Pasaron ocho meses desde que Cristina Kirchner reasumió el gobierno . Durante ese lapso, la organización material del país ha asistido a una mutación extraordinaria. La Presidenta descubrió que los desequilibrios de la economía eran más graves de lo que había previsto. Pero las urnas le dieron un poder que tampoco había calculado. Esas constataciones inspiraron un cambio de régimen: la Argentina ha pasado del intervencionismo al estatismo. El tránsito siguió obedeciendo a una de las creencias más firmes del Gobierno: no hay restricción capaz de resistirse al ejercicio obstinado de la voluntad política.
Todo estatista es intervencionista. Pero no todo intervencionista es estatista. La experiencia que va de 2003 a 2012 lo demuestra. Mientras Néstor Kirchner estuvo al frente de la economía, el sector público tuvo una enorme injerencia sobre el privado. Las intervenciones eran más frecuentes y más rigurosas en los mercados que más afectan a la política: la energía, la alimentación, los medios de comunicación. Guillermo Moreno fue el ejecutor por excelencia de esas incursiones.
El avance de los funcionarios sobre las empresas pretendía, en principio, corregir perturbaciones ocasionales capaces de producir un costo político. Moreno podía mandar a «sus muchachos» a las mesas de dinero de los bancos para neutralizar una fuga de divisas, o forzar a las generadoras y distribuidoras de energía a operar a pérdida en un pico de demanda, o controlar los precios de la canasta popular. Pero eran el recurso de emergencia ante desviaciones excepcionales.
Este intervencionismo también renunciaba a la estatización. Salvo que no hubiera otro remedio, como en Aguas Argentinas, Aerolíneas o Papelera Massuh. Kirchner sospechaba que para hacer estatismo carecía de Estado. Moreno está convencido de esa limitación.
Con el ascenso de Axel Kicillof esta estrategia ha sido abandonada. Cristina Kirchner ya no se conforma con controlar al sector privado. Se propone dirigirlo.
Las nuevas reglas se manifestaron en tres decisiones cruciales: la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, que otorga a las autoridades de esa institución un poder ilimitado sobre los bancos; la estatización de YPF y el decreto 1277 de planificación energética, por el cual la cantidad y el precio de los productos, así como el monto y la rentabilidad de las inversiones, no derivarán del juego de la oferta y la demanda, sino que serán fijados por los funcionarios.
El salto de Moreno a Kicillof, del intervencionismo al estatismo, desnuda un cambio de lógica. Moreno buscaba controlar. Kicillof busca dirigir. Moreno pretendía inducir determinadas conductas con premios y castigos específicos. Kicillof esgrime un plan estratégico. A Moreno le bastaba con un gobierno fuerte que respaldara sus decisiones. Kicillof requiere un Estado organizado e inteligente; de lo contrario, su masterplan puede ser arruinado por una burocracia incompetente. Moreno utilizaba las inspecciones de la AFIP y los dictámenes de Defensa de la Competencia como un arma disuasiva. Kicillof quiere orquestar desde una consola centralizada los principales sectores de la economía.
Para la estrategia de Néstor Kirchner, ejecutada por Moreno, la empresa privada seguía ocupando el centro de la economía. La estrategia de Cristina Kirchner, ejecutada por Kicillof, ubica al Estado en ese centro y convierte a los empresarios en meros gerenciadores de sus decisiones.
Para Moreno, la estatización es el recurso extremo de una regulación que ha fracasado. Para Kicillof, la estatización es el modelo deseable.
Se trata de un gran giro. El intervencionismo de Moreno no sólo toleraba, sino que requería una «burguesía nacional» integrada por empresarios que se beneficiarían con los éxitos de la economía en la medida en que se alinearan con las necesidades político-electorales del Gobierno. El estatismo de Kicillof convive mal con la empresa privada porque aspira a sustituirla.
YPF ha sido el banco de pruebas de este cambio de premisas. La alianza con los Eskenazi fue reemplazada por la confiscación de las acciones de Repsol. Como los Eskenazi, también los Gutiérrez, los Eurnekian, los Cirigliano, los Brito o los Werthein fueron desplazados de la escena del poder. El «capitalismo de amigos» fue sustituido por el «capitalismo de Estado».
