El presidente escribe para The Economist acerca de cuatro áreas cruciales de trabajo inacabado en materia de política económica que su sucesor deberá enfrentar
Autor: Barack Obama
Mucho de ese descontento se debe a temores que no son de naturaleza económica. Los sentimientos anti inmigrantes, anti mejicanos, anti musulmanes, anti refugiados, expresados hoy por algunos compatriotas, son el eco de sacudones del pasado.
Traducción de Alejandro Garvie
En estos días, dondequiera que vaya, en casa o en el extranjero, la gente me pregunta que es está pasando con el sistema político norteamericano. ¿Cómo puede ser que un país que se ha beneficiado –tal vez más que ningún otro– de la inmigración, el comercio y la innovación, súbitamente ha desarrollado una tendencia anti inmigratoria, anti innovación y proteccionista? ¿Por qué algunos de la extrema izquierda y muchos más de la extrema derecha se abrazan a un populismo que promete un regreso al pasado imposible de restaurar, inexistente para la mayoría de los norteamericanos?
Es cierto que existe alguna ansiedad respecto de las fuerzas de la globalización, inmigración, tecnología, incluso del cambio mismo, que se ha apoderado del país. No es nuevo ni diferente a un descontento extendido por el mundo, a menudo expresado como escepticismo hacia las instituciones internacionales y acuerdos de comercio e inmigración. Puede verse en la reciente decisión de Gran Bretaña de abandonar la Unión Europea y el surgimiento de partidos populistas alrededor del mundo.
Mucho de ese descontento se debe a temores que no son de naturaleza económica. Los sentimientos anti inmigrantes, anti mejicanos, anti musulmanes, anti refugiados, expresados hoy por algunos compatriotas, son el eco de sacudones del pasado –la Alien and Sedition Acts de 1798, la Know-Nothings de mediados de 1800s, el sentimiento anti asiático de fines del siglo XIX y principios del XX–, y otros momentos en que se les dijo a los norteamericanos que podían restaurar la gloria pasada tan sólo poniendo bajo control a algún grupo o conjunto de ideas que amenazaban al país. Superamos esos miedos y volveremos a hacerlo.
Pero parte de ese descontento tiene su origen en preocupaciones legítimas acerca de las fuerzas económicas de largo plazo. Décadas de productividad declinante y creciente desigualdad han resultado en un lento crecimiento para las familias de medios o bajos ingresos. La globalización y la automación han debilitado la posición de trabajadores y su habilidad para asegurarse un salario decente. Demasiados físicos e ingenieros en potencia gastan sus carreras colocando su dinero en el sector financiero, en vez de aplicar su talento para innovar en la economía real. Y la crisis financiera de 2008 sólo parece haber incrementado el aislamiento de las corporaciones y las elites, que muy a menudo parecen vivir bajo unas reglas que son diferentes a las de los ciudadanos comunes.
Entonces, no debería extrañar la receptividad al argumento de que la partida está amañada. Pero en medio de esta frustración entendible, en parte alentada por políticos a los que les interesa agravar el problema antes que solucionarlo, es importante recordar que el capitalismo ha sido el motor más grande de prosperidad y oportunidad jamás conocido en la historia del mundo.
En los últimos 25 años, la proporción de personas que viven en la pobreza extrema ha pasado del 40 por ciento al 10 por ciento. El año pasado, los hogares norteamericanos dispusieron de la mayor ganancia de ingresos registrado y el índice de pobreza cayó más rápido que en cualquier momento desde la década de 1960. Los salarios se elevaron más rápido en términos reales durante este ciclo de negocios, comparado con cualquier otro momento desde la década de 1970. Estas ganancias no hubieran sido posibles sin la globalización y la transformación tecnológica que generan parte de la ansiedad que está detrás de nuestro debate político actual.
Esta es la paradoja que define nuestro mundo de hoy. El mundo es más próspero que nunca, así todo, nuestras sociedades están signadas por la incertidumbre y la ansiedad. Entonces tenemos una elección: replegarse a un viejo esquema de economía cerrada o acelerar, reconociendo la desigualdad que puede acarrear consigo la globalización, mientras nos comprometemos a que la economía global funcione mejor para todos y no sólo para los que están arriba.
Una fuerza para el bien
El ansia de lucro puede ser una fuerza ponderosa para el bien común, llevando a las empresas a crear productos que se consumen ávidamente o motivando a los bancos a prestar a los negocios florecientes. Pero, por sí sola, no nos guiará a compartir ampliamente la prosperidad y el crecimiento. Los economistas han reconocido largamente que los mercados, dejados a sus propios mecanismos pueden fallar. Esto puede ocurrir por las tendencias al monopolio y a la búsqueda de beneficio que este diario ha documentado (The Economist n del t.) y al fracaso de los negocios en considerar el impacto de sus decisiones sobre los demás a través de la contaminación, la manera en las que la disparidad de información deja en situación de vulnerabilidad a los consumidores ante productos peligrosos, o la salud pública excesivamente cara.
