El miércoles 18 tuve el honor de asistir a una audiencia bicameral en defensa del fiscal José María Campagnoli , abruptamente apartado de su cargo por el Tribunal de Enjuiciamiento de Fiscales por la única razón de haber llegado a la médula de una investigación que cercaba al empresario Lázaro Báez y que podía tener vaya uno a saber qué ramificaciones.
El pedido de apartar a Campagnoli no había prosperado en dos instancias judiciales. La defensa de Báez, además, lo había denunciado ante la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, su jefa, quien inició una investigación interna. Tras un dictamen de un comité asesor, Gils Carbó solicitó la suspensión del fiscal, al que acusó de abusar de su poder por ahondar en una investigación contra Báez cuando no tenía competencia para hacerlo. Finalmente, la Cámara del Crimen confirmó la investigación de Campagnoli, rechazó los pedidos de nulidad de la defensa de Báez sobre la investigación del fiscal, pero entendió que no tenía competencia y remitió la causa al juez federal Sebastián Cassanello, quien ya investigaba al empresario por lavado de dinero.
Cuando escuchaba al fiscal en la audiencia, no podía dejar de hacer un paralelismo entre este caso, surgido de la investigación periodística de Jorge Lanata, con aquel famoso caso de Watergate, también surgido de una investigación de dos periodistas del Washington Post y que terminó con la dimisión del presidente norteamericano Richard Nixon.
En mayo de 1973, con el escándalo Watergate en plena efervescencia, el presidente Nixon nominó a Elliot Richardson para el cargo de fiscal general después de que el anterior, Richard Kleindienst, renunciara junto con otros asesores presidenciales -John Dean, H.R. Haldeman y John Erlichman- cuya situación se había vuelto insostenible.
La prensa interpretó el nombramiento de Richardson como un intento del presidente por controlar las investigaciones del escándalo. Pero la primera decisión de Richardson al frente del Departamento de Justicia ya le hizo comprender a Nixon que no habría piedad. Esa decisión fue el nombramiento del demócrata Archibald Cox como fiscal especial para el caso. Cox ocuparía en el célebre caso norteamericano el lugar de Campagnoli en el nuestro.
Richardson le pidió a Cox que examinara «todas las pruebas documentales» que obtuviera, cualquiera fuera su procedencia, a las que tendría «acceso sin restricción alguna». Cuando se supo que durante muchos años se habían grabado en secreto las conversaciones del presidente Nixon en el despacho oval, el fiscal especial solicitó una audición de nueve de esas cintas decisivas. Nixon lo rechazó con el argumento de la inmunidad presidencial y sólo ofreció un resumen del material. Cox se mantuvo firme, por lo que, el 20 de octubre de 1973, el presidente Nixon ordenó al fiscal general Elliot Richardson que destituyera a Cox y clausurara la fiscalía especial del caso. Obviamente, la figura de Nixon se corresponde con el poder político que en nuestro caso buscó la destitución de Campagnoli.
Pero Richardson se negó a despedir a Cox y prefirió presentar su dimisión. Inmediatamente fue convocado a la Casa Blanca el segundo de Richardson, William Ruckelhaus, al que también se le exigió que procediera contra el fiscal especial, pero también éste se negó a hacerlo.
Minutos después, Nixon nombró fiscal general interino a Robert Bork y repitió su orden por tercera vez, finalmente con éxito. En nuestra historia, la procuradora Gils Carbó resulta ser Bork.
El desplazamiento de Cox produjo conmoción en el ámbito del derecho estadounidense y en la prensa, y sólo a partir de la actividad del juez de la causa, John Sirica se desarrolló un proceso que terminó en la renuncia del presidente el 8 de agosto de 1974. En nuestro caso, el papel de Sirica le correspondería al juez Cassanello.
En el caso Watergate, las idas y venidas sobre si el presidente debía entregar las cintas llegó finalmente a la Corte Suprema. El día que la Corte decidió por 8 votos a 0 que el presidente de los Estados Unidos de América carecía de inmunidad ante la ley, a Nixon no le quedó otra alternativa que renunciar.
Como se ve, hay un claro paralelismo en ambas situaciones: una investigación periodística y un fiscal incisivo arremeten contra el poder político. En ambos casos, el poder político reacciona y logra apartar al fiscal.
En el caso de los Estados Unidos, lo que siguió fue una historia inspiradora. La Justicia tomó riendas en el asunto y transformó el momento institucional más delicado en la historia norteamericana en su momento más triunfal.
En la Argentina, afortunadamente, aún falta escribir la parte más importante. Todavía puede declararse la nulidad de la suspensión del fiscal para que la causa siga adelante. O quizá Cassanello se despierte de su letargo y, como una suerte de Sirica argentino, sorprenda a la sociedad con la misma entrega a las instituciones que mostró su par norteamericano. También podría ser tratado el tema por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, luego de que se agoten todas las instancias procesales o si es concedido el per saltum que eventualmente pudiera pedir alguna de las partes.
