La llegada al poder de Mauricio Macri fue, aun para muchísimos de sus votantes, una novedad inesperada. Sus consecuencias van haciéndose evidentes muy de a poco. Al asignarle el gobierno a Cambiemos, el electorado ubicó a muchos otros actores de la vida pública en un lugar que tampoco estaba previsto. Sobre todo, para ellos mismos.
Toda la dirigencia está, como dice el GPS, recalculando. En especial la que ejerce la representación social. Las organizaciones no terminan de adaptarse a la nueva localización, que les impone un cambio abrupto de estrategias. Es el reino de la perplejidad.
La primera sorpresa se percibe en la perspectiva de la larga duración. La recesión que desembocó en la gran crisis de 2001 introdujo una mutación dramática en el paisaje social. Hubo un boom de pobreza. Legiones de empleados quedaron a la intemperie. Los sindicatos disminuyeron su representación en beneficio de los movimientos de desocupados y trabajadores informales. La titularidad de la demanda social quedó fragmentada.
Esa fisura no se advirtió del todo porque, desde 2001, los gobiernos y casi todos los que se encargaron de la reivindicación de los asalariados y de los pobres pertenecían, en casi todos los casos, a la misma organización política: el peronismo. Esta peculiaridad se acentuó durante el período de los Kirchner. Ellos tuvieron una visión bonapartista del bienestar social que convertía al gremialismo y a los caudillejos sociales en meros distribuidores de las mercedes que se reparten desde lo alto. Cristina Kirchner, que carece de ciertos frenos inhibitorios, llegó a explicitar esa visión retardataria. En una diatriba contra Hugo Moyano aseguró que nadie recordaba quién era el jefe de la CGT en tiempos de Perón porque «la gente sabía que los beneficios se los debía a Perón y a Evita». O a ella y Néstor.
Este cuadro disimuló una de las alteraciones más relevantes desde que el matrimonio llegó al poder: la asistencia social fue tercerizada hacia organizaciones de desocupados, como el Movimiento Evita, Kolina, Tupac Amaru, La Cámpora y, después de la transfiguración del arzobispo de Buenos Aires en papa Francisco, en la bergogliana Confederación de Trabajadores de la Economía Popular.
El triunfo de Cambiemos produjo en estos grupos, de encuadramiento peronista, una extrañeza inicial: quedaron instalados, por primera vez, en la oposición. Esto plantea un primer inconveniente. Deben rivalizar con un gobierno que les da los recursos. Y, para justificar esos recursos, deben dramatizar la situación social. En este aspecto, la realidad les da la razón. Ayer, el Indec informó que el 32,2% de los argentinos son pobres. Y el 6,3%, indigentes. Una coincidencia casi exacta con los cálculos del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, tan descalificado por Aníbal Fernández.
El Indec justifica los reclamos de las organizaciones kirchneristas. Pero les plantea un inconveniente: aun si fuera el monstruo que ellas imaginan, Macri no habría tenido tiempo para provocar semejante devastación. De modo que la demanda de los líderes que prosperaron con los Kirchner sólo se vuelve legítima con el costoso reconocimiento de que el experimento igualitario que se inauguró hace 13 años fue un fracaso. Sólo se lo podría celebrar desde el Indec de Axel Kicillof, para el cual los pobres eran el 5% y los indigentes, el 1,5%. Intoxicada por las empalagosas estadísticas de sus subordinados, la señora de Kirchner estaba condenada a sembrar el país de desvalidos.
La contradicción entre las exigencias de los movimientos kirchneristas y el balance de su paso por el poder es una llaga en la que el Gobierno echa sal. Entrega a esas agrupaciones programas Argentina Trabaja para que terminen las viviendas que Julio De Vido y José López dejaron inconclusas en las zonas más sumergidas del conurbano bonaerense. Los encargados de los trabajos quedan a menudo estupefactos. No sólo por lo que quedó pendiente. Lo que se realizó a veces resulta criminal. Uno de esos líderes comentó a LA NACION: «En Florencio Varela encontramos barrios en los que las casas, como no les llega la red de gas, tienen casillas para tubos. Pero nadie entra hasta allí para vender tubos. Por eso las familias usan garrafas con conexiones improvisadas. Hace un mes murieron tres chiquitos porque explotó la cocina. Allí no hay cloacas ni pozos ciegos. Sólo zanjas que llevan los desperdicios hasta los cursos de agua. En uno de esos arroyos encontramos un cadáver. Debió ser un chico consumido por el paco». Así son los funerales del «relato».