Fundamentalmente, un capitalismo forjado por unos pocos e inexplicable para la mayoría es una amenaza para todos. Las economías son más exitosas cuando cerramos la brecha entre los ricos y los pobres y cuando se ensancha la base del crecimiento. Un mundo en el que el uno por ciento de la humanidad controla tanta riqueza como el otro 99 por ciento nunca será estable. La brecha entre ricos y pobres no es novedosa, pero del mismo modo en que un niño puede ver desde su casilla el rascacielos cercano, la tecnología permite que cualquiera, con un teléfono inteligente, pueda ver cómo viven los más privilegiados. Las expectativas crecen más aprisa que las posibilidades de los gobiernos y una penetrante sensación de injusticia mina la fe de la gente en el sistema. Sin confianza, el capitalismo y los mercados no pueden seguir entregando las ganancias que han provisto en las centurias pasadas.
Esta paradoja entre progreso y peligro se ha ido construyendo durante décadas. Al mismo tiempo que estoy orgullosos de lo que mi Administración ha logrado en los últimos ocho años, siempre he reconocido que la tarea de perfeccionar nuestra unión llevará mucho más tiempo. La presidencia es una carrera de postas que requiere de cada uno de nosotros nuestra parte para acercar al país a sus más altas aspiraciones. ¿Qué le espera, entonces, a mi sucesor de aquí en más?
El progreso requiere el reconocimiento de que la economía norteamericana es un mecanismo enormemente complicado. Pueden sonar interesantes reformas radicales en lo abstracto, tales como desmantelar los grandes bancos o establecer tarifas de importación prohibitivas, pero la economía no es una abstracción.
En vez, el pleno restablecimiento de la fe en una economía en donde los trabajadores norteamericanos pueden progresar requiere enfrentar cuatro desafíos estructurales: promover el crecimiento de la productividad, combatir la creciente desigualdad, asegurar que quien quiera un trabajo pueda conseguirlo y construir una economía resistente, lista para el crecimiento futuro.
Restableciendo el dinamismo económico
En años recientes hemos asistido a avances tecnológicos increíbles en internet, servicios y dispositivos de banda ancha, inteligencia artificial, robótica, materiales de avanzada, progresos en eficiencia energética y medicina personalizada. Pero mientras estas innovaciones han cambiado vidas, aún no han promovido medidas para el crecimiento de la productividad.
En la década pasada, los EE.UU. ha disfrutado del más rápido crecimiento de la productividad del G7, pero se ha enlentecido en casi todas las economías desarrolladas. Sin una economía en crecimiento rápido será imposible generar los salarios que quiere la gente, más allá de cómo se reparta el pastel.
La mayor causa de la reciente desaceleración de la productividad ha sido el recorte de la inversión pública y privada, originada en parte, por la resaca de la última crisis financiera. Pero también ha sido causada por restricciones auto impuestas: una ideología anti impuestos que rechaza toda fuente de financiamiento público; una obsesión por los déficits a expensas de diferir las cuentas del mantenimiento que estamos heredando a nuestro hijos, particularmente en infraestructura; y un sistema político tan partisano que las ideas antes bipartisanas acerca de cómo arreglar un puente o un aeropuerto no tienen posibilidades de éxito.
También podríamos ayudar a la inversión privada y a la innovación con una reforma tributaria que redujera los costos legales y tecnicismos, y con inversión pública en investigación básica y desarrollo. Políticas focalizadas en la educación son críticas, tanto para aumentar el crecimiento económico como para asegurar que sea ampliamente compartido. Esto incluye desde promover el fondeo para la educación preescolar al mejoramiento de las escuelas secundarias, haciendo la preparatoria más accesible, y expandiendo el entrenamiento en empleos de alta calidad.
Elevar la productividad y los salarios también depende de crear un conjunto de reglas de comercio global. Mientras algunas comunidades han sufrido debido a la competencia extranjera, el comercio ha ayudado más de lo que ha dañado. Las exportaciones nos han ayudado a salir de la recesión. Las firmas norteamericanas que exportan pagan a sus asalariados un 18 por ciento más que las que no exportan, de acuerdo a un reporte de mi Consejo de Asesores Económicos. De modo que continuaré bregando para que el Congreso apruebe la Trans-Pacific Partnership y concluya la Transatlantic Trade and Investment Partnership con la Unión Europea. La legislación y la intensificación de los acuerdos comerciales ampliarán el horizonte tanto para los trabajadores como para los empresarios.
A la par de la desaceleración de la productividad, la desigualdad creció en la mayoría de las economías desarrolladas, y en forma más pronunciada en los EE.UU. En 1979, el uno por ciento de las familias norteamericanas recibían el 7 por ciento del ingreso, libre de impuestos. Hacia el año 2007, esa porción se elevó al 17 por ciento. Esto desafía la propia esencia de lo que los norteamericanos somos como pueblo.
