Foto: Silvio Ávila / EFE.
¿Qué vemos cuando miramos a Venezuela? Algunos, socialismo; otros, autoritarismo. Ambas interpretaciones se enfocan en el régimen político, que es la forma de organizar el gobierno. Una tercera interpretación se burla de las anteriores: el problema, afirma, no es el gobierno sino el Estado; o, mejor dicho, su colapso. Porque no importa quién maneja cuando el auto no tiene motor.
Sería errado inferir que el régimen es irrelevante. Al contrario, de él derivan dos de las regularidades más consistentes en las relaciones internacionales. La primera, la teoría de la paz democrática, proclama que las democracias no hacen la guerra entre sí. La segunda postula que sólo las democracias pueden producir integración regional. Ambas teorías dan por supuesta la fortaleza estatal. Sin embargo, la historia humana es rica en Estados fallidos. Y el presente también.
Los observadores occidentales nos hemos concentrado en la dicotomía entre democracia y autoritarismo y perdimos de vista lo que viene antes: el orden político. Naturalizamos la paz y la prosperidad que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la Guerra Fría. Había motivos: a inicios del siglo XXI, las democracias aumentaban, las dictaduras disminuían y la violencia política se reducía. Es verdad que el 11 de septiembre de 2001 disparó una alarma. También lo es que la erosión de viejas dictaduras y nuevas democracias moldeó el término «autoritarismo competitivo» para definir a un régimen híbrido que se multiplicaba. Nada grave, desmerecimos: la democracia y el capitalismo prevalecerán. Ahora no estamos tan seguros.
Las intervenciones en Afganistán e Irak fueron un punto de inflexión. «¡Por supuesto que se puede imponer la democracia desde afuera!», insistían algunos señalando a la Alemania y el Japón de la segunda posguerra. Tenían razón, se puede. pero en condiciones que no están presentes en todos lados. La preexistencia de un Estado operativo es una de ellas. O la unidad nacional expresada en una lengua, una historia o mitos compartidos. A alemanes y japoneses les llevó siglos construir sus Estados-nación; otras regiones del mundo no completaron ese proceso. Reluctantes, fuimos descubriendo que la democracia moderna no es un fenómeno universal sino un lujo burgués.
Las guerras civiles en Siria y Libia corroboraron las sospechas: no se puede instalar una democracia sobre un Estado roto. Sin un buen auto, hasta un buen chofer termina estrellado. Antes de exportar un régimen, Occidente debía fomentar la construcción de instituciones. ¿Cuáles? Las inclusivas, por contraste con las extractivas. El objetivo sería alinear los incentivos individuales con los colectivos: que cada uno, procurando su propio beneficio, contribuyera al de todos. La mano del mercado sólo funciona cuando las instituciones la tornan visible.
Las instituciones importan
La justificación de este abordaje fue obra del politólogo James Robinson y el economista Daron Acemoglu. En su libro ¿Por qué fracasan los países?, ellos descartan las explicaciones tradicionales. El desarrollo no depende del clima o la geografía, alegan: los países fríos (como Rusia) también fracasan, y países cálidos (como España) pueden prosperar. Tampoco es la cultura: tanto el individualismo estadounidense como el comunitarismo japonés colocaron a sus economías entre las primeras del mundo. Menos mal, suspiramos, porque la geografía y la cultura son difíciles de modificar. Es más alentador que el éxito o el fracaso de una sociedad dependan de la acción humana. Y eso sugieren Robinson y Acemoglu. La clave no está, sin embargo, en las políticas públicas; sería fácil alcanzar el desarrollo si bastase con implementar un recetario de corto plazo. El secreto reside en las instituciones, que cristalizan acciones en el largo plazo.
Ahora bien, el fútbol de potrero tiene las mismas reglas (instituciones) que el profesional. Sin embargo, la buena fe y alguna escaramuza ocasional alcanzan para hacerlas cumplir. Pero la alta competencia exige árbitros profesionales y un sistema que los respalde y controle. Sin árbitros es esperable una guerra campal. Manteniendo la metáfora, el desarrollo es como la alta competencia, donde las instituciones son las reglas, y el Estado, el árbitro. En la historia de la humanidad, sin embargo, abundan la ausencia o la venalidad del referí. Nuestra creencia en la normalidad del Estado, alimentada de presente y corto plazo, contradice siglos de Estados fallidos.