Junto al ideal intervencionista pasó a rezago una operación siempre anunciada y nunca concluida: el acuerdo económico y social. Entre la muerte de su esposo y la reelección, la señora de Kirchner imaginó que con esa receta superaría las inconsistencias de su modelo. El experimento, al que denominó «sintonía fina», sería una negociación con los actores de la economía para resetear las variables que se habían desarreglado: atraso cambiario y tarifario, gasto público, salarios, tasa de interés, etcétera.
La dimensión de la racionalización que debía encararse -sobre todo en materia de energía- y el poder extraordinario que le concedió el electorado animaron a la Presidenta a emprender otro camino. Kicillof la sedujo con la posibilidad de planificar el funcionamiento de mercados estratégicos a través de una prodigiosa matriz insumo-producto, que perfecciona los instrumentos que Wassili Leontief construyó hace más de 70 años. El viceministro de Economía confía en que, gracias a la capacidad con que se cuenta hoy para procesar información, el Estado puede componer cuadros a través de los cuales interpretar la interdependencia entre sectores. Esos cuadros no tienen una función analítica sino política. A partir de ellos el Gobierno determinará qué se debe producir, en qué cantidades, a qué precios y con qué ganancia.
El decreto 1277 inauguró este intervencionismo estatista en el sector de los hidrocarburos. El decreto 1278 lo continuó en los directorios privados donde tiene representación la Anses. Como una especie de «ley de obediencia debida», esa norma exculpa a los representantes del sistema previsional cuando, en cumplimiento de órdenes del Gobierno, voten contra los intereses de los accionistas.
A la sombra de Kicillof un equipo numeroso analiza el sistema financiero y el sector agropecuario para someterlos a las mismas regulaciones. El método también alcanzaría a la minería, aunque antes Kicillof deberá ganar una batalla dentro del Gobierno.
La innovación estatista es refractaria a la inversión. Es lógico: el kirchnerismo está poniendo en tela de juicio, como nunca antes, los derechos de propiedad. No sólo porque las decisiones sobre el capital no estarán a cargo de sus dueños; también porque, como se vio en el caso de YPF, quien no se adapte a la matriz oficial se expone a una estatización.
Vale la pena citar el testimonio de un inversor que acaba de visitar a sus financistas en Nueva York para proponerles varios negocios a bajo precio. Le respondieron: «En la Argentina no hay bajos precios. Como no sabés si lo que compraste será tuyo, todo es caro».
A partir de esta evidencia, el sueño planificador de la Presidenta enfrenta una incógnita que la matriz insumo-producto de Kicillof no despeja: ¿de dónde saldrá el financiamiento? ¿Qué banco prestará plata para un proyecto cuyo éxito no depende de la eficiencia y creatividad de quien lo imagina, sino de la «rentabilidad razonable» que decide un funcionario? La propuesta de Kicillof requiere un Estado riquísimo. Se lo podría explicar Miguel Galuccio, cuyas dificultades para poner en valor el yacimiento Vaca Muerta son casi insalvables.
Hay otro enigma muy relevante para la política: ¿resignarán los sindicatos su papel en la definición de los ingresos de los trabajadores? Es una duda comprensible: los salarios no pueden ser una variable loca de la matriz centralizada. El sindicalista petrolero Guillermo Pereyra adelanta este conflicto cuando amenaza con retirarse del directorio de YPF.
Cristina Kirchner podría justificar el nuevo orden diciendo que el capitalismo de Estado es un fenómeno de época. Tiene razón. Los Estados son hoy actores determinantes de la economía global, algo que nadie podía imaginar hace dos décadas, cuando se derrumbó el socialismo real. El Estado es el mayor accionista de las 150 mayores empresas chinas. Las 13 petroleras más grandes del mundo, que controlan tres cuartos de las reservas globales, son sostenidas por Estados. Las compañías estatales representan el 80% del mercado bursátil de China, el 62% del ruso y el 38% del brasileño.
Sin embargo, el nuevo estatismo internacional tiene una diferencia decisiva con el que se estrena en la Argentina. Las grandes multinacionales de capital público -como la Cnooc de China o la brasileña Petrobras- operan bajo estándares de competencia e internacionalización que antes eran exclusivos de las empresas privadas. Más: esas compañías influyen en la liberalización de sus Estados más que lo que pueden hacerlo las privadas.