Cualquiera de estas salidas también podría transformar este momento de debilidad institucional en el mejor momento de la democracia argentina: el momento en que sentimos orgullo de vivir en un Estado de Derecho donde todos somos iguales ante la ley.
© LA NACION .
El pedido de apartar a Campagnoli no había prosperado en dos instancias judiciales. La defensa de Báez, además, lo había denunciado ante la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, su jefa, quien inició una investigación interna. Tras un dictamen de un comité asesor, Gils Carbó solicitó la suspensión del fiscal, al que acusó de abusar de su poder por ahondar en una investigación contra Báez cuando no tenía competencia para hacerlo. Finalmente, la Cámara del Crimen confirmó la investigación de Campagnoli, rechazó los pedidos de nulidad de la defensa de Báez sobre la investigación del fiscal, pero entendió que no tenía competencia y remitió la causa al juez federal Sebastián Cassanello, quien ya investigaba al empresario por lavado de dinero.
Cuando escuchaba al fiscal en la audiencia, no podía dejar de hacer un paralelismo entre este caso, surgido de la investigación periodística de Jorge Lanata, con aquel famoso caso de Watergate, también surgido de una investigación de dos periodistas del Washington Post y que terminó con la dimisión del presidente norteamericano Richard Nixon.
En mayo de 1973, con el escándalo Watergate en plena efervescencia, el presidente Nixon nominó a Elliot Richardson para el cargo de fiscal general después de que el anterior, Richard Kleindienst, renunciara junto con otros asesores presidenciales -John Dean, H.R. Haldeman y John Erlichman- cuya situación se había vuelto insostenible.
La prensa interpretó el nombramiento de Richardson como un intento del presidente por controlar las investigaciones del escándalo. Pero la primera decisión de Richardson al frente del Departamento de Justicia ya le hizo comprender a Nixon que no habría piedad. Esa decisión fue el nombramiento del demócrata Archibald Cox como fiscal especial para el caso. Cox ocuparía en el célebre caso norteamericano el lugar de Campagnoli en el nuestro.
Richardson le pidió a Cox que examinara «todas las pruebas documentales» que obtuviera, cualquiera fuera su procedencia, a las que tendría «acceso sin restricción alguna». Cuando se supo que durante muchos años se habían grabado en secreto las conversaciones del presidente Nixon en el despacho oval, el fiscal especial solicitó una audición de nueve de esas cintas decisivas. Nixon lo rechazó con el argumento de la inmunidad presidencial y sólo ofreció un resumen del material. Cox se mantuvo firme, por lo que, el 20 de octubre de 1973, el presidente Nixon ordenó al fiscal general Elliot Richardson que destituyera a Cox y clausurara la fiscalía especial del caso. Obviamente, la figura de Nixon se corresponde con el poder político que en nuestro caso buscó la destitución de Campagnoli.
Pero Richardson se negó a despedir a Cox y prefirió presentar su dimisión. Inmediatamente fue convocado a la Casa Blanca el segundo de Richardson, William Ruckelhaus, al que también se le exigió que procediera contra el fiscal especial, pero también éste se negó a hacerlo.
Minutos después, Nixon nombró fiscal general interino a Robert Bork y repitió su orden por tercera vez, finalmente con éxito. En nuestra historia, la procuradora Gils Carbó resulta ser Bork.
El desplazamiento de Cox produjo conmoción en el ámbito del derecho estadounidense y en la prensa, y sólo a partir de la actividad del juez de la causa, John Sirica se desarrolló un proceso que terminó en la renuncia del presidente el 8 de agosto de 1974. En nuestro caso, el papel de Sirica le correspondería al juez Cassanello.
En el caso Watergate, las idas y venidas sobre si el presidente debía entregar las cintas llegó finalmente a la Corte Suprema. El día que la Corte decidió por 8 votos a 0 que el presidente de los Estados Unidos de América carecía de inmunidad ante la ley, a Nixon no le quedó otra alternativa que renunciar.
Como se ve, hay un claro paralelismo en ambas situaciones: una investigación periodística y un fiscal incisivo arremeten contra el poder político. En ambos casos, el poder político reacciona y logra apartar al fiscal.
En el caso de los Estados Unidos, lo que siguió fue una historia inspiradora. La Justicia tomó riendas en el asunto y transformó el momento institucional más delicado en la historia norteamericana en su momento más triunfal.
En la Argentina, afortunadamente, aún falta escribir la parte más importante. Todavía puede declararse la nulidad de la suspensión del fiscal para que la causa siga adelante. O quizá Cassanello se despierte de su letargo y, como una suerte de Sirica argentino, sorprenda a la sociedad con la misma entrega a las instituciones que mostró su par norteamericano. También podría ser tratado el tema por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, luego de que se agoten todas las instancias procesales o si es concedido el per saltum que eventualmente pudiera pedir alguna de las partes.
Cualquiera de estas salidas también podría transformar este momento de debilidad institucional en el mejor momento de la democracia argentina: el momento en que sentimos orgullo de vivir en un Estado de Derecho donde todos somos iguales ante la ley.
© LA NACION .