Es difícil para estos kirchneristas explicar cómo no vieron en su momento lo que ahora, al parecer, los escandaliza. Raro, porque ya en 2011 se supo que Sergio Schoklender se enriquecía, gracias a Hebe de Bonafini, con los recursos que el Estado destinaba a viviendas de los pobres. Por suerte, López fue al convento a revolear sus caja chica. Fue una coartada providencial para que organizaciones que movilizaban miles de personas para vitorear a la ex presidenta en un estadio se separaran de ella. El Movimiento Evita resolvió partir el bloque de diputados del Frente para la Victoria. ¿Cómo votar con La Cámpora y después ir a pedir fondos a lo de Carolina Stanley?
El oficialismo también está consternado. No puede prescindir de esas redes y alimenta a quienes el año próximo trabajarán para su derrota. Pero antes de ese problema político hay otro, administrativo. Las prestaciones se suministran casi a ciegas. Hace dos semanas, el titular de una agrupación reclamó a un ministro 5000 planes. «Bueno, traeme los nombres», respondió el ministro. El dirigente quedó intrigado: «¿Qué nombres?». «Los de los beneficiarios», le dijeron. Diez días después entregó un listado de 300 pobres. Es lo que consiguió. Por ahora. Tema tabú: los movimientos sociales controlan incalculables recursos fiscales, pero no existe un padrón fidedigno de los receptores del subsidio. El kirchnerismo no sólo depredó los mercados. También dinamitó el Estado.
Otra razón de desconcierto: el kirchnerismo, y toda la izquierda, quedó shockeado por un acontecimiento impensable. Desde su punto de vista, Macri es el primer presidente de la derecha conservadora que llega al poder por el voto popular, sin proscripciones ni fraude. Eso no había ocurrido desde que se sancionó la ley Sáenz Peña. Y los manuales no previeron que ocurriera. Ahora se agrega, para esa concepción, otra extravagancia: Cambiemos aspira a disputar el mapa de la pobreza, que es el mapa del voto peronista. Basta ver la localización de los timbreos: no es la de la clase media, sino la del universo más vulnerable. Esa geografía será la de la obra pública. Quien mejor definió este fenómeno fue el irónico Pablo Gerchunoff, en la imperdible conversación con Diego Sehinkman en LA NACION: «Cambiemos es un populismo con visión de largo plazo». Una curiosidad: el sábado pasado, en Villa Tesei, Marcos Peña y Jorge Triaca confraternizaron con militantes de La Cámpora que también tocaban timbre. Los vecinos, azorados por el aumento de la oferta. Virtudes del mercado.
El pasaje del peronismo a la oposición es un despertador también para los gremialistas. Muchos de ellos habían olvidado qué era reclamar. Ahora se encuentran, por primera vez de manera operativa, con el impacto que tuvo sobre ellos la crisis de 2001: la voz del oprimido se trasladó a los movimientos de desocupados e informales. Algunos dirigentes sagaces, como el padre del actual ministro de Trabajo, se reprocharon en su momento no haber reaccionado ante el fenómeno: «Deberíamos haber encontrado un modo de retener al desempleado, aunque sea en la obra social». Veía lo que iba a suceder. El sindicalismo perdió el monopolio de la reivindicación social. Ahora representa a una franja de la clase media. Por eso su principal reclamo es impositivo: Ganancias.
En la oposición, el primer reflejo es recuperar lo perdido. Los Kirchner, cuya hoja de ruta estuvo siempre trazada por la paranoia, les tenían vedado converger con las organizaciones sociales. Las conversaciones fueron inusuales y clandestinas. En estos días la CGT explora cooptar a los movimientos kirchneristas. Pero hay intereses divergentes. Por ejemplo: hoy los sindicalistas se entrevistarán con Alfonso Prat-Gay. Pretenden modificar la escala de Ganancias, sobre todo un alivio al recorte del aguinaldo. Y también un bono de fin de año, como el de diciembre del año pasado, de $ 400, o el del último mayo, de $ 500. El paro programado podría quedar sin fecha. Sobran las razones. La inflación cae. La construcción se está recuperando. Las paritarias no terminaron de cerrarse. Y las obras sociales reciben beneficios indirectos, como las prepagas: por ejemplo, un fondo especial para discapacidad; o recursos para los hospitales públicos, dejarían de cobrar algunos servicios a las organizaciones sindicales.
