El dólar viene cotizándose a menos de $ 16 en el mercado libre, algo más de un peso con respecto a 12 meses atrás ($ 14,85), con una diferencia de sólo 7,2% interanual que lo convierte en uno de los precios de la economía que menos subió pese a la inflación de 40%. Resultado: turistas argentinos encantados de viajar al exterior y exportadores preocupados por el deterioro del tipo de cambio real producido tras la devaluación de fin de 2015 y el impacto diferenciado de la eliminación de retenciones.
El dólar «planchado» no es un objetivo explícito del Banco Central, sino que en buena medida responde al financiamiento externo del déficit fiscal. Pero resulta funcional a la estrategia de ponerle a la inflación un techo de 17% anual, que varios analistas privados elevan hasta 23% para 2017. Aunque ya sería un éxito que en un año la curva inflacionaria descendiera de 40% a 23%, un incumplimiento de esa ambiciosa meta del BCRA lo opacaría. De ahí que por ahora no bajen las tasas de interés de referencia (pases) a riesgo de ralentizar otro objetivo oficial para este año electoral, que es la reactivación de la economía. Aquí influye además el aumento de las tarifas de electricidad (desdoblado entre febrero y marzo) y de gas (a partir de abril), que según el Estudio Bein agregarán no menos de 3 puntos porcentuales a la inflación de este año (contra 8 puntos en 2016).
Antes de que se difundiera la suba de 1,3% en el IPC de enero -inferior a varias estimaciones debido al comportamiento parabólico de alimentos y bebidas, como anticipó esta columna- , el mismo estudio proyectaba para el primer trimestre un incremento de 5/6%, a raíz de los ajustes de combustibles, medicina prepaga, expensas, servicio doméstico, cigarrillos y canasta escolar, más los que se prevén para colegios privados.
Frente al dilema entre frenar la inflación núcleo o acelerar el consumo y la actividad, la Casa Rosada eligió un atajo: los bancos oficiales acaban de lanzar nuevas líneas de créditos personales a mayores plazos y tasas reales negativas o neutras (aprovechando su menor costo de fondeo con depósitos del sector público), así como planes de financiación con tarjetas propias en hasta 50 cuotas, tasa fija nominal de 19% anual y facilidades para abrir cuentas.
Dentro de esta perspectiva, la principal incógnita es el resultado de las paritarias del sector público, que en estos días tiene su caso testigo con los gremios docentes. El rechazo sindical a un aumento salarial de 18% en cuatro cuotas trimestrales indexadas por el IPC, que el gobierno bonaerense ya había acordado con otros sindicatos estatales, no sólo amenaza el comienzo de clases. También complica la intención oficial de extender esa pauta a la administración pública nacional e incluso a las provincias, donde muchas no están en condiciones de aplicarla sin auxilio del Tesoro nacional. La ventaja de la indexación es que atenúa el deterioro del poder adquisitivo frente a la inflación; pero su desventaja es que no compensa el terreno perdido en 2016. Claro que frente al reclamo docente de 30/35%, queda en el aire la intención oficial de estirarse a 20/21% para presentarlo como una recuperación real.
En la actividad privada, el esquema es menos rígido pero mucho más heterogéneo. Hubo sectores que compensaron el deterioro salarial con el bono de fin de año y otros que no. Además, los asalariados beneficiados por la menor presión impositiva en Ganancias reciben este año una mejora extra sin impacto en los costos laborales. Sin embargo, el grueso de las negociaciones arrancará después del trimestre que se perfila como el de mayor inflación del año y podría traducirse en mayor conflictividad. Aquí, la señal del Gobierno fue no homologar la paritaria bancaria, que preveía una suba de 24% (con 5 puntos de recuperación por 2016), porque debía revisarse en abril en coincidencia con las elecciones del gremio. Ahora el caso se judicializó y desembocaría en un próximo paro nacional.