Foto: Carlos Barría / Reuters.
Tres académicos se unieron recientemente en la denuncia de este error. Ernesto Dal Bó (profesor argentino de Berkeley), Pablo Hernández Lagos (chileno de NYU) y Sebastián Mazzuca (argentino de Johns Hopkins) muestran que las instituciones no funcionan en el vacío, sino sobre un sustrato previo: el equilibrio entre producción y defensa. Sin producción de excedente (es decir, más bienes de los que se consumen) no hay prosperidad; y sin capacidad de defender el excedente contra ataques predadores no hay sustentabilidad. La economía y la fuerza son necesarias en partes iguales para explicar la génesis de la civilización. Las instituciones inclusivas sólo funcionan una vez que la fuerza asegura el orden público, es decir, cuando el Estado afirma su monopolio de la violencia hacia adentro de la sociedad y frente a sus enemigos externos. Es este monopolio el que hoy tambalea en varias zonas del globo.
¿Las instituciones importan?
Crisis como las que sufren Venezuela, Siria o la misma Unión Europea sugieren que la civilización no enfrenta un déficit democrático, según está de moda afirmar, sino un potencial colapso del orden político. Si asoma una era de Estados fallidos, resulta inapropiado preocuparse por el jogo bonito. Lo que falta en el mundo son referís más que reglamentos o jugadores.
El analista venezolano Moisés Naím tiene una explicación para la multiplicación de los colapsos. Él sostiene que el poder está cambiando de manos: de grandes ejércitos a bandas de insurgentes, de corporaciones a emprendedores, de los palacios presidenciales a las plazas públicas. Pero también está cambiando de naturaleza: el poder es cada vez más fácil de ganar, más difícil de ejercer y más fácil de perder. Como consecuencia, los líderes actuales tienen menos poder que sus antecesores, y la inestabilidad es mayor. En contraste con el pasado, sin embargo, los cambios son casi siempre reactivos. Los nuevos micropoderes derrocan dictadores y destruyen monopolios, pero no construyen alternativas. El resultado no es más libertad sino caos y bloqueo.
Ante el desafío de la erosión, nuevos líderes apelan a la concentración. El hombre (y, cada vez más, la mujer) fuerte es el símbolo de los tiempos. Donald Trump, Marine Le Pen, Hugo Chávez, Recep Tayyin Erdogan: en todos lados surgen dirigentes que se insurgen contra el desorden y la moderación. Defienden la idea de Estado o nación fuerte.
Sin embargo, lo contrario de un Estado fallido no es la concentración del poder, o, al menos, no de cualquier tipo de poder. El sociólogo Michael Mann propuso una distinción entre la dimensión despótica y la infraestructural del Estado. El poder despótico es mayor cuando el Estado puede actuar coactivamente sin restricciones legales. El poder infraestructural se refiere a la habilidad del Estado para arraigarse en la sociedad y organizar las relaciones sociales. En estos términos, el Estado absolutista francés del siglo XVIII era estructuralmente más débil que su rival británico. Aunque el primero disponía de un amplio margen de arbitrariedad, su capacidad para movilizar a la sociedad y extraer de ella recursos y apoyo era inferior a la del gobierno británico. Del mismo modo, ya en el siglo XX, Gran Bretaña y Estados Unidos se mostraron más efectivos que la Alemania nazi y la Rusia soviética a la hora de asegurar respaldo interno y movilizar para la guerra. Cuanto más fuerte el caudillo, más débil el Estado.