La negociación fue conducida por el vicejefe de Gabinete, Mario Quintana, y Triaca. El acuerdo por Ganancias tiene un costo: unos $ 30.000 millones por año. ¿Prat-Gay ya aprobó la suma? Se sabrá hoy. Lo interesante es otro aspecto del problema. Con ese dinero, los movimientos sociales podrían recibir 600.000 programas de $ 4000 por mes. Para calibrar mejor: el Ministerio de Desarrollo Social maneja un presupuesto de $ 120.000 millones. No es el único entredicho que se proyecta sobre la intimidad del PJ. Antes de reunirse con los sindicalistas peronistas, Prat-Gay y Rogelio Frigerio se encontraron con los gobernadores peronistas, cuyas alcancías perderán con el acuerdo impositivo.
El traslado del polifacético PJ a la oposición introduce una novedad más: modifica el rol de Jorge Bergoglio. Tal vez sea exagerado decir que se trata de un papa peronista. Mejor seguir al arzobispo Marcelo Sánchez Sorondo, que lo llamó «el papa de los pueblos». Una condecoración ortodoxa que confronta con la del laicista Loris Zanatta: «Un papa populista». La mano de Bergoglio bendijo, hace ya tiempo, la unificación de la CGT, a través de conversaciones con Oscar Mangone y Gerardo Martínez, entre otros. También está detrás de la estrategia del Movimientos Evita, los Trabajadores de la Economía Popular y Barrios de Pie. El sábado pasado esas agrupaciones realizaron un seminario con la CGT. Cada panel estuvo coordinado por un obispo.
Los peronistas buscan el liderazgo de Bergoglio tal vez más de lo que él lo procura. Perforada la imagen de su última líder, nada más cómodo como una jefatura intachable y, en especial, lejana. Pero el Papa impone un precio: la Cultura del Encuentro. A los sindicalistas y dirigentes sociales les quita el chip de la conflictividad. ¿O no tuvo nada que ver la Iglesia con la desactivación del paro? A Macri lo pone en un dilema: ¿aceptar o no un acuerdo social?
Tal vez esa mesa se instale pronto. Cuando desaparezca la razón que la impedía: la espiral inflacionaria. Macri pretende que la derrota sobre los precios se le reconozca a él. No a una liga de corporaciones. Cuando quede claro ese triunfo, la mesa del diálogo que piden los obispos será, tal vez, una necesidad. Llega la hora de discutir la competitividad. Y el «populismo con visión de largo plazo» que es Cambiemos no quiere ser el abogado de los patrones. Macri sueña con que se lo vea como un líder pro mercado. No pro empresarios. En la Argentina son dos cosas distintas. En muchísimos casos, contradictorias.
Toda la dirigencia está, como dice el GPS, recalculando. En especial la que ejerce la representación social. Las organizaciones no terminan de adaptarse a la nueva localización, que les impone un cambio abrupto de estrategias. Es el reino de la perplejidad.
La primera sorpresa se percibe en la perspectiva de la larga duración. La recesión que desembocó en la gran crisis de 2001 introdujo una mutación dramática en el paisaje social. Hubo un boom de pobreza. Legiones de empleados quedaron a la intemperie. Los sindicatos disminuyeron su representación en beneficio de los movimientos de desocupados y trabajadores informales. La titularidad de la demanda social quedó fragmentada.
Esa fisura no se advirtió del todo porque, desde 2001, los gobiernos y casi todos los que se encargaron de la reivindicación de los asalariados y de los pobres pertenecían, en casi todos los casos, a la misma organización política: el peronismo. Esta peculiaridad se acentuó durante el período de los Kirchner. Ellos tuvieron una visión bonapartista del bienestar social que convertía al gremialismo y a los caudillejos sociales en meros distribuidores de las mercedes que se reparten desde lo alto. Cristina Kirchner, que carece de ciertos frenos inhibitorios, llegó a explicitar esa visión retardataria. En una diatriba contra Hugo Moyano aseguró que nadie recordaba quién era el jefe de la CGT en tiempos de Perón porque «la gente sabía que los beneficios se los debía a Perón y a Evita». O a ella y Néstor.
Este cuadro disimuló una de las alteraciones más relevantes desde que el matrimonio llegó al poder: la asistencia social fue tercerizada hacia organizaciones de desocupados, como el Movimiento Evita, Kolina, Tupac Amaru, La Cámpora y, después de la transfiguración del arzobispo de Buenos Aires en papa Francisco, en la bergogliana Confederación de Trabajadores de la Economía Popular.