De todos modos, el dilema macroeconómico a resolver es la ecuación entre consumo e inversión para que la reactivación se sienta bastante antes de las elecciones de octubre. La CGT y buena parte de la oposición reclaman ajustes salariales superiores en varios puntos a la meta inflacionaria de 17% para empujar el consumo (75% del PBI), aunque con impacto incierto sobre costos y precios. La Casa Rosada apuesta a la obra pública para generar más actividad y empleo, mientras el BCRA opera con la tasa de interés de referencia como moderadora de la puja de ingresos.
En este panorama incompleto, el déficit fiscal ocupa un rol central y condiciona el aumento de la inversión productiva. Tanto el Tesoro nacional como varias provincias lo financian con endeudamiento externo, lo cual implica un fuerte ingreso de dólares (unos US$ 9000 millones en lo que va de este año), que en parte son comprados por el BCRA para evitar un desplome de cotizaciones. A esto se suman los ingresados por el blanqueo, emisiones de compañías privadas y el mayor saldo exportable de la campaña de trigo y maíz sin retenciones, que ya se tradujo en la liquidación de casi US$ 2300 millones y a partir de abril comenzará a sumar las exportaciones de soja. Como contracara, esta virtual «ancla» cambiaria eleva los costos y precios domésticos en dólares y resta competitividad a la economía.
En el Ministerio de Hacienda niegan un retraso cambiario y plantean la necesidad de bajar costos, entre ellos, los impositivos. Pero la reforma tributaria integral prometida por el Gobierno está en una etapa embrionaria y quedará para 2018. Tampoco podrá avanzar sin una racionalización del gasto público. De lo contrario, elevaría el déficit fiscal primario, que en 2016 pudo ubicarse dos décimas por debajo de la meta oficial (4,8% del PBI) con los ingresos por única vez del blanqueo. Antes de fin de mes, el ministro Nicolás Dujovne prevé anunciar metas fiscales trimestrales para este año, junto con un cambio metodológico para incluir como ingresos las rentas del Fondo de Sustentabilidad de la Anses (excepto las provenientes de títulos públicos) que, según el Estudio Broda, permitirían una mejora equivalente al 0,3% del PBI.
Después de las elecciones, que la reactivación heterogénea descontada para 2017 pueda transformarse en crecimiento sostenido a partir 2018, dependerá de un sendero decreciente del gasto público en términos de PBI y los alcances de una reforma tributaria ineludible.
El dólar «planchado» no es un objetivo explícito del Banco Central, sino que en buena medida responde al financiamiento externo del déficit fiscal. Pero resulta funcional a la estrategia de ponerle a la inflación un techo de 17% anual, que varios analistas privados elevan hasta 23% para 2017. Aunque ya sería un éxito que en un año la curva inflacionaria descendiera de 40% a 23%, un incumplimiento de esa ambiciosa meta del BCRA lo opacaría. De ahí que por ahora no bajen las tasas de interés de referencia (pases) a riesgo de ralentizar otro objetivo oficial para este año electoral, que es la reactivación de la economía. Aquí influye además el aumento de las tarifas de electricidad (desdoblado entre febrero y marzo) y de gas (a partir de abril), que según el Estudio Bein agregarán no menos de 3 puntos porcentuales a la inflación de este año (contra 8 puntos en 2016).
Antes de que se difundiera la suba de 1,3% en el IPC de enero -inferior a varias estimaciones debido al comportamiento parabólico de alimentos y bebidas, como anticipó esta columna- , el mismo estudio proyectaba para el primer trimestre un incremento de 5/6%, a raíz de los ajustes de combustibles, medicina prepaga, expensas, servicio doméstico, cigarrillos y canasta escolar, más los que se prevén para colegios privados.
Frente al dilema entre frenar la inflación núcleo o acelerar el consumo y la actividad, la Casa Rosada eligió un atajo: los bancos oficiales acaban de lanzar nuevas líneas de créditos personales a mayores plazos y tasas reales negativas o neutras (aprovechando su menor costo de fondeo con depósitos del sector público), así como planes de financiación con tarjetas propias en hasta 50 cuotas, tasa fija nominal de 19% anual y facilidades para abrir cuentas.
