En aquel entonces debía tener un motorcito propio para atender el estudio junto al Pelado Ortega Peña, mantener a pulmón una revista semanal, rolar dando charlas por donde se le requiriera, seguir en la profesión y jamás dejar de estudiar o de escribir.
Lo reconocían propios y extraños. Tan era así que la dictadura lo privó de sus derechos ciudadanos e incautó su patrimonio. Una suerte de muerte civil.Fue al exilio, luchó siempre por los derechos humanos. Se constituyó en una referencia, un anfitrión y un cicerone para Madres y Abuelas que salían de la Argentina, por primera vez casi todas, para hacer conocer las tropelías del terrorismo de Estado.
Fue también juez, periodista. En 2003 Néstor Kirchner lo designó secretario de Derechos Humanos, cargo que ejerció hasta ayer. El ex presidente lo eligió con la perspicacia simbólica que lo movió a proponer a Eugenio Raúl Zaffaroni como integrante de la Corte Suprema, en reemplazo de Julio Nazareno. Trayectorias de enorme coherencia, representatividad ganada como defensores de valores innegociables. Iconos, sin quererlo acaso. Y ¿por qué no decirlo?, al nombrarlos Kirchner añadía un bonus: el desafío a la cerril derecha argentina que sólo les reservaba la excomunión.
Terminó su carrera como funcionario. Seguramente no lo hubiera imaginado años antes. Agradecía a la vida haberle dado la posibilidad de llegar a ese cargo y de vivir las circunstancias que transcurrieron desde 2003. Secretario de Derechos Humanos en la etapa en que puso fin a las leyes de la impunidad, casi nada.
Fue un intelectual voraz y polígrafo. Un historiador con las antenas siempre alertas. Hasta en los años más recientes le robaba horas al sueño para seguir escribiendo.
Hombre de convicciones firmes, tenía dotes de componedor. Debió ponerlas a prueba cotidianamente en la Secretaría. Es que los objetivos comunes y formidables de los organismos de derechos humanos no son un obstáculo para la existencia de internas y resquemores. Sabía conciliar, se hacía querer.
Era un buen conversador. Lo adornaban una sonrisa amplia, el sentido del humor que suele embellecer la inteligencia, condimentado con una socarronería digna de mención.
En los 70 resultaba el Eduardo Duhalde más conocido. Con el regreso de la democracia, tomó estado público un tocayo muy conocido: Eduardo Alberto Duhalde, quien fuera gobernador bonaerense, vicepresidente y presidente. En los círculos de iniciados cundió la costumbre, tan burlona como certera, de motejar Duhalde, el bueno a Eduardo Luis. Lo era, aunque tenía espolones.
El cronista lo miraba de abajo en los primeros 70, apenas recibido de abogado. Subrayaba los libros, lo escuchó n veces. Después pudo conocerlo personalmente, más de cerca. El bronce sonreía, era el mismo tipo. Siempre fue el mismo, comentaron ayer Estela Carlotto y Esteban Righi, que lo conocieron mucho.
Cuando se recorren tantos espineles, durante décadas, se acumulan polémicas, cuestionamientos. La gestión pública es fértil en ese sentido. Nadie escapa a eso, nadie está de acuerdo permanente con nadie durante, digamos, medio siglo. Pero el promedio, la trayectoria lo colocan siempre de un mismo lado: batallando, dispuesto a propagar sus ideas.
En tiempos encalmados (los actuales lo son aunque usted no lo crea) cualquier cacatúa hace alarde de coraje o de pertenencia. Muchos se colocan en el primer lugar de la fila, pese a haber llegado un ratito antes. Eduardo Luis Duhalde era un ejemplo polarmente distinto. Luchador, militante popular, perseguido y odiado por dos dictaduras, consecuente del principio al fin. Lo suyo se edificó en décadas, con variantes porque la historia nacional las tuvo, pero sin claudicaciones.
Se fue respetado y querido. Se lo ganó palmo a palmo. Difícil reemplazar personajes así, imposible olvidarlos o dejar de agradecerles, así sea en unas pocas líneas.
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