El triunfo de Cambiemos produjo en estos grupos, de encuadramiento peronista, una extrañeza inicial: quedaron instalados, por primera vez, en la oposición. Esto plantea un primer inconveniente. Deben rivalizar con un gobierno que les da los recursos. Y, para justificar esos recursos, deben dramatizar la situación social. En este aspecto, la realidad les da la razón. Ayer, el Indec informó que el 32,2% de los argentinos son pobres. Y el 6,3%, indigentes. Una coincidencia casi exacta con los cálculos del Observatorio de la Deuda Social de la UCA, tan descalificado por Aníbal Fernández.
El Indec justifica los reclamos de las organizaciones kirchneristas. Pero les plantea un inconveniente: aun si fuera el monstruo que ellas imaginan, Macri no habría tenido tiempo para provocar semejante devastación. De modo que la demanda de los líderes que prosperaron con los Kirchner sólo se vuelve legítima con el costoso reconocimiento de que el experimento igualitario que se inauguró hace 13 años fue un fracaso. Sólo se lo podría celebrar desde el Indec de Axel Kicillof, para el cual los pobres eran el 5% y los indigentes, el 1,5%. Intoxicada por las empalagosas estadísticas de sus subordinados, la señora de Kirchner estaba condenada a sembrar el país de desvalidos.
La contradicción entre las exigencias de los movimientos kirchneristas y el balance de su paso por el poder es una llaga en la que el Gobierno echa sal. Entrega a esas agrupaciones programas Argentina Trabaja para que terminen las viviendas que Julio De Vido y José López dejaron inconclusas en las zonas más sumergidas del conurbano bonaerense. Los encargados de los trabajos quedan a menudo estupefactos. No sólo por lo que quedó pendiente. Lo que se realizó a veces resulta criminal. Uno de esos líderes comentó a LA NACION: «En Florencio Varela encontramos barrios en los que las casas, como no les llega la red de gas, tienen casillas para tubos. Pero nadie entra hasta allí para vender tubos. Por eso las familias usan garrafas con conexiones improvisadas. Hace un mes murieron tres chiquitos porque explotó la cocina. Allí no hay cloacas ni pozos ciegos. Sólo zanjas que llevan los desperdicios hasta los cursos de agua. En uno de esos arroyos encontramos un cadáver. Debió ser un chico consumido por el paco». Así son los funerales del «relato».
Es difícil para estos kirchneristas explicar cómo no vieron en su momento lo que ahora, al parecer, los escandaliza. Raro, porque ya en 2011 se supo que Sergio Schoklender se enriquecía, gracias a Hebe de Bonafini, con los recursos que el Estado destinaba a viviendas de los pobres. Por suerte, López fue al convento a revolear sus caja chica. Fue una coartada providencial para que organizaciones que movilizaban miles de personas para vitorear a la ex presidenta en un estadio se separaran de ella. El Movimiento Evita resolvió partir el bloque de diputados del Frente para la Victoria. ¿Cómo votar con La Cámpora y después ir a pedir fondos a lo de Carolina Stanley?
El oficialismo también está consternado. No puede prescindir de esas redes y alimenta a quienes el año próximo trabajarán para su derrota. Pero antes de ese problema político hay otro, administrativo. Las prestaciones se suministran casi a ciegas. Hace dos semanas, el titular de una agrupación reclamó a un ministro 5000 planes. «Bueno, traeme los nombres», respondió el ministro. El dirigente quedó intrigado: «¿Qué nombres?». «Los de los beneficiarios», le dijeron. Diez días después entregó un listado de 300 pobres. Es lo que consiguió. Por ahora. Tema tabú: los movimientos sociales controlan incalculables recursos fiscales, pero no existe un padrón fidedigno de los receptores del subsidio. El kirchnerismo no sólo depredó los mercados. También dinamitó el Estado.
Otra razón de desconcierto: el kirchnerismo, y toda la izquierda, quedó shockeado por un acontecimiento impensable. Desde su punto de vista, Macri es el primer presidente de la derecha conservadora que llega al poder por el voto popular, sin proscripciones ni fraude. Eso no había ocurrido desde que se sancionó la ley Sáenz Peña. Y los manuales no previeron que ocurriera. Ahora se agrega, para esa concepción, otra extravagancia: Cambiemos aspira a disputar el mapa de la pobreza, que es el mapa del voto peronista. Basta ver la localización de los timbreos: no es la de la clase media, sino la del universo más vulnerable. Esa geografía será la de la obra pública. Quien mejor definió este fenómeno fue el irónico Pablo Gerchunoff, en la imperdible conversación con Diego Sehinkman en LA NACION: «Cambiemos es un populismo con visión de largo plazo». Una curiosidad: el sábado pasado, en Villa Tesei, Marcos Peña y Jorge Triaca confraternizaron con militantes de La Cámpora que también tocaban timbre. Los vecinos, azorados por el aumento de la oferta. Virtudes del mercado.
