El triunfo de la Hermandad Musulmana desató la euforia de los simpatizantes islamistas en Egipto (izquierda). Los milicianos de Hamás, convencidos de que el nuevo Gobierno islamista aliviará el bloqueo del territorio, reaccionaron con similar entusiasmo (derecha).
Apenas destituido el dictador Hosni Mubarak por una pueblada imparable, ya podía conjeturarse que militares e islamistas, las dos únicas fuerzas con presencia política, territorial y económica suficientes, se repartirían el poder en el nuevo Egipto. Si la idea, publicada en estas mismas páginas entonces, en febrero del año pasado, acaba de concretarse, se trata ahora de entrever en el reparto de poder efectivamente resultante las señas de lo que vendrá. Señas que, por lo demás, provocan escalofríos en las principales capitales mundiales.
Las reacciones de Estados Unidos y la Unión Europea al triunfo del hermano musulmán Mohamed Mursi reflejaron ayer el tenor y la intensidad de esos desvelos.
Tras las felicitaciones y las alusiones a un proceso «histórico» que son de rigor, la Casa Blanca abogó en un comunicado porque se mantenga la cooperación entre ambos países «sobre la base del respeto mutuo». Asimismo, exhortó al presidente electo a «impulsar la unidad nacional, en la que todos los partidos y electorados puedan ser incorporados a las consultas sobre la formación de un nuevo Gobierno». Y, prefiriendo la redundancia al riesgo de la falta de claridad, lo llamó a respetar los derechos de las mujeres y las minorías religiosas (básicamente la cristiana copta) y le pidió «representar a una ciudadanía plural y valiente».
Catherine Ashton, virtual canciller de la Unión Europea (o, más precisamente, vocera de un bloque en el que queda claro quién lleva la voz cantante) dijo confiar en que el futuro Ejecutivo «reflejará la diversidad de Egipto» y llamó a Mursi a «abrirse a todos los otros grupos políticos y sociales».
Es habitual que aquello que se dice dar por seguro es lo que, en realidad, más se teme que falte: el respeto a la pluralidad por parte de un hombre que ha prometido refundar su país sobre la base de los valores islámicos tradicionales. Una islamización a marcha forzada de la sociedad egipcia supondría un revés fuerte para quienes soñaron la «primavera árabe» como el demorado florecimiento de la democracia a esa parte del mundo. Y además, en lo que verdaderamente preocupa a quienes no ven una incoherencia entre enfrentarse con Irán y hacer negocios con Arabia Saudita, arrojaría al país más poblado de la región (uno que, además, marca tendencias) a los brazos de aliados indeseables, modificando el mapa actual de alianzas internacionales.
Israel temió esa posibilidad desde el principio. Tanto es así que, recordemos, Benjamín Netanyahu se quejó en soledad en plena revolución por el hecho de que Europa y Estados Unidos estaban abandonando a Mubarak, uno de los amigos más valiosos de Occidente, para embarcarse en una aventura que, en nombre de la democracia, podía terminar en orillas inciertas y peligrosas. Se trata del mismo primer ministro que, con los hechos a la vista, hizo ayer gala de pragmatismo al afirmar que su país «valora el proceso democrático en Egipto y respeta el resultado electoral». «Israel tiene la intención de seguir cooperando con el (futuro) Gobierno egipcio sobre la base del tratado de paz» vigente, blanqueó, finalmente, sus tribulaciones el comunicado oficial hebreo.
La referencia es al acuerdo de Camp David de 1979, que, a cambio de restituir a El Cairo la Península del Sinaí ocupada en la Guerra de los Seis Días de 1967, puso fin al estado de guerra entre los dos vecinos y normalizó la relación diplomática bilateral. La movida fue entonces audaz y de efectos trascendentes: con ella se sacó del conflicto de Medio Oriente al principal ejército árabe, la seguridad del Estado judío quedó garantizada y Estados Unidos dio un golpe mortal, a cambio de miles de millones de dólares anuales en ayuda militar, a la influencia de la Unión Soviética en la región.
