Las recientes elecciones presidenciales consagraron la apuesta de una mayoría de argentinos a un futuro de bonanza, al resguardo de la crisis mundial, férreamente conducidos por una Presidenta, que sin reuniones de gabinete ni ministros que coordinen decisiones o rindan cuentas de lo actuado, practica sin descanso la fórmula menemista “decisión, secreto, sorpresa”.
Cristina Fernández adopta medidas que anuncia en cadena nacional como nuevas gestas por la “profundización del modelo.” Surgidas del círculo estrecho y arcano que la rodea, sin un plan conocido y articulado, cada medida sorprende, crea incertidumbre y alimenta la desconfianza. ¿Cuál será el próximo paso?
Justificadas en el terreno ideológico, las medidas para hacer frente a la emergencia fiscal se vuelven batallas culturales por la soberanía monetaria o hidrocarburífera. El control de las importaciones resultaría en un proteccionismo patriótico que haría realidad el sueño de vivir con lo nuestro, desenganchados de un mundo que se cae a pedazos. El control de operaciones con divisas extranjeras se convirtió en una suerte de corral sin parámetros claros; tarea de la que se encarga la agencia de recaudación de impuestos aunque no sea su competencia. Mientras que Brasil prioriza a su moneda como instrumento de pago y de ahorro y se esfuerza en mantener su inflación verdadera por debajo del 7% anual, Argentina ignora la depreciación gracias a las ficciones que fabrica el Indec.
Sorprende que el Gobierno pretenda que los argentinos acepten el menoscabo de su capacidad de ahorro en un país que desde 1950 tiene la tasa de inflación más alta hasta el presente, sólo superada por Venezuela. Es paradojal que el Gobierno profundice el aislamiento sin hacer caso de los daños que inflinge a un país que necesita de buenas alianzas, nuevos mercados y mayores inversiones.
Ésta es una gestión que contribuye a los cimbronazos de la economía y encuentra en esas coyunturas críticas el fundamento para no reconocer sus propios límites. Sostenida en emergencias inexistentes y decisiones inconsultas, termina creando emergencias reales. Entonces el futuro se torna pura amenaza y acicatea los conflictos sociales al ritmo de las vicisitudes de la economía.
En este escenario que combina los problemas económicos domésticos largamente postergados, con las dificultades que provienen de la crisis económica mundial, el malestar social crece. A las protestas del campo por el alza en los impuestos, las movilizaciones sindicales en contra del ajuste, el rechazo de la oposición al impresentable candidato a procurador general, se sumaron los cacerolazos de las clases medias. Descalificados por el oficialismo por el origen social de sus participantes, se negó que expresaran una protesta legítima contra la inflación, la corrupción, por el derecho al ahorro personal y a la seguridad. Sin embargo, las cacerolas representan la demanda por un horizonte de futuro que no condene al empobrecimiento a los estratos medios poco competitivos ni limite el horizonte de movilidad de los más competitivos. Eso explica también la presencia de jóvenes en la protesta.
Si se tiene en cuenta que un tercio de los beneficiados por la moratoria previsional que no habían aportado -unos 800.000 jubilados-pertenece a la mitad superior del ingreso y que la política de subsidios indiscriminados a las tarifas de los servicios públicos favorece en una proporción elevada a los sectores de ingresos medio alto y alto, tanto más cuanto mayor es el consumo (SEL Consultores), se torna evidente la ambivalencia del Gobierno hacia una sector de la sociedad al que de manera espasmódica trata de conquistar y rechaza.
Pero los cacerolazos no deben confundirnos. No estamos en 1975. Los indicadores macroeconómicos están lejos de reflejar la situación imperante entonces. Tampoco puede evocarse el 2001. Hay margen para realizar los cambios de política necesarios y definir un rumbo que no nos condene al recurrente ciclo de la ilusión y el desencanto. Y ello conlleva una acción estatal previsora, razonada, oportuna y eficaz. Todavía hay tiempo para dejar atrás la improvisación y la impericia de funcionarios poco idóneos. Lo hay para abandonar la fórmula de la decisión, el secreto y la sorpresa, que sólo conduce al mal gobierno y al fracaso.