El triunfo de Macri en las elecciones presidenciales argentinas del año 2015 produjo una onda expansiva sobre la región.Sin embargo, la política muestra que el de la irreversibilidad es solo un mito. El «sí se puede», coreado por los adherentes deCambiemos como por los propios candidatos, se convirtió en un impulso para erosionar las miradas continuistas y para desinstalar políticas públicas anteriores. Y, pese a su voluntad, Macri se transformó en un referente regional para espacios neoconservadores lanzados a confrontar con los gobiernos progresistas. «Más Macri, menos Maduro», indicaban algunas pancartas de manifestantes brasileños meses atrás. La propia Lilian Tintori –esposa del dirigente opositor venezolano Leopoldo López– participó en el festejo electoral de Macri. La regionalización de la victoria macrista permitió la resignificación de otros sucesos, como la derrota del chavismo en las elecciones legislativas, la de Evo Morales en su referéndum y el acceso de Temer a través de un impeachment contra Dilma Rousseff. Pero lo que parece una «bola de nieve» no responde ni a un camino necesario ni a un «viento de cola» del neoconservadurismo regional, sino a dilemas o contrariedades generales que han atravesado a todos los gobiernos y, principalmente, a aquellos que buscaron ampliar los horizontes de bienestar. Tampoco debemos restar importancia a la acción política de los espacios neoconservadores que han logrado interpretar más eficazmente las transformaciones sociales, económicas y subjetivas de los últimos años que los propios progresismos desde el poder. Recordando a Wright Mills, es dable afirmar que tuvieron una imaginación sociológica más potente al «calibrar» mejor al individuo en el conjunto de transformaciones que la posmodernidad y la globalización habían introducido. Aprovecharon el impacto fiscal sobre los gobiernos progresistas que trajo la reducción de los precios de los commodities y del petróleo, ciertas políticas públicas que erosionaron el apoyo ciudadano y, fundamentalmente, lo que denominaría una desestabilización del precario equilibrio entre el Estado y la globalización, así como entre el orden estatal y el individuo, que los mismos progresismos habían logrado antes de la crisis internacional.
En definitiva, los neoconservadores parecen haber construido una lectura más aguda sobre las transformaciones operadas en la subjetividad tras el ciclo posneoliberal. Comprendieron –sobre todo, en su pugna por acceder al poder–el impacto de las transformaciones globales y posmodernas en las ciudades latinoamericanas, así como las crisis que estas provocaron en los gobiernos. En términos generales, es posible indicar que los gobiernos progresistas hicieron, tomando el concepto de Daniel Bensaïd, una «apuesta melancólica» por la modernidad, por el Estado-nación, por sus memorias y sus relatos. Intentaron resolver la disminuida capacidad de sus Estados para establecer medidas económicas con cierta autonomía –frente a las corporaciones y al capital financiero global– y acrecentar políticas públicas que integren a individuos que en sus GPS imaginarios reconocían la derrota del comunismo y de los Estados de Bienestar.
La reactualización del soberanismo (nacional, popular y estatal) en el espacio progresista sudamericano se intentó expresar en políticas concretas: la apropiación de la renta por parte de los Estados para establecer una mayor distribución y el pago de las obligaciones con el Fondo Monetario Internacional, la ampliación del consumo como una suerte de «pasaporte» a la expansión de derechos sociales y civiles y la instalación de un vocabulario que ponía en el escenario la idea de pueblo, las memorias bienestaristas o revolucionarias. Las viejas derrotas políticas fueron transformadas en victorias discursivas para fundamentar un nuevo rumbo político.
Pero tal vez la máxima expresión de esta reactualización soberanista fue el intento de «romper» las rutinas y legitimidades de la estructura económica latinoamericana, fundamentada en una alianza policlasista. Las clases medias, los sectores populares y una parte del empresariado construyeron y sostienen esa estructura y se socializan en ella. El imaginario industrialista y neodesarrollista habitó las agendas económicas del progresismo latinoamericano, aún cuando la economía acabara en un proceso de reprimarización y transnacionalización. Por tanto, las grandes promesas de reparación debieron ser administradas entre la tensión que suscitaba el neodesarrollismo y el peso de las rutinas históricas, siempre avalado por el mercado mundial. Nunca existió –y esta fue una interesante lectura interna del progresismo– un «margen» real de libertad o de posibilidad para salir de esta tensión en este contexto global.
