El ministro de Economía de Brasil, Joaquim Levy, ha dimitido este viernes. El alejamiento entre la presidenta, Dilma Rousseff, y el ministro ha generando aún más incertidumbre y volatilidad en la economía brasileña, han hecho que la Bolsa caiga un 2,14% y que el dólar escale hasta situarse a un paso de venderse a cuatro reales. Levy, elegido hace casi un año para contentar a los mercados, contener el gasto y devolver el impulso a la atragantada economía brasileña, había admitido en un encuentro con periodistas horas antes de hacerse pública su dimisión que había hablado ya con Rousseff de su salida. El jueves, en una sesión del Consejo Nacional Monetario admitió, según testigos de esa reunión, que él no asistiría a la sesión de enero.
El desencuentro definitivo entre la presidenta Dilma Rousseff y el ministro de Economía ocurrió el jueves, con la aprobación del presupuesto. Levy era partidario de que se reservara el 0,7% del PIB brasileño, esto es, 42.800 millones de reales (10.950 millones de euros) para enjugar deudas; el Congreso, con la anuencia del resto del Gobierno, aprobó sólo reservar el 0,5%, es decir, 30.580 millones de reales, 7.645 millones de euros). La diferencia, según varios miembros del Gobierno y destacados dirigentes del Partido de los Trabajadores (formación de centro izquierda a la que pertenecen Rousseff y Lula) estribaba entre recortar o no recortar uno de los programas sociales más populares del Gobierno de Rousseff (y anteriormente de Lula), el denominado Bolsa Familia, destinado a los hijos de familias pobres en edad escolar.
Al final, Rousseff decidió que el programa Bolsa Familia, a pesar de la crisis económica, era intocable. Y Levy sintió, a tenor de los insistentes rumores de su salida, que su sitio, su poder y su sentido en el Gobierno había llegado a su fin. A juicio de varios analistas, Rousseff actúa con las manos atadas: enfrentada a un proceso de destitución parlamentaria que puede apearla del cargo, debe asegurar —antes que nada— los votos favorables de todos los diputados de su partido, el PT, y de sus aliados de izquierda. Es un ejemplo de cómo la política interfiere y retuerce la crisis económica brasileña, que cada vez presenta cifras más alarmantes: la previsión de la inflación ya se apunta hacia un 10%, impensable un año antes.
La noticia de que el Congreso brasileño —y el Gobierno— eran partidarios de no hacer caso a Levy en el presupuesto, hecha pública antes de la aprobación efectiva de las cuentas públicas, sirvió de detonante para que la agencia de calificación Fitch rebajara el jueves por la mañana la nota sobre la deuda brasileña, rebajándola a bono basura. Los mercados respondían así a la desautorización sufrida por el que había sido hasta ese momento su aliado en el Gobierno de Rousseff.
El tira y afloja entre las tesis restrictivas de Levy y las más expansivas de los líderes del PT y del ala más a la izquierda del Gobierno han constituido el día a día de la acción política del Ejecutivo brasileño. Hasta el punto de que los rumores sobre la salida del ministro de Economía brasileño, formado en la ultraliberal escuela de Chicago, se han convertido en casi un género propio de la moderna crónica parlamentaria brasileña. En septiembre, en vísperas de un viaje a Turquía para participar en una reunión del G-20, Levy desmintió expresamente —tras dialogar con la presidenta— que fuera a dimitir. Ahora no ha dado ese paso.
De hecho, las especulaciones han girado más sobre su posible sucesor y sobre el día elegido para su marcha que sobre el hecho de que fuera a abandonar el puesto, como finalmente ha ocurrido este viernes. Nelson Barbosa, el actual ministro de Planeamiento, mucho más cercano a las tesis fiscales del PT, es el posible sustituto.