La Hermandad Musulmana, fundada en 1928, es el grupo madre del islamismo en el mundo árabe. De su inspiración derivan todos los movimientos de lo que se conoce como el islam político. Cuenta, en ese sentido, con dos alas diferenciadas. Una, radical, aboga por una islamización completa de la vida política nacional, por la ruptura del acuerdo de paz con Israel, por una alianza con las autoridades de Hamás en Gaza (poniendo fin, además, al bloqueo impuesto por Israel a ese territorio) y por un enfrentamiento con Occidente. Pero no parece, hoy, la línea predominante. Por el contrario, el futuro gobernante parece convencido de la dificultad de llevar adelante un proyecto de ese tipo y por eso multiplica los gestos conciliadores hacia la población laica, hacia los coptos, hacia Estados Unidos e, incluso, hacia Israel. No por nada ayer mismo Mursi desmintió dichos de voceros tan oficiosos como deslenguados y, en su primer discurso televisado como presidente electo soltó la frase que se esperaba con ansiedad: «Vamos a preservar todos los tratados internacionales». Intenta sugerir, así, que el modelo se parecerá más al turco que al iraní: el Gobierno será islamista, pero no radical, y respetará el pluralismo y los actuales alineamientos diplomáticos.
¿Intención sincera o mera táctica? Difícil saberlo en un contexto tan complejo y fluido. Por ahora, vale la cautela.
Acaso la pregunta deba ser otra: ¿podría Mursi avanzar con una agenda extremista, aun si lo deseara? Eso es lo que parece difícil.
Mientras los egipcios votaban el fin de semana del 16 y 17, la junta militar aún gobernante disolvió el Parlamento por las irregularidades legales señaladas por el Tribunal Constitucional en la elección de un tercio de sus miembros. Asumió por ese acto el poder legislativo, se deshizo de un golpe (la palabra no es causal) de la mayoría islamista que lo controlaba y asumió poder de veto sobre el proceso de redacción de la futura Constitución que, entre otras cosas, aún debe fijar algo tan básico y crucial como los poderes con los que gobernará Mursi. Ah… y el área de Defensa, con sus miles de millones de dólares estadounidenses, seguirá siendo su resorte discrecional.
Si es que en verdad nació, algo que sólo se verá en el tiempo por venir, la democracia egipcia viene al mundo fuertemente tutelada por el poder de las armas.
Apenas destituido el dictador Hosni Mubarak por una pueblada imparable, ya podía conjeturarse que militares e islamistas, las dos únicas fuerzas con presencia política, territorial y económica suficientes, se repartirían el poder en el nuevo Egipto. Si la idea, publicada en estas mismas páginas entonces, en febrero del año pasado, acaba de concretarse, se trata ahora de entrever en el reparto de poder efectivamente resultante las señas de lo que vendrá. Señas que, por lo demás, provocan escalofríos en las principales capitales mundiales.
Las reacciones de Estados Unidos y la Unión Europea al triunfo del hermano musulmán Mohamed Mursi reflejaron ayer el tenor y la intensidad de esos desvelos.
Tras las felicitaciones y las alusiones a un proceso «histórico» que son de rigor, la Casa Blanca abogó en un comunicado porque se mantenga la cooperación entre ambos países «sobre la base del respeto mutuo». Asimismo, exhortó al presidente electo a «impulsar la unidad nacional, en la que todos los partidos y electorados puedan ser incorporados a las consultas sobre la formación de un nuevo Gobierno». Y, prefiriendo la redundancia al riesgo de la falta de claridad, lo llamó a respetar los derechos de las mujeres y las minorías religiosas (básicamente la cristiana copta) y le pidió «representar a una ciudadanía plural y valiente».
Catherine Ashton, virtual canciller de la Unión Europea (o, más precisamente, vocera de un bloque en el que queda claro quién lleva la voz cantante) dijo confiar en que el futuro Ejecutivo «reflejará la diversidad de Egipto» y llamó a Mursi a «abrirse a todos los otros grupos políticos y sociales».
