Marcelo Tinelli es, sin lugar a dudas, uno de los mayores referentes de la televisión argentina. Desde hace más de dos décadas conduce ShowMatch, un programa líder en audiencia, aunque difícil de encasillar, pues ha virado desde el deporte hasta el humor, pasando por el baile, el canto y otras múltiples expresiones artísticas. Hay que reconocer su talento y capacidad para generar atracción en una inmensa masa de fervientes seguidores. Con su productora, Ideas del Sur, creada en 1997, ha generado unitarios, telenovelas y muchos programas de interés general para la televisión argentina. Así, por ejemplo, actualmente produce Soñando por cantar, un programa destacable, pues estimula el desarrollo de los muchos talentos que se encuentran a lo largo y ancho del país.
Muy por el contrario, su programa insignia ShowMatch transita la temporada número 23 fomentando las peleas, las discusiones y los golpes bajos. No hay reparo alguno en subordinar toda su estructura y contenido a la búsqueda de mayor rating. El formato actual, dado por un concurso de baile, no tiene inconvenientes en transformarse rápidamente en una suerte de ring side entre participantes, miembros del jurado y hasta el público presente en el estudio.
Los escándalos son promovidos en general desde la conducción, y suelen tener un carácter circense y hasta artificial, si contemplamos cómo algunos protagonistas mutan los insultos más hirientes en alabanzas en sólo cuestión de horas.
ShowMatch casi no repara en los hogares o fundaciones que representan las parejas, reducidos a simples máscaras marketineras que quedan en un plano del todo secundario para que brillen lo escatológico, las peleas banales y la desmesurada transformación de perfectos desconocidos en personajes famosos en un santiamén.
Se convierte así en modelos a dos jóvenes representantes de la familia Caniggia, cuyo supuesto mérito es ufanarse de estar desconectados de la realidad que los circunda y mostrarse sólo entusiasmados por los atractivos de la noche.
No es lo más grave, claro está, en un programa en el que los malos hábitos cunden peligrosamente. En los primeros programas, la vedette Moria Casán, que oficia de jurado en el certamen de baile, admitió que pretendía cobrarle a una de las bailarinas participantes, Andrea Rincón, el 50 por ciento de sus honorarios, como una suerte de compensación por haber recomendado su ingreso en la troupe de Tinelli. Un verdadero atentado a la ética y al decoro que no mereció la más mínima objeción por parte del conductor del ciclo. Tampoco pareció importarle que el tema del robo de las joyas del que se acusa también a la panelista Moria Casán fuera tratado con liviandad, sacando al aire a funcionarios paraguayos y mofándose al aire de su tonada al hablar.
Es una pena que un talento tan grande se direccione en pequeñeces y acciones vulgares, y que no se utilice como senda luminosa para irradiar un mensaje de respeto hacia el otro, educación y tolerancia, por nombrar algunos valores. La repercusión del programa ShowMatch es inmensa y provoca que muchas otras entregas actúen como satélites de su contenido, centralizándose en desmenuzar y agigantar sus defectos y vicios.
Cuando lo único que interesa en un programa de televisión es el rating, se dilapida esa inigualable vidriera que es la televisión como medio para elevar la condición del ser humano y de la sociedad. Y mucho más que eso, se acelera la inexorable decadencia de la televisión y, con ella, la de su multitudinaria audiencia..
Muy por el contrario, su programa insignia ShowMatch transita la temporada número 23 fomentando las peleas, las discusiones y los golpes bajos. No hay reparo alguno en subordinar toda su estructura y contenido a la búsqueda de mayor rating. El formato actual, dado por un concurso de baile, no tiene inconvenientes en transformarse rápidamente en una suerte de ring side entre participantes, miembros del jurado y hasta el público presente en el estudio.
Los escándalos son promovidos en general desde la conducción, y suelen tener un carácter circense y hasta artificial, si contemplamos cómo algunos protagonistas mutan los insultos más hirientes en alabanzas en sólo cuestión de horas.
ShowMatch casi no repara en los hogares o fundaciones que representan las parejas, reducidos a simples máscaras marketineras que quedan en un plano del todo secundario para que brillen lo escatológico, las peleas banales y la desmesurada transformación de perfectos desconocidos en personajes famosos en un santiamén.
Se convierte así en modelos a dos jóvenes representantes de la familia Caniggia, cuyo supuesto mérito es ufanarse de estar desconectados de la realidad que los circunda y mostrarse sólo entusiasmados por los atractivos de la noche.
No es lo más grave, claro está, en un programa en el que los malos hábitos cunden peligrosamente. En los primeros programas, la vedette Moria Casán, que oficia de jurado en el certamen de baile, admitió que pretendía cobrarle a una de las bailarinas participantes, Andrea Rincón, el 50 por ciento de sus honorarios, como una suerte de compensación por haber recomendado su ingreso en la troupe de Tinelli. Un verdadero atentado a la ética y al decoro que no mereció la más mínima objeción por parte del conductor del ciclo. Tampoco pareció importarle que el tema del robo de las joyas del que se acusa también a la panelista Moria Casán fuera tratado con liviandad, sacando al aire a funcionarios paraguayos y mofándose al aire de su tonada al hablar.
Es una pena que un talento tan grande se direccione en pequeñeces y acciones vulgares, y que no se utilice como senda luminosa para irradiar un mensaje de respeto hacia el otro, educación y tolerancia, por nombrar algunos valores. La repercusión del programa ShowMatch es inmensa y provoca que muchas otras entregas actúen como satélites de su contenido, centralizándose en desmenuzar y agigantar sus defectos y vicios.
Cuando lo único que interesa en un programa de televisión es el rating, se dilapida esa inigualable vidriera que es la televisión como medio para elevar la condición del ser humano y de la sociedad. Y mucho más que eso, se acelera la inexorable decadencia de la televisión y, con ella, la de su multitudinaria audiencia..
Y… descubrió que a muchos argentinos les gusta comer mierda, qué va a ser. De cualquier modo, todos saben que es una ficción de extremado mal gusto, pero ficción al fin.
Peor otros que simulan ser «programas serios» sin avisarle a la audiencia de kioscos y sobres que circulan under the table.