¿El caso Lola es «K»?

1) Cuando muere una criaturita como Lola, el sistema de medios que nos acostumbró a una lógica binaria, cierra filas detrás del espanto. El horror unifica, clausura la Grieta y todos somos iguales y magnánimos. Es curioso el periodismo, tan teñido de sana subjetividad que, de golpe, se moviliza en conjunto para encolumnarse detrás de algo más importante que la búsqueda de la verdad: el morbo. El morbo nos iguala como una tribuna de fútbol. Nadie quiere quedarse afuera. En estos casos, la realidad mediática opera el milagro de no contrastarse. Como diría el General, es la única verdad.
2) Estamos agotados de lugar común, pero vivimos entre la comodidad de los razonamientos y el miedo. El familiar sustituto es sospechoso como en las fábulas apolilladas de la literatura clásica. El padrastro de Angeles Rawson llenó horas de televisión y en este caso fue el marido de la madrina de Lola el primero a quien pusieron en la mira. Empezamos siempre por el principio: la ausencia del padre. Al padre no se lo reemplaza o se lo reemplaza mal sin entender que las familias ensambladas de ahora son la familia tipo de antes. La moraleja delictiva debería ser menos obvia. A las pruebas nos remitimos.
3) No hay manera de zafar: el periodismo es lo que conocemos, tiene recetas implacables y tiene algo peor: periodistas, simples emergentes de la sociedad que habitamos. De modo que todos nosotros seremos esmerados guardianes del contrato de lectura; es decir, de ese pacto implícito que hay entre los medios y sus destinatarios.
4) Ante el horror nos humanizamos. Lola, como bien dijo un panelista de 678 -¡es K!-, es un problema nuestro. Cuando muere un chico, la prensa suele sacarle el apellido a la víctima para que todos seamos un poco responsables, un poco padres de la criatura.
5) El espanto no es un caso de inseguridad. Es otra cosa, es un monstruo con gas paralizante que, sin embargo, poco puede hacer por nuestra vapuleada lógica maniquea. Antes, no se me hubiera ocurrido pensar que la muerte de Lola pudiera ser “K”. Es como la febril locura de una menta lunática, pero, bueno, che, las conspiraciones te vuelven extraño.
6) Dicen que uno de los puntos flojos de este Gobierno es la inseguridad. Eso no está en juego en el caso Lola: un robo a mano armada delante de lo que se dijo que pudo haber pasado con la nena, resulta hasta frívolo. ¿Cuántos delitos habrán dejado de publicarse estos días por ocuparse sólo de Lola? Encima, se nos antoja que el caso Lola es “K” porque ocurrió en otro país y sería un conflicto “importado”. Un asunto complejo que, en el mejor de los casos, tildaríamos de rioplatense.
7) Crímenes como el de Lola nos vuelven detectives por un rato, así como somos técnicos de fútbol en cada Mundial. Al Tercer Mundo todavía no llegaron los asesinos seriales ni los aniquiladores de campus universitarios. Democracia y dictadura fueron pendulando a lo largo de nuestra historia y eso no nos permitió desarrollar patologías más “evolucionadas”. Por eso es difícil saber si el deporte nacional de creernos Hércules Poirot habla de nuestra perspicacia o de un guión que conocemos de memoria.
8) El morbo pide que el asesino sea el mayordomo y si no, el portero, una suerte de mayordomo moderno. Los abordajes y las argumentaciones son más o menos lo mismo de siempre: si es alguien del entorno, mejor. Da para más opineitors, para psicólogos, para hipótesis televistas, para peritos, para recreaciones a lo Mauro Viale. Si el responsable del asesinato de Lola llegara a ser un loco, alguien fuera de registro, seguramente habrá sido una película policial mala, de esas en que el asesino es el que aparece sólo al principio y en segundísimo segundo plano.
9) Después de escribir estas líneas, leo que «El conejo», el hombre más buscado, el del identikit, habría confesado. Automáticamente pienso: ¿será otro perejil?
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