Un gentleman. La palabra surge una y otra vez cuando hoy se inquiere en Bruselas sobre Mario Monti, a sus 68 años primer ministro in pectore de Italia. Pero también se le adjetiva como serio, riguroso, exquisito, valiente, cariñoso, inteligente, extraordinario, europeísta, tecnócrata, reservado… diríase que él solo agota todas las palabras de encomio del diccionario, que sigue soltando pétalos: íntegro, ecuánime, justo, profesional (muy), humano (muy), capaz (muy), hombre que escucha, pragmático, discreto… Las fuentes son diversas, personas que trabajaron con él, que lo hicieron junto a él, que chocaron con él o que lo observaron desde fuera a lo largo de los 10 años que sirvió en la Comisión Europea como comisario de Mercado Interior, en un primer mandato, y de Competencia, luego, lanzado en ocasiones con celo talibán a empeños de los que no siempre salió triunfante por más que lo que haya quedado en la memoria sean triunfos como los logrados en la liberalización de los duty free de los aeropuertos, el veto al tándem de General Electric con Honeywell o la multa descomunal a Microsoft por abuso de posición dominante.
Incluso Jack Welch —uno de los mayores gestores empresariales del siglo XX, y a quien Monti echó por tierra en 2001 la adquisición de Honeywell por su General Electric, entonces la mayor operación industrial de la historia— le recuerda en sus memorias como “amable, inteligente, aunque formal en exceso”. Cuenta el americano cómo notó en su primera reunión que había una cierta sintonía personal entre ambos y, según la costumbre de Estados Unidos, le ofreció rápidamente el tuteo. “Señor Monti, llámeme Jack, por favor”, le tentó el tiburón. “Le llamaré Jack cuando el asunto esté resuelto”, respondió el comisario. Formal en exceso, quizá, pero “siempre sabe cuál es su sitio”, explica alguien que trabajó con él durante años.
Así que Italia y la Unión Europea deben prepararse para un cambio radical en Roma. Abandonan el escenario las bufonadas, las horrísonas salidas de tono, las chabacanerías innúmeras, policías y ladrones para dejar paso al rigor, la sensatez, el conocimiento, los valores y el porte aristocrático. No en vano en Bruselas también hay quien llama a Monti “el Cardenal”.
El primer Supermario
Ahora etiquetan de “Supermario” a Mario Draghi, gobernador entrante en el Banco Central, pero el original Supermario fue Monti. Aunque ello no evitó que se dejara repetidamente plumas ante el Tribunal de Justicia de la Unión, que desautorizó estruendosamente sus vetos a fusiones cuyos perjudicados tendrán, con el visto bueno del juez Bo Vesterdof, palabras de otro tenor cuando piensen en Monti. Un veterano observador de los vaivenes bruselenses cree que aquellos errores del comisario se debieron a que “en una primera etapa fue presa de funcionarios ayatolás del libre mercado, a los que llamaban Los Pirañas, un grupo que tenía en el despacho una estrella de sheriff con una piraña en medio”. El caso es que, advertidos los fallos, Monti reconvirtió la Dirección General de Competencia. Años después, la sentencia del Tribunal de Luxemburgo sobre Microsoft, dándole la razón en todo, le devolvió la aureola deslumbrante de la que ya no se ha desprendido.
Monti llegó a Bruselas por primera vez como comisario enviado, precisamente por Berlusconi, a la Comisión presidida por Jacques Santer, quien al conocer a su nuevo colega —nacido en Varese, al norte de Milán, a un tiro de piedra de Suiza— le dijo el primer ministro: “Silvio, no me has enviado un italiano, me has enviado un alemán”. Para italiana ya estaba Emma Bonino y hasta a Silvio Berlusconi eso le debió parecer suficiente. El segundo mandato, con Romano Prodi, lo cumplió Monti a petición de Massimo D’Alema, un antiguo comunista. Tal patrocinio desde ambos lados de la fractura ideológica prueba el respeto intelectual que Monti ha sabido granjearse en Italia a lo largo de una vida rigurosa y de trabajo, alejada de la farra política. En estos pasados 17 años de continuas turbulencias, en Roma se ha especulado en alguna ocasión con su entrada en el Gobierno. “A Elsa no le gusta nada Roma”, respondía medio en broma medio en serio, refiriéndose a su mujer, a los que querían tirarle de la lengua.
Ahora Elsa tendrá que aguantar. Quienes les conocen creen que sin la una no existiría el otro. Él mismo, en un discurso pronunciado en Berlín en 2001 con motivo de la entrega del Wolfram Engels Prize, otorgado a adalides del libre mercado, relató sus luchas a brazo partido para acabar con el monopolio de los duty free en los aeropuertos y concluyó su intervención mezclando con sentimiento la infame jerga burocrática de Competencia y su amor a Elsa: “La única posición claramente dominante contra la que no abriré una investigación es la de mi mujer en el mercado relevante de mi vida familiar durante casi 40 años”.