Ciudadanos y analistas, sin embargo, carecen de herramientas para entender los nuevos tiempos. Podemos bucear la explicación en Maquiavelo. El florentino diferenciaba entre tiempos normales y excepcionales. En los primeros, las reglas de juego son conocidas y previsibles. En los tiempos excepcionales, en cambio, se tornan ambiguas e imprevisibles. Son los momentos de crisis o transición, cuando lo viejo ya se fue pero lo nuevo aún no llegó. Nuestras cabezas están formateadas durante las mejores décadas en la historia de la humanidad, que vieron reducirse la mortalidad infantil, aumentar la expectativa de vida y disminuir la violencia como nunca antes. Pero el siglo XXI trae dos transformaciones enormes e irreversibles: el envejecimiento demográfico y la urbanización planetaria. En cada vez más países, los viejos son más que los niños. Y por primera vez desde siempre, más seres humanos viven en las ciudades que en el campo. Pero envejecimiento y urbanización son regionalmente asimétricos, agregando nafta a los conflictos que vienen. Envejecen los países desarrollados, tornándose más conservadores; se urbanizan los países en desarrollo, generando desarraigo y mayor propensión al riesgo. La inestabilidad de los flujos financieros, los conflictos étnicos y las olas de inmigrantes y refugiados son, también, consecuencia de estas transformaciones.
Ante esta situación, Philippe Schmitter ha sugerido que la ciencia política está mal organizada. No tiene sentido distinguir entre política comparada (la que ocurre dentro de los Estados) y relaciones internacionales (lo que transcurre entre Estados), porque el monopolio de la fuerza ya no distingue ambos ambientes. Por un lado, hay estados incapaces de mantener el orden interno: casi todas las guerras contemporáneas son civiles. Por el otro, hay regiones -como América del Norte, Oceanía y Europa Occidental- en que las relaciones interestatales son pacíficas y previsibles. Schmitter propone entonces que algunos politólogos se dediquen a estudiar la política rutinaria de las zonas normales: elecciones, políticas públicas, tratados de comercio. Otros deberán especializarse en la política de tiempos excepcionales: colapso estatal, integración regional, transformación del poder.
Hace falta entender que las mejores reglas son vanas cuando se juega sin referí. Si no lo hacemos, cuando miremos a Venezuela estaremos observando el futuro.
El autor es politólogo e investigador en la Universidad de Lisboa
¿Qué vemos cuando miramos a Venezuela? Algunos, socialismo; otros, autoritarismo. Ambas interpretaciones se enfocan en el régimen político, que es la forma de organizar el gobierno. Una tercera interpretación se burla de las anteriores: el problema, afirma, no es el gobierno sino el Estado; o, mejor dicho, su colapso. Porque no importa quién maneja cuando el auto no tiene motor.
Sería errado inferir que el régimen es irrelevante. Al contrario, de él derivan dos de las regularidades más consistentes en las relaciones internacionales. La primera, la teoría de la paz democrática, proclama que las democracias no hacen la guerra entre sí. La segunda postula que sólo las democracias pueden producir integración regional. Ambas teorías dan por supuesta la fortaleza estatal. Sin embargo, la historia humana es rica en Estados fallidos. Y el presente también.
Los observadores occidentales nos hemos concentrado en la dicotomía entre democracia y autoritarismo y perdimos de vista lo que viene antes: el orden político. Naturalizamos la paz y la prosperidad que siguieron a la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, la Guerra Fría. Había motivos: a inicios del siglo XXI, las democracias aumentaban, las dictaduras disminuían y la violencia política se reducía. Es verdad que el 11 de septiembre de 2001 disparó una alarma. También lo es que la erosión de viejas dictaduras y nuevas democracias moldeó el término «autoritarismo competitivo» para definir a un régimen híbrido que se multiplicaba. Nada grave, desmerecimos: la democracia y el capitalismo prevalecerán. Ahora no estamos tan seguros.
Las intervenciones en Afganistán e Irak fueron un punto de inflexión. «¡Por supuesto que se puede imponer la democracia desde afuera!», insistían algunos señalando a la Alemania y el Japón de la segunda posguerra. Tenían razón, se puede. pero en condiciones que no están presentes en todos lados. La preexistencia de un Estado operativo es una de ellas. O la unidad nacional expresada en una lengua, una historia o mitos compartidos. A alemanes y japoneses les llevó siglos construir sus Estados-nación; otras regiones del mundo no completaron ese proceso. Reluctantes, fuimos descubriendo que la democracia moderna no es un fenómeno universal sino un lujo burgués.