No envidiamos el éxito, aspiramos a él y admiramos a quienes lo han alcanzado. De hecho, hemos aceptado a menudo más desigualdad que otras naciones porque estamos convencidos que con el trabajo duro, podemos mejorar nuestra propia posición y vigilar que nuestros hijos lo hagan aún mejor.
Tal como dijera Abraham Lincoln, “en tanto no proponemos ninguna guerra al capital, deseamos se le permita al hombre más humilde una oportunidad igual para ser rico con todos los demás”. Ese es el problema con la creciente desigualdad –disminuye la movilidad ascendente–. Hace que los peldaños de arriba y de abajo de la escalera sean más “pegajosos” siendo más duro subir o caer de la cima.
Los economistas han listado varias causas de la desigualdad: tecnología, educación, globalización, debilidad sindical y un salario mínimo en retroceso. Hemos hecho progresos significativos en estos frentes. Pero creo que los cambios en la cultura y los valores han jugado un gran papel. En el pasado, las diferencias salariales entre los ejecutivos y los trabajadores estaban limitadas por una mayor interacción social entre empleados de todas las jerarquías: en la iglesia, en las escuelas de sus hijos y en organizaciones civiles. Por esta razón los CEOs llevaban a sus casas entre veinte y treinta veces más que el salario promedio de un trabajador. La reducción o eliminación de estas limitaciones es la razón que explica por qué un CEO en la actualidad gana 250 veces más.
Las economías son más exitosas cuando cerramos la brecha entre ricos y pobres y el crecimiento es distribuido ampliamente. Este nos sólo un argumento moral. Las investigaciones muestran que el crecimiento es más frágil y las recesiones más frecuentes en países con mayor desigualdad. La concentración de la riqueza significa menor consumo de las mayorías que impulsa los mercados económicos.
Norteamérica ha demostrado que el progreso es posible. El año pasado, los ingresos de los hogares medios y bajos aumentaron más que los de ingresos altos. Bajo mi Administración, habremos impulsado el ingreso de las familias del último quintil en un 17 por ciento, para el 2017, al tiempo que aumentamos los impuestos promedio de los hogares que ganan más de U$ 8 millones al año –la cima del 0,1 por ciento– en casi 7 puntos, basado en cálculos del Departamento del Tesoro. Mientras que el uno por ciento superior de las familias hoy tributa más, los cambios impositivos realizados durante mi Administración han incrementado la porción de ingreso que recibe el resto de las familias, en más de lo que previas administraciones han hecho desde, al menos 1960.
Aun así, estos esfuerzos se quedan cortos. En el futuro, necesitaremos ser más agresivos en tomar medidas que den marcha atrás con décadas de crecimiento de la desigualdad. Los sindicatos deberían jugar un papel central. Ellos ayudan a que los trabajadores consigan una mejor tajada de pastel pero deben ser más flexibles para adaptarse a la competencia global. Aumentar el salario mínimo federal, expandir el crédito por ingreso del trabajo para trabajadores sin hijos, limitando las exenciones impositivas para hogares de altos ingresos, advirtiendo a los colegios que no dejen afuera a estudiantes empeñosos y asegurando a hombres y mujeres que recibirán igual paga por igual trabajo nos ayudará, también, a movernos en la dirección correcta.
Una economía exitosa también depende de oportunidades significativas de trabajo para todo aquel que busca un empleo. Norteamérica ha enfrentado un largo período de declinación en la participación del empleo entre los trabajadores en la plenitud de sus vidas. En 1953, solo el 3 por ciento de los hombres entre los 25 y 54 años de edad estaban fuera del mercado de trabajo. Hoy, el 12 por ciento. En 1999, el 23 por ciento de las mujeres en esas mismas condiciones estaba fuera del mercado laboral. Hoy, 26 por ciento. La gente que ingresa o reingresa al mercado de trabajo en una economía robustecida ha compensado el envejecimiento y el retiro de los “baby-boomers” desde fines del 2013, estabilizando la participación en el ingreso pero sin revertir la tendencia adversa de largo plazo.
El desempleo involuntario tiene una cuota en la satisfacción respecto de la vida, la autoestima, la salud física y la mortalidad. Está, además, relacionado al devastador aumento en el abuso de drogas y asociado al aumento de muertes por sobredosis y suicidios entre los jóvenes sin educación secundaria, el grupo cuya participación en la fuerza de trabajo ha caído más drásticamente.
Hay muchas maneras de mantener el empleo de los norteamericanos en tiempos difíciles. Esto incluye el seguro de desempleo para trabajadores que no consiguen un trabajo nuevo que pague tanto como el antiguo. Aumentar el acceso a colegios de alta calidad, a modelos de entrenamiento laboral y ayudar a encontrar nuevos trabajos, ayudaría. Del mismo modo, ampliando el seguro de desempleo a más trabajadores. Días pagos por enfermedad, mayor acceso al cuidado y al aprendizaje temprano de los niños, agregarán flexibilidad tanto para empleados como para empleadores. Reformas a nuestro sistema de justicia penal y mejoras para el reingreso al mercado laboral, que tienen consenso bipartidario, también incrementarían la participación, de ser aprobadas.
