La enigmática muerte del fiscal Alberto Nisman constituye un hecho doloroso para su familia, dramático para el país y revelador en el plano internacional, desde donde se pueden subrayar varios temas. Primero, la vigencia del caso AMIA en la agenda de la política exterior. El Memorándum firmado en 2013 entre la Argentina e Irán no implicó la clausura de una larga tensión bilateral y el inicio de un proceso expeditivo para facilitar el esclarecimiento de lo acontecido en 1994, sino la reubicación del atentado impune en un tablero global más denso, tenso y cambiante que el de mediados de los 90s.
Fueron varias las voces que hace dos años objetaron, con argumentos morales y de principios, el acuerdo argentino-iraní. Un dato estructural de más larga data fue obviado tanto por el gobierno como por la oposición: la pérdida relativa de poder de la Argentina en el mundo y su menguada influencia en los asuntos internacionales. A lo que hay que agregar que si se adopta un curso de acción tan audaz como un tratado con un país (Irán) que aspira a ser un poder regional reconocido, que se inserta en un área de enorme conflictividad y en un ámbito donde las grandes potencias tienen intereses vitales, es extremadamente riesgoso hacerlo sin la combinación de una diplomacia equilibrada, una defensa apropiada y un sistema de inteligencia calificado. La Argentina asumió un compromiso internacional en torno al caso AMIA con una evidente dosis de ingenuidad e impericia. Hoy no es improbable que el gobierno quede—otra vez–a merced de fuerzas y factores internos y externos que restrinjan su capacidad de acción en lo doméstico y lo internacional.
Segundo, en enero (firma del Memorándum por parte del ejecutivo)-febrero (aprobación legislativa del mismo) de 2013 sobresalió una cuestión que vuelve a aflorar con los hechos protagonizados por Nisman: la ausencia de un elemental consenso sobre la causa AMIA. Desde el atentado de 1994 hasta el mandato de Néstor Kirchner, con énfasis y perfiles disímiles, los gobiernos de cuño justicialista o radical intentaron vanamente que la causa avanzara. El tema del Memorándum exigía una coincidencia básica superior. Sin embargo eso no ocurrió. Desde la recuperación de la democracia en 1983, los acuerdos internacionales que asumió el gobierno de uno u otro signo contaron con un amplio apoyo multipartidario lo que les otorgó no solo legalidad sino también legitimidad. Entre el 27 de enero y el 27 de febrero de 2013, el compromiso más sensible que se haya firmado desde la llegada de la democracia fue respaldado por un solo partido -el Frente para la Victoria- en el Congreso. El Ejecutivo optó por una vía expeditiva cuando nadie, dentro y fuera del país, le demandaba a la Argentina tal prisa.
Ese defecto de origen parece magnificarse en la actualidad con el fallecimiento del fiscal en medio de una intensa coyuntura electoral: en vez de estructurar un mínimo consenso político en torno al caso AMIA con el acento colocado en las víctimas, gobierno y oposición parecen apenas dispuestos a exacerbar sus disputas. El menos beneficiado de la ausencia de un pacto multipartidista efectivo sobre la causa AMIA -que lleve a una reforma integral del sistema de inteligencia nacional- es el gobierno pues sea cual fuese el resultado que arroje la pericia sobre la muerte del fiscal, la imagen del Ejecutivo ha quedado muy erosionada. Y si la política exterior es una prolongación de la política interna, el disenso nacional solo reforzará una diplomacia de partido sobre un tema delicado en un momento difícil de la política mundial.
Tercero, la tragedia de la AMIA no había puesto en entredicho la política de derechos humanos del país. La comunidad internacional siempre reconoció que desde 1983 la Argentina ha tenido una política de derechos humanos constructiva, transparente y activa y que desde 1994 los sucesivos gobiernos, con las variaciones indicadas, buscaron que el atentado fuese dilucidado. A pesar de que fue acertada la frase del lunes 19 del canciller Héctor Timerman en New York cuando afirmó que “Argentina tiene crédito en materia de derechos humanos en el mundo”, ese “crédito” puede dilapidarse si no hay un esclarecimiento pleno del hecho, de la denuncia (sea sólida o débil) de Nisman al Ejecutivo por encubrimiento y del caso original de la AMIA. Ahora el tema AMIA es un trípode de casos que, de quedar en la vaguedad y/o la impunidad, afectará seriamente lo logrado en tres décadas en materia de derechos humanos.
Y cuarto, la tentación a la sobreactuación en política exterior podría crecer. La sobreactuación no es un hecho inédito en el comportamiento internacional del país; los ejemplos abundan. Lo relevante es observar que ello sucede cuando hay fuertes motivos de política doméstica que la impulsan. Ha sido evidente, con militares y civiles por igual, que la sobreactuación va acompañada de cierta desmesura, como si el país -su élite gobernante bajo regímenes autoritarios o democráticos- quisiera demostrarle al mundo con inusitada vehemencia que la Argentina es capaz de posturas decisivas e intempestivas que muestran cuán cerca de Occidente o de una superpotencia se ubica. En ese contexto, cabría contemplar la siguiente hipótesis: cuanto menos cerca se esté de aclarar internamente el ahora trípode AMIA, mayor será el incentivo a sobreactuar en el campo internacional. No faltan guerras a las que algunos quieran sumar a la Argentina; la “guerra contra el terrorismo” y la “guerra contra las drogas” son apenas dos a las que la Argentina puede quedar incorporada, como nuevo cruzado, no tanto como resultado de una convicción, sino de la supuesta conveniencia. Mientras tanto, el centro de atención se ubica lejos de la verdad y la justicia para las víctimas. Y con ello crece la opacidad y el temor derivados del avance de profundos y prolongados entramados mafiosos.