Las guerras civiles en Siria y Libia corroboraron las sospechas: no se puede instalar una democracia sobre un Estado roto. Sin un buen auto, hasta un buen chofer termina estrellado. Antes de exportar un régimen, Occidente debía fomentar la construcción de instituciones. ¿Cuáles? Las inclusivas, por contraste con las extractivas. El objetivo sería alinear los incentivos individuales con los colectivos: que cada uno, procurando su propio beneficio, contribuyera al de todos. La mano del mercado sólo funciona cuando las instituciones la tornan visible.
Las instituciones importan
La justificación de este abordaje fue obra del politólogo James Robinson y el economista Daron Acemoglu. En su libro ¿Por qué fracasan los países?, ellos descartan las explicaciones tradicionales. El desarrollo no depende del clima o la geografía, alegan: los países fríos (como Rusia) también fracasan, y países cálidos (como España) pueden prosperar. Tampoco es la cultura: tanto el individualismo estadounidense como el comunitarismo japonés colocaron a sus economías entre las primeras del mundo. Menos mal, suspiramos, porque la geografía y la cultura son difíciles de modificar. Es más alentador que el éxito o el fracaso de una sociedad dependan de la acción humana. Y eso sugieren Robinson y Acemoglu. La clave no está, sin embargo, en las políticas públicas; sería fácil alcanzar el desarrollo si bastase con implementar un recetario de corto plazo. El secreto reside en las instituciones, que cristalizan acciones en el largo plazo.
Ahora bien, el fútbol de potrero tiene las mismas reglas (instituciones) que el profesional. Sin embargo, la buena fe y alguna escaramuza ocasional alcanzan para hacerlas cumplir. Pero la alta competencia exige árbitros profesionales y un sistema que los respalde y controle. Sin árbitros es esperable una guerra campal. Manteniendo la metáfora, el desarrollo es como la alta competencia, donde las instituciones son las reglas, y el Estado, el árbitro. En la historia de la humanidad, sin embargo, abundan la ausencia o la venalidad del referí. Nuestra creencia en la normalidad del Estado, alimentada de presente y corto plazo, contradice siglos de Estados fallidos.
Foto: Carlos Barría / Reuters.
Tres académicos se unieron recientemente en la denuncia de este error. Ernesto Dal Bó (profesor argentino de Berkeley), Pablo Hernández Lagos (chileno de NYU) y Sebastián Mazzuca (argentino de Johns Hopkins) muestran que las instituciones no funcionan en el vacío, sino sobre un sustrato previo: el equilibrio entre producción y defensa. Sin producción de excedente (es decir, más bienes de los que se consumen) no hay prosperidad; y sin capacidad de defender el excedente contra ataques predadores no hay sustentabilidad. La economía y la fuerza son necesarias en partes iguales para explicar la génesis de la civilización. Las instituciones inclusivas sólo funcionan una vez que la fuerza asegura el orden público, es decir, cuando el Estado afirma su monopolio de la violencia hacia adentro de la sociedad y frente a sus enemigos externos. Es este monopolio el que hoy tambalea en varias zonas del globo.
¿Las instituciones importan?
Crisis como las que sufren Venezuela, Siria o la misma Unión Europea sugieren que la civilización no enfrenta un déficit democrático, según está de moda afirmar, sino un potencial colapso del orden político. Si asoma una era de Estados fallidos, resulta inapropiado preocuparse por el jogo bonito. Lo que falta en el mundo son referís más que reglamentos o jugadores.
El analista venezolano Moisés Naím tiene una explicación para la multiplicación de los colapsos. Él sostiene que el poder está cambiando de manos: de grandes ejércitos a bandas de insurgentes, de corporaciones a emprendedores, de los palacios presidenciales a las plazas públicas. Pero también está cambiando de naturaleza: el poder es cada vez más fácil de ganar, más difícil de ejercer y más fácil de perder. Como consecuencia, los líderes actuales tienen menos poder que sus antecesores, y la inestabilidad es mayor. En contraste con el pasado, sin embargo, los cambios son casi siempre reactivos. Los nuevos micropoderes derrocan dictadores y destruyen monopolios, pero no construyen alternativas. El resultado no es más libertad sino caos y bloqueo.