Construyendo cimientos robustos
Por último, la crisis financiera subrayó dolorosamente la necesidad de una economía más sólida, que crezca en forma sustentable sin saquear el futuro en beneficio del presente. No debería existir ninguna duda que un mercado libre solo prospera cuando existen reglas para protegernos de las fallas sistémicas y asegurar la competencia justa.
Las reformas a Wall Street, posteriores a la crisis, han hecho más estable nuestro sistema financiero y sustentable para el crecimiento de largo plazo, incluyendo más capital para los bancos norteamericanos, menos dependencia de los capitales de corto plazo y mejor supervisión para un rango de instituciones y mercados. Las grandes instituciones financieras de nuestro país ya no consiguen fondos tan fácilmente como antes, evidenciando que el mercado entiende que ya no son más “demasiado grandes para caer”. Y creamos el primer organismo de control de su clase –el Consumer Financial Protection Bureau– para mantener la responsabilidad de las instituciones financieras de modo que los clientes pueden honrar sus deudas con reglas claras.
Aun con todos estos progresos, segmentos del sistema financiero paralelo todavía presentan vulnerabilidades y el sistema de financiación de vivienda no ha sido reformado. Esto debería ser un argumento para construir sobre lo ya hecho, no deshacerlo. Y aquellos que deberían levantarse en defensa de más reformas ignoran, demasiado a menudo, el progreso que hemos hecho. Prefieren condenar el sistema como un todo. Los norteamericanos deberían debatir cómo construir mejor con estas reglas, negar el progreso nos deja más vulnerables.
Deberíamos hacer algo también para prepararnos ante nuevos shocks negativos, antes de que ocurran. Con las bajas tasas de interés actuales, la política fiscal debe jugar un papel más grande en el combate de futuras caídas; la política monetaria no debería soportar toda la carga de estabilizar nuestra economía. Desafortunadamente, la buena economía puede ser invalidada por la mala política. Mi Administración aseguró mucha más expansión fiscal de lo apreciado para recuperarnos de la crisis –más de una docena de leyes proveyeron U$D 1.4 billones de apoyo económico entre 2009 y 2012– pero luchar en el Congreso por cada una de estas medidas de sentido común insumió una energía sustancial. No obtuve algunas de las expansiones que perseguía y el Congreso forzó la austeridad sobre la economía de forma prematura, bajo la amenaza de una cesación de pagos de deuda histórica. Mis sucesores no deberán pelear por medidas de emergencia en tiempos de necesidad. En vez, el apoyo para las familias más castigadas y para la economía, como el seguro de desempleo, debería surgir automáticamente.
Mantener la disciplina fiscal en tiempos de bonanza para poder sostener la economía en tiempos de necesidad y honrar los compromisos a largo plazo con nuestros ciudadanos es vital.
Finalmente, el crecimiento económico sustentable requiere abordar el cambio climático. En los últimos cinco años, la noción de trade-off entre aumentar el crecimiento y reducir emisiones no ha sido dejado de lado. EE.UU. redujo sus emisiones en el sector energético un 6 por ciento, aun así la economía ha crecido un 11 por ciento. El progreso en los EE.UU. también ha ayudado a catalizar el histórico acuerdo de Paris sobre el clima, lo que presenta la mejor oportunidad para salvar el planeta para las futuras generaciones.
Una esperanza para el futuro
El Sistema político norteamericano puede ser frustrante. Créanme, lo sé. Pero ha sido la fuente de más de dos siglos de progreso económico y social. El progreso de los ocho años pasados también debería dar alguna medida de esperanza al mundo. A pesar de toda división y discordia, se ha prevenido una Segunda Gran Depresión. El sistema financiero se estabilizó sin que les costara a los contribuyentes un centavo, y la industria automotriz rescatada. Promulgué el más amplio estímulo fiscal, más que el del New Deal establecido por el Presidente Roosevelt y supervise la reescritura más exhaustiva de las reglas del sistema financiero desde 1930, del mismo modo que reformé la asistencia sanitaria e introduje nuevas reglas que redujeron las emisiones contaminantes de automóviles y usinas de energía.
El resultado es claro: una economía con crecimiento más durable; quince millones de empleos nuevos en el sector privado, desde comienzos del 2010; salaries en alza; pobreza en disminución y el inicio del retroceso de la desigualdad; veinte millones de norteamericanos con seguro de salud, en tanto los costos en salud crecen a la menor tasa de los últimos 50 años; déficits anuales reducidos en casi tres cuartas partes y declinación de las emisiones de carbón.
Para todo el trabajo que resta, nuevos cimientos se han sentado. Un futuro está por escribirse. Debe ser uno en el que el crecimiento económico no sólo sea sustentable sino compartido. Para alcanzarlo Norteamérica debe permanecer comprometida a trabajar con todas las naciones para construir Fuertes y prósperas economías para nuestros ciudadanos de las generaciones venideras.
