Al exterior. Una importante porción de la nueva deuda financió la formación de activos extranjeros del sector privado.
La enorme dimensión de la deuda obligó a mantener un tipo de cambio que imponía severas restricciones al salario real y elevaba el papel político-económico de dos sectores clave: los productores agropecuarios de la pampa húmeda y los acreedores del exterior. Los primeros porque podían ofrecer saldos exportables necesarios y exigían, en cambio, precios altos y políticas de apertura. Los segundos, junto con sus representantes en la Argentina, imponían sus condiciones a través del FMI. Es decir que la política económica del país quedaba férreamente atada al comando de la burguesía transnacional”. El párrafo fue escrito hace 30 años por el extinto economista Jorge Schvarzer en su libro “La política económica de Martínez de Hoz”, en el que se analizaba la transición económica tras la caída del gobierno militar y el nacimiento de la democracia.
Los economistas de todas las corrientes ideológicas acuerdan con que tomar deuda no es ni bueno ni malo en sí mismo. La esencia del sistema capitalista se basa en la posibilidad de que el excedente de fondos de una parte de los agentes económicos (ahorro) sirva para financiar la escasez de fondos de otra parte de los actores económicos (inversión). Lo que determina si solicitar crédito es bueno o malo es justamente el destino que tendrán los fondos. La buena deuda es la que financia el crecimiento económico generando empleo, o la que se traduce en mejor infraestructura o incorporación de tecnología que mejora la productividad. Los desajustes aparecen cuando la deuda se utiliza para sostener la estructura deficitaria del Estado.
En nuestro país, la deuda externa cobró un papel central en la economía nacional desde la segunda mitad del siglo XX. Tal como describe Schvarzer, la misma se convirtió en un condicionante para el margen de maniobra de los gobiernos y los mandatarios de turno. Como telón de fondo, aparece el peso del déficit fiscal como principal motor de las necesidades de financiamiento externo. Sólo en 4 de los últimos 50 años hubo superávit fiscal en nuestro país (2003 – 2007), aunque no se trata de un mal argentino. La mayoría de los países del mundo mantienen elevados déficits. La discusión nuevamente radica en el propósito del mismo, y en la eficiencia del gasto público.
El amanecer del gobierno de Cambiemos insinuaba que uno de los principales objetivos de política económica radicaría en reducir el abultado rojo fiscal heredado de la gestión kirchnerista. Transcurrido un año se observa que el déficit continuó creciendo al mismo ritmo que durante el gobierno anterior. La diferencia entre ambos periodos es la fuente de financiamiento. Mientras que en la era K el Banco Central (BCRA) era el que suplía el faltante de recursos del Estado mediante la emisión monetaria, generando tensión sobre el nivel de precios, en el 2016 el rojo se cubre con la emisión de nueva deuda externa. En lo que va del año, el incremento en el stock de deuda pública, considerando los tres niveles de gobierno, superó los u$s 35.000 millones. Neteando dicho aumento con las amortizaciones y pagos realizados este año, la deuda creció por más de u$s 23.000 millones.
La utilización del crédito externo como herramienta para sostener el déficit fue posible para el gobierno, dado el bajo peso de la deuda en relación al Producto Bruto Interno (PBI), luego de un largo periodo de desendeudamiento. El infograma adjunto refleja con claridad la reducción del ratio Deuda/PBI en el periodo 2004-2011, luego del cual la relación se mantuvo con altibajos entre el 35% y el 40%. En el 2016, la relación Deuda/PBI se retrocedió 9 años, llegando al 50%.
Caminos paralelos
Mientras el desequilibrio fiscal se mantiene, el escenario macroeconómico nacional sigue sin ser atractivo para las inversiones productivas, y los actores económicos perciben que resulta más atractivo sacar los dólares del país, y apostar a la renta financiera. La apertura a la libre entrada y salida de capitales aplicada por el gobierno este año no hace más que fortalecer esa tendencia.
En efecto, la formación de activos externos del sector privado no financiero asciende a u$s 11.966 millones entre enero y noviembre del 2016, según un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA) con datos del BCRA. Significa un incremento del 84% en relación a los u$s 6.495 millones durante el mismo periodo del año anterior.
A la vez, la salida de divisas por remisión de utilidades y dividendos de las filiales argentinas de las empresas multinacionales a sus casas matrices asciende a u$s 2.696 millones en lo que va del año. Un incremento del 1.028% respecto a los u$s 239 millones de igual periodo en el 2015.
Si se agregan ambos conceptos, la fuga de capitales en los primeros once meses del año llega a u$s 14.662 millones, lo que representa el 64% de la deuda neta asumida este año.
Un segundo informe de la consultora Economía & Regiones, estima que la fuga de divisas totalizará u$s 15.000 millones al cierre del 2016, y estipula que si a ello se suma el pago de intereses de la deuda por u$s 6.373 millones, la salida de divisas totaliza este año u$s 21.373. Es decir que la fuga de capitales por formación de activos externos y remesa de dividendos, más el pago de intereses, explica el 94% de la nueva deuda externa asumida en el 2016.
Finalizando el año, lo que reflejan los números no deja lugar a dudas: la nueva deuda en el 2016 sencillamente financió la fuga de capitales, lo cual es netamente regresivo en términos distributivos y no hace más que profundizar a largo plazo las tensiones entre los sectores dinámicos y competitivos en el mercado internacional (aquellos que ya mencionara Schvarzer tres décadas atrás en su escrito), y aquellos cuya producción no es competitiva (industria nacional) pero que aglutina al grueso de los trabajadores registrados.
