Por Norma Giarracca *
El 19 y 20 de diciembre de 2001, el país se conmovió con un acto de desobediencia civil al gobierno nacional que movió los cimientos de la organización política. Duró semanas y quedaron puras rememoraciones, los lamentos e impotencia por los más de 40 asesinados sin justicia y cierta nostalgia cuando se pasa por esas estaciones de tren ahora vacías o con individuos resignados y obedientes. A lo largo de estos años hemos ensayado comprensiones precarias acerca de lo efímero del fenómeno, de la falta de “apuesta al acontecimiento” por parte de sus protagonistas (como diría Alain Badiou), del papel de los que lo consideraron una acción “apolítica” y quisieron darle “dirección política”, de la necesidad de no olvidar a los muertos (muchos de ellos apenas adolescentes y niños)… Este año nos preguntamos, por un lado, cómo fue posible ese cambio del radical “que se vayan todos” al apoyo en la ciudad a un proyecto de derecha como el del PRO. Y en segundo lugar, si esos días rebeldes perduran en la memoria colectiva de la ciudad o se perdieron para siempre.
Muchos dirán que la gestión del PRO “transformó la ciudad”, y es cierto, lo que logró este partido hubiese sido la envidia de Osvaldo Cacciatore (1976-1982), el intendente de la dictadura. Los modos utilizados por el “Haciendo Buenos Aires” tienen muchos rasgos de las actividades extractivas que devastan, despojan, contaminan y transgreden territorios. El abogado ambientalista Enrique Viale acuñó para la ciudad el concepto de extractivismo urbano, que junto al que propone Gabriela Massuh en El robo de Buenos Aires, “urbicidio” (genocidio de historias, tradiciones, del alma de la ciudad), pueden acercarnos a comprender los senderos de esta transformación porteña dentro de la matriz de un economicismo salvaje que pone como supremo objetivo la valorización del suelo y el capitalismo de amigos.
Esta ciudad de hoy comienza a expresar la marca del sector social que la gobierna: bajo el dispositivo del miedo, las plazas se enrejan, se prefiere vivir en torres que destruyen los barrios de casas bajas, se promueven la fragmentación y discriminación social, se controla y reprime a los sectores populares y se castiga con juicios penales millonarios a quienes se oponen democráticamente a sus políticas de demolición del patrimonio cultural. Pero los porteños mayoritariamente votan al PRO, están conformes, y cuando salen masivamente a protestar no es contra esta gestión, sino que lo hacen acompañados por Cecilia Pando y por muchos que quieren matar a los “pibes chorros”. Se logró instalar el miedo al espacio público, a pisar el suelo, a encontrarse con un otro desconocido y amenazante. ¿Cómo lo lograron?
La derecha argentina, nueva derecha que ya no mira a Europa sino a Miami, percibió que los porteños sufrieron una gran desilusión después de “jugarse” por una alternativa al menemismo eligiendo mayoritariamente a la Alianza que soñaban “progresista”. Esas usinas de asesores, consultores, publicistas apostaron, con la oportunidad del primer triunfo electoral ajustado de Mauricio Macri, a la configuración de un “porteño nuevo” funcional a sus necesidades. Se buscó dejar atrás al complejo sujeto, mezcla de cajetillas europeizados y cultos, inmigrantes del sur de Europa que preferían la casa con veredas propias al departamento de altura y esos criollos “envalentonados” por el peronismo que pedían la urbanización de las villas miseria que acogían lo mejor de la Iglesia Católica. De toda esta mezcla, durante décadas hubo una coexistencia en la que el resultado general fue una ciudad con porteños que seducían al visitante porque amaban sus barrios, el rincón del potrero en cada plaza abierta, que –asistieran o no– tenían al Colón como el punto de llegada de la excelencia, veneraban la ópera, el tango, sin que dejaran de hacer sonar el chamamé o los Beatles. Por el contrario, el PRO configuró ciudadanos miedosos que apoyan las plazas enjauladas, la demolición de los edificios antiguos, la vivienda de altura, el rechazo a que se otorguen servicios públicos a esa población oscura que hoy se mezcla con la inmigración de bolivianos y paraguayos… Eso sí, que anden en bicicleta, con el auto de alta gama en el garaje o con la aspiración tenaz de tenerlo y la infantilizada creencia de que eso es posible con ellos gobernando.
Pero aún Buenos Aires huele a asambleas barriales en algunas plazas, en algunas estaciones de trenes, en las ferias orgánicas, con los pibes insistiendo con la buena música popular, asistiendo al “gallinero” del Colón o a la casa convertida en teatro independiente. La rebeldía es posible mientras haya porteños que en asociaciones barriales o en las comunas intentan frenar “el robo de la ciudad” y gritan “basta de demoler” (hoy, por ejemplo, por la villa Roccatagliata en Coghlan) o de hacer negocios con los adoquines de la calle Juramento. Usan estéticas diferentes a las de 2001, se expresan con otros lenguajes pero, mientras perduren y se profundicen, el 19 y 20 de diciembre porteño está latente y no es simplemente pasado.
* Socióloga, Instituto Gino Germani, UBA.