El pasaje del peronismo a la oposición es un despertador también para los gremialistas. Muchos de ellos habían olvidado qué era reclamar. Ahora se encuentran, por primera vez de manera operativa, con el impacto que tuvo sobre ellos la crisis de 2001: la voz del oprimido se trasladó a los movimientos de desocupados e informales. Algunos dirigentes sagaces, como el padre del actual ministro de Trabajo, se reprocharon en su momento no haber reaccionado ante el fenómeno: «Deberíamos haber encontrado un modo de retener al desempleado, aunque sea en la obra social». Veía lo que iba a suceder. El sindicalismo perdió el monopolio de la reivindicación social. Ahora representa a una franja de la clase media. Por eso su principal reclamo es impositivo: Ganancias.
En la oposición, el primer reflejo es recuperar lo perdido. Los Kirchner, cuya hoja de ruta estuvo siempre trazada por la paranoia, les tenían vedado converger con las organizaciones sociales. Las conversaciones fueron inusuales y clandestinas. En estos días la CGT explora cooptar a los movimientos kirchneristas. Pero hay intereses divergentes. Por ejemplo: hoy los sindicalistas se entrevistarán con Alfonso Prat-Gay. Pretenden modificar la escala de Ganancias, sobre todo un alivio al recorte del aguinaldo. Y también un bono de fin de año, como el de diciembre del año pasado, de $ 400, o el del último mayo, de $ 500. El paro programado podría quedar sin fecha. Sobran las razones. La inflación cae. La construcción se está recuperando. Las paritarias no terminaron de cerrarse. Y las obras sociales reciben beneficios indirectos, como las prepagas: por ejemplo, un fondo especial para discapacidad; o recursos para los hospitales públicos, dejarían de cobrar algunos servicios a las organizaciones sindicales.
La negociación fue conducida por el vicejefe de Gabinete, Mario Quintana, y Triaca. El acuerdo por Ganancias tiene un costo: unos $ 30.000 millones por año. ¿Prat-Gay ya aprobó la suma? Se sabrá hoy. Lo interesante es otro aspecto del problema. Con ese dinero, los movimientos sociales podrían recibir 600.000 programas de $ 4000 por mes. Para calibrar mejor: el Ministerio de Desarrollo Social maneja un presupuesto de $ 120.000 millones. No es el único entredicho que se proyecta sobre la intimidad del PJ. Antes de reunirse con los sindicalistas peronistas, Prat-Gay y Rogelio Frigerio se encontraron con los gobernadores peronistas, cuyas alcancías perderán con el acuerdo impositivo.
El traslado del polifacético PJ a la oposición introduce una novedad más: modifica el rol de Jorge Bergoglio. Tal vez sea exagerado decir que se trata de un papa peronista. Mejor seguir al arzobispo Marcelo Sánchez Sorondo, que lo llamó «el papa de los pueblos». Una condecoración ortodoxa que confronta con la del laicista Loris Zanatta: «Un papa populista». La mano de Bergoglio bendijo, hace ya tiempo, la unificación de la CGT, a través de conversaciones con Oscar Mangone y Gerardo Martínez, entre otros. También está detrás de la estrategia del Movimientos Evita, los Trabajadores de la Economía Popular y Barrios de Pie. El sábado pasado esas agrupaciones realizaron un seminario con la CGT. Cada panel estuvo coordinado por un obispo.
Los peronistas buscan el liderazgo de Bergoglio tal vez más de lo que él lo procura. Perforada la imagen de su última líder, nada más cómodo como una jefatura intachable y, en especial, lejana. Pero el Papa impone un precio: la Cultura del Encuentro. A los sindicalistas y dirigentes sociales les quita el chip de la conflictividad. ¿O no tuvo nada que ver la Iglesia con la desactivación del paro? A Macri lo pone en un dilema: ¿aceptar o no un acuerdo social?
Tal vez esa mesa se instale pronto. Cuando desaparezca la razón que la impedía: la espiral inflacionaria. Macri pretende que la derrota sobre los precios se le reconozca a él. No a una liga de corporaciones. Cuando quede claro ese triunfo, la mesa del diálogo que piden los obispos será, tal vez, una necesidad. Llega la hora de discutir la competitividad. Y el «populismo con visión de largo plazo» que es Cambiemos no quiere ser el abogado de los patrones. Macri sueña con que se lo vea como un líder pro mercado. No pro empresarios. En la Argentina son dos cosas distintas. En muchísimos casos, contradictorias.