YPF y, sobre todo, Aerolíneas Argentinas, representan el fenómeno inverso. Para evitar su naufragio, obligan al Estado a cerrar el mercado en el que operan. Aerolíneas es una caricatura de este vicio: todavía no fue estatizada, pero este año consumirá alrededor de 1000 millones de dólares de subsidios del Tesoro; y aún no pudo presentar los balance de 2009, 2010 y 2011. Carece de los controles propios de las empresas estatales y de la competitividad de las privadas.
El capitalismo de Estado que ensaya el kirchnerismo va en el sentido contrario del internacional. En vez de ser un factor de modernización del sector público, subordina a las empresas privadas a los objetivos político-electorales del Gobierno.
La Presidenta ha cruzado el Rubicón y esa decisión se proyecta también sobre su política exterior. La decisión de no reconocer la deuda con los holdouts amenaza también los compromisos con el Ciadi y el Club de París. Además, la incorporación de Venezuela al Mercosur, también alentada por Brasil, tal vez signifique el final de esa unión aduanera. No por la ideología que profese Hugo Chávez, sino porque Venezuela practica un comercio administrado.
Es comprensible, sin embargo, que la concepción de Kicillof haya seducido a Cristina Kirchner. Cuando lo eligió como compañero de fórmula, ella elogió a Amado Boudou porque, al apropiarse de los fondos jubilatorios, demostró haber comprendido una regla de oro de su política: los técnicos no deben restringir, sino ampliar la influencia del líder sobre la sociedad. En vez de «no», deben decir «sí».
Kicillof le ofreció una alternativa milagrosa al ajuste al que la llevaba el acuerdo económico y social: la posibilidad de reestructurar el mundo material con la sola firma de un decreto.
La razón en la que se justifica esta aventura es la de siempre: la política debe potenciar su autonomía y dejar de ser una mera caja registradora de presiones sectoriales y conflictos corporativos. Sin embargo, cuando se advierte que esta saludable vocación convive con un avance cesarista sobre los medios de comunicación y con un proyecto de reelección presidencial indefinida, comienza a quedar claro que detrás del estatismo económico palpita la vieja fantasía, mecanicista y autocrática, de modelar a la sociedad desde la torre del poder.
© La Nacion.
Todo estatista es intervencionista. Pero no todo intervencionista es estatista. La experiencia que va de 2003 a 2012 lo demuestra. Mientras Néstor Kirchner estuvo al frente de la economía, el sector público tuvo una enorme injerencia sobre el privado. Las intervenciones eran más frecuentes y más rigurosas en los mercados que más afectan a la política: la energía, la alimentación, los medios de comunicación. Guillermo Moreno fue el ejecutor por excelencia de esas incursiones.
El avance de los funcionarios sobre las empresas pretendía, en principio, corregir perturbaciones ocasionales capaces de producir un costo político. Moreno podía mandar a «sus muchachos» a las mesas de dinero de los bancos para neutralizar una fuga de divisas, o forzar a las generadoras y distribuidoras de energía a operar a pérdida en un pico de demanda, o controlar los precios de la canasta popular. Pero eran el recurso de emergencia ante desviaciones excepcionales.
Este intervencionismo también renunciaba a la estatización. Salvo que no hubiera otro remedio, como en Aguas Argentinas, Aerolíneas o Papelera Massuh. Kirchner sospechaba que para hacer estatismo carecía de Estado. Moreno está convencido de esa limitación.
Con el ascenso de Axel Kicillof esta estrategia ha sido abandonada. Cristina Kirchner ya no se conforma con controlar al sector privado. Se propone dirigirlo.
Las nuevas reglas se manifestaron en tres decisiones cruciales: la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central, que otorga a las autoridades de esa institución un poder ilimitado sobre los bancos; la estatización de YPF y el decreto 1277 de planificación energética, por el cual la cantidad y el precio de los productos, así como el monto y la rentabilidad de las inversiones, no derivarán del juego de la oferta y la demanda, sino que serán fijados por los funcionarios.