Dentro de esta perspectiva, la principal incógnita es el resultado de las paritarias del sector público, que en estos días tiene su caso testigo con los gremios docentes. El rechazo sindical a un aumento salarial de 18% en cuatro cuotas trimestrales indexadas por el IPC, que el gobierno bonaerense ya había acordado con otros sindicatos estatales, no sólo amenaza el comienzo de clases. También complica la intención oficial de extender esa pauta a la administración pública nacional e incluso a las provincias, donde muchas no están en condiciones de aplicarla sin auxilio del Tesoro nacional. La ventaja de la indexación es que atenúa el deterioro del poder adquisitivo frente a la inflación; pero su desventaja es que no compensa el terreno perdido en 2016. Claro que frente al reclamo docente de 30/35%, queda en el aire la intención oficial de estirarse a 20/21% para presentarlo como una recuperación real.
En la actividad privada, el esquema es menos rígido pero mucho más heterogéneo. Hubo sectores que compensaron el deterioro salarial con el bono de fin de año y otros que no. Además, los asalariados beneficiados por la menor presión impositiva en Ganancias reciben este año una mejora extra sin impacto en los costos laborales. Sin embargo, el grueso de las negociaciones arrancará después del trimestre que se perfila como el de mayor inflación del año y podría traducirse en mayor conflictividad. Aquí, la señal del Gobierno fue no homologar la paritaria bancaria, que preveía una suba de 24% (con 5 puntos de recuperación por 2016), porque debía revisarse en abril en coincidencia con las elecciones del gremio. Ahora el caso se judicializó y desembocaría en un próximo paro nacional.
De todos modos, el dilema macroeconómico a resolver es la ecuación entre consumo e inversión para que la reactivación se sienta bastante antes de las elecciones de octubre. La CGT y buena parte de la oposición reclaman ajustes salariales superiores en varios puntos a la meta inflacionaria de 17% para empujar el consumo (75% del PBI), aunque con impacto incierto sobre costos y precios. La Casa Rosada apuesta a la obra pública para generar más actividad y empleo, mientras el BCRA opera con la tasa de interés de referencia como moderadora de la puja de ingresos.
En este panorama incompleto, el déficit fiscal ocupa un rol central y condiciona el aumento de la inversión productiva. Tanto el Tesoro nacional como varias provincias lo financian con endeudamiento externo, lo cual implica un fuerte ingreso de dólares (unos US$ 9000 millones en lo que va de este año), que en parte son comprados por el BCRA para evitar un desplome de cotizaciones. A esto se suman los ingresados por el blanqueo, emisiones de compañías privadas y el mayor saldo exportable de la campaña de trigo y maíz sin retenciones, que ya se tradujo en la liquidación de casi US$ 2300 millones y a partir de abril comenzará a sumar las exportaciones de soja. Como contracara, esta virtual «ancla» cambiaria eleva los costos y precios domésticos en dólares y resta competitividad a la economía.
En el Ministerio de Hacienda niegan un retraso cambiario y plantean la necesidad de bajar costos, entre ellos, los impositivos. Pero la reforma tributaria integral prometida por el Gobierno está en una etapa embrionaria y quedará para 2018. Tampoco podrá avanzar sin una racionalización del gasto público. De lo contrario, elevaría el déficit fiscal primario, que en 2016 pudo ubicarse dos décimas por debajo de la meta oficial (4,8% del PBI) con los ingresos por única vez del blanqueo. Antes de fin de mes, el ministro Nicolás Dujovne prevé anunciar metas fiscales trimestrales para este año, junto con un cambio metodológico para incluir como ingresos las rentas del Fondo de Sustentabilidad de la Anses (excepto las provenientes de títulos públicos) que, según el Estudio Broda, permitirían una mejora equivalente al 0,3% del PBI.
Después de las elecciones, que la reactivación heterogénea descontada para 2017 pueda transformarse en crecimiento sostenido a partir 2018, dependerá de un sendero decreciente del gasto público en términos de PBI y los alcances de una reforma tributaria ineludible.