Es habitual que aquello que se dice dar por seguro es lo que, en realidad, más se teme que falte: el respeto a la pluralidad por parte de un hombre que ha prometido refundar su país sobre la base de los valores islámicos tradicionales. Una islamización a marcha forzada de la sociedad egipcia supondría un revés fuerte para quienes soñaron la «primavera árabe» como el demorado florecimiento de la democracia a esa parte del mundo. Y además, en lo que verdaderamente preocupa a quienes no ven una incoherencia entre enfrentarse con Irán y hacer negocios con Arabia Saudita, arrojaría al país más poblado de la región (uno que, además, marca tendencias) a los brazos de aliados indeseables, modificando el mapa actual de alianzas internacionales.
Israel temió esa posibilidad desde el principio. Tanto es así que, recordemos, Benjamín Netanyahu se quejó en soledad en plena revolución por el hecho de que Europa y Estados Unidos estaban abandonando a Mubarak, uno de los amigos más valiosos de Occidente, para embarcarse en una aventura que, en nombre de la democracia, podía terminar en orillas inciertas y peligrosas. Se trata del mismo primer ministro que, con los hechos a la vista, hizo ayer gala de pragmatismo al afirmar que su país «valora el proceso democrático en Egipto y respeta el resultado electoral». «Israel tiene la intención de seguir cooperando con el (futuro) Gobierno egipcio sobre la base del tratado de paz» vigente, blanqueó, finalmente, sus tribulaciones el comunicado oficial hebreo.
La referencia es al acuerdo de Camp David de 1979, que, a cambio de restituir a El Cairo la Península del Sinaí ocupada en la Guerra de los Seis Días de 1967, puso fin al estado de guerra entre los dos vecinos y normalizó la relación diplomática bilateral. La movida fue entonces audaz y de efectos trascendentes: con ella se sacó del conflicto de Medio Oriente al principal ejército árabe, la seguridad del Estado judío quedó garantizada y Estados Unidos dio un golpe mortal, a cambio de miles de millones de dólares anuales en ayuda militar, a la influencia de la Unión Soviética en la región.
La Hermandad Musulmana, fundada en 1928, es el grupo madre del islamismo en el mundo árabe. De su inspiración derivan todos los movimientos de lo que se conoce como el islam político. Cuenta, en ese sentido, con dos alas diferenciadas. Una, radical, aboga por una islamización completa de la vida política nacional, por la ruptura del acuerdo de paz con Israel, por una alianza con las autoridades de Hamás en Gaza (poniendo fin, además, al bloqueo impuesto por Israel a ese territorio) y por un enfrentamiento con Occidente. Pero no parece, hoy, la línea predominante. Por el contrario, el futuro gobernante parece convencido de la dificultad de llevar adelante un proyecto de ese tipo y por eso multiplica los gestos conciliadores hacia la población laica, hacia los coptos, hacia Estados Unidos e, incluso, hacia Israel. No por nada ayer mismo Mursi desmintió dichos de voceros tan oficiosos como deslenguados y, en su primer discurso televisado como presidente electo soltó la frase que se esperaba con ansiedad: «Vamos a preservar todos los tratados internacionales». Intenta sugerir, así, que el modelo se parecerá más al turco que al iraní: el Gobierno será islamista, pero no radical, y respetará el pluralismo y los actuales alineamientos diplomáticos.
¿Intención sincera o mera táctica? Difícil saberlo en un contexto tan complejo y fluido. Por ahora, vale la cautela.
Acaso la pregunta deba ser otra: ¿podría Mursi avanzar con una agenda extremista, aun si lo deseara? Eso es lo que parece difícil.
Mientras los egipcios votaban el fin de semana del 16 y 17, la junta militar aún gobernante disolvió el Parlamento por las irregularidades legales señaladas por el Tribunal Constitucional en la elección de un tercio de sus miembros. Asumió por ese acto el poder legislativo, se deshizo de un golpe (la palabra no es causal) de la mayoría islamista que lo controlaba y asumió poder de veto sobre el proceso de redacción de la futura Constitución que, entre otras cosas, aún debe fijar algo tan básico y crucial como los poderes con los que gobernará Mursi. Ah… y el área de Defensa, con sus miles de millones de dólares estadounidenses, seguirá siendo su resorte discrecional.
Si es que en verdad nació, algo que sólo se verá en el tiempo por venir, la democracia egipcia viene al mundo fuertemente tutelada por el poder de las armas.