El salto de Moreno a Kicillof, del intervencionismo al estatismo, desnuda un cambio de lógica. Moreno buscaba controlar. Kicillof busca dirigir. Moreno pretendía inducir determinadas conductas con premios y castigos específicos. Kicillof esgrime un plan estratégico. A Moreno le bastaba con un gobierno fuerte que respaldara sus decisiones. Kicillof requiere un Estado organizado e inteligente; de lo contrario, su masterplan puede ser arruinado por una burocracia incompetente. Moreno utilizaba las inspecciones de la AFIP y los dictámenes de Defensa de la Competencia como un arma disuasiva. Kicillof quiere orquestar desde una consola centralizada los principales sectores de la economía.
Para la estrategia de Néstor Kirchner, ejecutada por Moreno, la empresa privada seguía ocupando el centro de la economía. La estrategia de Cristina Kirchner, ejecutada por Kicillof, ubica al Estado en ese centro y convierte a los empresarios en meros gerenciadores de sus decisiones.
Para Moreno, la estatización es el recurso extremo de una regulación que ha fracasado. Para Kicillof, la estatización es el modelo deseable.
Se trata de un gran giro. El intervencionismo de Moreno no sólo toleraba, sino que requería una «burguesía nacional» integrada por empresarios que se beneficiarían con los éxitos de la economía en la medida en que se alinearan con las necesidades político-electorales del Gobierno. El estatismo de Kicillof convive mal con la empresa privada porque aspira a sustituirla.
YPF ha sido el banco de pruebas de este cambio de premisas. La alianza con los Eskenazi fue reemplazada por la confiscación de las acciones de Repsol. Como los Eskenazi, también los Gutiérrez, los Eurnekian, los Cirigliano, los Brito o los Werthein fueron desplazados de la escena del poder. El «capitalismo de amigos» fue sustituido por el «capitalismo de Estado».
Junto al ideal intervencionista pasó a rezago una operación siempre anunciada y nunca concluida: el acuerdo económico y social. Entre la muerte de su esposo y la reelección, la señora de Kirchner imaginó que con esa receta superaría las inconsistencias de su modelo. El experimento, al que denominó «sintonía fina», sería una negociación con los actores de la economía para resetear las variables que se habían desarreglado: atraso cambiario y tarifario, gasto público, salarios, tasa de interés, etcétera.
La dimensión de la racionalización que debía encararse -sobre todo en materia de energía- y el poder extraordinario que le concedió el electorado animaron a la Presidenta a emprender otro camino. Kicillof la sedujo con la posibilidad de planificar el funcionamiento de mercados estratégicos a través de una prodigiosa matriz insumo-producto, que perfecciona los instrumentos que Wassili Leontief construyó hace más de 70 años. El viceministro de Economía confía en que, gracias a la capacidad con que se cuenta hoy para procesar información, el Estado puede componer cuadros a través de los cuales interpretar la interdependencia entre sectores. Esos cuadros no tienen una función analítica sino política. A partir de ellos el Gobierno determinará qué se debe producir, en qué cantidades, a qué precios y con qué ganancia.
El decreto 1277 inauguró este intervencionismo estatista en el sector de los hidrocarburos. El decreto 1278 lo continuó en los directorios privados donde tiene representación la Anses. Como una especie de «ley de obediencia debida», esa norma exculpa a los representantes del sistema previsional cuando, en cumplimiento de órdenes del Gobierno, voten contra los intereses de los accionistas.
A la sombra de Kicillof un equipo numeroso analiza el sistema financiero y el sector agropecuario para someterlos a las mismas regulaciones. El método también alcanzaría a la minería, aunque antes Kicillof deberá ganar una batalla dentro del Gobierno.
La innovación estatista es refractaria a la inversión. Es lógico: el kirchnerismo está poniendo en tela de juicio, como nunca antes, los derechos de propiedad. No sólo porque las decisiones sobre el capital no estarán a cargo de sus dueños; también porque, como se vio en el caso de YPF, quien no se adapte a la matriz oficial se expone a una estatización.
Vale la pena citar el testimonio de un inversor que acaba de visitar a sus financistas en Nueva York para proponerles varios negocios a bajo precio. Le respondieron: «En la Argentina no hay bajos precios. Como no sabés si lo que compraste será tuyo, todo es caro».