Link http://www.economist.com/news/ briefing/21708216-americas- president-writes-us-about- four-crucial-areas-unfinished- business-economic
Autor: Barack Obama
Mucho de ese descontento se debe a temores que no son de naturaleza económica. Los sentimientos anti inmigrantes, anti mejicanos, anti musulmanes, anti refugiados, expresados hoy por algunos compatriotas, son el eco de sacudones del pasado.
Traducción de Alejandro Garvie
En estos días, dondequiera que vaya, en casa o en el extranjero, la gente me pregunta que es está pasando con el sistema político norteamericano. ¿Cómo puede ser que un país que se ha beneficiado –tal vez más que ningún otro– de la inmigración, el comercio y la innovación, súbitamente ha desarrollado una tendencia anti inmigratoria, anti innovación y proteccionista? ¿Por qué algunos de la extrema izquierda y muchos más de la extrema derecha se abrazan a un populismo que promete un regreso al pasado imposible de restaurar, inexistente para la mayoría de los norteamericanos?
Es cierto que existe alguna ansiedad respecto de las fuerzas de la globalización, inmigración, tecnología, incluso del cambio mismo, que se ha apoderado del país. No es nuevo ni diferente a un descontento extendido por el mundo, a menudo expresado como escepticismo hacia las instituciones internacionales y acuerdos de comercio e inmigración. Puede verse en la reciente decisión de Gran Bretaña de abandonar la Unión Europea y el surgimiento de partidos populistas alrededor del mundo.
Mucho de ese descontento se debe a temores que no son de naturaleza económica. Los sentimientos anti inmigrantes, anti mejicanos, anti musulmanes, anti refugiados, expresados hoy por algunos compatriotas, son el eco de sacudones del pasado –la Alien and Sedition Acts de 1798, la Know-Nothings de mediados de 1800s, el sentimiento anti asiático de fines del siglo XIX y principios del XX–, y otros momentos en que se les dijo a los norteamericanos que podían restaurar la gloria pasada tan sólo poniendo bajo control a algún grupo o conjunto de ideas que amenazaban al país. Superamos esos miedos y volveremos a hacerlo.
Pero parte de ese descontento tiene su origen en preocupaciones legítimas acerca de las fuerzas económicas de largo plazo. Décadas de productividad declinante y creciente desigualdad han resultado en un lento crecimiento para las familias de medios o bajos ingresos. La globalización y la automación han debilitado la posición de trabajadores y su habilidad para asegurarse un salario decente. Demasiados físicos e ingenieros en potencia gastan sus carreras colocando su dinero en el sector financiero, en vez de aplicar su talento para innovar en la economía real. Y la crisis financiera de 2008 sólo parece haber incrementado el aislamiento de las corporaciones y las elites, que muy a menudo parecen vivir bajo unas reglas que son diferentes a las de los ciudadanos comunes.
Entonces, no debería extrañar la receptividad al argumento de que la partida está amañada. Pero en medio de esta frustración entendible, en parte alentada por políticos a los que les interesa agravar el problema antes que solucionarlo, es importante recordar que el capitalismo ha sido el motor más grande de prosperidad y oportunidad jamás conocido en la historia del mundo.
En los últimos 25 años, la proporción de personas que viven en la pobreza extrema ha pasado del 40 por ciento al 10 por ciento. El año pasado, los hogares norteamericanos dispusieron de la mayor ganancia de ingresos registrado y el índice de pobreza cayó más rápido que en cualquier momento desde la década de 1960. Los salarios se elevaron más rápido en términos reales durante este ciclo de negocios, comparado con cualquier otro momento desde la década de 1970. Estas ganancias no hubieran sido posibles sin la globalización y la transformación tecnológica que generan parte de la ansiedad que está detrás de nuestro debate político actual.
Esta es la paradoja que define nuestro mundo de hoy. El mundo es más próspero que nunca, así todo, nuestras sociedades están signadas por la incertidumbre y la ansiedad. Entonces tenemos una elección: replegarse a un viejo esquema de economía cerrada o acelerar, reconociendo la desigualdad que puede acarrear consigo la globalización, mientras nos comprometemos a que la economía global funcione mejor para todos y no sólo para los que están arriba.
Una fuerza para el bien
El ansia de lucro puede ser una fuerza ponderosa para el bien común, llevando a las empresas a crear productos que se consumen ávidamente o motivando a los bancos a prestar a los negocios florecientes. Pero, por sí sola, no nos guiará a compartir ampliamente la prosperidad y el crecimiento. Los economistas han reconocido largamente que los mercados, dejados a sus propios mecanismos pueden fallar. Esto puede ocurrir por las tendencias al monopolio y a la búsqueda de beneficio que este diario ha documentado (The Economist n del t.) y al fracaso de los negocios en considerar el impacto de sus decisiones sobre los demás a través de la contaminación, la manera en las que la disparidad de información deja en situación de vulnerabilidad a los consumidores ante productos peligrosos, o la salud pública excesivamente cara.