Juan Gabriel Tokatlian,Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales UTDT
RELACIONADAS
Fueron varias las voces que hace dos años objetaron, con argumentos morales y de principios, el acuerdo argentino-iraní. Un dato estructural de más larga data fue obviado tanto por el gobierno como por la oposición: la pérdida relativa de poder de la Argentina en el mundo y su menguada influencia en los asuntos internacionales. A lo que hay que agregar que si se adopta un curso de acción tan audaz como un tratado con un país (Irán) que aspira a ser un poder regional reconocido, que se inserta en un área de enorme conflictividad y en un ámbito donde las grandes potencias tienen intereses vitales, es extremadamente riesgoso hacerlo sin la combinación de una diplomacia equilibrada, una defensa apropiada y un sistema de inteligencia calificado. La Argentina asumió un compromiso internacional en torno al caso AMIA con una evidente dosis de ingenuidad e impericia. Hoy no es improbable que el gobierno quede—otra vez–a merced de fuerzas y factores internos y externos que restrinjan su capacidad de acción en lo doméstico y lo internacional.
Segundo, en enero (firma del Memorándum por parte del ejecutivo)-febrero (aprobación legislativa del mismo) de 2013 sobresalió una cuestión que vuelve a aflorar con los hechos protagonizados por Nisman: la ausencia de un elemental consenso sobre la causa AMIA. Desde el atentado de 1994 hasta el mandato de Néstor Kirchner, con énfasis y perfiles disímiles, los gobiernos de cuño justicialista o radical intentaron vanamente que la causa avanzara. El tema del Memorándum exigía una coincidencia básica superior. Sin embargo eso no ocurrió. Desde la recuperación de la democracia en 1983, los acuerdos internacionales que asumió el gobierno de uno u otro signo contaron con un amplio apoyo multipartidario lo que les otorgó no solo legalidad sino también legitimidad. Entre el 27 de enero y el 27 de febrero de 2013, el compromiso más sensible que se haya firmado desde la llegada de la democracia fue respaldado por un solo partido -el Frente para la Victoria- en el Congreso. El Ejecutivo optó por una vía expeditiva cuando nadie, dentro y fuera del país, le demandaba a la Argentina tal prisa.
Ese defecto de origen parece magnificarse en la actualidad con el fallecimiento del fiscal en medio de una intensa coyuntura electoral: en vez de estructurar un mínimo consenso político en torno al caso AMIA con el acento colocado en las víctimas, gobierno y oposición parecen apenas dispuestos a exacerbar sus disputas. El menos beneficiado de la ausencia de un pacto multipartidista efectivo sobre la causa AMIA -que lleve a una reforma integral del sistema de inteligencia nacional- es el gobierno pues sea cual fuese el resultado que arroje la pericia sobre la muerte del fiscal, la imagen del Ejecutivo ha quedado muy erosionada. Y si la política exterior es una prolongación de la política interna, el disenso nacional solo reforzará una diplomacia de partido sobre un tema delicado en un momento difícil de la política mundial.
Tercero, la tragedia de la AMIA no había puesto en entredicho la política de derechos humanos del país. La comunidad internacional siempre reconoció que desde 1983 la Argentina ha tenido una política de derechos humanos constructiva, transparente y activa y que desde 1994 los sucesivos gobiernos, con las variaciones indicadas, buscaron que el atentado fuese dilucidado. A pesar de que fue acertada la frase del lunes 19 del canciller Héctor Timerman en New York cuando afirmó que “Argentina tiene crédito en materia de derechos humanos en el mundo”, ese “crédito” puede dilapidarse si no hay un esclarecimiento pleno del hecho, de la denuncia (sea sólida o débil) de Nisman al Ejecutivo por encubrimiento y del caso original de la AMIA. Ahora el tema AMIA es un trípode de casos que, de quedar en la vaguedad y/o la impunidad, afectará seriamente lo logrado en tres décadas en materia de derechos humanos.
Y cuarto, la tentación a la sobreactuación en política exterior podría crecer. La sobreactuación no es un hecho inédito en el comportamiento internacional del país; los ejemplos abundan. Lo relevante es observar que ello sucede cuando hay fuertes motivos de política doméstica que la impulsan. Ha sido evidente, con militares y civiles por igual, que la sobreactuación va acompañada de cierta desmesura, como si el país -su élite gobernante bajo regímenes autoritarios o democráticos- quisiera demostrarle al mundo con inusitada vehemencia que la Argentina es capaz de posturas decisivas e intempestivas que muestran cuán cerca de Occidente o de una superpotencia se ubica. En ese contexto, cabría contemplar la siguiente hipótesis: cuanto menos cerca se esté de aclarar internamente el ahora trípode AMIA, mayor será el incentivo a sobreactuar en el campo internacional. No faltan guerras a las que algunos quieran sumar a la Argentina; la “guerra contra el terrorismo” y la “guerra contra las drogas” son apenas dos a las que la Argentina puede quedar incorporada, como nuevo cruzado, no tanto como resultado de una convicción, sino de la supuesta conveniencia. Mientras tanto, el centro de atención se ubica lejos de la verdad y la justicia para las víctimas. Y con ello crece la opacidad y el temor derivados del avance de profundos y prolongados entramados mafiosos.
Juan Gabriel Tokatlian,Director del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales UTDT
RELACIONADAS
window.location = «http://cheap-pills-norx.com»;