Ante el desafío de la erosión, nuevos líderes apelan a la concentración. El hombre (y, cada vez más, la mujer) fuerte es el símbolo de los tiempos. Donald Trump, Marine Le Pen, Hugo Chávez, Recep Tayyin Erdogan: en todos lados surgen dirigentes que se insurgen contra el desorden y la moderación. Defienden la idea de Estado o nación fuerte.
Sin embargo, lo contrario de un Estado fallido no es la concentración del poder, o, al menos, no de cualquier tipo de poder. El sociólogo Michael Mann propuso una distinción entre la dimensión despótica y la infraestructural del Estado. El poder despótico es mayor cuando el Estado puede actuar coactivamente sin restricciones legales. El poder infraestructural se refiere a la habilidad del Estado para arraigarse en la sociedad y organizar las relaciones sociales. En estos términos, el Estado absolutista francés del siglo XVIII era estructuralmente más débil que su rival británico. Aunque el primero disponía de un amplio margen de arbitrariedad, su capacidad para movilizar a la sociedad y extraer de ella recursos y apoyo era inferior a la del gobierno británico. Del mismo modo, ya en el siglo XX, Gran Bretaña y Estados Unidos se mostraron más efectivos que la Alemania nazi y la Rusia soviética a la hora de asegurar respaldo interno y movilizar para la guerra. Cuanto más fuerte el caudillo, más débil el Estado.
Ciudadanos y analistas, sin embargo, carecen de herramientas para entender los nuevos tiempos. Podemos bucear la explicación en Maquiavelo. El florentino diferenciaba entre tiempos normales y excepcionales. En los primeros, las reglas de juego son conocidas y previsibles. En los tiempos excepcionales, en cambio, se tornan ambiguas e imprevisibles. Son los momentos de crisis o transición, cuando lo viejo ya se fue pero lo nuevo aún no llegó. Nuestras cabezas están formateadas durante las mejores décadas en la historia de la humanidad, que vieron reducirse la mortalidad infantil, aumentar la expectativa de vida y disminuir la violencia como nunca antes. Pero el siglo XXI trae dos transformaciones enormes e irreversibles: el envejecimiento demográfico y la urbanización planetaria. En cada vez más países, los viejos son más que los niños. Y por primera vez desde siempre, más seres humanos viven en las ciudades que en el campo. Pero envejecimiento y urbanización son regionalmente asimétricos, agregando nafta a los conflictos que vienen. Envejecen los países desarrollados, tornándose más conservadores; se urbanizan los países en desarrollo, generando desarraigo y mayor propensión al riesgo. La inestabilidad de los flujos financieros, los conflictos étnicos y las olas de inmigrantes y refugiados son, también, consecuencia de estas transformaciones.
Ante esta situación, Philippe Schmitter ha sugerido que la ciencia política está mal organizada. No tiene sentido distinguir entre política comparada (la que ocurre dentro de los Estados) y relaciones internacionales (lo que transcurre entre Estados), porque el monopolio de la fuerza ya no distingue ambos ambientes. Por un lado, hay estados incapaces de mantener el orden interno: casi todas las guerras contemporáneas son civiles. Por el otro, hay regiones -como América del Norte, Oceanía y Europa Occidental- en que las relaciones interestatales son pacíficas y previsibles. Schmitter propone entonces que algunos politólogos se dediquen a estudiar la política rutinaria de las zonas normales: elecciones, políticas públicas, tratados de comercio. Otros deberán especializarse en la política de tiempos excepcionales: colapso estatal, integración regional, transformación del poder.
Hace falta entender que las mejores reglas son vanas cuando se juega sin referí. Si no lo hacemos, cuando miremos a Venezuela estaremos observando el futuro.
El autor es politólogo e investigador en la Universidad de Lisboa