otra, distinta, cuando proviene de un Gobierno. Si un Gobierno insiste reiteradamente en criticar a los medios y a los periodistas, eso configuraría una suerte de «mala práctica» que «puede ser intimidatoria». El relator considera «muy sano que desde la sociedad civil se cuestione a los medios y a las empresas, pero no es lo mismo cuando ello sucede desde el vértice superior de la estructura del Estado, con los atributos que le confiere al/a presidente/a esa posición privilegiada». Esta opinión merece complementarse con la resistencia de los grupos concentrados a aceptar reglas de juego si éstas limitan su poder. El fundador de Ámbito Financiero, Julio Ramos, batalló contra la posición dominante de Clarín, al que denunciaba como «un monopolio amenazador de la libertad de expresión».
Más allá de ciertos rasgos idiosincráticos, con la excepción de Colombia y Chile, toda Sudamérica discute sobre los medios, sobre sus intereses mundanos, sobre la intervención discrecional de los gobiernos que aplican un sistema de premios y castigos que resulta espasmódico porque el premiado ayer, hoy resulta castigado (Clarín).
Si a comienzos del siglo XX el dispositivo por excelencia de integración, de alfabetización ciudadana y también de normalización y homologación cultural era la escuela, para lo cual el Estado reclamaba el monopolio de su gestión, desde fines del siglo XX los medios conforman un sistema educativo informal, paralelo, que complementa en algunos casos, pero que reemplaza en los sectores más desprotegidos a otras instituciones interviniendo en la construcción de ciudadanías y en la elaboración de nociones acerca de la realidad no inmediata.
Por ello, sin desmerecer la importancia de un presente cargado de novedad, conviene observar sus contradicciones y comprender los comportamientos de los distintos actores políticos y corporativos. Porque los actuales conflictos serán sucedidos por otros. Y esta historia continuará.
(*) Universidad Nacional de Quilmes –
Conicet @aracalacana
Botana había conspirado contra Yrigoyen desde su primer mandato como presidente electo con sufragio libre, pero masculino. El día de la primera asunción de Yrigoyen, el 12 de octubre de 1916, Crítica había titulado «Dios salve a la República». No puede tildarse de incoherente su respaldo activo, catorce años después, al primer golpe de Estado. La influencia de Crítica en una sociedad que sólo se informaba masivamente a través de los diarios y de la incipiente presencia de la radio era, desde la perspectiva del yrigoyenismo, asfixiante.
Hoy en día, excepto los domingos, Clarín no supera los 300 mil ejemplares (los martes no llega a 200 mil), si bien su mensaje se potencia a través de la señal informativa por cable (TN) y los noticieros televisivos (Canal 13 y otras emisoras del interior del país) y radiales (Mitre y otras AM y FM), su agencia de noticias (DyN) y sus diarios controlados (La Voz del Interior, Los Andes) o asociados (El Litoral).
La contienda entre la gestión de Cristina de Kirchner y el Grupo Clarín, surgida a partir de 2008, tiene antecedentes en relaciones tormentosas entre gobiernos y medios a lo largo del siglo XX, pero a la vez presenta rasgos novedosos. Varios presidentes podrían suscribir las filípicas de CFK contra «la corpo». Yrigoyen, sobre todo en su segundo mandato, o Juan Perón, desde las vísperas de su asunción como presidente como durante sus primeros años en la Casa Rosada, es decir, antes de cooptar radios y diarios y convertirlos al oficialismo, lidiaron con la cerril oposición de grandes medios. También fueron víctimas del acoso mediático Arturo Illia, quien era ridiculizado desde publicaciones en las que emergía como astuto editor Jacobo Timerman, y María Estela Martínez de Perón, en los meses previos al golpe de Estado de Videla & Cía. Tras la dictadura, Raúl Alfonsín sufrió el embate de los medios privados en el tramo final de su presidencia y Carlos Menem, en su segundo Gobierno, se arrepentía de haber propiciado la conformación de multimedios. A diferencia de la fábula de la rana y el escorpión, los multimedios sobrevivieron a Menem sin advertir que el desprestigio de la política que estalló junto con la crisis socioeconómica a fines de 2001 también los alcanzaría porque, en la percepción social, los medios forman parte de una institucionalidad que colapsó a principios de este siglo.
El historial de disputas entre gobiernos y medios no expresa, necesariamente, ausencia de vínculos estrechos entre ambos. En todos los casos mencionados hubo sectores del partido de Gobierno que sostuvieron ayudas y permisos generosos hacia los principales empresarios de la comunicación, lo cual redundó en su mayor poderío. ¿Cómo entender, si no, las frecuentes citas entre el expresidente Néstor Kirchner y Héctor Magnetto, CEO de Clarín, entre 2003 y 2008?