En aquel discurso relató las presiones que varios primeros ministros hicieron sobre Prodi para que abandonara sus planes sobre los duty free, presiones en las que una fuente conocedora del caso incluye una llamada de Bill Clinton. Monti no tembló. “Es un hombre que no tiene miedo ni hace favores”, señala alguien. ¿Y cómo le va a ir de primer ministro? “Tiene todo lo que hace falta en un momento tan difícil. La cuestión es que brillar en Bruselas, donde todo está pautado, no es lo mismo que hacerlo en el Parlamento italiano, donde te pueden partir la boca. No sé qué tipo de garantías tendrá para sobrevivir más de 30 días. Supongo que el presidente Giorgio Napolitano habrá hecho algo”.
Incluso Jack Welch —uno de los mayores gestores empresariales del siglo XX, y a quien Monti echó por tierra en 2001 la adquisición de Honeywell por su General Electric, entonces la mayor operación industrial de la historia— le recuerda en sus memorias como “amable, inteligente, aunque formal en exceso”. Cuenta el americano cómo notó en su primera reunión que había una cierta sintonía personal entre ambos y, según la costumbre de Estados Unidos, le ofreció rápidamente el tuteo. “Señor Monti, llámeme Jack, por favor”, le tentó el tiburón. “Le llamaré Jack cuando el asunto esté resuelto”, respondió el comisario. Formal en exceso, quizá, pero “siempre sabe cuál es su sitio”, explica alguien que trabajó con él durante años.
Así que Italia y la Unión Europea deben prepararse para un cambio radical en Roma. Abandonan el escenario las bufonadas, las horrísonas salidas de tono, las chabacanerías innúmeras, policías y ladrones para dejar paso al rigor, la sensatez, el conocimiento, los valores y el porte aristocrático. No en vano en Bruselas también hay quien llama a Monti “el Cardenal”.
El primer Supermario
Ahora etiquetan de “Supermario” a Mario Draghi, gobernador entrante en el Banco Central, pero el original Supermario fue Monti. Aunque ello no evitó que se dejara repetidamente plumas ante el Tribunal de Justicia de la Unión, que desautorizó estruendosamente sus vetos a fusiones cuyos perjudicados tendrán, con el visto bueno del juez Bo Vesterdof, palabras de otro tenor cuando piensen en Monti. Un veterano observador de los vaivenes bruselenses cree que aquellos errores del comisario se debieron a que “en una primera etapa fue presa de funcionarios ayatolás del libre mercado, a los que llamaban Los Pirañas, un grupo que tenía en el despacho una estrella de sheriff con una piraña en medio”. El caso es que, advertidos los fallos, Monti reconvirtió la Dirección General de Competencia. Años después, la sentencia del Tribunal de Luxemburgo sobre Microsoft, dándole la razón en todo, le devolvió la aureola deslumbrante de la que ya no se ha desprendido.
Monti llegó a Bruselas por primera vez como comisario enviado, precisamente por Berlusconi, a la Comisión presidida por Jacques Santer, quien al conocer a su nuevo colega —nacido en Varese, al norte de Milán, a un tiro de piedra de Suiza— le dijo el primer ministro: “Silvio, no me has enviado un italiano, me has enviado un alemán”. Para italiana ya estaba Emma Bonino y hasta a Silvio Berlusconi eso le debió parecer suficiente. El segundo mandato, con Romano Prodi, lo cumplió Monti a petición de Massimo D’Alema, un antiguo comunista. Tal patrocinio desde ambos lados de la fractura ideológica prueba el respeto intelectual que Monti ha sabido granjearse en Italia a lo largo de una vida rigurosa y de trabajo, alejada de la farra política. En estos pasados 17 años de continuas turbulencias, en Roma se ha especulado en alguna ocasión con su entrada en el Gobierno. “A Elsa no le gusta nada Roma”, respondía medio en broma medio en serio, refiriéndose a su mujer, a los que querían tirarle de la lengua.
Ahora Elsa tendrá que aguantar. Quienes les conocen creen que sin la una no existiría el otro. Él mismo, en un discurso pronunciado en Berlín en 2001 con motivo de la entrega del Wolfram Engels Prize, otorgado a adalides del libre mercado, relató sus luchas a brazo partido para acabar con el monopolio de los duty free en los aeropuertos y concluyó su intervención mezclando con sentimiento la infame jerga burocrática de Competencia y su amor a Elsa: “La única posición claramente dominante contra la que no abriré una investigación es la de mi mujer en el mercado relevante de mi vida familiar durante casi 40 años”.
En aquel discurso relató las presiones que varios primeros ministros hicieron sobre Prodi para que abandonara sus planes sobre los duty free, presiones en las que una fuente conocedora del caso incluye una llamada de Bill Clinton. Monti no tembló. “Es un hombre que no tiene miedo ni hace favores”, señala alguien. ¿Y cómo le va a ir de primer ministro? “Tiene todo lo que hace falta en un momento tan difícil. La cuestión es que brillar en Bruselas, donde todo está pautado, no es lo mismo que hacerlo en el Parlamento italiano, donde te pueden partir la boca. No sé qué tipo de garantías tendrá para sobrevivir más de 30 días. Supongo que el presidente Giorgio Napolitano habrá hecho algo”.