Todas las predicciones económicas de 2015 de la actual oposición se cumplieron. El actual oficialismo contrarrestó por entonces con la “Campaña Bu! Con miedo votás mejor”. Hoy el pánico, ese gran disciplinador social para la implementación de las peores medidas económicas, vuelve a estar presente. La población observa azorada cómo el equipo de los Messi de las finanzas, los supuestos jugadores estrella de las grandes ligas, no superó siquiera el primer round contra el poder financiero global y local. Perdieron por knockout.
El resultado es desolador. El dólar se les escapó a 23 pesos, liquidaron un cuarto de las reservas netas, ya que existen 16.000 millones de dólares de depósitos y otros 10.000 millones del tan criticado Swap con China. Como resultado quedan reservas por alrededor de 30 mil millones netos. Dicho de otra manera, se perdieron un cuarto de la reservas con poder de fuego. El próximo martes 15, en tanto, vencen 680.000 millones de pesos de Lebac, que con un dólar a 23 equivalen a 29.565 millones en divisas, es decir el equivalente a todas las reservas internacionales netas, que además son prestadas. Acudir al FMI significa rascar el fondo de la olla. Y de la peor manera.
Pero el poder financiero global no quiere la caída del gobierno de Mauricio Macri. No todas las Lebacs se pasarán a dólares. Lo que se discute en el exterior es la velocidad de salida. Parece haber consenso en 3.000 millones mensuales. El modelo, en consecuencia cambió todos sus parámetros. La pérdida de reservas y su fuga supone la continuidad de las tasas altas, lo que junto con los recortes anunciados en el gasto se traducirá en contracción y deterioro de la economía real. La estampida llegó también a los bonos y acciones argentinos, tanto en Wall Street como en el Merval. El aumento del riesgo país ya es una realidad y se terminó el sueño de convertirse en mercado emergente.
La intervención del Banco Central en la crisis quedará así en la historia como un fracaso rotundo. Mientras todo lo sólido se desvanece en el aire, el golpe para los hasta hoy adherentes de Cambiemos no es sólo moral, sino también material. Muchos de los que jugaron en el mercado financiero están perdiendo plata, un dato nuevo. No comprenden lo que pasa ni su velocidad. Los ideólogos, en tanto, se quedaron mudos. Las estanterías de la mala teoría se les cayeron encima. Los papeles se quemaron.
En las reuniones del comité de política monetaria, mientras tanto, la lengua oficial permanece extranjera. Muchos de los integrantes de la dirección del Banco Central, como Federico Sturzenegger, el gerente general Mariano Flores Vidal, el director Demian Reidel, el subgerente de operaciones Agustín Collazo, a menudo supervisados por el ex JP Morgan Vladimir Werning, suelen departir en inglés sobre las vicisitudes del mercado. No está claro si se trata de vulgar esnobismo o si los funcionarios que deciden la política monetaria local, al lado de la bandera argentina, no distinguen al BCRA de un Starbucks del distrito financiero de Manhattan. Cualquiera sea el caso, se trata de rasgos culturales que los definen y que no pueden separarse del corpus de “creencias” económicas que los guían, las mismas que por estas horas estallan por los aires.
Un raconto suscinto de estas creencias, de estas ideas económicas erróneas, incluye, entre otras, que los aumentos de los precios relativos, como las tarifas o el dólar, no se trasladaban a precios, es decir que sus subas no son inflacionarias, que con tipo de cambio flotante no existía el problema de la restricción externa –una idea de la que la Universidad Torcuato Di Tella, el CEMA del siglo XXI, es abanderada– que la puja distributiva es un cuento argentino, que el leve crecimiento de 2017 fue el resultado de un boom inversor, que es lo mismo endeudarse en pesos que en dólares, porque son fungibles, que la suba de los precios del gas en boca de pozo y de los combustibles se traducirían en un aumento de la producción, que las mayores tarifas de los servicios públicos aumentarían las inversiones sectoriales, que la apertura comercial volvería más competitiva a la economía interna y bajarían los precios, que la liberalización financiera ayudaría al ingreso de inversiones en la economía real, que las desregulaciones en general sumarían confianza en la economía local. La lista de zonceras es en realidad tan extensa que da para un nuevo manual jauretchiano.
En contrapartida, una idea exitosa de los economistas oficialistas fue la del “gradualismo”, cuando en realidad el actual modelo provocó un verdadero shock económico. Desde la devaluación de partida con baja de salarios, a la redolarización de las tarifas de los servicios y de los combustibles, amén de la reconstrucción de la dependencia vía el súper endeudamiento externo que hoy acelera la crisis. No hay aquí nada de gradualismo, sino un verdadero shock de precios relativos. La idea, sin embargo, fue exitosa como herramienta de legitimación. Históricamente, frente a los inevitables fracasos de los ciclos neoliberales, siempre se repitió un argumento recurrente: “No se fue lo suficientemente a fondo”. Hoy no podía ser diferente y todos los econochantas, con o sin consultora en la city, repiten a coro que por culpa del gradualismo no se realizaron los necesarios ajustes del déficit fiscal, un rojo que es apenas el déficit de un sector de la economía y cuya contrapartida es el superávit privado.
Una segunda línea de argumentación para explicar los fracasos sistémicos fue que el programa se aplicó mal. Con el menemismo ello fue por la corrupción, con De la Rúa por la debilidad política y con Macri habría sido por impericia técnica. Otra vez, el problema es el modelo, aunque el proceder de la conducción económica durante la corrida en curso haya sido notablemente errático, descoordinado y desconcertante.