Desde 1989, la creciente concentración de la propiedad de los medios otorgó a los grupos una entidad superior en comparación con las empresas periodísticas del pasado. Clarín, Telefónica o Vila-Manzano son conglomerados que abarcan diversas actividades económicas. Los medios son sólo una parte de sus negocios y en muchos casos, es el interés en otras áreas lo que tracciona la línea informativa, subordinándola. Si Botana con Crítica hostigaba a Yrigoyen, el poder de fuego de los conglomerados se diversificó con la concentración de las últimas décadas.
Sin embargo, la crisis iniciada en 2001 afectó también a los medios. No sólo económicamente. En este rubro, el Estado fue solícito y estimuló aún más la concentración en el lapso 2003-2007, con la simbólica autorización para la fusión de Cablevisión y Multicanal en manos de Clarín. Ocurrió un 7D, pero en 2007. Aquella crisis resultó profunda para los conglomerados de medios, porque combinó una transformación tecnológica que facilita la aparición de nuevas plataformas que permiten alternativizar los flujos mediáticos tradicionales (redes digitales) y porque intensificó la demanda ciudadana por el derecho a la comunicación que hasta la ley de medios de 2009 estaba legalmente reservado sólo a las empresas. Y porque la Argentina se sumó al contingente de países sudamericanos cuyos gobiernos comenzaron a promover nuevas formas de intervención estatal en las reglas de propiedad de los medios y, en algunos casos, también en la regulación de sus contenidos.
¿Y si las nuevas regulaciones mediáticas fueran un indicador de la debilidad del sistema de medios tradicional en un turbulento contexto de convergencia digital? Ésta es la hipótesis del investigador brasileño Bernardo Sorj, para quien los medios acusan la amenaza de nuevos y poderosos actores, procedentes, por ejemplo, del campo de las telecomunicaciones, hecho que los gobiernos aprovechan «en función de sus intereses políticos partidarios».
La regulación de la concentración de los medios representa una oportunidad para reflexionar sobre sus efectos y sobre lo que distancia pasado y presente. La unificación de la línea editorial y la reducción de la diversidad en función de la creciente influencia de unos pocos grupos son consecuencias de la concentración de medios. Pero además, la concentración vincula negocios del espectáculo, del deporte, de la economía en general y de la política con áreas informativas, lo que altera la pretendida autonomía de los medios. Desde luego, cabe señalar que la concentración, si bien fue protagonizada por grupos privados, puede producirse a instancias del Estado. Ésta es una de las novedades en Latinoamérica, que la Argentina comparte: el Estado, mimetizado con el Gobierno, se erige en un sólido actor del sistema de medios, abandonando el complejo que arrastró durante décadas de dominio privado del sector.
Novedad aludida como «la era de los telepresidentes» por el investigador colombiano Omar Rincón: «Cada vez tenemos más presidencialismo y menos Estado, asistimos al Gobierno comunicador obsesionado por lo mediático». Frente a ello, Rincón plantea que los medios «reaccionaron como empresas que no quieren perder su incidencia en la toma de decisiones y así se convierten en actores políticos que defienden la sociedad de mercado liberal y que representan los intereses propiamente de la derecha (…) Lo paradójico es que los periodistas nos hemos convertido en activistas que defendemos a los medios, o mejor, a sus dueños».
¿Los periodistas, ese híbrido intelectual asalariado, defendiendo a los empleadores? Un importante columnista argentino que participa de las redacciones de varios matutinos desde la década de 1970 afirma que «en el pasado existía un gran desapego entre el periodista y la línea del dueño del medio. Ese desapego podía expresarse como crítica frontal o cinismo. Hoy, en lugar de desapego, veo identificación entre periodistas y empleadores. El Gobierno reivindica la figura de (Arturo) Jauretche, olvidando que Jauretche se alejó de Perón justamente porque no aceptaba la disciplina ideológica de su Gobierno. Hoy la rebeldía de los periodistas se canaliza contra otros medios, pero se silencia cualquier crítica hacia el propietario del medio que lo emplea», sea este dueño privado o estatal.
«A mí jamás me bajaron línea, nunca me dijeron lo que tenía que publicar». El tópico que aún repiten periodistas K o anti-K sobre la mítica autonomía profesional esconde el hecho de que la autocensura es tan alta que no es preciso que se explicite lo que «hay que publicar». Por ello es un buen síntoma que en la redacción de medios oficialistas como Tiempo Argentino, u opositores como Clarín se registren en los últimos tiempos gestos de rebeldía contra operaciones disfrazadas de coberturas noticiosas.