La enorme dimensión de la deuda obligó a mantener un tipo de cambio que imponía severas restricciones al salario real y elevaba el papel político-económico de dos sectores clave: los productores agropecuarios de la pampa húmeda y los acreedores del exterior. Los primeros porque podían ofrecer saldos exportables necesarios y exigían, en cambio, precios altos y políticas de apertura. Los segundos, junto con sus representantes en la Argentina, imponían sus condiciones a través del FMI. Es decir que la política económica del país quedaba férreamente atada al comando de la burguesía transnacional”. El párrafo fue escrito hace 30 años por el extinto economista Jorge Schvarzer en su libro “La política económica de Martínez de Hoz”, en el que se analizaba la transición económica tras la caída del gobierno militar y el nacimiento de la democracia.
Los economistas de todas las corrientes ideológicas acuerdan con que tomar deuda no es ni bueno ni malo en sí mismo. La esencia del sistema capitalista se basa en la posibilidad de que el excedente de fondos de una parte de los agentes económicos (ahorro) sirva para financiar la escasez de fondos de otra parte de los actores económicos (inversión). Lo que determina si solicitar crédito es bueno o malo es justamente el destino que tendrán los fondos. La buena deuda es la que financia el crecimiento económico generando empleo, o la que se traduce en mejor infraestructura o incorporación de tecnología que mejora la productividad. Los desajustes aparecen cuando la deuda se utiliza para sostener la estructura deficitaria del Estado.
En nuestro país, la deuda externa cobró un papel central en la economía nacional desde la segunda mitad del siglo XX. Tal como describe Schvarzer, la misma se convirtió en un condicionante para el margen de maniobra de los gobiernos y los mandatarios de turno. Como telón de fondo, aparece el peso del déficit fiscal como principal motor de las necesidades de financiamiento externo. Sólo en 4 de los últimos 50 años hubo superávit fiscal en nuestro país (2003 – 2007), aunque no se trata de un mal argentino. La mayoría de los países del mundo mantienen elevados déficits. La discusión nuevamente radica en el propósito del mismo, y en la eficiencia del gasto público.
El amanecer del gobierno de Cambiemos insinuaba que uno de los principales objetivos de política económica radicaría en reducir el abultado rojo fiscal heredado de la gestión kirchnerista. Transcurrido un año se observa que el déficit continuó creciendo al mismo ritmo que durante el gobierno anterior. La diferencia entre ambos periodos es la fuente de financiamiento. Mientras que en la era K el Banco Central (BCRA) era el que suplía el faltante de recursos del Estado mediante la emisión monetaria, generando tensión sobre el nivel de precios, en el 2016 el rojo se cubre con la emisión de nueva deuda externa. En lo que va del año, el incremento en el stock de deuda pública, considerando los tres niveles de gobierno, superó los u$s 35.000 millones. Neteando dicho aumento con las amortizaciones y pagos realizados este año, la deuda creció por más de u$s 23.000 millones.
La utilización del crédito externo como herramienta para sostener el déficit fue posible para el gobierno, dado el bajo peso de la deuda en relación al Producto Bruto Interno (PBI), luego de un largo periodo de desendeudamiento. El infograma adjunto refleja con claridad la reducción del ratio Deuda/PBI en el periodo 2004-2011, luego del cual la relación se mantuvo con altibajos entre el 35% y el 40%. En el 2016, la relación Deuda/PBI se retrocedió 9 años, llegando al 50%.
Caminos paralelos
Mientras el desequilibrio fiscal se mantiene, el escenario macroeconómico nacional sigue sin ser atractivo para las inversiones productivas, y los actores económicos perciben que resulta más atractivo sacar los dólares del país, y apostar a la renta financiera. La apertura a la libre entrada y salida de capitales aplicada por el gobierno este año no hace más que fortalecer esa tendencia.
En efecto, la formación de activos externos del sector privado no financiero asciende a u$s 11.966 millones entre enero y noviembre del 2016, según un informe del Centro de Economía Política Argentina (CEPA) con datos del BCRA. Significa un incremento del 84% en relación a los u$s 6.495 millones durante el mismo periodo del año anterior.
A la vez, la salida de divisas por remisión de utilidades y dividendos de las filiales argentinas de las empresas multinacionales a sus casas matrices asciende a u$s 2.696 millones en lo que va del año. Un incremento del 1.028% respecto a los u$s 239 millones de igual periodo en el 2015.
Si se agregan ambos conceptos, la fuga de capitales en los primeros once meses del año llega a u$s 14.662 millones, lo que representa el 64% de la deuda neta asumida este año.
Un segundo informe de la consultora Economía & Regiones, estima que la fuga de divisas totalizará u$s 15.000 millones al cierre del 2016, y estipula que si a ello se suma el pago de intereses de la deuda por u$s 6.373 millones, la salida de divisas totaliza este año u$s 21.373. Es decir que la fuga de capitales por formación de activos externos y remesa de dividendos, más el pago de intereses, explica el 94% de la nueva deuda externa asumida en el 2016.
Finalizando el año, lo que reflejan los números no deja lugar a dudas: la nueva deuda en el 2016 sencillamente financió la fuga de capitales, lo cual es netamente regresivo en términos distributivos y no hace más que profundizar a largo plazo las tensiones entre los sectores dinámicos y competitivos en el mercado internacional (aquellos que ya mencionara Schvarzer tres décadas atrás en su escrito), y aquellos cuya producción no es competitiva (industria nacional) pero que aglutina al grueso de los trabajadores registrados.