Los gobiernos intentaron plantear una hoja de ruta moderna en un territorio posmoderno y establecieron así una disputa hacia el interior de los Estados, así como con otros gobiernos e instituciones internacionales. El gran logro de estas ingenierías gubernamentales –dirigidas por Néstor Kirchner, «Lula» da Silva, Hugo Chávez, Evo Morales, Pepe Mujica y Rafael Correa–fue una suerte de equilibrio precario con la globalización. Incluso, este equilibrio tuvo cierta legitimación y apoyo en una «rentabilidad» para todos los actores sociales (empresarios, trabajadores formales e informales), y contribuyó a una suerte de pax romana y a un continuismo ganador. Pero esto no se mantendría por mucho tiempo. El pacto saltaría por los aires no bien se hicieran presentes la crisis financiera de 2008 y la reducción del precio de los commodities y del petróleo.
Sin embargo, no existió un solo pacto. Al provisorio equilibrio entre Estado y globalización, le siguió otro entre el orden estatal y el individuo. Las izquierdas y los progresismos llevaron adelante una «operación durkheimiana». Intuyeron que de la crisis neoliberal podía salirse reestructurando dicho vínculo, tonificando el lazo entre el individuo y el Estado a partir de una propuesta gubernamental y económica en la que uno y el otro acrecentasen sus capacidades. Que el Estado ganase en «soberanismo» frente al «mundo» y a su sociedad, y que el individuo ganase en capacidades de consumo y de acceso a lo público. Pero la estatalidad latinoamericana no resistió el embate. La crisis de 2008 le recordó su histórica posición en el mercado internacional y lanzó a esos ciudadanos a exigir la realización de su propia posmodernidad e individuación. El consumo –disparado por los propios gobiernos progresistas– se volvió un derecho civil, una forma de presentarse en la ciudad (gusto, estatus y distinción) y de mostrar sus distancias y semejanzas con otras clases. A su vez, el consumo reactualizó la potente cultura política liberal de nuestra región. El «individuo» consumió la política progresista –como modelo societal que le ofrecía la clase política y como practica erosiva– con la misma virulencia que lo hicieron las presiones corporativas. La crisis descolocó al Estado y a los individuos. Los puso en un nuevo lugar y los gobiernos progresistas no supieron qué hacer ante este suceso. La respuesta moral los atravesó. Los nuevos reclamos y la sustracción de adhesión política fue interpretada, en diversas ocasiones, de manera reactiva. «Egoístas», «desconsiderados», «llegaron a clase media y se volvieron conservadores»; estas fueron algunas de las expresiones empleadas, en las que no faltó la declaración de «traidores». Caídas las garantías iniciales, el individuo se rebeló (reveló) en su propia condición posmoderna. Sin barreras. Y como «emprendedor de sí mismo» –como advierte Wendy Brown–, arremetió contra el Estado, contra la política y contra lo público. Mientras dominaban la explicación moral y la búsqueda de los culpables internos, los espacios neoconservadores «tocaban timbre». Iban en búsqueda del individuo y de su potente eticidad: cálculo económico y más vida.
En definitiva, los neoconservadores parecen haber construido una lectura más aguda sobre las transformaciones operadas en la subjetividad tras el ciclo posneoliberal. Comprendieron –sobre todo, en su pugna por acceder al poder–el impacto de las transformaciones globales y posmodernas en las ciudades latinoamericanas, así como las crisis que estas provocaron en los gobiernos. En términos generales, es posible indicar que los gobiernos progresistas hicieron, tomando el concepto de Daniel Bensaïd, una «apuesta melancólica» por la modernidad, por el Estado-nación, por sus memorias y sus relatos. Intentaron resolver la disminuida capacidad de sus Estados para establecer medidas económicas con cierta autonomía –frente a las corporaciones y al capital financiero global– y acrecentar políticas públicas que integren a individuos que en sus GPS imaginarios reconocían la derrota del comunismo y de los Estados de Bienestar.