Desde 2008, la polarización del mapa de medios en dos campos opuestos potenció la selección intencional de hechos noticiables al previo cálculo acerca de si un acontecimiento (o una fuente) es o no conveniente para el sector en el que milita cada uno. Esto erosiona la posibilidad de encontrar voces discordantes con la propia línea editorial y exacerba un ambiente endogámico en el que cunde la sospecha sobre la mala intención del otro (nunca la propia). El otro, el que piensa diferente, está comprado, sus motivos son espurios, forma parte de una conspiración. Este argumento resulta económico: sostiene la convicción de que lo distinto es corrupto o está corrompido y así se ahorra el laborioso proceso de construir una argumentación coherente. El resultado es que se empobrece la discusión pública porque cada polo se siente eximido de demostrar lo que vocifera.
Para Silvio Waisbord, investigador argentino de la Universidad George Washington, el privilegio de la opinión frente a los datos vuelve dogmático al periodismo. «Si consideramos el caso de la cadena Fox en Estados Unidos, vemos que la tendencia es ignorar datos que contradicen convicciones ideológicas. Se justifica presentar información sesgada para confirmar las certezas militantes y regocijar a los aliados. Cuando la opinión abunda, escasea el periodismo que recaba datos originales y verifica promesas y pronunciamientos políticos. Analizar información o hacer investigaciones propias es más costoso que aplaudir lo que dice el oficialismo o la oposición».
María O´Donnell (radio Continental) y Mario Wainfeld (Página/12) compartieron este año un panel, hecho que es excepcional porque los periodistas reconocidos, con perspectivas distintas, rehuyen el debate. Dentro de la crítica a la política de comunicación del Gobierno, O´Donnell rescató un cambio del ecosistema mediático. «Antes, los periodistas nos sentíamos en una torre de cristal; había quienes actuaban como fiscales, pero en general sobrevolábamos una realidad que no nos confrontaba como lo empezó a hacer, cada vez más, desde 2001». Wainfeld asentía, pero reconoció que le resulta difícil aceptar debates sin antes conocer el temperamento del resto de los invitados, porque el nivel de agresión es creciente.
La paradoja es que los medios salieron del placard, que se habla sobre ellos, pero buena parte de las referencias en ellos sobre los otros medios son parodias o injurias.
El relator de Libertad de Opinión y Expresión de Naciones Unidas, Frank La Rue, es uno de los principales apoyos internacionales a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Pero además de defender la ley de medios, La Rue planteó el mes pasado en el Foro Maldonado organizado en Uruguay que una cosa es cuando la agresión se realiza entre distintos medios y otra, distinta, cuando proviene de un Gobierno. Si un Gobierno insiste reiteradamente en criticar a los medios y a los periodistas, eso configuraría una suerte de «mala práctica» que «puede ser intimidatoria». El relator considera «muy sano que desde la sociedad civil se cuestione a los medios y a las empresas, pero no es lo mismo cuando ello sucede desde el vértice superior de la estructura del Estado, con los atributos que le confiere al/a presidente/a esa posición privilegiada». Esta opinión merece complementarse con la resistencia de los grupos concentrados a aceptar reglas de juego si éstas limitan su poder. El fundador de Ámbito Financiero, Julio Ramos, batalló contra la posición dominante de Clarín, al que denunciaba como «un monopolio amenazador de la libertad de expresión».
Más allá de ciertos rasgos idiosincráticos, con la excepción de Colombia y Chile, toda Sudamérica discute sobre los medios, sobre sus intereses mundanos, sobre la intervención discrecional de los gobiernos que aplican un sistema de premios y castigos que resulta espasmódico porque el premiado ayer, hoy resulta castigado (Clarín).
Si a comienzos del siglo XX el dispositivo por excelencia de integración, de alfabetización ciudadana y también de normalización y homologación cultural era la escuela, para lo cual el Estado reclamaba el monopolio de su gestión, desde fines del siglo XX los medios conforman un sistema educativo informal, paralelo, que complementa en algunos casos, pero que reemplaza en los sectores más desprotegidos a otras instituciones interviniendo en la construcción de ciudadanías y en la elaboración de nociones acerca de la realidad no inmediata.
Por ello, sin desmerecer la importancia de un presente cargado de novedad, conviene observar sus contradicciones y comprender los comportamientos de los distintos actores políticos y corporativos. Porque los actuales conflictos serán sucedidos por otros. Y esta historia continuará.
(*) Universidad Nacional de Quilmes –
Conicet @aracalacana