Fundamentalmente, un capitalismo forjado por unos pocos e inexplicable para la mayoría es una amenaza para todos. Las economías son más exitosas cuando cerramos la brecha entre los ricos y los pobres y cuando se ensancha la base del crecimiento. Un mundo en el que el uno por ciento de la humanidad controla tanta riqueza como el otro 99 por ciento nunca será estable. La brecha entre ricos y pobres no es novedosa, pero del mismo modo en que un niño puede ver desde su casilla el rascacielos cercano, la tecnología permite que cualquiera, con un teléfono inteligente, pueda ver cómo viven los más privilegiados. Las expectativas crecen más aprisa que las posibilidades de los gobiernos y una penetrante sensación de injusticia mina la fe de la gente en el sistema. Sin confianza, el capitalismo y los mercados no pueden seguir entregando las ganancias que han provisto en las centurias pasadas.
Esta paradoja entre progreso y peligro se ha ido construyendo durante décadas. Al mismo tiempo que estoy orgullosos de lo que mi Administración ha logrado en los últimos ocho años, siempre he reconocido que la tarea de perfeccionar nuestra unión llevará mucho más tiempo. La presidencia es una carrera de postas que requiere de cada uno de nosotros nuestra parte para acercar al país a sus más altas aspiraciones. ¿Qué le espera, entonces, a mi sucesor de aquí en más?
El progreso requiere el reconocimiento de que la economía norteamericana es un mecanismo enormemente complicado. Pueden sonar interesantes reformas radicales en lo abstracto, tales como desmantelar los grandes bancos o establecer tarifas de importación prohibitivas, pero la economía no es una abstracción.
En vez, el pleno restablecimiento de la fe en una economía en donde los trabajadores norteamericanos pueden progresar requiere enfrentar cuatro desafíos estructurales: promover el crecimiento de la productividad, combatir la creciente desigualdad, asegurar que quien quiera un trabajo pueda conseguirlo y construir una economía resistente, lista para el crecimiento futuro.
Restableciendo el dinamismo económico
En años recientes hemos asistido a avances tecnológicos increíbles en internet, servicios y dispositivos de banda ancha, inteligencia artificial, robótica, materiales de avanzada, progresos en eficiencia energética y medicina personalizada. Pero mientras estas innovaciones han cambiado vidas, aún no han promovido medidas para el crecimiento de la productividad.
En la década pasada, los EE.UU. ha disfrutado del más rápido crecimiento de la productividad del G7, pero se ha enlentecido en casi todas las economías desarrolladas. Sin una economía en crecimiento rápido será imposible generar los salarios que quiere la gente, más allá de cómo se reparta el pastel.
La mayor causa de la reciente desaceleración de la productividad ha sido el recorte de la inversión pública y privada, originada en parte, por la resaca de la última crisis financiera. Pero también ha sido causada por restricciones auto impuestas: una ideología anti impuestos que rechaza toda fuente de financiamiento público; una obsesión por los déficits a expensas de diferir las cuentas del mantenimiento que estamos heredando a nuestro hijos, particularmente en infraestructura; y un sistema político tan partisano que las ideas antes bipartisanas acerca de cómo arreglar un puente o un aeropuerto no tienen posibilidades de éxito.
También podríamos ayudar a la inversión privada y a la innovación con una reforma tributaria que redujera los costos legales y tecnicismos, y con inversión pública en investigación básica y desarrollo. Políticas focalizadas en la educación son críticas, tanto para aumentar el crecimiento económico como para asegurar que sea ampliamente compartido. Esto incluye desde promover el fondeo para la educación preescolar al mejoramiento de las escuelas secundarias, haciendo la preparatoria más accesible, y expandiendo el entrenamiento en empleos de alta calidad.
Elevar la productividad y los salarios también depende de crear un conjunto de reglas de comercio global. Mientras algunas comunidades han sufrido debido a la competencia extranjera, el comercio ha ayudado más de lo que ha dañado. Las exportaciones nos han ayudado a salir de la recesión. Las firmas norteamericanas que exportan pagan a sus asalariados un 18 por ciento más que las que no exportan, de acuerdo a un reporte de mi Consejo de Asesores Económicos. De modo que continuaré bregando para que el Congreso apruebe la Trans-Pacific Partnership y concluya la Transatlantic Trade and Investment Partnership con la Unión Europea. La legislación y la intensificación de los acuerdos comerciales ampliarán el horizonte tanto para los trabajadores como para los empresarios.
A la par de la desaceleración de la productividad, la desigualdad creció en la mayoría de las economías desarrolladas, y en forma más pronunciada en los EE.UU. En 1979, el uno por ciento de las familias norteamericanas recibían el 7 por ciento del ingreso, libre de impuestos. Hacia el año 2007, esa porción se elevó al 17 por ciento. Esto desafía la propia esencia de lo que los norteamericanos somos como pueblo.