Mientras, Rousseff ha recibido una buena noticia: el Tribunal Superior de Brasil, que se pronunció el jueves sobre las etapas y el procedimiento de la destitución parlamentaria (impeachment), decidió que el Senado tendrá potestad soberana para paralizar el proceso, que se desarrollará probablemente en febrero, aunque haya sido aprobado por el Congreso. Esto es importante, ya que en el Senado la presidenta cuenta con más diputados afines. Con todo, la red de alianzas y contra alianzas de los diputados y senadores brasileños muda y metamorfosea continuamente, con lo que no se puede asegurar con rotundidad que la presidenta haya conjurado la amenaza.
El desencuentro definitivo entre la presidenta Dilma Rousseff y el ministro de Economía ocurrió el jueves, con la aprobación del presupuesto. Levy era partidario de que se reservara el 0,7% del PIB brasileño, esto es, 42.800 millones de reales (10.950 millones de euros) para enjugar deudas; el Congreso, con la anuencia del resto del Gobierno, aprobó sólo reservar el 0,5%, es decir, 30.580 millones de reales, 7.645 millones de euros). La diferencia, según varios miembros del Gobierno y destacados dirigentes del Partido de los Trabajadores (formación de centro izquierda a la que pertenecen Rousseff y Lula) estribaba entre recortar o no recortar uno de los programas sociales más populares del Gobierno de Rousseff (y anteriormente de Lula), el denominado Bolsa Familia, destinado a los hijos de familias pobres en edad escolar.
Al final, Rousseff decidió que el programa Bolsa Familia, a pesar de la crisis económica, era intocable. Y Levy sintió, a tenor de los insistentes rumores de su salida, que su sitio, su poder y su sentido en el Gobierno había llegado a su fin. A juicio de varios analistas, Rousseff actúa con las manos atadas: enfrentada a un proceso de destitución parlamentaria que puede apearla del cargo, debe asegurar —antes que nada— los votos favorables de todos los diputados de su partido, el PT, y de sus aliados de izquierda. Es un ejemplo de cómo la política interfiere y retuerce la crisis económica brasileña, que cada vez presenta cifras más alarmantes: la previsión de la inflación ya se apunta hacia un 10%, impensable un año antes.
La noticia de que el Congreso brasileño —y el Gobierno— eran partidarios de no hacer caso a Levy en el presupuesto, hecha pública antes de la aprobación efectiva de las cuentas públicas, sirvió de detonante para que la agencia de calificación Fitch rebajara el jueves por la mañana la nota sobre la deuda brasileña, rebajándola a bono basura. Los mercados respondían así a la desautorización sufrida por el que había sido hasta ese momento su aliado en el Gobierno de Rousseff.
El tira y afloja entre las tesis restrictivas de Levy y las más expansivas de los líderes del PT y del ala más a la izquierda del Gobierno han constituido el día a día de la acción política del Ejecutivo brasileño. Hasta el punto de que los rumores sobre la salida del ministro de Economía brasileño, formado en la ultraliberal escuela de Chicago, se han convertido en casi un género propio de la moderna crónica parlamentaria brasileña. En septiembre, en vísperas de un viaje a Turquía para participar en una reunión del G-20, Levy desmintió expresamente —tras dialogar con la presidenta— que fuera a dimitir. Ahora no ha dado ese paso.
De hecho, las especulaciones han girado más sobre su posible sucesor y sobre el día elegido para su marcha que sobre el hecho de que fuera a abandonar el puesto, como finalmente ha ocurrido este viernes. Nelson Barbosa, el actual ministro de Planeamiento, mucho más cercano a las tesis fiscales del PT, es el posible sustituto.
Mientras, Rousseff ha recibido una buena noticia: el Tribunal Superior de Brasil, que se pronunció el jueves sobre las etapas y el procedimiento de la destitución parlamentaria (impeachment), decidió que el Senado tendrá potestad soberana para paralizar el proceso, que se desarrollará probablemente en febrero, aunque haya sido aprobado por el Congreso. Esto es importante, ya que en el Senado la presidenta cuenta con más diputados afines. Con todo, la red de alianzas y contra alianzas de los diputados y senadores brasileños muda y metamorfosea continuamente, con lo que no se puede asegurar con rotundidad que la presidenta haya conjurado la amenaza.