A partir de esta evidencia, el sueño planificador de la Presidenta enfrenta una incógnita que la matriz insumo-producto de Kicillof no despeja: ¿de dónde saldrá el financiamiento? ¿Qué banco prestará plata para un proyecto cuyo éxito no depende de la eficiencia y creatividad de quien lo imagina, sino de la «rentabilidad razonable» que decide un funcionario? La propuesta de Kicillof requiere un Estado riquísimo. Se lo podría explicar Miguel Galuccio, cuyas dificultades para poner en valor el yacimiento Vaca Muerta son casi insalvables.
Hay otro enigma muy relevante para la política: ¿resignarán los sindicatos su papel en la definición de los ingresos de los trabajadores? Es una duda comprensible: los salarios no pueden ser una variable loca de la matriz centralizada. El sindicalista petrolero Guillermo Pereyra adelanta este conflicto cuando amenaza con retirarse del directorio de YPF.
Cristina Kirchner podría justificar el nuevo orden diciendo que el capitalismo de Estado es un fenómeno de época. Tiene razón. Los Estados son hoy actores determinantes de la economía global, algo que nadie podía imaginar hace dos décadas, cuando se derrumbó el socialismo real. El Estado es el mayor accionista de las 150 mayores empresas chinas. Las 13 petroleras más grandes del mundo, que controlan tres cuartos de las reservas globales, son sostenidas por Estados. Las compañías estatales representan el 80% del mercado bursátil de China, el 62% del ruso y el 38% del brasileño.
Sin embargo, el nuevo estatismo internacional tiene una diferencia decisiva con el que se estrena en la Argentina. Las grandes multinacionales de capital público -como la Cnooc de China o la brasileña Petrobras- operan bajo estándares de competencia e internacionalización que antes eran exclusivos de las empresas privadas. Más: esas compañías influyen en la liberalización de sus Estados más que lo que pueden hacerlo las privadas.
YPF y, sobre todo, Aerolíneas Argentinas, representan el fenómeno inverso. Para evitar su naufragio, obligan al Estado a cerrar el mercado en el que operan. Aerolíneas es una caricatura de este vicio: todavía no fue estatizada, pero este año consumirá alrededor de 1000 millones de dólares de subsidios del Tesoro; y aún no pudo presentar los balance de 2009, 2010 y 2011. Carece de los controles propios de las empresas estatales y de la competitividad de las privadas.
El capitalismo de Estado que ensaya el kirchnerismo va en el sentido contrario del internacional. En vez de ser un factor de modernización del sector público, subordina a las empresas privadas a los objetivos político-electorales del Gobierno.
La Presidenta ha cruzado el Rubicón y esa decisión se proyecta también sobre su política exterior. La decisión de no reconocer la deuda con los holdouts amenaza también los compromisos con el Ciadi y el Club de París. Además, la incorporación de Venezuela al Mercosur, también alentada por Brasil, tal vez signifique el final de esa unión aduanera. No por la ideología que profese Hugo Chávez, sino porque Venezuela practica un comercio administrado.
Es comprensible, sin embargo, que la concepción de Kicillof haya seducido a Cristina Kirchner. Cuando lo eligió como compañero de fórmula, ella elogió a Amado Boudou porque, al apropiarse de los fondos jubilatorios, demostró haber comprendido una regla de oro de su política: los técnicos no deben restringir, sino ampliar la influencia del líder sobre la sociedad. En vez de «no», deben decir «sí».
Kicillof le ofreció una alternativa milagrosa al ajuste al que la llevaba el acuerdo económico y social: la posibilidad de reestructurar el mundo material con la sola firma de un decreto.
La razón en la que se justifica esta aventura es la de siempre: la política debe potenciar su autonomía y dejar de ser una mera caja registradora de presiones sectoriales y conflictos corporativos. Sin embargo, cuando se advierte que esta saludable vocación convive con un avance cesarista sobre los medios de comunicación y con un proyecto de reelección presidencial indefinida, comienza a quedar claro que detrás del estatismo económico palpita la vieja fantasía, mecanicista y autocrática, de modelar a la sociedad desde la torre del poder.
© La Nacion.