No envidiamos el éxito, aspiramos a él y admiramos a quienes lo han alcanzado. De hecho, hemos aceptado a menudo más desigualdad que otras naciones porque estamos convencidos que con el trabajo duro, podemos mejorar nuestra propia posición y vigilar que nuestros hijos lo hagan aún mejor.
Tal como dijera Abraham Lincoln, “en tanto no proponemos ninguna guerra al capital, deseamos se le permita al hombre más humilde una oportunidad igual para ser rico con todos los demás”. Ese es el problema con la creciente desigualdad –disminuye la movilidad ascendente–. Hace que los peldaños de arriba y de abajo de la escalera sean más “pegajosos” siendo más duro subir o caer de la cima.
Los economistas han listado varias causas de la desigualdad: tecnología, educación, globalización, debilidad sindical y un salario mínimo en retroceso. Hemos hecho progresos significativos en estos frentes. Pero creo que los cambios en la cultura y los valores han jugado un gran papel. En el pasado, las diferencias salariales entre los ejecutivos y los trabajadores estaban limitadas por una mayor interacción social entre empleados de todas las jerarquías: en la iglesia, en las escuelas de sus hijos y en organizaciones civiles. Por esta razón los CEOs llevaban a sus casas entre veinte y treinta veces más que el salario promedio de un trabajador. La reducción o eliminación de estas limitaciones es la razón que explica por qué un CEO en la actualidad gana 250 veces más.
Las economías son más exitosas cuando cerramos la brecha entre ricos y pobres y el crecimiento es distribuido ampliamente. Este nos sólo un argumento moral. Las investigaciones muestran que el crecimiento es más frágil y las recesiones más frecuentes en países con mayor desigualdad. La concentración de la riqueza significa menor consumo de las mayorías que impulsa los mercados económicos.
Norteamérica ha demostrado que el progreso es posible. El año pasado, los ingresos de los hogares medios y bajos aumentaron más que los de ingresos altos. Bajo mi Administración, habremos impulsado el ingreso de las familias del último quintil en un 17 por ciento, para el 2017, al tiempo que aumentamos los impuestos promedio de los hogares que ganan más de U$ 8 millones al año –la cima del 0,1 por ciento– en casi 7 puntos, basado en cálculos del Departamento del Tesoro. Mientras que el uno por ciento superior de las familias hoy tributa más, los cambios impositivos realizados durante mi Administración han incrementado la porción de ingreso que recibe el resto de las familias, en más de lo que previas administraciones han hecho desde, al menos 1960.
Aun así, estos esfuerzos se quedan cortos. En el futuro, necesitaremos ser más agresivos en tomar medidas que den marcha atrás con décadas de crecimiento de la desigualdad. Los sindicatos deberían jugar un papel central. Ellos ayudan a que los trabajadores consigan una mejor tajada de pastel pero deben ser más flexibles para adaptarse a la competencia global. Aumentar el salario mínimo federal, expandir el crédito por ingreso del trabajo para trabajadores sin hijos, limitando las exenciones impositivas para hogares de altos ingresos, advirtiendo a los colegios que no dejen afuera a estudiantes empeñosos y asegurando a hombres y mujeres que recibirán igual paga por igual trabajo nos ayudará, también, a movernos en la dirección correcta.
Una economía exitosa también depende de oportunidades significativas de trabajo para todo aquel que busca un empleo. Norteamérica ha enfrentado un largo período de declinación en la participación del empleo entre los trabajadores en la plenitud de sus vidas. En 1953, solo el 3 por ciento de los hombres entre los 25 y 54 años de edad estaban fuera del mercado de trabajo. Hoy, el 12 por ciento. En 1999, el 23 por ciento de las mujeres en esas mismas condiciones estaba fuera del mercado laboral. Hoy, 26 por ciento. La gente que ingresa o reingresa al mercado de trabajo en una economía robustecida ha compensado el envejecimiento y el retiro de los “baby-boomers” desde fines del 2013, estabilizando la participación en el ingreso pero sin revertir la tendencia adversa de largo plazo.
El desempleo involuntario tiene una cuota en la satisfacción respecto de la vida, la autoestima, la salud física y la mortalidad. Está, además, relacionado al devastador aumento en el abuso de drogas y asociado al aumento de muertes por sobredosis y suicidios entre los jóvenes sin educación secundaria, el grupo cuya participación en la fuerza de trabajo ha caído más drásticamente.
Hay muchas maneras de mantener el empleo de los norteamericanos en tiempos difíciles. Esto incluye el seguro de desempleo para trabajadores que no consiguen un trabajo nuevo que pague tanto como el antiguo. Aumentar el acceso a colegios de alta calidad, a modelos de entrenamiento laboral y ayudar a encontrar nuevos trabajos, ayudaría. Del mismo modo, ampliando el seguro de desempleo a más trabajadores. Días pagos por enfermedad, mayor acceso al cuidado y al aprendizaje temprano de los niños, agregarán flexibilidad tanto para empleados como para empleadores. Reformas a nuestro sistema de justicia penal y mejoras para el reingreso al mercado laboral, que tienen consenso bipartidario, también incrementarían la participación, de ser aprobadas.