Finalmente supervive la reacción más desgastada de todas, la que sólo consigue adherentes entre el núcleo duro radical-cambiemita, la idea de que la pesada herencia fue tan gravosa que resultó imposible exorcizarla, aun luego de casi 29 meses de gobierno. Esta visión se complementa con un presunto golpismo o demagogia de la oposición, acusaciones que poco aportan en un momento en que la crisis comienza a afectar la gobernabilidad.
El resultado es desolador. El dólar se les escapó a 23 pesos, liquidaron un cuarto de las reservas netas, ya que existen 16.000 millones de dólares de depósitos y otros 10.000 millones del tan criticado Swap con China. Como resultado quedan reservas por alrededor de 30 mil millones netos. Dicho de otra manera, se perdieron un cuarto de la reservas con poder de fuego. El próximo martes 15, en tanto, vencen 680.000 millones de pesos de Lebac, que con un dólar a 23 equivalen a 29.565 millones en divisas, es decir el equivalente a todas las reservas internacionales netas, que además son prestadas. Acudir al FMI significa rascar el fondo de la olla. Y de la peor manera.
Pero el poder financiero global no quiere la caída del gobierno de Mauricio Macri. No todas las Lebacs se pasarán a dólares. Lo que se discute en el exterior es la velocidad de salida. Parece haber consenso en 3.000 millones mensuales. El modelo, en consecuencia cambió todos sus parámetros. La pérdida de reservas y su fuga supone la continuidad de las tasas altas, lo que junto con los recortes anunciados en el gasto se traducirá en contracción y deterioro de la economía real. La estampida llegó también a los bonos y acciones argentinos, tanto en Wall Street como en el Merval. El aumento del riesgo país ya es una realidad y se terminó el sueño de convertirse en mercado emergente.
La intervención del Banco Central en la crisis quedará así en la historia como un fracaso rotundo. Mientras todo lo sólido se desvanece en el aire, el golpe para los hasta hoy adherentes de Cambiemos no es sólo moral, sino también material. Muchos de los que jugaron en el mercado financiero están perdiendo plata, un dato nuevo. No comprenden lo que pasa ni su velocidad. Los ideólogos, en tanto, se quedaron mudos. Las estanterías de la mala teoría se les cayeron encima. Los papeles se quemaron.
En las reuniones del comité de política monetaria, mientras tanto, la lengua oficial permanece extranjera. Muchos de los integrantes de la dirección del Banco Central, como Federico Sturzenegger, el gerente general Mariano Flores Vidal, el director Demian Reidel, el subgerente de operaciones Agustín Collazo, a menudo supervisados por el ex JP Morgan Vladimir Werning, suelen departir en inglés sobre las vicisitudes del mercado. No está claro si se trata de vulgar esnobismo o si los funcionarios que deciden la política monetaria local, al lado de la bandera argentina, no distinguen al BCRA de un Starbucks del distrito financiero de Manhattan. Cualquiera sea el caso, se trata de rasgos culturales que los definen y que no pueden separarse del corpus de “creencias” económicas que los guían, las mismas que por estas horas estallan por los aires.
Un raconto suscinto de estas creencias, de estas ideas económicas erróneas, incluye, entre otras, que los aumentos de los precios relativos, como las tarifas o el dólar, no se trasladaban a precios, es decir que sus subas no son inflacionarias, que con tipo de cambio flotante no existía el problema de la restricción externa –una idea de la que la Universidad Torcuato Di Tella, el CEMA del siglo XXI, es abanderada– que la puja distributiva es un cuento argentino, que el leve crecimiento de 2017 fue el resultado de un boom inversor, que es lo mismo endeudarse en pesos que en dólares, porque son fungibles, que la suba de los precios del gas en boca de pozo y de los combustibles se traducirían en un aumento de la producción, que las mayores tarifas de los servicios públicos aumentarían las inversiones sectoriales, que la apertura comercial volvería más competitiva a la economía interna y bajarían los precios, que la liberalización financiera ayudaría al ingreso de inversiones en la economía real, que las desregulaciones en general sumarían confianza en la economía local. La lista de zonceras es en realidad tan extensa que da para un nuevo manual jauretchiano.
En contrapartida, una idea exitosa de los economistas oficialistas fue la del “gradualismo”, cuando en realidad el actual modelo provocó un verdadero shock económico. Desde la devaluación de partida con baja de salarios, a la redolarización de las tarifas de los servicios y de los combustibles, amén de la reconstrucción de la dependencia vía el súper endeudamiento externo que hoy acelera la crisis. No hay aquí nada de gradualismo, sino un verdadero shock de precios relativos. La idea, sin embargo, fue exitosa como herramienta de legitimación. Históricamente, frente a los inevitables fracasos de los ciclos neoliberales, siempre se repitió un argumento recurrente: “No se fue lo suficientemente a fondo”. Hoy no podía ser diferente y todos los econochantas, con o sin consultora en la city, repiten a coro que por culpa del gradualismo no se realizaron los necesarios ajustes del déficit fiscal, un rojo que es apenas el déficit de un sector de la economía y cuya contrapartida es el superávit privado.
Una segunda línea de argumentación para explicar los fracasos sistémicos fue que el programa se aplicó mal. Con el menemismo ello fue por la corrupción, con De la Rúa por la debilidad política y con Macri habría sido por impericia técnica. Otra vez, el problema es el modelo, aunque el proceder de la conducción económica durante la corrida en curso haya sido notablemente errático, descoordinado y desconcertante.
Finalmente supervive la reacción más desgastada de todas, la que sólo consigue adherentes entre el núcleo duro radical-cambiemita, la idea de que la pesada herencia fue tan gravosa que resultó imposible exorcizarla, aun luego de casi 29 meses de gobierno. Esta visión se complementa con un presunto golpismo o demagogia de la oposición, acusaciones que poco aportan en un momento en que la crisis comienza a afectar la gobernabilidad.