La reactualización del soberanismo (nacional, popular y estatal) en el espacio progresista sudamericano se intentó expresar en políticas concretas: la apropiación de la renta por parte de los Estados para establecer una mayor distribución y el pago de las obligaciones con el Fondo Monetario Internacional, la ampliación del consumo como una suerte de «pasaporte» a la expansión de derechos sociales y civiles y la instalación de un vocabulario que ponía en el escenario la idea de pueblo, las memorias bienestaristas o revolucionarias. Las viejas derrotas políticas fueron transformadas en victorias discursivas para fundamentar un nuevo rumbo político.
Pero tal vez la máxima expresión de esta reactualización soberanista fue el intento de «romper» las rutinas y legitimidades de la estructura económica latinoamericana, fundamentada en una alianza policlasista. Las clases medias, los sectores populares y una parte del empresariado construyeron y sostienen esa estructura y se socializan en ella. El imaginario industrialista y neodesarrollista habitó las agendas económicas del progresismo latinoamericano, aún cuando la economía acabara en un proceso de reprimarización y transnacionalización. Por tanto, las grandes promesas de reparación debieron ser administradas entre la tensión que suscitaba el neodesarrollismo y el peso de las rutinas históricas, siempre avalado por el mercado mundial. Nunca existió –y esta fue una interesante lectura interna del progresismo– un «margen» real de libertad o de posibilidad para salir de esta tensión en este contexto global.
Los gobiernos intentaron plantear una hoja de ruta moderna en un territorio posmoderno y establecieron así una disputa hacia el interior de los Estados, así como con otros gobiernos e instituciones internacionales. El gran logro de estas ingenierías gubernamentales –dirigidas por Néstor Kirchner, «Lula» da Silva, Hugo Chávez, Evo Morales, Pepe Mujica y Rafael Correa–fue una suerte de equilibrio precario con la globalización. Incluso, este equilibrio tuvo cierta legitimación y apoyo en una «rentabilidad» para todos los actores sociales (empresarios, trabajadores formales e informales), y contribuyó a una suerte de pax romana y a un continuismo ganador. Pero esto no se mantendría por mucho tiempo. El pacto saltaría por los aires no bien se hicieran presentes la crisis financiera de 2008 y la reducción del precio de los commodities y del petróleo.
Sin embargo, no existió un solo pacto. Al provisorio equilibrio entre Estado y globalización, le siguió otro entre el orden estatal y el individuo. Las izquierdas y los progresismos llevaron adelante una «operación durkheimiana». Intuyeron que de la crisis neoliberal podía salirse reestructurando dicho vínculo, tonificando el lazo entre el individuo y el Estado a partir de una propuesta gubernamental y económica en la que uno y el otro acrecentasen sus capacidades. Que el Estado ganase en «soberanismo» frente al «mundo» y a su sociedad, y que el individuo ganase en capacidades de consumo y de acceso a lo público. Pero la estatalidad latinoamericana no resistió el embate. La crisis de 2008 le recordó su histórica posición en el mercado internacional y lanzó a esos ciudadanos a exigir la realización de su propia posmodernidad e individuación. El consumo –disparado por los propios gobiernos progresistas– se volvió un derecho civil, una forma de presentarse en la ciudad (gusto, estatus y distinción) y de mostrar sus distancias y semejanzas con otras clases. A su vez, el consumo reactualizó la potente cultura política liberal de nuestra región. El «individuo» consumió la política progresista –como modelo societal que le ofrecía la clase política y como practica erosiva– con la misma virulencia que lo hicieron las presiones corporativas. La crisis descolocó al Estado y a los individuos. Los puso en un nuevo lugar y los gobiernos progresistas no supieron qué hacer ante este suceso. La respuesta moral los atravesó. Los nuevos reclamos y la sustracción de adhesión política fue interpretada, en diversas ocasiones, de manera reactiva. «Egoístas», «desconsiderados», «llegaron a clase media y se volvieron conservadores»; estas fueron algunas de las expresiones empleadas, en las que no faltó la declaración de «traidores». Caídas las garantías iniciales, el individuo se rebeló (reveló) en su propia condición posmoderna. Sin barreras. Y como «emprendedor de sí mismo» –como advierte Wendy Brown–, arremetió contra el Estado, contra la política y contra lo público. Mientras dominaban la explicación moral y la búsqueda de los culpables internos, los espacios neoconservadores «tocaban timbre». Iban en búsqueda del individuo y de su potente eticidad: cálculo económico y más vida.