Construyendo cimientos robustos
Por último, la crisis financiera subrayó dolorosamente la necesidad de una economía más sólida, que crezca en forma sustentable sin saquear el futuro en beneficio del presente. No debería existir ninguna duda que un mercado libre solo prospera cuando existen reglas para protegernos de las fallas sistémicas y asegurar la competencia justa.
Las reformas a Wall Street, posteriores a la crisis, han hecho más estable nuestro sistema financiero y sustentable para el crecimiento de largo plazo, incluyendo más capital para los bancos norteamericanos, menos dependencia de los capitales de corto plazo y mejor supervisión para un rango de instituciones y mercados. Las grandes instituciones financieras de nuestro país ya no consiguen fondos tan fácilmente como antes, evidenciando que el mercado entiende que ya no son más “demasiado grandes para caer”. Y creamos el primer organismo de control de su clase –el Consumer Financial Protection Bureau– para mantener la responsabilidad de las instituciones financieras de modo que los clientes pueden honrar sus deudas con reglas claras.
Aun con todos estos progresos, segmentos del sistema financiero paralelo todavía presentan vulnerabilidades y el sistema de financiación de vivienda no ha sido reformado. Esto debería ser un argumento para construir sobre lo ya hecho, no deshacerlo. Y aquellos que deberían levantarse en defensa de más reformas ignoran, demasiado a menudo, el progreso que hemos hecho. Prefieren condenar el sistema como un todo. Los norteamericanos deberían debatir cómo construir mejor con estas reglas, negar el progreso nos deja más vulnerables.
Deberíamos hacer algo también para prepararnos ante nuevos shocks negativos, antes de que ocurran. Con las bajas tasas de interés actuales, la política fiscal debe jugar un papel más grande en el combate de futuras caídas; la política monetaria no debería soportar toda la carga de estabilizar nuestra economía. Desafortunadamente, la buena economía puede ser invalidada por la mala política. Mi Administración aseguró mucha más expansión fiscal de lo apreciado para recuperarnos de la crisis –más de una docena de leyes proveyeron U$D 1.4 billones de apoyo económico entre 2009 y 2012– pero luchar en el Congreso por cada una de estas medidas de sentido común insumió una energía sustancial. No obtuve algunas de las expansiones que perseguía y el Congreso forzó la austeridad sobre la economía de forma prematura, bajo la amenaza de una cesación de pagos de deuda histórica. Mis sucesores no deberán pelear por medidas de emergencia en tiempos de necesidad. En vez, el apoyo para las familias más castigadas y para la economía, como el seguro de desempleo, debería surgir automáticamente.
Mantener la disciplina fiscal en tiempos de bonanza para poder sostener la economía en tiempos de necesidad y honrar los compromisos a largo plazo con nuestros ciudadanos es vital.
Finalmente, el crecimiento económico sustentable requiere abordar el cambio climático. En los últimos cinco años, la noción de trade-off entre aumentar el crecimiento y reducir emisiones no ha sido dejado de lado. EE.UU. redujo sus emisiones en el sector energético un 6 por ciento, aun así la economía ha crecido un 11 por ciento. El progreso en los EE.UU. también ha ayudado a catalizar el histórico acuerdo de Paris sobre el clima, lo que presenta la mejor oportunidad para salvar el planeta para las futuras generaciones.
Una esperanza para el futuro
El Sistema político norteamericano puede ser frustrante. Créanme, lo sé. Pero ha sido la fuente de más de dos siglos de progreso económico y social. El progreso de los ocho años pasados también debería dar alguna medida de esperanza al mundo. A pesar de toda división y discordia, se ha prevenido una Segunda Gran Depresión. El sistema financiero se estabilizó sin que les costara a los contribuyentes un centavo, y la industria automotriz rescatada. Promulgué el más amplio estímulo fiscal, más que el del New Deal establecido por el Presidente Roosevelt y supervise la reescritura más exhaustiva de las reglas del sistema financiero desde 1930, del mismo modo que reformé la asistencia sanitaria e introduje nuevas reglas que redujeron las emisiones contaminantes de automóviles y usinas de energía.
El resultado es claro: una economía con crecimiento más durable; quince millones de empleos nuevos en el sector privado, desde comienzos del 2010; salaries en alza; pobreza en disminución y el inicio del retroceso de la desigualdad; veinte millones de norteamericanos con seguro de salud, en tanto los costos en salud crecen a la menor tasa de los últimos 50 años; déficits anuales reducidos en casi tres cuartas partes y declinación de las emisiones de carbón.
Para todo el trabajo que resta, nuevos cimientos se han sentado. Un futuro está por escribirse. Debe ser uno en el que el crecimiento económico no sólo sea sustentable sino compartido. Para alcanzarlo Norteamérica debe permanecer comprometida a trabajar con todas las naciones para construir Fuertes y prósperas economías para nuestros ciudadanos de las generaciones venideras.
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